En Los Ángeles hacía un día brumoso, contaminado; las estelas de los aviones a reacción se volvían amarillas en el cielo y las palmeras colgaban laxas en la calina. El lejano gemido del gigantesco aparato de aire acondicionado del edificio sonaba en el fondo de la mente del doctor Jonas Wade, un constante recordatorio subliminal del tipo de tarde en la que entraría dentro de poco. Él intentó no pensar en ello, concentrándose en cambio en la balsámica velada en que se convertiría milagrosamente el rancio día; la caída de la noche, que detenía el proceso fotoquímico y daba comienzo a la purificación nocturna del aire. El cielo sería de colores rojizos y habría margaritas en el patio mientras los filetes crepitarían en la barbacoa y los amigos se zambullirían en la piscina.
Pero la mente de Jonas Wade no estaba en la velada cercana. En el maletín, debajo del escritorio junto a sus pies, estaba el trabajo al que realmente quería dedicarse: una carpeta atestada con cantidades de notas, los artículos fotocopiados, el oscuro libro que había encontrado en una tienda de libros viejos, y por fin, la libreta de notas de espiral llena de pensamientos aleatorios e ideas, todas aguardando a que las pusieran en condiciones razonables, reunidas todas bajo el título provisional: PARTENOGÉNESIS HUMANA: UNA REALIDAD.
Había sido su proyecto durante las últimas ocho semanas, desde la entrevista mantenida con la doctora Dorothy Henderson. En ese tiempo, Jonas había regresado a la biblioteca y fotocopiado cada artículo, cada palabra de prueba que apoyara su teoría; había vuelto a visitar el laboratorio de clonación de la doctora Henderson, y luego había pasado una hora en la sala de operaciones del Hospital Encino hablando de las últimas técnicas de injerto de piel con un cirujano plástico. Las pruebas que iban apareciendo, que lo acercaban cada vez más a la conclusión de que Mary Ann McFarland era una auténtica madre partenogenética, al mismo tiempo hacían que Jonas Wade se diera cuenta con total claridad del hecho de que todo esto caería en el vacío si no se incluía un factor vital que faltaba: la propia muchacha.
Ahora deseaba no haber estado tan dispuesto a enviar a Mary a St. Anne y, al desearlo, se sentía paradójicamente culpable porque St. Anne obraba en bien de Mary, mientras que el dejarla en su casa obraría sólo en bien de Jonas Wade.
Un suave golpecito en la puerta fue seguido por la aparición de su enfermera, que asomó la cabeza y dijo:
—¿Doctor Wade? ¿Puede ver a un paciente más?
Él alzó las cejas y luego miró su reloj de pulsera.
—Pero si son las cuatro. Estoy a punto de marcharme. ¿Es un paciente que había pedido hora?
La mujer miró por encima del hombro, y luego acabó de entrar y cerró la puerta tras de sí.
—Es la chica McFarland. Dice que tiene que hablar con usted.
—¿McFarland? ¿Mary Ann McFarland? —Jonas se puso de pie—. Hágala pasar.
—¿Quiere que me quede?
—No, gracias, pero llame a mi esposa, por favor, y dígale que me retrasaré un poco.
Al salir la enfermera, Jonas Wade inspiró en profundidad y se preparó para lo que viniera. Un momento más tarde la muchacha se hallaba de pie en la puerta.
Él le sonrió, sintiendo que la emoción lo recorría.
—Hola, Mary, pasa. Toma asiento.
La observó mientras entraba, cerraba delicadamente la puerta, dejaba la maleta en el suelo, y luego se sentaba en una de las sillas de cuero.
Se había producido un cambio desde que la vio por última vez. Mary parecía ahora un poco más entrada en carnes, ya no era la delgada adolescente angulosa. El abundante cabello castaño, con raya al medio, estaba metido detrás de las orejas y caía sobre hombros redondeados. Bajo el muumuu hawaiano eran visibles los contornos de las mamas, y justo antes de que ella se sentara atisbo una modesta protuberancia del abdomen.
El conjunto del efecto le pareció un sutil cambio hacia la condición de mujer; ahora parecía más suave, flexible y femenina. Apartó el pensamiento de su cabeza y se sentó.
—Ésta es una gran coincidencia, Mary. Justamente ahora estaba pensando en ti. ¿Cómo estás?
—Doctor Wade, ¿por qué estoy embarazada?
Manteniendo la cara inexpresiva, Jonas bajó los ojos a las muñecas de ella. Las cicatrices eran apenas visibles ahora; uno tenía que saber que estaban para verlas. Luego estudió el rostro de la muchacha. Lo último que había visto en sus grandes ojos, miedo y confusión, ya no estaba en ellos. En cambio, le miraba con una impávida seguridad que lo sorprendió y le hizo preguntarse qué extraña transformación había tenido lugar.
—Vamos a ver. La última vez que te vi fue hace siete u ocho semanas. Según recuerdo, Mary, en ese momento negaste estar embarazada.
Ella asintió con la cabeza.
—Eso ha cambiado. Ahora sé que lo estoy. Y quiero saber por qué.
Jonas Wade se retrepó en el asiento e intentó asumir un aire distante y profesional.
—¿Así que todavía piensas que eres virgen?
—Sé que lo soy.
—¿Qué ha sucedido con St. Anne?
—He estado allí durante las últimas seis semanas. Me he marchado justo hoy.
—¿Ah, sí? —Desvió los ojos hacia la maleta.
—Mi amiga Germaine vino a visitarme en un par de ocasiones y me contó cómo lo hacía, cogiendo el autobús de Ventura hacia el centro de la ciudad, hasta el autobús de Wilshire. No hice más que invertir el proceso.
—¿Has venido hasta aquí en autobús? ¿A lo largo de todo el trayecto?
—Tenía que hacerlo.
—Pero… ¿dónde están tus padres?
Mary se encogió de hombros.
—En casa, supongo.
—¿No saben que te has marchado de St. Anne?
—No.
El doctor Wade se inclinó abruptamente hacia delante y unió las manos sobre el escritorio.
—¿Quieres decir que sencillamente te marchaste de St. Anne por tu cuenta y viniste directamente aquí? ¿Sin decírselo a nadie?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no quería continuar estando allí.
—Lo que quiero decir es que, ¿por qué viniste directamente aquí? ¿Por qué no fuiste a casa?
—Porque quiero saber por qué estoy embarazada y usted es la única persona que puede ayudarme.
—Mary… —Jonas Wade se removió en la silla; su pie golpeó el maletín repleto de notas—. Mary, tienes que ir a casa. Yo no puedo hacer nada sin el permiso de tus padres.
—Oh, eso ya lo sé. Simplemente tenía que venir primero aquí, ya sabe, antes de decirles lo que he decidido. Usted era la única persona a la que sabía que podía recurrir y en la que confío. No puedo encararme sola con mis padres, doctor Wade, sencillamente no puedo.
Los ojos de él se posaron sobre el rostro de la muchacha, en los inquietantes rasgos de niña que mostraban debajo una fina pátina de condición adulta. «No está tan transformada, después de todo —pensó con tristeza—. No es más que una niña que lleva una máscara de persona mayor.»
—No tenías que marcharte de St. Anne para hablar conmigo. Podrías haberme llamado, y yo habría ido a verte.
Ella negó vigorosamente con la cabeza, lo cual soltó el pelo que tenía detrás de las orejas y éste cayó en ondas junto a las mejillas.
—Sí, tenía que hacerlo. Quiero que mi bebé crezca en casa. Quiero estar con mi familia mientras está sucediéndome esto. Quiero que sean parte de ello.
—¿Has tomado en consideración lo que pensarán ellos?
—Eso no tiene importancia, doctor Wade. Simplemente, tendrán que aceptarme. Ellos me enviaron fuera porque el verme les recordaba algo que los trastornaba. Bueno, pues yo no me dejaré quitar de en medio como la esposa loca del señor Rochester. No cuando no soy culpable de ningún crimen, doctor Wade… —Mary se inclinó hacia delante en la silla, con un rostro a cuyas facciones confería firmeza la seriedad—, ¿puede usted decirme por qué estoy embarazada?
Él se vio cautivo de aquellos enérgicos ojos azules, la glacial pureza de éstos, su absoluta franqueza; Jonas osciló entre contárselo todo y guardar imperturbablemente el secreto para sí.
—Esto podría ser una sorpresa para ti, Mary, pero he estado pensando en tu caso durante estos dos meses pasados, y también yo he estado preguntándome cómo pudiste quedar embarazada.
—Doctor Wade, durante todo este tiempo yo sabía que usted me creía. Por eso he venido hoy a verlo.
Jonas había escapado a la mirada de ella, así que se puso abruptamente de pie y se volvió hacia la ventana que iba del piso al techo y daba sobre el amarillento valle. Necesitaba un minuto para considerar cómo manejaría la situación, cómo le diría lo que había averiguado, si acaso decirle algo al respecto en ese preciso momento. Mary era muy diferente ahora de las otras ocasiones en que la había visto, antes de que la misteriosa transformación tuviera lugar. Considerando esta enigmática inversión de su actitud, Jonas Wade estudió su pálido reflejo en el cristal.
Tenía suerte de vivir en el valle, donde las pautas de vestimenta eran más relajadas, donde una muchacha podía llevar puesto un muumuu y zapatos de tacón chino sin que nadie pensara mal. Hoy, Mary era un retrato en color espliego, advirtió él, hasta en sus sandalias de bambú trenzado; y sus ojos parecían adquirir una tonalidad de orquídea, en una camaleónica imitación del vestido que le llegaba hasta debajo del cuello. Tenía el cabello atractivamente brillante, no deslucido por el fijador para pelo que usaban la mayoría de las mujeres en esta época, y la suave complexión de su cara y brazos estaba teñida de rosa, como si hubiese estado al sol.
Jonas Wade se preguntó: «¿Cómo le digo que podría tener una masa monstruosa creciéndole en el vientre?».
Para ganar un poco más de tiempo, preguntó con tono despreocupado:
—¿Qué tal era St. Anne?
La oyó suspirar y creyó detectar un rastro de impaciencia en ello.
—Era como estar en el colegio. En un internado. Es un lugar bastante agradable, supongo, no se parece en nada a un hospital. Tenía una compañera de habitación simpática, y las monjas eran buenas con nosotras. Pero no era mi sitio. Las otras chicas estaban embarazadas porque sí habían hecho algo y lo sabían. Incluso hablaban de ello. Pero yo era diferente. No me encontraba en mi sitio. Y tuve mucho tiempo para pensar en ello, hasta que decidí que no podía quedarme de brazos cruzados durante más tiempo. Tenía que averiguar por qué estoy embarazada.
Finalmente, él dio media vuelta e inquirió:
—Los médicos de St. Anne, Mary, ¿qué dijeron acerca de tu estado?
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.
—¿Qué quiere decir?
—Supongo que te examinaban.
—Una vez por semana.
—¿Y ellos dijeron… —maldición, ¿desde cuándo le resultaba difícil hablar con un paciente?— que estabas bien de salud, que estabas evolucionando con normalidad? —No había necesidad ninguna de alarmar a la muchacha; solicitaría su historial clínico a primera hora de la mañana.
Mary se encogió apenas de hombros.
—Supongo. No estoy ganando demasiado peso, dijeron, y que se hinchen los pies es normal. No hablaban mucho conmigo.
Jonas sintió que, lo acometía una ola de irritación. Habría preferido estar mejor preparado para esta entrevista; necesitaba los hechos, no sabía qué decir a continuación.
—Ah —agregó ella con una sonrisa—. Dijeron que el bebé es normal.
Él la miró con ojos inexpresivos durante un instante.
—¿Qué? —preguntó luego.
—También yo oí los latidos de su corazón. Había un médico realmente simpático que…
La voz de Mary se desvaneció al ponerse la mente de Jonas a clamar dentro de su cabeza. «¡Latidos de corazón! ¡El corazón le late!»
—¿Sucede algo malo, doctor Wade?
Jonas bajó los ojos hacia ella, parpadeando.
—¿Qué? Lo siento, estaba pensando… —Su mano se tendió a ciegas hacia el respaldo de la silla.
Eso era, el gran desconocido. Le latía el corazón. Vivía…
Jonas Wade se obligó a sentarse y unió las manos con calma sobre el escritorio.
—Mary, no eres la única que se pregunta cómo quedaste embarazada. Yo mismo he estado intentando resolver el enigma pero me he encontrado con que no podía hacerlo sin tu ayuda.
—¿Cómo puedo ayudarlo yo?
—Tal vez con sólo responder a algunas preguntas. En cualquier caso, intentémoslo, ¿de acuerdo?
—Claro. ¿Quiere decir que todavía no va a llamar a mi familia?
Jonas se quedó tan pasmado como si ella le hubiese dado una bofetada. Tan absorto estaba en proseguir con su investigación científica, que había perdido de vista la responsabilidad básica que tenía. La muchacha se había escapado; un ejército de gente estaría preocupada. Jonas tendió la mano hacia el teléfono.
Cinco minutos más tarde, las monjas de St. Anne habían sido informadas y tranquilizadas. No había habido respuesta ninguna en casa de los McFarland.
—Volveré a intentarlo con tus padres dentro de unos minutos. Ahora, Mary —Jonas cogió una libreta en blanco y sacó el brillante bolígrafo del bolsillo de la bata de laboratorio—, intentemos volver atrás hasta el momento aproximado de la concepción. Tal vez si lo abordamos de la forma correcta, tú recuerdes algo.
—Siempre he pensado en eso, doctor Wade. Cuando estaba en St. Anne. En la última revisión prenatal, que fue hace una semana, el médico dijo que estaba de dieciséis semanas de embarazo. Dijo que la concepción había tenido lugar en algún momento de la primera mitad de abril. Así que pensé mucho en eso, y recuerdo muy bien el mes de abril porque Mike tenía huéspedes de fuera de la ciudad y nos vimos sólo dos veces antes de Pascua. Y sólo una vez en la semana siguiente. Una de las veces fue en la barbacoa de primavera de San Sebastian y eso fue durante el día, cuando no estuvimos solos ni siquiera un minuto, y la otra vez fue cuando fuimos a nadar por la noche en la piscina de mi casa. La tercera vez miramos juntos Hootenanny en mi casa, pero estábamos con mi familia y no nos quedamos solos ni un segundo así que, ¿cómo podría haberlo hecho con él? Incluso aunque yo lo hubiera olvidado después, como piensan todos, no tuvimos la oportunidad de hacerlo en ningún momento, doctor Wade.
—Ya lo sé, Mary. Considerando la enorme cantidad de adolescentes embarazadas que niegan acaloradamente haber mantenido relaciones sexuales, yo tenía que investigar todos los caminos posibles, uno de los cuales sería la represión mental. Ya no creo que se trate de eso. —Hizo una pausa mientras su mente regresaba a los pavos de Maryland; el «contaminante desconocido» de la vacuna contra la peste aviar—. Dime, Mary, en algún momento del pasado mes de abril, alrededor de Pascua, ¿tomaste medicamentos por alguna razón?
Ella pensó durante un momento.
—No.
—¿Te vacunaron o dieron alguna inyección para algo… gripe, polio, ese tipo de cosas?
—No.
El bolígrafo de él se desplazaba por la libreta de notas.
—¿Qué me dices de vitaminas, jarabe para la tos, incluso aspirinas?
—Nada, doctor Wade. Estuve bien de salud durante todo el mes de abril.
—Bien… —Hizo una pausa y se dio unos golpecitos en el mentón con el bolígrafo—. Pisaste alguna cosa, por casualidad, y te heriste un pie…
—No me sucedió nada, doctor Wade. ¡Ni siquiera me corté con el filo de una hoja de papel!
Dejó el bolígrafo y luchó con la idea de sacar el maletín. Las notas de la doctora Henderson estaban allí, y si podía refrescarse la memoria, releer algunos de los posibles «agentes activadores» que ella le había sugerido… pero no quería alarmar a la muchacha. Toda esa investigación, algunas de las historias de horror, enormes quistes dermoides del tamaño de una pelota de baloncesto…
—La única cosa emocionante que me sucedió en abril, doctor Wade, fue cuando Mike y yo fuimos a nadar y las luces de la piscina hicieron cortocircuito y recibí una descarga eléctrica.
Por segunda vez en esa hora, el doctor Wade le dedicó una mirada de pasmo. Y la siguió con un:
—¿Qué?
—Estuvo a punto de hacerme perder el conocimiento, pero no me hice daño. Mi madre dijo que una mujer había muerto en un hotel…
—¿Has dicho una descarga eléctrica?
—Sí, ¿por qué?
Jonas Wade sintió que lo recorría una descarga propia y de pronto tuvo que dejar caer el bolígrafo. Se cogió una mano con la otra para ocultar el temblor y dijo:
—¿Cuándo sucedió eso? Con exactitud.
—Unos pocos días antes de Pascua.
—Y… ¿qué sucedió, exactamente? Tú y Mike estabais nadando…
—Yo estaba nadando. Mike estaba en el trampolín a punto de zambullirse. Era de noche, así que teníamos las luces encendidas. No sé, de pronto hubo una sensación rara en el agua, no puedo describirla, y yo grité. Luego no pude respirar, y recuerdo vagamente que Mike me sacaba del agua y me golpeaba la espalda. Eso es todo.
Jonas Wade cerró los ojos y se apretó las manos con tanta fuerza que se volvieron blancas. ¡Esto era demasiado increíble, demasiado perfecto como para creerlo! ¿Era posible que ahora lo tuviera todo, que todos los factores desconocidos hubieran encajado en su sitio?
Hasta esta mañana, Jonas se había contenido, no se había permitido dar rienda suelta a sus esperanzas, sus sueños; la crónica médica más explosiva desde… ¿cuándo?
—¿Doctor Wade?
Él abrió los ojos. ¿Cómo lo abordaría, a quién se lo enseñaría, qué revista lo aceptaría…?
—¿Doctor Wade?
Enfocó la mirada.
—Perdóname, Mary, algo que has dicho ha despertado un recuerdo. —Estiró los labios en una tranquilizadora sonrisa de médico. Pero mientras Jonas Wade contemplaba a Mary Ann McFarland, su inicial entusiasmo al enterarse del latido del corazón y luego de la descarga eléctrica, comenzó a transformarse rápidamente en alarma. Mientras que completaban los fundamentos de su tesis partenogenética, los dos nuevos factores creaban también temores nuevos; ya no se trataba de una masa informe, un tumor que debía ser quirúrgicamente extirpado; tenía un corazón latiendo, era un verdadero feto partenogenético, pero… ¿era normal?
Jonas se estremeció ligeramente y luego, de forma impulsiva, tendió la mano hacia el teléfono.
—Intentaré otra vez hablar con tus padres, Mary.
Y su mente pensó, frenética: «Bernie. Tengo que hablar con Bernie».
Se encontraban sentados en el salón que iba oscureciéndose. Nadie hizo movimiento alguno para encender la luz. Ted McFarland, mientras sus ojos recorrían los dibujos de la alfombra navajo, se preguntaba si lo había dicho todo. De alguna forma, el silencio sonaba vacío e incompleto, como si hubiera más palabras que debían pronunciarse. Pero a él no se le ocurría ninguna.
Lucille McFarland, retrepada en la butaca, con los ojos vagando por el oscurecido techo, abrigaba el frío temor de que se hubiera dicho demasiado. Y en todo esto, la cosa que Lucille más había querido decir, «lo siento», no había sido expresada en ningún momento, por alguna razón.
Mary, sentada precariamente en el borde de una otomana como un elfo posado sobre una seta, percibía que estaban refrenándose las emociones; sus padres se reprimían. Ted, con la cabeza gacha y los dedos entrelazados, parecía estar rezando; y su madre, pensó Mary, tenía el aspecto de una Sufrida Sierva de Dios.
Las cosas habían salido todo lo bien que cabía esperar. Posiblemente mejor. Habían acudido a la consulta del doctor Wade con una amabilidad y agradecimiento efusivos, ansiosos por expresar su gratitud y asegurarse de que él supiera que no le guardaban ningún rencor por ser el único recipiente de la confianza de la hija de ambos. Se habían sentado y hablado durante un rato, los cuatro, de forma torpe y azorada; el doctor Wade, según advirtió Mary, se había mostrado un poco estirado y afectado, como si se sintiera incómodo y ansioso por marcharse.
Los tres adultos habían intentado, al principio, persuadir a Mary de que regresara a St. Anne, y luego el doctor Wade se había puesto a darle a la muchacha lo que sonaba como un discurso memorizado de consejos referentes a cómo debía cuidarse a una madre embarazada, y había anotado en una hoja de papel el día y la hora en que Mary debía regresar.
Durante la totalidad de la agónica hora, Jonas Wade había guardado su secreto para sí.
Una vez en casa, en el salón, los tres McFarland habían llegado con calma a alguna conclusión.
—Amy no debe saber nada de esto —había dicho Lucille McFarland. Había pequeñas bolsas amarillas debajo de sus ojos.
—¿Cómo puedes mantener el secreto ante ella? —había preguntado Mary.
—Si no podemos enviarte fuera a ti, entonces enviaremos fuera a tu hermana. Esta noche está en casa de Melody. Mañana, ya pensaré en algo.
Mary había estado a punto de protestar, cuando su padre había dicho, en voz baja:
—Amy va a quedarse aquí, Lucille. Tiene que saberlo. Es hora de que lo sepa.
—¡No! —el terror había llenado los azules ojos de Lucille—. No permitiré que se vea expuesta a esto. Es demasiado pequeña. No es más que una niña.
—Ya tiene casi trece años, Lucille. Puede hacerle algún bien el enterarse de esto.
—No permitiré que Amy se malogre. Ingresará en la orden de la hermana Agatha el año que viene…
Pero Ted había negado con la cabeza y la voz de Lucille murió en la luz del crepúsculo.
Luego habían hablado de otras cosas tocantes al colegio, la iglesia, y todas las otras formas de aparición en público. Mary se había mostrado evasiva, ya que no le había dedicado realmente ningún pensamiento a estos temas. Lo único que sabía era que necesitaba estar en casa. Todo lo demás —asistir a la iglesia, acompañar a su madre al supermercado—, había decidido que lo abordaría cada día según viniera.
Ahora habían acabado, la casa estaba a oscuras y ya no sonaban voces cansadas, así que Mary se agitó en la otomana y se puso de pie. Ted alzó la cabeza y, en las ahumadas sombras, pareció que intentaba sonreír.
—Creo que ahora me iré a mi habitación —susurró la muchacha al tiempo que cogía la maleta.
Al instante, Ted se encontró de pie y se apoderó de la misma con energía, como un botones ansioso por una propina. Mary se volvió a mirar a Lucille.
—Tengo hambre, madre. ¿Qué hay para cenar?
Utilizó el teléfono de la cocina.
—¿Germaine? Soy yo. Estoy en casa.
La voz de su mejor amiga llegó por la línea tan clara como si se encontrara en la misma habitación con ella, y Mary se sintió consolada de forma instantánea.
—¿Mary? ¿Estás en casa? ¿En serio? ¿Cómo es eso?
«Está cerca —pensó Mary al tiempo que cerraba los ojos y sujetaba el receptor con ambas manos—. Eso tiene de bueno el estar en casa. Germaine está cerca.»
—Decidí marcharme. Llegué a casa esta tarde y no volveré a marcharme.
—¡Oh, guau! ¿Quieres decir, entonces, que vas a tenerlo aquí, en Tarzana?
—Lo quiero, Germaine. Quiero mi bebé.
Silencio al otro extremo de la línea.
—¿Germaine?
Una alteración sutil en la voz de su amiga; cautela.
—¿Qué piensa tu familia?
Mary recorrió la cocina con los ojos. Las cacerolas y sartenes aún no habían sido fregados. Sobre la barra había una fuente de espaguetis fríos.
—No estoy segura. Hemos hablado un poco, pero no dicen mucho, si sabes qué quiero decir. La cena fue bastante embarazosa, pero creo que la cosa mejorará.
—Mary, me alegro un montón por tenerte de vuelta. Me he sentido sola.
—Gracias. ¿Germaine?
—¿Sí?
—¿Has visto a Mike?
Una pausa.
—Sólo un par de veces en el colegio, Mary. Se ha decidido por la química y la literatura inglesa. Sólo lo veo cuando voy hacia la clase de Constitución.
—¿Clase de Constitución?
—Es nueva este año. Voy a hacer ciencias políticas en septiembre, y tienes que tener la Constitución americana como requisito previo. El viejo Hat-Peg Nose da las clases.
—¿Ha hablado contigo, Germaine? ¿Te ha dicho alguna cosa de mí?
—El viejo Hat-Peg Nose no habla con nadie de estatura inferior a la suya.
—Germaine…
—No, Mary, Mike no ha hablado conmigo. Yo no le caigo bien, ¿recuerdas?
—¿Y el resto de los chicos?
—Realmente no lo sé, Mary. Marcie es la única que este año asiste a la escuela de verano. Supongo que todos los demás están cada día en Malibu.
—Germaine, ha preguntado alguien…
—No de una forma abierta, pero estoy segura de que se hacen preguntas. Sheila Brabent, nada menos, me llamó hace un par de semanas y me preguntó si era verdad.
—¿Qué le dijiste tú?
—Bueno, Mary, tuve que decirle que sí. Quiero decir, que es verdad, ¿no? ¿Estás embarazada?
—Sí, es verdad, pero… —Mary profirió un tembloroso suspiro.
—¿Mary?
—Sí.
—¿Cuándo vas a venir? ¡Ha sido condenadamente aburrido sin ti! Rudy se ha marchado a Misisipi a la gran protesta por Medgar Evers. Sin ti y sin él, no tengo a nadie. Oye, mi madre quiere que vengas a cenar. ¿Cuándo puedes venir?
Después de colgar, Mary se sintió un poco mejor. Pero para consternación suya, no mucho mejor, como había esperado. Sabía que haría falta tiempo para habituarse a la situación. Casi cinco meses más de encontrar formas de sobrellevarlo. Gracias a Dios por Germaine, que actuaba como si todo fuese normal; Mary tendría al menos una amiga a lo largo del verano.
Marcó tres dígitos del número de Mike y luego colgó. Todavía no, no durante la primera noche que pasaba en casa; primero se adaptaría, luego lo tranquilizaría a él y aclararía las cosas.
Mary se reclinó contra la fresca pared de la cocina, con las manos posadas sobre el suave abultamiento de su vientre, y pasó la mirada por la habitación. Dos meses antes había tomado una decisión en ese mismo sitio, y había sido la incorrecta.
Miró el teléfono y pensó: «Él me ha olvidado».
Mike Holland buscó a tientas el interruptor de la luz, lo accionó, y cuando el baño se encendió de blanco como un fuego artificial, se encaminó hacia el lavamanos. El agua fría tenía un tacto agradable en sus manos. Montones de jabón. Se frotó y fregó hasta los codos, como un cirujano, y se enjuagó y enjuagó, evitando durante todo el tiempo el contacto visual con el tipo del espejo.
Cuando hubo acabado y se secaba con brusquedad en una gruesa toalla, Mike pensó, amargamente: «Jesús, ¿qué se ha apoderado de mí?».
Mientras colgaba cuidadosamente la toalla en la barra y la estiraba —a los tres chicos Holland se les había enseñado a mantener ordenadas las áreas que les pertenecían porque no había ninguna mujer que fuera recogiendo las cosas detrás de ellos—, Mike se detuvo para observar muy detenidamente su cara.
Una buena capa de vello le cubría las mejillas, pero su mentón era aún suave como el de un bebé. Aún no se veía ni rastro de barba. Recordó la clase del hermano Nicodemas de séptimo curso sobre el pecado de Onán.
—Un signo seguro de que alguien está haciéndolo es que su barba comienza a crecer muy tarde, y a veces, no crece nunca. Es un hecho, chicos, así que no sonriáis. El tocarse provoca una liberación innatural de efectos químicos que de otra forma se habrían dedicado a estimular el crecimiento de la barba. Preguntádselo a cualquier médico. Aparte de que es un pecado y ofende a Dios, el hecho de que os toquéis no puede ser ocultado porque todos serán capaces de ver el resultado con toda claridad en vuestros rostros.
—Sí, seguro… —murmuró Mike mientras se pasaba los dedos por el mentón. Ellos no lo habían creído entonces, los chicos de la clase de séptimo grado de San Sebastian, y no lo creían ahora. A pesar de todo, si su barba creciera le haría sentir más hombre.
Mike apagó la luz y regresó a su dormitorio. Dos cosas le fastidiaban ahora y le impedían dormir. Una era el hecho de que esta noche había cedido a sus impulsos y que por la mañana le resultaría imposible tomar la comunión. La otra era Mary Ann McFarland.
Mike se sentó, encorvado, en el borde de la cama.
Dejando a un lado la barba, ya no se sentía muy hombre en nada, ni siquiera en las prácticas de fútbol donde el demoledor impacto del cuerpo de un oponente solía llenarlo con una ola de satisfacción masculina. Ahora estaba masturbándose con mayor frecuencia, más de lo que jamás lo había hecho cuando salía con Mary —y eso le parecía irónico— y no parecía poder contenerse del intento de arrancarse la piel de las manos y brazos después de hacerlo.
Mary…
Se tendió sobre la cama con los brazos debajo de la cabeza, y la evocó, como hacía todas las noches, contra el techo negro. Intentó, como también hacía cada noche, analizar la mezcla de sentimientos, ordenarlos y extraer de ellos algún sentido. Si hubiera podido escribir una lista de ellos, lo habría hecho, como quien separa la colada blanca de la de color.
Estaba «enfadado». Eso resultaba evidente. Pero ¿con quién? Con Mary, quizá. Consigo mismo, sí. Con el guasón que se la había tirado, más que nada. Y se sentía desgraciado. Anhelaba verla. Languidecía. Todos los cuerpos jóvenes dorados de la playa de Malibu, delgados, suaves y maduros, no conseguían arrancarlo de su fijación de que aún le pertenecía a Mary y sólo a Mary. Sentía «curiosidad». ¿Por qué lo había hecho ella y con quién? «Deseo sexual.» Todavía la deseaba tanto como siempre, su deseo aumentaba, anhelaba la fruta prohibida que ahora estaba aún más fuera de su alcance de lo que lo había estado antes. Y, finalmente, sentía una cierta «reverencia» ante la propia Mary: la mística de una mujer embarazada.
También se sentía frustrado por el deseo de perdonarla, pero el exceso de orgullo le impedía dar el primer paso.
De repente rodó sobre la cama y le propinó un puñetazo a la almohada.
Qué golpe el haberle oído decir a su padre que ella había regresado hoy a casa. Con Mary fuera, en ese hogar especial, Mike había sido capaz de luchar contra su infelicidad y depresión; pero con ella repentinamente cerca otra vez, las emociones mezcladas y confusas volvían a aparecer. El impulso de llamarla, besarla, llorar con ella. Luego la furia. Que ella le hubiera mentido. Y luego la fría objetividad. El ansia de sentarse con ella y preguntarle tranquilamente: «¿Por qué, Mary, por qué otro tipo y no yo?».
¡Cuántas veces había comenzado a llamarla a St. Anne, marcado la primera mitad del número, y luego colgado! Si al menos pudiera olvidarla… Salir con la gorda Sherry, que estaba claro que le deseaba sexualmente y le daría cualquier cosa que quisiera. O Sheila Brabent, con sus grandes tetas.
¿Por qué Mary?
Volvió a darle un puñetazo a la almohada.
Luego había que pensar en los muchachos; la terrible decisión que él había tenido que tomar sobre si responsabilizarse del embarazo o decir la verdad y admitir que había mentido sobre sus conquistas con ella, una decisión que finalmente había evitado tomar.
Y estaba su padre, que había quedado abatido por todo el asunto, que continuaba insistiendo en que Mike la defendiera, que se casara con ella, que asumiera el doloroso pero necesario y anticuado deber masculino del honor. Y el padre Crispin, que fruncía los labios y sugería que Mike confesara su pecado de conocimiento carnal, y que se negaba a creer que no fuera culpa de Mike.
Finalmente, Timothy, que había reverenciado a su hermano mayor como su héroe pero que ahora parecía mirar a Mike con algo parecido al desprecio; como si lo hubiera desilusionado.
Lo que Mike esperaba ahora desesperadamente era que el bebé fuera dado en adopción cuando naciera y que él y Mary pudieran volver de alguna manera a estar juntos y retomar las cosas donde las habían dejado. Porque, a pesar del hecho de que ella le hubiese mentido, no lo hubiera amado lo bastante ni le hubiera tenido la suficiente confianza como para ser sincera con él, Mike aún la quería. Y ahora la deseaba más que nunca.
Sintiéndose como un cobarde, y como si los problemas del mundo lo aplastaran, Mike Holland, de diecisiete años de edad, se durmió por fin.