9

Estaban a 1 de julio y el día era terriblemente caluroso. A pesar del aire acondicionado del coche, las tres personas que iban dentro del Continental sudaban y se pegaban al tapizado de cuero. Ninguna de ellas hablaba.

Había pasado una semana desde que le habían dado a Mary el alta del Hospital Encino; exactamente ocho días, y durante ese tiempo no se había realizado ningún progreso, a excepción del viaje de esta mañana. Ted McFarland, tras haber luchado en un esfuerzo por recobrar el control de su familia, había pasado una semana en privado retiro mental; tranquilos días en la oficina y atardeceres contemplativos a solas en el salón; y había aumentado a cuatro su única noche de gimnasio. Había visto poco a su hija y, cuando lo hizo, no había sabido qué decir. Las gasas de las muñecas de ella y los tajos de los dedos, ahora a la vista, parecían gritar acusaciones, testimonios de su fracaso como padre. En consecuencia, había permitido que Mary pasara la semana en su propia soledad, moviéndose silenciosamente por la casa como si existiera en otro plano.

Mientras aceleraba por el carril rápido de Ventura Freeway, Ted reflexionaba ahora sobre el único día, el martes anterior, en que los tres habían conseguido reunirse para hacerle una visita al padre Crispin en la rectoría.

Hacía un tiempo cálido entonces, incluso a las nueve de la noche, y la oficina del padre Crispin no tenía aire acondicionado. Mientras mantenía una distancia constante entre su coche y el que tenía delante, Ted evocó una vez más la gravedad del rostro del sacerdote mientras hablaba.

—Creo que no sólo es un acto prudente, Ted, y beneficioso para Mary, sino que es lo único que podéis hacer. Al fin y al cabo, no podéis mantenerla en casa.

Ted había mirado a su hija, desplomada en el asiento que había junto al suyo, con el rostro sin expresión, los ojos azules vidriosos, las muñecas ocultas por una blusa de manga larga, y había deseado, por un segundo, que ella se les opusiera. La había mirado, en ese momento, con la esperanza de ver un destello de enojo, un estallido de autoconservación, rezando para que ella volviera de pronto a la vida y les dijera a todos que se fueran al infierno.

—Las monjas cuidarán bien de ella —había continuado el sacerdote al tiempo que estudiaba la cara de Mary, formaba una cúpula con los dedos y fruncía los labios—. En todo momento tendrá acceso a un sacerdote, así que podrá hacer su confesión cuando finalmente lo decida. Y podrá acudir a misa todos los días. Al otro lado de la calle hay un colegio al que asistirá en septiembre, de forma que para cuando nazca el niño, Mary se encontrará ya a mitad del duodécimo curso y no se habrá retrasado. No existe ninguna razón para que no pueda regresar a Reseda High después de eso, y graduarse el próximo junio con su clase de siempre.

El padre Crispin se había levantado entonces y rodeado el escritorio, en el borde del cual se había sentado, uniendo las manos sobre una rodilla.

—Ya se han hecho todos los arreglos. Hablé con el doctor Wade y también él se ha puesto en contacto con las monjas. Por regla general, no aceptan a las chicas hasta el cuarto mes de embarazo. El doctor Wade piensa que Mary está al final del tercero, posiblemente más adelantada. No obstante, dadas las circunstancias atenuantes de este caso, por recomendación mía tanto como por la del doctor Wade, han estado de acuerdo en aceptar a Mary ahora mismo, Ted, puedes hacerte cargo de los acuerdos económicos y papeleo necesario cuando la lleves allí el lunes próximo.

Ted tendió una mano y aumentó un poco el aire acondicionado. Miró a Lucille, sentada junto a él, su tenso perfil, la línea fina de la boca, y se formuló preguntas sobre los seis meses que quedaban por delante.

Al apartar la vista y poner atención al desvío de la autopista que se aproximaba, Ted volvió a oír la voz del padre Crispin.

—Respecto al bebé, no tendrás que firmar nada de momento. Eso puede decidirse hasta seis semanas después del nacimiento… si lo vais a dar o no en adopción.

Ted le había lanzado una mirada a su hija; Mary no había parecido oír.

Al concluir la breve, incómoda reunión, el padre Crispin le había pedido a Mary que se quedara un momento, así que Ted y Lucille se habían ido al coche y esperado. Cuando Mary salió pocos minutos después, su rostro era enloquecedoramente impenetrable.

Al alzar ahora los ojos hacia el mismo rostro inexpresivo que se veía en el espejo retrovisor y resignarse al hecho de que Mary no iba a oponer resistencia, Ted no negó que se sentía aliviado de hacer hoy este viaje.

Lucille McFarland había pasado la semana de forma muy parecida a Ted, apenas consciente de las noticias referentes a la elección del papa Pablo VI, y sin haber mirado siquiera la coronación de éste transmitida por televisión. Había llamado a sus amigas y grupos sociales, se había quejado de gripe asiática, y permanecido en casa. En una o dos ocasiones había considerado el volver a abrir la comunicación con Mary, pero cada vez se había arrepentido, un poco por miedo al rechazo, pero más por falta de algo que decir. La perplejidad de Lucille era tan absoluta como la de su esposo; necesitaba tiempo para pensar, para entender la situación y tal vez para hallar una forma de arreglarla.

El único paso decisivo que había dado era seguir el consejo del padre Crispin y sacar a Amy, de doce años, de la atmósfera incierta.

La noche posterior al intento de suicidio de Mary, Lucille había llamado a una prima que tenía en San Diego y preguntado si podían quedarse con Amy durante unos días. La prima, de la edad de Lucille y con una hija de trece años, había dicho que estaría encantada de hacerlo. Y cuando le dieron la noticia a Amy, se había entusiasmado. Las dos primas segundas se conocían desde hacía años y se habían visto en esporádicas visitas familiares; la perspectiva de pasar una semana en San Diego en compañía de una niña de su edad le resultaba emocionante.

Lucille cerró los ojos ante el sol que se reflejaba en el lustroso capó del Continental, y pensó: «Lo compensaré contigo, Amy». Sintió que la histeria comenzaba a hacer acto de presencia en ella; se contuvo, se mantuvo rígida, y se aferró a un lastre imaginario hasta que el pánico disminuyó. Esta misma mañana, más temprano, Lucille había estado más cerca que nunca de tener un colapso nervioso.

Había estado de pie y en silencio en la puerta del dormitorio de Mary, observando cómo su hija hacía una pequeña maleta. Lucille no podía saber si Mary era consciente de que ella estaba allí; no dio indicio alguno. Moviéndose como una hipnotizada, la muchacha había sacado lentamente algunas cosas de los cajones, las había doblado con pulcritud, y colocado en la maleta.

Lucille había deseado ayudarla, decirle a Mary qué debía llevarse, porque desde la puerta podía ver que su hija estaba guardando una cantidad patéticamente pequeña de cosas. Unas pocas prendas de ropa interior. Un camisón. Una bata de verano. Un muumuu hawaiano[9]. Un diario. Y, finalmente, una pequeña botella de agua bendita de Lourdes con la forma de la Santa Virgen con su corona como tapón.

Al ver que esto entraba en la maleta, la más preciada posesión de Mary, Lucille había dado media vuelta y corrido hasta el otro extremo del pasillo donde, de pie y con la mejilla apretada contra la pared, había implorado mentalmente: «¡Por amor de Dios, Mary Ann, di algo! ¡Chilla! ¡Grita! ¡Cualquier cosa! Pero no me hagas esto…».

Cuando la angustia comenzó a aumentar en ella, esta vez amenazadoramente cerca de la erupción, Lucille se llevó un puño a la boca y se presionó los nudillos contra los labios. La última semana pasada había sido de sufrimiento. La totalidad de las tres semanas, una pesadilla. ¿De verdad pensaban Ted, el padre Crispin y el doctor Wade que el sacar a Mary de allí acabaría con la agonía?

De los tres pasajeros del coche, sólo uno no tenía sentimientos ni en uno ni en otro sentido respecto al destino de esta mañana. Para Mary, todo daba igual; cada día era igual que el anterior, una interminable corriente de limbos. Había visto dos veces al doctor Wade. Las dos largas suturas enterradas debajo de cada corte de la muñeca habían sido quitadas, con lo que quedaban sólo dos finas cicatrices rojas. También le había hecho más análisis de sangre y orina y la había hecho pesar. Cuando sugirió un examen uterino para determinar el avance de su estado, ella se sometió como un cordero. Él se había mostrado cordial y amable y le había dado la impresión, en ambas ocasiones, de estar a punto de decir algo; pero cada vez pareció decidirse a no hacerlo, y a Mary le daba igual dejar el asunto tranquilo; sin duda, el doctor Wade quería echarle un sermón, o preguntarle otra vez lo que todos le preguntaban. ¿Quién era el padre?

Durante aquella semana se habían producido dos acontecimientos importantes que deberían de haber captado aunque fuera su interés momentáneo, pero no lo hicieron. Uno fue unas imágenes, en el informativo, del presidente Kennedy de pie ante una enorme multitud que gritaba: «Ich bin ein Berliner!»[10].

Y el segundo había sido cuando una noche, tarde, en que se encontraba tendida de espaldas sobre su cama, se pasó una mano por el abdomen hacia abajo hasta la depresión de la pelvis. Allí, había sentido un bulto que subía.

Deslizándose por la Hollywood Freeway y mientras veía el Capitol Records Building que pasaba rápidamente, Mary reflexionó una vez más sobre la pequeña charla que había mantenido con Amy la noche antes.

Se había decidido que debían mentirle a Amy. Mary iba a viajar a Vermont para pasar el verano de visita en casa de una vieja amiga, después de lo cual se inventaría una segunda mentira para explicar el que no regresase a tiempo para asistir al colegio. Una pierna rota, tal vez, en un accidente de excursión.

Durante la semana siguiente a su salida del hospital, Mary había echado mucho de menos a Amy; dado que no le habían permitido a su hermana pequeña que la visitara cuando estaba en el hospital y luego la enviaron a toda prisa a San Diego, para cuando Amy regresó, apenas el día anterior, Mary estaba ansiosa por tener compañía.

Pero Amy, a quien aún no le habían hablado de los planes de su hermana para marcharse a la mañana siguiente, había salido corriendo calle abajo para ver a sus amigas y contarles las aventuras de la semana. Cuando Amy volvió, era hora de cenar y Mary, otra vez con náuseas, no se hallaba presente en la mesa.

No fue hasta bastante tarde, aquella noche, que Mary tuvo la oportunidad de estar a solas con su hermana menor.

Con Hollywood como telón de fondo mientras pasaban a toda velocidad, Mary evocó una vez más el dormitorio de su hermana.

Lo caótico del mismo, la descarada contradicción de un bello Jesús colocado junto al Trío Kingston. Una pegatina para parachoques de coche de color naranja fluorescente con la leyenda NIX ON NIXON[11] sobre el tablón de anuncios. Una estatua de yeso de la Virgen María adornada con dientes de león frescas. Abierto y boca abajo sobre la cama, el último best-seller, Moonspinners, de Mary Stewart. La nueva canción preferida de Amy aquella semana, Testelar, sonando en el tocadiscos. Y Amy sentada, con las piernas cruzadas, en el centro del piso, haciendo un pulpo con hilo rosa.

Mary había golpeado a la puerta, pensado que Amy la había oído, y por tanto asomado la cabeza.

—Hola. ¿Puedo entrar?

—¡Eh! —Amy había escondido rápidamente el hilo y las tijeras detrás de sí—. ¡Se supone que tienes que llamar!

—Lo hice. —Mary miró el tocadiscos—. Eso esta terriblemente alto. ¿Puedo apagarlo durante un minuto?

La niña de doce años pivotó sobre el trasero, escondiendo el pulpo con su cuerpo mientras Mary entraba, cerraba la puerta y atravesaba la habitación para silenciar el tocadiscos.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó Amy con su practicado tono sofisticado—. ¡No cabe duda de que sabes cómo estropear una sorpresa!

Mary se volvió.

—¿Qué quieres decir?

Amy sacó con brusquedad el pulpo, con sólo dos patas trenzadas, una bola de espuma de poliestireno se veía por las aberturas que quedaban en el hilo.

—Estoy haciendo esto para ti.

Mary se sentó delante de Amy, escondiendo las manos debajo de los muslos.

—Es bonito. Mi color preferido.

—Es un regalo de despedida. Quería que estuviera acabado antes de que te marcharas.

Mary sintió una punzada pero mantuvo la sonrisa fija en la cara.

—Hay tiempo. ¿Cómo es que no estás mirando Soupy Sales?

Amy volvió su atención hacia el pulpo y se puso a contar hilos para hacerle otra pata.

—Lo cancelaron por el partido de los Dodgers.

Mary asintió con tristeza mientras miraba los cabellos de Amy, a lo Buster Brown, caer hacia delante con la concentración de ella.

—¿Vas a echarme de menos, Amy?

—¡Claro! Chica, ojalá yo pudiera ir. ¡Guau, Vermont! Y durante tres meses enteros. No sé cómo vas a arreglártelas sin Mike durante todo el verano.

Mary cerró los ojos y tragó con dificultad. «Amy —pensó con infelicidad—, ojalá pudiera decírtelo. Deberías saber la verdad, realmente deberías saberla. Al fin y al cabo, ¿qué he hecho yo de lo que pueda avergonzarme?»

La voz de Amy iba y venía:

—Yo y un grupo de chicos vamos a ir mañana a Disneyland. Tienen una atracción nueva llamada Matterhorn…

«Y además —pensó Mary—, tú, de entre toda la gente, me creerías cuando te dijera que no soy culpable de nada.»

Mary sintió que el corazón le iba a toda velocidad.

—Amy… quiero contarte algo…

—¿Sí? —La niña de doce años alzó la cabeza y miró a su hermana con una expresión de sorprendente madurez—. También yo tengo algo que contarte.

Al ver que la infancia se desvanecía por un instante del rostro de Amy, Mary frunció el entrecejo.

—¿De qué se trata?

—Bueno, ya hace días que quiero decíroslo a ti y a la familia, pero no he tenido la oportunidad porque han estado muy trastornados por tu apendicitis y todo eso y luego yo me fui a San Diego esta semana y luego, a la hora de cenar, no me escucharon en ningún momento porque estaban trastornados por algo. Ya sabes cómo pueden ser a veces. De todas formas, ya que te marchas mañana, Mary, te lo contaré ahora.

Mary suspiró y aguardó pacientemente mientras Amy dejaba con cuidado el hilo y las tijeras sobre el piso, se limpiaba las manos en los pantalones, y contemplaba a su hermana con despreocupada seguridad. Amy dijo, en voz baja:

—Voy a hacerme monja.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire mientras Mary miraba con fijeza a su hermana. Pasado un momento sintió el impulso de echarse a reír y revolver el pelo de Amy, pero al ver la seriedad de los grandes ojos castaños, la firme determinación, Mary sintió que un temor inexplicable se apoderaba de ella.

—Amy, ¿lo dices de verdad, en serio?

—Por supuesto que sí. Oh, ya sé que un montón de chicas dicen que van a hacerse monjas y nunca lo cumplen, pero lo he pensado mucho y la hermana Agatha ha estado aconsejándome. Dice que puede hacerme ingresar en la orden el año próximo, en un convento en el que pueda asistir al colegio hasta que entre en el noviciado.

Mary cerró los ojos, temblorosa.

—Oh, Amy…

—¿Sabes de dónde saqué la idea por primera vez, Mary? ¡De ti! Hace un par de años me dijiste que querías ser monja porque querías ayudar a la gente. Entonces yo tenía sólo diez años así que pensé que era bastante estúpido querer ser monja. Quiero decir, que todo lo que tienes para vestir es negro y no puedes usar lápiz de labios. Pero luego, en el catecismo, Mary, he estado hablando con la hermana Agatha y ella ha estado contándome todas las cosas buenas que hacen las monjas, como ser enfermeras o misioneras, que no sólo existen las que enseñan en la escuela primaria o cosen paños para el altar.

»Y luego me puse a pensar en lo que tú habías estado diciendo sobre el Cuerpo de Paz y cómo te gustaría ayudar a la gente desafortunada. Me puse a pensar que también yo quería hacer eso, yo quiero ser como tú, Mary, sólo que me gustaría hacerlo por Jesús. ¿Sabes qué quiero decir?

La tremenda inocencia que se mezclaba con la repentina madurez en los ojos de Amy hizo que Mary apartara la cabeza. Sentía deseos de estallar en lágrimas, huir de la adoración e idealización de la hermana mayor que brillaba en los redondos ojos de Amy.

En cambio, sin saber qué contestarle, recorrió el dormitorio con los ojos, las zapatillas de ballet descartadas, las abandonadas muñecas Barbie, los intactos libros Nancy Drew, el nuevo poster de James Darren recientemente colocado en la pared, el sujetador con rellenos colgado del pomo de la puerta, y Mary pensó con tristeza: «Amy, no crezcas».

—¿Qué te parece?

Encontrando la fuerza necesaria para sonreír y evitando que la voz le temblara, Mary dijo:

—¡Guau!, es una decisión muy grande.

—Ya lo sé, pero la hermana Agatha dice que el estar en el convento me ayudará a decidir. Dice que seré una gran monja, y dice que ya ha hablado de mí con su madre superiora. Sé que mamá y papá estarán contentos.

Luego, el rostro de Amy se plegó en una expresión ceñuda.

—¡Mary! ¿Hay algo que vaya mal?

—¡No! —Mary le dedicó su mejor risa—. ¡Eh!, me alegro por ti. —Tendió una mano y le dio un cariñoso apretón en un brazo a su hermana.

—Mary, ¿por qué no vienes conmigo e ingresas en la orden?

—Oh… —La risa se transformó en nerviosismo—. Vamos a ver, ¿cómo podría estar casada con Mike y ser una monja al mismo tiempo, eh?

Amy sonrió y recogió el hilo y las tijeras.

—Sí, claro. Me alegro de que te alegres por mí. Lo que tú piensas significa mucho para mí. Voy a contárselo a mamá y papá en un momento especial; ya sabes, cuando estemos solos y tranquilos.

Mary contempló los ágiles dedos de Amy mientras reanudaban la tarea de contar hebras de hilo. Luego oyó que decía:

—¿Qué era lo que ibas a contarme tú, Mary?

Las lágrimas le escocieron en los ojos y ella respondió, en voz baja:

—Sólo que te echaré de menos.

—¡Eh! —Amy alzó los ojos con el rostro risueño—. ¡Es la primera vez que me dices eso! —Echó los brazos en torno al cuello de Mary y la estrechó—. ¡También yo te echaré de menos!

Mientras Mary se daba cuenta de que el coche estaba aminorando la velocidad y vio que habían salido de la autopista y estaban girando por las calles de un antiguo vecindario, las palabras de Amy continuaron resonando en sus oídos. Mary apoyó la cabeza contra la ventanilla y luchó para contener las lágrimas, pensando: «No aquí, no ahora. Lloraré cuando esté sola…».

El coche se detuvo por fin. Los tres contemplaron el alto seto vivo que protegía un sendero privado, y el modesto letrero que simplemente decía: Hospital Maternal St. Anne.