8

—Buenas tardes, doctor Wade. Soy Dorothy Henderson, ¿cómo está?

Jonas tomó la mano que estrechó la suya con firmeza.

—Le agradezco que haya dedicado tiempo a verme, doctora Henderson.

—¡No hay ningún problema! Por favor, entre en mis dominios.

El primer pensamiento de Jonas Wade fue: atractiva. La doctora Dorothy Henderson, embrióloga, era una mujer atractiva. Luego, al seguirla al interior de su laboratorio, cambió su opinión a: elegancia desleída, realeza en el exilio. Caminaba ante él como una princesa; sus anchos hombros rectos daban soporte a la bata blanca de laboratorio como si lo que llevaran encima fueran las cargas del estado. Su paso era fluido y grácil; su cuerpo era esbelto y estaba aún en la primera juventud, a pesar de que estaba claro que la investigadora de UCLA no era ni un día menor de cincuenta años. El cabello castaño rojizo, obviamente muy largo y espeso, llevaba raya en el medio e iba recogido a la altura de la nuca en un abundante moño; hebras de blanco puro jaspeaban el peinado perfecto; era una prima ballerina que había pasado su época de gloria. Cuando se volvió, Dorothy Henderson sonrió con unos excelentes dientes y unos ojos verdes chisporroteantes, piel suave y lustrosa aunque fruncida y con arrugas por años de sonreír y fruncir el entrecejo; una actriz que ha conocido el pináculo de su carrera y ha cedido graciosamente paso a las recién llegadas. Cuando habló, su voz salió sorprendente, casi embarazosamente poderosa; esta mujer nunca había tenido que susurrar: una estrella de la ópera, una mujer de estado, una anfitriona, tal vez, de la Colina de Capitolio. Fuera lo que fuere, decidió Jonas mientras ella lo llevaba a hacer un rudimentario recorrido de su laboratorio, lo que Dorothy Henderson no parecía era una científica.

—¿Le ha contado Bernie lo que estamos haciendo aquí, doctor Wade?

—No, no tengo ni idea.

—¿Está familiarizado con la clonación?

Él recorrió el laboratorio con la mirada, reparó en los dos ayudantes que trabajaban en silencio en sus bancos, contempló el equipo, percibió los olores acres, indefinibles, y oyó, justo por debajo del gorgoteo de los líquidos y el zumbido de un incubador, el suave y regular tictac de un espectrómetro.

—He oído la palabra. ¿Algo relacionado con el crear vida en probetas?

—Primero le proporcionaré la traducción literal, doctor Wade. Es la palabra griega para decir multitud o muchedumbre; un clon es un gran grupo de una sola cosa. Nuestra propia traducción, sin embargo, está un poco distorsionada para adaptarla al propósito; en ciencia, los clones son las poblaciones de organismos particulares o individuales que se han derivado de un solo progenitor. Y con eso, por supuesto, queremos decir de forma asexuada.

Jonas dejó que sus ojos viajaran por la prístina sala de veinte por treinta y se posaran sobre un banco de cajas de vidrio —acuarios— que había en el centro. Cubiertos con tapas de red y con unos seis centímetros de agua oscura, los acuarios contenían colonias de lustrosos sapos que lo miraban con fijeza.

—Lo que estamos haciendo aquí, doctor Wade, es, básicamente, reproducir asexuadamente generaciones de sapos a partir de un solo progenitor donante, y conseguimos esto por el procedimiento de trasplantar los núcleos de células diferenciadas extraídas del cuerpo de un sapo al citoplasma de un óvulo de sapo, y nutrirlos luego hasta que crecen, obteniendo un resultado presumible de un duplicado maduro del primer sapo.

Ella caminaba con lentitud delante de él, hablando como una guía de museo de arte, señalando aparatos y explicando la técnica.

—Primero, tomamos un huevo de sapo y destruimos el núcleo mediante un diminuto rayo de luz ultravioleta. Éstos son sapos Xenopus laevis sudafricanos, y sus frágiles huevos no pueden resistir la manipulación mecánica. Después de colocar el huevo o huevos sin núcleo en un platillo de cultivo especialmente tratado, tomamos la célula donante… —Dorothy Henderson pasó por detrás de una joven oriental que se encontraba sentada en un alto taburete y trabajaba absorta en un microscopio de disección— sacada de los intestinos de un sapo, absorbida con una micropipeta estéril, e inyectamos su núcleo en el huevo despojado del suyo. Los huevos son luego incubados en un medio especial y los resultados, examinados.

Ella lo condujo hasta el gran «horno» cuya puerta con ventanas de vidrio mostraban estantes con platillos de Petri.

—Cuando llegan a la etapa de blástula, se los trasplanta a un medio ambiente que les permitirá madurar hasta convertirse en sapos.

Seguidamente se detuvieron ante un tanque pequeño cubierto de algas donde una segunda ayudante de laboratorio se encontraba sentada e inclinada sobre un microscopio, con una jeringa en una mano y un bolígrafo en la otra; tomaba notas en un panel sujetapapeles mientras mantenía un ojo sobre el objetivo.

—Todos los miembros de un clon en particular, doctor Wade, dejan de desarrollarse a causa de defectos biológicos, todos en el mismo exacto momento, o maduran normalmente y acaban idénticos en aspecto y constitución.

Dorothy Henderson le dedicó una cálida sonrisa encantadora, y luego condujo a Jonas Wade a la hilera de tanques que había en el centro del laboratorio. Cada uno tenía la etiqueta Xenopus laevis, con un número romano correlativo después del nombre, y cada uno contenía un clon de sapos. El primer acuario, sin embargo, estaba etiquetado Xenopus laevis: Primus, y albergaba tan sólo un sapo.

—Éste es Primus —explicó la doctora Henderson, dando unos golpecitos en el mugriento vidrio con un dedo—. Fue el progenitor original. Todos éstos, doctor Wade… —abarcó con un gesto del brazo los seis acuarios que estaban a continuación—, son generaciones sucesivas, cada una clonizada a partir de la que la precede. Son todas, virtualmente, copias al carbón de Primus.

Jonas Wade se inclinó, examinó al sapo, luego se enderezó y dijo, al tiempo que sacudía la cabeza:

—Tiene una familia bastante respetable.

—Oh, no, doctor Wade, por favor, tenga presente que estos sapos no son descendientes de Primus. Son Primus.

Él miró fijamente los fríos ojos sin vida del sapo; ocasionalmente, Primus parpadeaba, su único signo de vida.

—Fascinante…

—Ésta no es una idea nueva, doctor Wade. Los científicos han estado experimentando seriamente con la clonación desde Gottlieb Haberlandt, en 1902. —La doctora Henderson tocó con delicadeza un brazo de Jonas—. Pero me temo que debemos detenernos aquí, doctor Wade, en los anfibios. A la ciencia le encantaría poder avanzar hasta los mamíferos, pero no disponemos de la tecnología. Los óvulos de los mamíferos son un doceavo del tamaño de un óvulo de sapo, alrededor de medio milímetro de diámetro cuando el huevo de sapo es de un dieciseisavo de centímetro. En este laboratorio operamos con el aumento normal de un microscopio corriente de disección, pero para los diminutos óvulos humanos necesitaríamos equipos muy especiales que aún no están perfeccionados. Algún día, sin embargo, doctor Wade, la ciencia erradicará el núcleo de un huevo humano, trasplantará a él una célula corporal sacada de una persona viva, y producirá un gemelo de esa persona. Sin embargo —alzó los hombros—, cuándo se producirá ese acontecimiento, lo sé yo tanto como usted.

Él sacudió la cabeza una segunda vez, y le echó una segunda lenta mirada al laboratorio. Había oído informes ocasionales referentes a este tipo de experimento, pero no tenía ni idea de que hubiese avanzado tanto. Allí, ante él, tenía a Primus, duplicado una y otra vez, ad infinitum.

Dorothy Henderson, que le leyó la cara —una expresión que había visto muchísimas veces y a la que ya estaba habituada—, dijo con voz suave:

—Por favor, no se deje trastornar por lo que estamos haciendo aquí, doctor Wade. Nosotros no somos manipuladores genéticos; no somos nazis. La clonación no es más que una pequeña parte de la emocionante nueva era que está abriéndose en el terreno de la reproducción humana. El esperma congelado y la inseminación artificial fueron la ciencia ficción de ayer pero la realidad de hoy. Mañana veremos la concepción en probetas, los trasplantes de embrión de una mujer a otra, los úteros artificiales, la predeterminación del sexo de un feto y, por supuesto, la clonación humana. —Le sonrió pacientemente, con las manos metidas en los bolsillos de su bata de laboratorio—. Pero usted no acudió aquí para asistir a un curso rápido sobre clonación, ¿verdad, doctor Wade?

Él se obligó a apartar los ojos de Primus y le sonrió a la embrióloga. Dorothy Henderson era con mucho, después de todo, la científica.

—No, tiene razón, aunque no me importaría regresar en algún momento para recibir una clase de mayor profundización.

—Será más que bienvenido, doctor Wade; recibo visitantes con muy poca frecuencia. ¿Le parece que entremos en mi oficina?

La siguió al interior de un estrecho cubículo acristalado emplazado en un extremo del laboratorio y que, sorprendentemente, era muy silencioso cuando se cerraba la puerta. Dorothy Henderson tomó asiento detrás de su abarrotado escritorio y dijo, mientras Jonas se sentaba frente a ella:

—Lamento no tener café para ofrecerle. La cafetera se averió y no tenemos dinero para reemplazarla.

Él se retrepó en la silla de metal y polivinilo, cruzó las manos sobre el regazo y dijo, con una sonrisa:

—Intentaré no robarle mucho tiempo, doctora Henderson. ¿Le contó Bernie por qué acudía a verla?

—Sólo me dijo que usted tenía algunas preguntas que él pensaba que yo podría responderle.

Jonas Wade abrió la boca para hablar, y luego se encontró enloquecedoramente sin palabras; había pensado que sabría cómo empezar, pero ahora no estaba tan seguro.

A lo largo de toda la mañana, en el consultorio, visitando pacientes, y durante una apendectomía que llevó a cabo en el Hospital Encino, había estado preparándose para esta entrevista. Tantas cosas dependían de lo que esta mujer pudiera decirle… La doctora Henderson era crucial en su investigación. Ella decidiría por él en uno u otro sentido: que continuara con su línea de pensamiento o la abandonara del todo.

Porque, como decía Bernie, todo dependía de un factor: ¿podía darse la partenogénesis de forma espontánea en los mamíferos? Y si era así, ¿cómo?

Decidió avanzar con cautela.

—Doctora Henderson, ¿qué puede decirme sobre la partenogénesis?

La elegante mujer que parecía tan fuera de lugar en medio de la asepsia y atmósfera científica del laboratorio, alzó levemente las cejas y respondió:

—La partenogénesis es el desarrollo de un óvulo a la forma de embrión sin que sea estimulado por el esperma masculino.

—Lo que quería decir era si ocurre de hecho o si se trata de un mero concepto abstracto.

—Ah, de ninguna manera es un mero concepto, doctor Wade; la ciencia ha sabido desde hace mucho tiempo que un óvulo puede evolucionar hasta transformarse en un embrión cuando se ve influenciado por alguna clase de estímulo químico, fisiológico o mecánico. El proceso ha sido demostrado muchas veces en el laboratorio. Una vez que los investigadores fueron capaces de provocar la partenogénesis en los batracios, es decir en los sapos y las ranas, no quedó ya ninguna duda de que lo mismo podía conseguirse con todos los vertebrados. En cierto sentido, la partenogénesis es lo que estamos demostrando en este laboratorio.

Jonas Wade se miró las manos. Advirtió que su corazón comenzaba a latir muy deprisa. Éste era el momento crucial, la pregunta que Bernie no había sido capaz de responder, la que lo decidiría todo para él…

—Doctora Henderson, ¿qué me dice de los mamíferos? ¿Es posible la partenogénesis en los mamíferos?

Para inmenso asombro suyo, la doctora Henderson respondió con un indiferente «sí».

Jonas clavó los ojos en ella.

—¿Está segura?

—Estoy muy segura, doctor Wade. Se ha llevado a cabo en el laboratorio. Especialmente con ratones y conejos. El huevo recibe un estímulo y comienza a desarrollarse de forma natural.

—La verdad, doctora Henderson, no es en la partenogénesis de laboratorio en lo que yo estoy interesado. ¿Conoce algún caso de partenogénesis en los mamíferos que haya tenido lugar en la naturaleza?

—¿En la naturaleza?

—Espontáneamente.

—Espontáneamente… —Una mano esbelta, de huesos finos, ascendió para frotar la frente de la mujer con gesto ausente. Luego, Dorothy Henderson dijo—: Se sabe de huevos de gatos y hurones que han comenzado a dividirse sin fertilización masculina. Aunque cuando habla de naturaleza, doctor Wade, está hablando de un medio no controlado. No hay forma de que podamos comprobarlo. Fuera de los laboratorios, todo son conjeturas.

—En ese caso, tal vez pueda explicarme cómo funciona exactamente la partenogénesis. ¿Cómo se produce?

—Cuando pregunta cómo, supongo que quiere decir qué pone en funcionamiento al óvulo. No lo sabemos, doctor Wade, aparte de que se requiere un estímulo que imite la acción del espermatozoo. Recuerde, doctor, que todo cuanto hace un espermatozoo es invadir el óvulo y provocar la división celular. Si algún otro agente puede actuar de la misma forma, la división celular dará comienzo. Permítame que le ponga uno o dos ejemplos de agentes activadores de laboratorio. Primero —alzó un dedo ahusado—, tenemos el ejemplo del erizo de mar. En el laboratorio, uno toma huevos no fertilizados, los coloca en agua de mar, agrega un poco de cloroformo o estricnina, y los huevos comienzan a desarrollarse por su cuenta y el resultado que obtiene es unos erizos de mar maduros y normales. O, en otro experimento —un segundo dedo delgado se alzó—, los huevos son sometidos al shock fisiológico de una solución salina hipertónica: se agrega cloruro de magnesio al agua que contiene los huevos. Los huevos son activados por la acción hipertónica de la solución, tiene lugar la división normal, y el resultado vuelve a ser unos erizos de mar normales «sin padre». Réplicas exactas del donante. El primero de éstos es un ejemplo de estimulación química, el segundo de estimulación fisiológica. Con las ranas, la partenogénesis es activada por el sistema de introducir proteínas extrañas directamente en el huevo a través de la punta de una aguja. Se trata de una combinación de ambas formas de estimulación.

—Pero, doctora Henderson, un huevo o un óvulo posee sólo la mitad del complemento cromosomático de una célula adulta. Con el fin de que se desarrolle como embrión, el huevo necesitaría el número normal de cromosomas diploides. Siempre tuve el convencimiento de que el espermatozoo le proporciona la otra mitad.

Una breve sonrisa pasó por los labios de ella.

—Y está en lo cierto, doctor Wade. En la concepción normal, los cromosomas del espermatozoo se encadenan con los del óvulo, cada uno los cuales contiene veintitrés. Recordará que durante la fase de maduración del óvulo, antes de la fertilización por parte del espermatozoo, el óvulo se divide y se separa del segundo cuerpo polar, que contiene la mitad de los cromosomas del huevo. En la partenogénesis, el huevo que está madurando, por alguna razón desconocida, no expulsa el cuerpo polar sino que lo retiene; los cromosomas contenidos en el mismo regresan y se encadenan con los del primer cuerpo polar. El cuerpo polar no expulsado se convierte, de hecho, en el pronúcleo masculino y se funden con el pronúcleo femenino del zigoto. Cuando el huevo se ve luego expuesto a alguna clase de estímulo, ya sea químico o de otro tipo, comienza la segmentación, y puesto que el huevo contiene los cuarenta y seis cromosomas necesarios, tiene lugar la maduración embrionaria.

—¿Se ha hecho con mamíferos en el laboratorio?

—Se trata de un proceso sencillo. Los óvulos de, digamos una coneja, son colocados en un platillo de cultivo dentro de un medio de plasma sanguíneo y extracto de embrión, se los expone a un shock de baja temperatura y así se los activa. Aquellos que superan la etapa de la expulsión del cuerpo polar y comienzan a dividirse, son colocados en las trompas de Falopio de una coneja a la que se le han inyectado hormonas de embarazo para que el cuerpo no rechace los zigotos trasplantados. Aquellos que evolucionan más allá del estadio de blastocito y no tienen que ser extirpados quirúrgicamente, por lo general llegan a término. Incluso es posible, doctor Wade, activar el desarrollo embrionario en un óvulo dentro de la coneja por el sistema de aplicar una compresa fría directamente sobre las trompas de Falopio de una que esté ovulando. El índice de éxito es extremadamente raro, por supuesto, pero se han conseguido algunos conejos sanos y normales sin espermatozoos.

—Doctora Henderson. —Jonas Wade estaba teniendo dificultad para controlarse. Ella ya le había dicho más de lo que deseaba—. ¿Podemos hablar de los seres humanos?

La expresión de ella no cambió.

—Por supuesto. ¿De tipo espontáneo o por inducción artificial?

—Espontáneo.

—Se trata de una idea emocionante, doctor, pero no es nueva. Se han llevado a cabo cientos de estudios sobre los óvulos humanos y algunos de ellos han descubierto que algunos óvulos extraídos de los folículos ya habían comenzado a dividirse antes de abandonar el ovario; es decir, sin ningún contacto posible con espermatozo. Creo que el índice era de algo así como seis entre cuatrocientos. En algunos estudios, particularmente en Filadelfia hace dos décadas, se descubrió que alrededor de las tres cuartas partes del uno por ciento de todos los óvulos humanos comenzaban a desarrollarse por partenogénesis antes de iniciar siquiera el viaje por las trompas de Falopio. Si llevamos esta estadística hasta su máxima extrapolación, tendríamos concepciones virginales con la misma frecuencia que concepción de gemelos. No obstante, la mayoría de esos huevos en proceso de maduración son descartados durante la ovulación o la menstruación, o se convierten en quistes dermoides o tumores, y son extirpados mediante cirugía. Pero algunos investigadores sostienen que unos pocos continúan su desarrollo normal. Un científico llegó incluso a estimar uno entre mil nacimientos.

—¡Estoy seguro de que usted no lo dice en serio!

La doctora Henderson rió por lo bajo.

—No, doctor Wade, sólo estaba citando a un colega. Como en todo campo de investigación, existen extremistas lunáticos, tanto entre los conservadores como entre los liberales. Algunos científicos patean el suelo y chillan que la partenogénesis humana no es de ninguna manera posible.

—¿Y qué defiende usted, doctora?

Los ojos de ella parecieron destellar.

—Yo, desde luego, no descarto la posibilidad.

—Y la probabilidad.

—La mayoría de la comunidad científica le dirá que es de una concepción virginal de cada millón. Yo podría darle una cifra más alta que ésa… digamos que una de cada cinco mil.

Jonas Wade miró a la embrióloga con extremo asombro.

—¡Pero eso es increíble! ¿Por qué no se ha escrito más acerca de esto, por qué no ha habido más publicidad? ¡Esto es explosivo!

—Justo por esa razón, doctor, porque es explosivo. De la misma forma en que, llegado el momento, según pienso, mi propio campo de investigación se volverá demasiado caliente como para tocarlo. Ahora está hablando de sexualidad humana, un tema que siempre ha sido delicado, y cuando se aborda el asunto de la concepción virginal se camina por los pies de los teólogos, moralistas, psicólogos, y padres y madres probos de todo el mundo. Usted y yo, doctor Wade, podemos sentarnos aquí y comentar el tema científica y objetivamente, como dos científicos. Allí fuera, no obstante, camina usted por los territorios de la moral, la ética y la religión, por no mencionar la mismísima estructura básica de nuestra sociedad de orientación familiar y generacional. Cualquier investigador que desee exponer su teoría ante los ojos del público, tendrá que estar condenadamente seguro de sí mismo; tendrá que defender sus descubrimientos con uñas y dientes, y será mejor que tenga una tonelada de pruebas que lo respalden; en caso contrario, se transformaría en víctima del proverbial descrédito. ¿Tiene usted tanta determinación como para eso, doctor?

Por supuesto que ella tenía razón. Absolutamente cualquier otro campo de investigación podía ser comentado con absoluta libertad y presentado al mundo para su detenido examen. Excepto éste. Contenía algo para molestar a casi todo el mundo.

Por otra parte, si un hombre podía sacarlo a la luz y demostrarlo…

—Continúo sin ver, doctora Henderson —dijo Jonas con lentitud, con aprensión—, cómo puede suceder de forma espontánea.

—De muchísimas formas, doctor. Lo único que se necesita son las mismas circunstancias que se han creado en el laboratorio. Que la célula reciba un estímulo que reproduzca la misma acción del espermatozo, lo reemplace, como en el caso del frío para los conejos. El shock térmico provoca en los óvulos de conejo lo que consigue el esperma de los mismos. En los ratones, los investigadores están estimulando los óvulos con electricidad y, según creo, están consiguiendo ratoncillos perfectos sin padre. O posiblemente algún agente químico, de alguna forma introducido sin saberlo, en el torrente sanguíneo femenino y que entra en contacto con el óvulo. En el laboratorio hemos demostrado que no es difícil provocar artificialmente la partenogénesis. En la naturaleza, la espontaneidad del mismo fenómeno, doctor Wade, lo único que requiere es una situación similar. Todo lo que hace falta es un agente activador.

Jonas pensó sobre esto y se acordó del artículo de la revista Lancet: la madre de la niña concebida por partenogénesis de la doctora Spurway, afirmaba que la concepción había tenido lugar durante un bombardeo aéreo en la guerra, que se había encontrado cerca de varias explosiones y sufrido severas sacudidas. Se oyó a sí mismo murmurar:

—Una cosa tan grande, desconocida…

—Si, digamos en aras de la discusión que estamos manteniendo, nos encontráramos con una mujer que afirmara que ha tenido un hijo producto de la partenogénesis, todo lo que haría falta sería un examen intensivo… o tal vez no tan intensivo, dependiendo del agente activador… para determinar cuál ha sido el mecanismo iniciador. El proceso de eliminación lo conseguiría.

Jonas Wade le dedicó una larga mirada a la mujer que tenía ante sí y al laboratorio, a los varios calendarios y posters de las paredes, los libros que había desparramados por todas partes; sintió detrás de sí el estéril laboratorio, la vida que crecía en él de forma anormal, y evocó una vez más los fríos ojos muertos de Primus.

—Muy bien, doctora Henderson, me ha dicho que no sólo la partenogénesis es posible, ha dicho que es posible la partenogénesis espontánea, y no sólo en los animales inferiores sino también en los mamíferos. En cuanto al agente activador, no creo que eso tenga una importancia tan grande como prueba después del hecho.

»Una mujer afirma que su bebé es producto de la partenogénesis. ¿De qué herramientas dispone la ciencia para comprobar si tiene razón o está equivocada?

El entrecejo fruncido se disolvió en una expresión de singular interés.

—Buena pregunta, doctor. Con nuestros sapos, nunca hemos necesitado una prueba. Desde el principio vimos de dónde provenían. Sin embargo, si se trabaja a partir del resultado y se retrocede… eso no es fácil. Al fin y al cabo, a una mujer casada le resultaría muy difícil convencer a alguien de que su hijo fue virginalmente concebido, incluso en el caso de que ella y su esposo no hubieran mantenido relaciones sexuales durante mucho tiempo, y una mujer no casada tendría grandes dificultades para convencer a alguien de que no ha estado «retozando». Como puede ver, doctor Wade, una concepción por partenogénesis en el caso de los seres humanos es más una cuestión moral que biológica.

Jonas Wade asintió con la cabeza, evocando una vez más las muñecas cortadas de Mary Ann McFarland.

La doctora Henderson continuó:

—Tiene la palabra de la mujer contra toda una masa de costumbres sociales. Pronuncie la palabra sexo y la gente reirá con disimulo. Póngales delante una muchacha que afirme que nunca ha hecho nada, y se guiñarán el ojo. Sería diferente si la chica tuviera, digamos, una úlcera de estómago. En eso no habrá repercusión social de ninguna índole, recibirá tratamiento médico inmediato y montones de compasión. No se diferencia del estigma de las enfermedades venéreas. Si uno contrae un virus de gripe, obtiene compasión. Si contrae una sífilis, se lo somete al ostracismo. Y la única cosa diferente es la forma de contraer ambas enfermedades. Uno saca a relucir absolutamente cualquier cosa que tenga relación con los órganos reproductores del cuerpo humano, y se da de narices contra una muralla de indignación e ignorancia.

—Supongo, doctora Henderson, que usted y yo podemos hablar de esto moral y filosóficamente durante todo el tiempo que haga falta para determinar el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler. ¿Qué pruebas científicas pueden hallarse?

—Bueno… —Ella se inclinó hacia delante y entrelazó los largos dedos sobre el escritorio—, la primera y más obvia observación que uno puede realizar es que la descendiente será siempre una niña.

Jonas alzó una ceja.

—Sin cromosomas Y.

—Por supuesto; no había pensado en ello.

—Aparte de eso, el examen microscópico de los cromosomas, los injertos de piel y, por supuesto, la visualización directa de la hija.

—Sería una copia exacta de la madre.

—En todos los sentidos.

—¿Y eso es todo lo que tenemos?

—Me temo que sí, hasta que la ciencia consiga avanzar un poco más. En un caso semejante a éste, lo único que puede hacer uno es eliminar a las hijas que no sean virginalmente concebidas. Cualquiera que contenga la más ligera variación respecto a la composición genética de la madre, puede ser descartada. Las que son exactamente iguales, podemos decir que probablemente son hijas de partenogénesis. En ciencia, doctor Wade, las pruebas residen no en la eliminación de algo sino en su afirmación.

Los dos médicos guardaron silencio después de esto y permanecieron sentados durante un momento, sumidos en sus pensamientos privados. Al otro lado de las paredes de vidrio, Dorothy Henderson tenía todas las respuestas que ella necesitaba. La ciencia se las había proporcionado todas. Pero aquí dentro, donde lo único que tenían era dos cerebros humanos, ella se encontraba perdida.

La mente de Jonas Wade funcionaba a tanta velocidad como su acelerado corazón. Tenía que pararse a pensar; tenía que asimilarlo todo, extenderlo ante sí, clasificarlo, intentar reunir las piezas. Dorothy Henderson había dicho algunas cosas turbadoras, cosas en las que Jonas Wade no había pensado hasta ahora. Había mencionado los quistes dermoides, feas masas viscosas que contenían tejido capilar, dental y nervioso; un óvulo que se había vuelto loco, que contenía todos los elementos de un ser humano completo pero en las proporciones erróneas. Si se le permitía crecer, mataba a una mujer.

Otro pensamiento no evocado pasó por su cabeza: en la biblioteca, cuando leía sobre los pavos de Olson. Uno no se había desarrollado con normalidad, había nacido con mala vista, patas torcidas y malas condiciones motoras. En sí mismo, no era atemorizador, pero trasladado a un contexto humano, resultaba inquietante.

Considerando todo lo que se desconocía, a partir de un huevo de partenogénesis podía desarrollarse cualquier cosa: cualquier cosa desde un quiste dermoide hasta un niño corto de vista. O, el máximo horror, una mutación viva, que respirara, y se hallase en cualquier punto entre ambas cosas.

El pensamiento pasmó de tal forma a Jonas Wade que se quedó mirando fija y abiertamente el atractivo rostro de Dorothy Henderson sin darse cuenta de que lo hacía. Y una nueva idea tomó cuerpo y cuajó en forma de pregunta con la que le resultaba imposible enfrentarse: ¿lo que estaba creciendo dentro de Mary Ann McFarland era realmente un bebé?