7

Lo que más detestaba era la expresión de la cara de su padre.

Al menos su madre tenía la consideración de estar junto a la ventana y mirar hacia la calle, pero Ted tenía que quedarse sentado al borde de la cama, y sus ojos no abandonaban en ningún momento el rostro de su hija. Le recordaba un perro cocker spaniel.

Mary yacía con los brazos fuera de la ropa de cama. Tenía vendadas ambas muñecas y manos; la hoja de afeitar le había hecho tanto daño en las puntas de los dedos como en las muñecas. Hizo caso omiso del sol de la mañana que se derramaba más allá de Lucille y bañaba la habitación. Para ella, el mundo carecía de sol.

Había recobrado el conocimiento la noche anterior, en la sala de emergencia, tendida de espaldas con un brazo extendido sobre una pequeña mesa. El doctor Wade había estado en medio del proceso de coserle la muñeca. Cuando las relumbrantes luces de lo alto la cegaron e hicieron que volviera la cabeza, oyó que la voz conocida le decía:

—Estás bien, Mary. No has perdido mucha sangre. Te desmayaste a causa de la tensión emocional, no de la pérdida de sangre.

Ella había vuelto la cabeza en sentido contrario para mirarlo distraídamente; se dio cuenta de que las luces del techo destellaban en las pocas hebras plateadas de sus cabellos negros. Luego había cerrado los ojos y vuelto a dormirse.

Volvió a despertarse durante la noche, sola en una habitación privada, con un tubo de plástico que descendía desde una botella suspendida y entraba en su brazo. Permaneció despierta durante largo rato, buscando un recuerdo en la oscuridad, y finalmente había vuelto a dormirse.

Al despertarse esta mañana, ya no tenía el tubo en el brazo, y una alegre enfermera colocaba un cuenco de agua tibia ante ella. Con manos delicadas enjabonó la cara de Mary, la ayudó a lavarse los dientes, y luego le peinó los cabellos. Durante todo ese rato, Mary no dijo nada.

La misma enfermera había regresado más tarde con un desayuno de zumo, huevos pasados por agua y tostadas que le dio de comer pacientemente a la muchacha, hablando durante todo el tiempo sobre qué día tan bonito hacía.

Finalmente, llegaron sus padres.

Y ahora Lucille se encontraba de pie, y Ted sentado y con unos ojos tan llenos de dolor y azoramiento que Mary no podía soportar mirarlo.

—Le hemos dicho a Amy que tenías apendicitis —dijo él, mirando con tristeza las manos blancas vendadas en forma de pinzas de langosta—. Tu madre ha llamado al colegio y les ha dicho lo mismo. Enviarán por correo tus notas.

Ella mantenía los ojos fijos en la barra de metal atornillada al techo, de la que colgaba una cortina que podía correrse en torno a la cama. Deseó poder hacerlo en ese momento. Dejar fuera a sus padres.

—Mary…

—Sí, papá.

—Mary, ¿no puedes mirarme?

Ella lo pensó durante un momento, y luego volvió la cara hacia él. Parecía muchísimo más viejo que dos días antes.

—Lo lamento, gatita —fue lo único que dijo él.

—También yo, papá.

—Mary. —Ted se agitó, avergonzado—. Mary, yo…

Ella le sostuvo la mirada.

—Papá, no sé por qué. Lo hice. Simplemente… lo hice.

—¡Nos has dado un susto tan grande! —Deseó desesperadamente poder cogerla de la mano. El hablar sin tocar parecía un no comunicarse en absoluto—. Mary… gatita, ¿por qué no recurriste a nosotros? Somos tus padres. Siempre puedes acudir a nosotros.

Los ojos de ella eran inexpresivos, lejanos.

—En cualquier caso —susurró él—, le doy gracias a Dios por haber llegado a casa en ese momento.

Ella volvió la cabeza.

El silencio de la habitación estaba lleno de los sonidos de fondo del hospital: pasos detrás de la puerta cerrada; carritos que pasaban traqueteando; la voz de la operadora telefónica que llamaba a un médico al quirófano.

Luego se oyó un golpe quedo en la puerta.

Mary sintió que el corazón le daba un salto. «Si es Mike, yo…»

Asomó la cabeza de Germaine.

—¿Mary?

Ted se puso en pie de inmediato.

—El doctor Wade dejó instrucciones referentes a que no debía tener ninguna visita.

—Sí, lo sé, señor McFarland. —Germaine acabó de entrar y cerró la puerta—. Les dije que era su hermana. ¿Mary? ¿Quieres que me marche?

—Me temo que Mary no está en condiciones de ver a nadie, ahora.

—Está bien, papá. Me alegro de que haya venido.

La muchacha se acercó con lentitud a la cama, mientras sus ojos captaban rápidamente las manos vendadas; luego, tras dejar el bolso que le colgaba del hombro sobre una silla, Germaine se sentó en la cama con una pierna recogida debajo del cuerpo.

—Esta mañana no estabas debajo del mástil de la bandera.

Mary sonrió débilmente.

—Estaba ocupada.

—Sí, ya lo veo. Llamé a tu casa y Amy me dijo que tenías un ataque de apendicitis y que tu papá te había llevado al Hospital Encino. —Germaine sonrió hasta que aparecieron hoyuelos en sus mejillas—. Ya veo que te han quitado el apéndice.

Mary levantó los brazos.

—Los dos.

—Oh, guau, Mary…

Ted se levantó de la cama y contempló con asombro cómo su hija volvía a la vida en presencia de su amiga.

—Tiene que haber sido justo después de que llamara yo, ¿eh, Mary?

Mary se mordió el labio inferior.

—Más o menos.

—¡Pero, hombre, ¿por qué no dijiste nada?! Pensé que hablabas de una forma rara. ¿Por qué no hablaste conmigo, Mary? ¡Yo soy tu mejor amiga!

—Supongo que no podía… Quiero decir, que no es tan sencillo. Por eso hice esto. Tú no sabes que… —Las lágrimas le inundaron los ojos y cayeron sobre la almohada.

Cuando Germaine se inclinó impulsivamente hacia delante y descansó su mejilla sobre la de Mary, con su sedoso cabello negro derramándose sobre la almohada y las mantas, Ted reprimió el impulso de intervenir. Se mantuvo a distancia, fascinado, observando cómo los pobres brazos con manos en forma de pinzas de Mary subían hasta la espalda de su amiga y la abrazaban. Las oyó murmurar en un diálogo íntimo, mientras Germaine acariciaba con dulzura la frente de Mary y le besaba las mejillas.

Cuando Germaine se retiró, enderezó y apartó los largos cabellos de los hombros, enjugó lágrimas de su propio rostro.

—Podrías habérmelo contado, Mary. Ya sabes que puedes contarme cualquier cosa. Te habría convencido de no hacerlo. No hay nada por lo que merezca morirse.

—Ya lo sé… De toda la gente que conozco, supongo que tendría que haber sido capaz de contártelo. Pero para entonces, no sé, supongo que sentía que el mundo entero estaba contra mí.

Ted se tragó su dolor.

—Ellos no me creen —continuó Mary—, así que supongo que pensé que tú tampoco lo harías. Al fin y al cabo, es mi palabra contra la de dos médicos.

La muchacha del abolsado jersey de algodón y pantalones de ciclista pareció considerar esto. Luego, dijo:

—Tampoco yo puedo decir que me resulte fácil digerirlo, Mary, pero, al fin y al cabo, ¿quién soy yo para decir lo contrario? Si tú crees en lo que dices, entonces supongo que no hay más que hablar. Así que yo también tengo que creerlo.

Mary le sonrió con afectuosa gratitud durante un momento, y acercó el extremo de una mano vendada a la mejilla de Germaine; el silencio fue interrumpido por otra llamada.

—Oh, por el amor de Dios —masculló Ted mientras acudía a abrirla.

Cuando vio al padre Crispin, se apartó de inmediato mientras sujetaba la puerta.

—Buenos días, Ted.

—Buenos días, padre.

La puerta se cerró y el padre Crispin rodeó la cama, seguido de cerca por Ted.

—Buenos días, Mary.

Ella pareció encogerse dentro de la ropa de cama.

—Buenos días, padre.

—Gracias por haber venido, padre —murmuró Ted. Miró a Lucille por encima de hombro y vio que no parecía haberse dado cuenta de la llegada del sacerdote.

El padre Lionel Crispin acercó una silla y se sentó con las manos unidas. Rollizo y de cincuenta años de edad, con pelo gris y un círculo calvo en la coronilla que parecía la tonsura de un monje, el hombre de negro traje clerical y alzacuellos blanco miró a Mary con severidad.

Pasado un momento, dijo:

—¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Bien, supongo, padre.

Él desvió la mirada hacia Germaine y frunció los labios.

—Tu padre me lo ha contado todo, Mary. Lo único que puedo decir es que ojalá hubieras acudido a mí en primer lugar. Te conozco desde que eras un bebé, Mary, te bauticé. Tú sabes que puedes confiar en mí. Siempre puedes recurrir a mí en la hora de necesidad.

—Sí, padre.

Extendió un brazo y tocó delicadamente una mano vendada.

—Recuerda, hija mía, que no estás sola. Dios, en los cielos, está de tu parte con que sólo se lo pidas. Uno puede arrepentirse de sus pecados. La vida puede volver a comenzar. ¿Entiendes lo que estoy diciéndote, Mary?

—Sí, padre.

Lionel Crispin miró a la chica con una sonrisa tranquilizadora en su redondo rostro, pero en su corazón se sentía turbado. Mary Ann McFarland había sido una de las mejores alumnas de la escuela primaria de San Sebastian. Las monjas la adoraban. Era el miembro más brillante y enérgico de su grupo de la CYO. Y siempre, cada sábado, los pecados que confesaba eran insignificantes comparados con los de la mayoría de los adolescentes.

Se sentía angustiado por tres razones: ella no había confesado su pecado de relaciones sexuales; había intentado suicidarse; y, lo que más le horrorizaba, al tratarse de una mujer embarazada, era que había cometido un intento de asesinato.

—Te he traído algo —dijo al tiempo que metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba un largo rosario negro cuyo crucifijo plateado destellaba a la luz proveniente del techo. Lo balanceó ante ella y luego lo envolvió en torno a la mano derecha de la muchacha.

—Bendecido por Su Santidad en persona.

—Gracias, padre.

—¿Querrás tomar la comunión esta noche? —preguntó el sacerdote.

—No… padre.

«Por supuesto que no, —pensó con grave preocupación—. La comunión significa confesión, y no estás preparada para contármelo.»

Levantó los ojos hacia Ted, con las cejas alzadas. Una muda comunicación se estableció entre los dos hombres, y luego el sacerdote volvió a mirar a la chica, esta vez sonriéndole de forma tranquilizadora.

El padre Crispin abrió la boca para decir algo más, pero fue interrumpido por unos breves golpecitos en la puerta y luego la repentina aparición del doctor Wade.

—Buenos días —les dijo a todos los presentes en la habitación.

Al verlo, Mary se animó un poco e intentó, sin éxito, incorporarse un poco más en la cama.

Mientras el padre Crispin se levantaba, Ted dijo:

—Doctor Wade, éste es el padre Crispin, el sacerdote de la familia.

Se dieron la mano.

Jonas Wade se acercó a la cama y le dedicó a Mary la mejor de sus sonrisas.

—¿Cómo está hoy mi paciente más bonita?

—Bien, supongo.

—¿Supones? Bueno, eso ya lo veremos.

Dio media vuelta y les hizo un gesto con la cabeza a los dos hombres. De inmediato, Ted se acercó a Lucille y le tocó levemente un codo. Ella se volvió como en sueños y permitió que la condujeran fuera de la habitación. También respondiendo al gesto, Germaine se puso en pie de un salto, cogió su bolso y dijo:

—Tengo que salir corriendo, Mary. Pero volveré esta tarde.

El doctor Wade cerró la puerta tras todos ellos, después de decirles unas palabras en voz baja a los McFarland y el padre Crispin. Luego se volvió hacia Mary y se acercó a la cama.

Ella le sonrió. A pesar de que el doctor Wade no era lo que ella llamaría apuesto, había algo en su cara, sus modales, su expresión, que a Mary le resultaba atractivo. Y esta mañana, alto y erguido en su traje a medida, Mary lo encontró muy impresionante.

—Bueno, Mary Ann McFarland. Volvemos a encontrarnos. —Se sentó en la silla que había dejado desocupada el padre Crispin, y se inclinó hacia delante con los codos apoyados en las rodillas—. ¿Cómo están tratándote aquí?

—Bien.

—¿Y qué tal se sienten tus manos? —Levantó el rosario, lo dejó a un lado, le tomó la muñeca izquierda, la volvió e inspeccionó el vendaje. Hizo lo mismo con la derecha—. Diría que estabas bastante nerviosa cuando hiciste esto, Mary. Esas hojas de afeitar de doble filo son peligrosas si no las manejas bien. Alégrate de no haberte cortado ningún tendón.

Se retrepó en la silla y contempló a su paciente. Por alguna razón, parecía mucho más pequeña de lo que él recordaba.

—¿Quieres hablarme de ello, Mary? —preguntó con voz queda.

Mary se encogió de hombros contra la almohada.

—No lo sé.

—¿Sabes por qué lo hiciste?

Ella apartó los ojos.

—Supongo.

—Hablemos de eso.

Ella volvió la cabeza y miró al doctor Wade con ojos de zafiro.

—Papá no estaba. Y Mike…

—¿Es tu amigo?

—Somos novios formales. Íbamos a casarnos. Él no mé creyó. Igual que todos los demás.

—¿Qué quieres decir con que tu padre no estaba?

Mary alzó la mano derecha hasta que quedó ante sus ojos y estudió el vendaje.

—Supongo que quería que estuviera allí y él simplemente no estaba.

—Tu madre dice que ella sí estaba.

—Sí…

—Pero tú preferías hablar con tu padre.

—Sí.

—¿No sabías que estaba en el trabajo? Quiero decir que ¿por qué ibas a esperar que estuviera en casa?

Ella dejó caer la mano.

—Porque ayer no estaba en el trabajo. Estaba fuera… buscando un…

Jonas Wade frunció el entrecejo.

—¿Buscando qué, Mary?

—Alguien para que me hiciera un aborto —susurró ella.

—Ah. —El doctor Wade se miró las uñas de las manos—. Ya veo.

—Por eso lo hice.

—¿Intentaste llamar a alguien para que te ayudara?

—No quería ayuda. Desde que usted le dijo a mi madre que yo esperaba un bebé, todo el mundo ha sido infeliz. Absolutamente todos están trastornados. Incluso el padre Crispin. No lo ha dicho, pero yo me doy cuenta de que lo está. Todos son infelices por mí, o por esta cosa que hay dentro de mí. Así que decidí que todos deberían ser felices si yo me mataba y mataba a esta cosa conmigo.

—Mary, el suicidio no es nunca una solución para nada. Eres lo bastante sensata como para saber que tus padres quedarían destrozados por el dolor si tú te mataras.

—Oh, no lo sé…

—Por supuesto que lo sabes. Tal vez estabas intentando castigarlos. ¿Pensaste en eso en algún momento?

Los ojos de ella se encendieron de enojo, con las pupilas dilatándosele.

—Ellos se lo merecen, ¿no? ¡No me creen cuando yo estoy diciendo la verdad, acusan a Mike, hablan de abortos y cosas así! ¡Eso es monstruoso! ¿Cómo es que así, de repente, ellos creen en el aborto?

—Yo diría que estás bastante enojada por todo este asunto.

—Yo no he hecho nada incorrecto, doctor Wade, pero todos me tratan como a una criminal. ¡Bueno, pues si no quieren tenerme cerca, bien! ¡Yo puedo encargarme de eso con facilidad!

—Mary. —La voz del doctor Wade era amablemente apremiante—. ¿Les has dicho a tus padres algo de esto? ¿Saben ellos cómo te sientes?

Una vez más, ella volvió la cabeza.

—No.

—¿Por qué?

—Por eso.

—No es una respuesta.

—Porque no les importa.

—Pareces pensar que a mí sí me importa.

Ella giró la cabeza de golpe, con los ojos iluminados.

—¡Sí, así es! A usted sí que le importa, y usted, además, lo entiende. La noche antepasada, cuando mis padres fueron a recogerme a su consulta, usted les dijo que no creía que yo estuviera mintiendo.

—Sí, pero, Mary… —Volvió a examinarse la manicura—, eso tampoco significa que yo te crea. Existe una diferencia. Yo sólo dije que pensaba que tú creías en lo que estabas diciendo, no que fuera necesariamente la verdad.

—Eso no tiene importancia, doctor Wade. Lo que importa es que usted no cree que yo esté mintiendo cuando digo que soy virgen. Usted no cree que yo haya hecho nada incorrecto.

El doctor Wade tuvo dificultades para enmascarar la inquietud. Sus ojos negros se entrecerraron un poco, las arrugas de su frente se ahondaron mientras estudiaba el rostro de ella y veía, una vez más, la joven prueba de una cosa que en pocos años más florecería en auténtica hermosura. Era tan pequeña e indefensa, contemplándolo esperanzada con unos ojos increíblemente azules… Jonas pensó en la frustrante tarde del día anterior pasada en la biblioteca médica, y en el almuerzo posterior con Bernie; consideró, durante un breve momento, hablarle a la muchacha del asunto, luego abandonó con premura la idea como una temeridad. Esperaría, al menos hasta haber tenido oportunidad de hablar con la embrióloga que le había recomendado Bernie.

—Doctor Wade —dijo Mary con voz queda—, si usted piensa que yo creo en mi propia palabra cuando digo que nunca he estado en la cama con un chico, ¿cree que no lo he estado?

—La mente puede hacer cosas raras, Mary. Tal vez hiciste algo y simplemente no lo recuerdas.

Ella negó con firmeza.

—Doctor Wade, soy virgen.

El padre Crispin y los McFarland se encontraban sentados al final del corredor, en sillas de plástico, y tenían en la mano vasos isotérmicos de café amargo.

—Gracias por esperar —dijo el doctor Wade—. No tardaremos mucho. Padre Crispin, le agradezco su ayuda.

Los condujo en torno al recodo del corredor, más allá del puesto de enfermeras, hasta una puerta en la que había un letrero que decía: «Sólo médicos». En el interior, tanto Ted como el sacerdote guiaron a Lucille hasta una silla de tela revestida de polivinilo, y cuando estuvieron todos sentados en la pequeña sala de estar, el doctor Wade dijo:

—Señor McFarland, usted y su esposa van a tener que tomar una importante decisión. El padre Crispin y yo los asesoraremos, pero finalmente dependerá de ustedes.

Ted, con la mano de Lucille en la suya, asintió con infelicidad en su rostro gris.

Jonas Wade prosiguió:

—En los casos de intento de suicidio, particularmente si la víctima es menor de edad, yo tengo obligación de informar a la policía del incidente. La razón de esto no es el procesamiento, sino el proporcionarle alguna clase de protección a la víctima. En el caso de los menores, quedan bajo custodia del tribunal y se les aparta de las circunstancias que les condujeron al intento de suicidio.

Ted se inclinó hacia delante para hablar, pero el doctor Wade alzó una mano.

—Por favor, primero escúcheme hasta el final. Ahora bien, cada caso es diferente. Las circunstancias, el entorno en el que vive el niño, varían de uno a otro caso. Con mucha frecuencia, la víctima se beneficia con las acciones emprendidas por parte de las autoridades. Como el sacar al menor de una situación familiar intolerable.

Ted sintió que los dedos de Lucille se agitaban debajo de su mano. La miró a la cara; tenía los ojos seriamente fijos en el médico.

—Sin embargo —continuó Jonas Wade—, no creo que la intervención de las autoridades vaya a obrar en favor de Mary. Es decir, considerando lo que yo sé sobre su vida familiar y actividades dentro de la iglesia. No me siento obligado a informar de este caso si nosotros cuatro podemos hallar una solución viable.

El pequeño salón, que olía a humo rancio de cigarrillo, quedó en silencio durante un momento mientras los cuatro ocupantes escogían algo que mirar mientras pensaban. Finalmente, Ted preguntó con voz queda:

—¿Ha hablado Mary con usted, doctor?

—Sí, lo ha hecho, pero no puedo revelar lo que me dijo. Tiene tanto derecho como un adulto a la confidencialidad entre médico y paciente. Lo que diré, no obstante, es que tenemos que actuar con rapidez.

—Doctor. —La voz era inexpresiva, carente de inflexión. Provenía de Lucille, que tenía una palidez peculiar. Sin maquillaje y el habitual esmero en su peinado, Lucille McFarland parecía una víctima de guerra—. ¿Pero por qué lo hizo?

Él tendió las manos abiertas ante sí.

—¿Por qué no le pregunta eso a ella?

Lucille sacudió la cabeza, incapaz de decir nada más.

Ahora habló Ted.

—Doctor Wade, no entiendo por qué Mary se abre con los extraños, personas que no son de la familia, y sin embargo nos deja a nosotros fuera. ¿No confía en nosotros?

—Señor McFarland, ahora mismo su hija está buscando a cualquiera que le crea. Al parecer, su esposa y usted demostraron bastante falta de credulidad ante su afirmación, así que ella los desdeña.

—¡Pero seguramente no puede estar diciendo la verdad!

El doctor Wade se frotó un lado de la nariz.

—Ciertos aspectos de este caso son tremendamente insólitos. Esta particular defensa de su virginidad… —Consideró por un instante el hablarles de sus sospechas y su investigación, pero luego decidió esperar hasta haber hablado con la doctora Dorothy Henderson—. De todas formas, no se trata de si está o no diciendo de hecho la verdad, sino de cómo ve su culpabilidad y la negativa de ustedes a creerle.

—¿Es común este tipo de cosas? —preguntó el padre Crispin.

—Es extremadamente rara, padre. Muchas chicas alegan haber sido violadas si no quieren admitir haber mantenido voluntariamente relaciones sexuales. Pero la afirmación de virginidad ante un embarazo obvio es algo raro de verdad, aunque ha habido algunos casos sobre los que se ha escrito en revistas psiquiátricas, de mujeres que han afirmado hasta el momento mismo del parto, e incluso después de éste, que nunca habían estado con un hombre. En conjunto, son casos psiquiátricos.

—¡No! —susurró Lucille—. Mi hija no es una psicótica.

—Yo no he dicho que lo fuera, señora McFarland. Por otra parte, no es eso lo que más debe preocuparnos en este momento. La realidad es, señor y señora McFarland, que tienen una adolescente embarazada en las manos, que está emocionalmente desequilibrada y necesita supervisión, y ustedes tienen que decidir qué van a hacer con ella. Dado que el aborto es ilegal y supongo que el matrimonio queda fuera de discusión… —hizo una pausa, observó los rostros de los dos—, eso les deja sólo dos opciones. O bien la mantienen en casa, o la envían fuera hasta que nazca el bebé.

—¿Qué quiere decir —preguntó la agotada voz de Ted—, con enviarla fuera?

—Creo que es algo que obraría en interés de Mary, señor McFarland, que se la dejara bajo supervisión de alguien que la protegiera. Digamos, bajo custodia.

Estudió los tres rostros que tenía ante sí y se demoró más en el del padre Crispin. Podía ver en la carnosa papada y erizadas cejas, así como en los ojillos alerta del sacerdote, que el hombre se sentía tremendamente agitado. Y podía imaginar por qué. Mary Ann McFarland, por lo que el doctor Wade podía ver, era la chica católica modelo. Confesaba obedientemente sus más vergonzosos e íntimos pecados al sacerdote de la familia. Y, pese a eso y para mortificación del sacerdote, había dejado alegremente este pecado fuera del confesionario.

—Doctor Wade —dijo la voz de Lionel Crispin—, no quiero presumir de saber lo que usted va a aconsejarles al señor y la señora McFarland, ni tampoco quiero transgredir su autoridad en este caso, pero permítame decir que tengo poderosos sentimientos respecto a este caso y que apreciaría la oportunidad de plantear una sugerencia.

—Por el contrario, padre, su implicación es bienvenida.

—Muy bien, pues —dijo el padre Crispin asiéndose las manos—. Esto es lo que yo propongo hacer con Mary.