6

—Se informa que esta mañana el estado de la señora Kennedy es normal y saludable. En el escenario extranjero, el humo negro continúa ascendiendo de la Capilla Sixtina ya que no se ha encontrado aún un sucesor del papa Juan XXIII. Un portavoz del Colegio de Cardenales dijo a primeras horas de esta mañana que el acuerdo debería alcanzarse…

Ted apagó la radio.

La casa de los Holland apareció al girar; se hallaba enclavada en la cresta de Taylor Road, entre sicomoros y palmeras. Ted entró lentamente el Continental por el empinado sendero y paró el motor antes de que el coche acabara de detenerse.

Era una hermosa casa, la de los Holland, una de las más bonitas del vecindario. Nathan Holland, con su puesto de ejecutivo de una compañía de seguros, podía permitirse pagar jardineros, señoras de limpieza, y mantenimiento de la casa durante todo el año. Ted siempre había admirado el entorno en que Nat Holland había criado a sus hijos.

También Nat Holland le caía bien. Hacía apenas algo más de un año que se conocían, desde que Mary había comenzado a traer a Mike a casa el verano anterior. Él y Lucille habían acudido a cenar en dos ocasiones a esta casa, y en diciembre a una fiesta de Navidad. Era fenomenal cómo Nathan Holland se las arreglaba con tres chicos, mantenía la casa siempre en orden, y le dedicaba una atención completa a su exigente posición laboral.

Ted tendió la mano, giró la llave del contacto hasta «batería» y encendió el aire acondicionado. Las once de la mañana, y el aire ya era caliente y pesado. Contempló ante sí el pulcramente recortado seto vivo en forma de escultura que rodeaba la casa.

Lucille no había dicho ni una sola palabra esta mañana. Se había despertado con un gemido al sonar la campanilla del despertador, entró en el baño arrastrando los pies y se tragó cuatro aspirinas Bayer y un paquete de Fizrin. Más tarde, sin hablar para nada, había hecho una cafetera de café fuerte y un plato de tostadas y tocino que nadie tocó. Tenía un aspecto terrible, peor de lo que Ted podía recordar. Su rostro estaba macilento y demacrado, con los ojos asentados sobre dos medias lunas púrpura y las escleróticas acribilladas por líneas rojas. Su cabello era sólo una pobre réplica de su habitual peinado voluminoso; había agujeros en él y partes en las que el pelo recogido por debajo asomaba al exterior. Nada le había dicho a Ted cuando él anunció su intención de visitar a Nathan Holland.

Ted no se encontraba mejor que su esposa. Sentía un peculiar latido en la cabeza que no había experimentado desde la mañana siguiente a su fiesta de graduación, diecinueve años antes. Se sentía deprimido y sin determinación.

Al descansar la cabeza sobre el volante, se le clavó de inmediato el dolor de un recuerdo culpable. La noche antes, después de que Lucille se deslizara a un sueño profundo, Ted había despertado de golpe a causa del sonido de llamada del teléfono. Era Amy. Llamaba para saber dónde estaban todos. La clase de catecismo había acabado hacía media hora, y ella todavía estaba esperando a que mamá la fuera a buscar.

Ted alzó ahora la cabeza y cerró los ojos con fuerza. «Amy, nos habíamos olvidado por completo de ti…»

La niña de doce años se había sentido desilusionada al llegar a casa y encontrarse con que no había ninguna luz encendida y tanto su madre como su hermana ya estaban durmiendo; tenía algunas importantes noticias que contarles, pero al parecer tendría que esperar.

Toda la velada había sido de una complicación tal, como un mal sueño, que Ted deseaba tener la posibilidad de olvidarla; pero sabía que en el recordarla había emoción, y que la emoción lo encendía con la voluntad suficiente como para continuar adelante, Tenía que hablar con Nathan Holland. Ése era el único paso lógico. Tal vez, entre los dos podrían decidir qué hacer.

Cuando la puerta delantera se abrió de repente, Ted volvió a la vida con brusquedad. Apagó el aire acondicionado, cogió las llaves, y saltó fuera del coche.

—Hola, Nat —llamó, haciendo un breve gesto con la mano.

Holland le dedicó una ancha sonrisa.

—Creí oírte cuando aparcabas. Pasa dentro. ¡Aquí fuera está haciendo calor!

Poco después de levantarse aquella mañana, Ted había telefoneado a Nathan Holland para decirle que había algo importante de lo que tenían que hablar. Cuando Nat sugirió que Ted pasara por su oficina, Ted le dijo que prefería que estuvieran completamente solos. Así que habían acordado encontrarse aquí a las once.

—Te agradezco de veras que dejes el trabajo de esta forma por mí —le aseguró mientras se estrechaban la mano.

—No tienes por qué agradecérmelo, Ted. —Nathan cerró la puerta delantera y abrió la marcha hacia el fresco interior—. Ya he pasado por la oficina. Le dije a mi secretaria que me demoraría con el almuerzo. ¿Te apetece un poco de café?

Ted dudó.

—Sí, por favor. ¿Los chicos están por aquí?

Nathan habló por encima del hombro mientras se encaminaba hacia la cocina.

—Mike y Matt están en el colegio, pero hoy sólo tienen medio dia de clase así que espero que no tarden mucho en regresar. Mañana es el último día de colegio, ya sabes.

—Sí… —Ted se frotó las sienes mientras recorría la sala con los ojos—. Ya lo sé… —Se acercó al sofá y lo contempló—. ¿Dónde está el pequeño Timothy? —inquirió en voz alta.

—En la piscina de unos vecinos que viven en esta calle, un poco más abajo. Hace una semana que él ha acabado el colegio. Estaré contigo en un minuto, Ted, ponte cómodo.

Eso era fácil hacerlo en la sala de los Holland. Decorada en el estilo español de moda con moqueta gruesa de pelo largo, mullidos muebles de cuero, negro hierro forjado, madera oscura y helechos en macetas, la habitación era tranquilizadora, invitaba a repantigarse y relajarse. Pero Ted no podía relajarse. Su memoria se negaba a abandonar el recuerdo de la voz de Lucille, la noche anterior. La espantosa insinuación de sus palabras. «Tú eres su padre. Líbrate de esa cosa.»

Por supuesto, Ted no tenía ninguna intención de seguir una línea semejante. La noche anterior, en la vaguedad del whisky, casi había sonado como llovida del cielo; rápido, en secreto, cortarlo en capullo antes de que pueda florecer. Limpiar la suciedad antes de que nadie sepa que está allí. Pero a la luz de la mañana, Ted sentía repulsión por la mera insinuación de aborto, y estaba seguro de que Lucille también había visto la monstruosidad de sus palabras.

Cuando Nathan regresó con la bandeja en la que había dos tazas de café, recipientes de crema y azúcar y unas rebanadas de bizcocho de mantequilla, Ted se sentó.

—Me alegro de volver a verte —dijo Nathan—. ¿Cómo están Lucille y las chicas?

—Eh… bien. ¿Y tú y los chicos?

—No podríamos estar mejor.

Los hombres se sentaron uno frente al otro, Ted en el sofá de terciopelo verde broncíneo y Nathan en una silla de capitán[5]. La bandeja fue depositada entre ambos, en una mesita de café baja, hecha de madera oscura.

La idea de meterse cualquier cosa en el estómago repugnaba a Ted, pero consiguió hacer pasar un poco de caliente café negro entre sus labios. Luego rodeó la taza con ambas manos.

Contempló al hombre que tenía delante. Nathan Holland era un hombre grande y robusto de más de cincuenta años, con una cabeza de grueso pelo leonino blanco. Tenía una voz de bajo que hacía que Ted pensara en un actor o un cantante. Sus ojos grises parecían siempre divertidos.

—¿Cómo van los negocios de seguros, Nat?

—No puedo quejarme. ¿Y la bolsa?

Ted miró su café humeante con el entrecejo fruncido. ¿Durante cuánto tiempo iba a mantener esto?

Por fin, tras dejar la taza y encararse directamente con Nathan, Ted dijo:

—No he venido aquí para hablar de negocios, Nat. Me temo que se trata de algo grave.

Nathan Holland asintió con lentitud, contemplando a su visitante por encima del borde de la taza mientras bebía.

—Nat, tengo un problema. Y quiero que sepas que esto no es fácil para mí.

Nathan dejó la taza y miró a su amigo con seriedad.

—¿Qué sucede?

Ted se pasó repetidamente la lengua seca por los labios y trató de pensar en una manera de decir las palabras. Había sólo una forma:

—Nat, mi hija está embarazada.

Los ojos grises continuaron sin parpadear durante un momento, el rostro rubicundo sin expresión. Finalmente, tras lo que a Ted le pareció demasiado tiempo, Nathan Holland dijo:

—¿Qué?

—He dicho que mi hija está embarazada.

—¿Cuál de ellas?

Ted frunció el entrecejo. ¿Cuál de ellas?

—Mary. Mary está embarazada.

—Oh, por… —Nathan Holland se golpeó las rodillas con ambas palmas y se reclinó en la silla—. No puedo creerlo.

Ted se miró fijamente las manos mientras deseaba que tuvieran algo para hacer, y murmuró:

—Ya lo sé. Tampoco yo puedo. Es como… —Sacudió la cabeza.

—Ted. —La voz de Nathan era baja—. ¿Cuándo lo descubriste?

—Ayer por la tarde.

—¿Puede haber alguna duda? Tal vez otro médico…

—No. Lucille llevó a Mary a dos médicos. Ambos están de acuerdo.

Se produjo otro largo silencio, y Nathan dijo:

—¿Qué dice Mary?

Ted sintió una repentina rabia que hervía dentro de él; la furia de la frustración, de ser tan impotente… Se levantó de un salto y avanzó a grandes zancadas hasta la enorme chimenea de pizarra, apoyó un codo en la repisa de ésta y miró con ferocidad hacia el ennegrecido agujero.

—Ella lo niega —dijo esto con voz tensa—. Eso es parte del misterio del asunto, Nat; Mary insiste en que no es posible que esté embarazada.

Nathan asintió gravemente, con los ojos llenos de compasión.

—Supongo que quizá lo hacen, habitualmente. Pobrecilla, tiene que estar muerta de miedo.

Ted levantó el otro brazo y también lo descansó sobre la repisa de madera oscura. Luego inclinó la cabeza hasta que su frente descansó sobre los puños.

En alguna parte de la casa, sonaba el suave tictac de un reloj. Desde la cocina llegaban los chasquidos y el zumbido de la nevera que se autorregulaba. En el exterior, el filtro de la piscina gorgoteaba; un trío de estorninos pintos se trinaban entre sí en la bañera de mármol para pájaros.

Horas y semanas y días pasaron mientras los dos hombres permanecían inmóviles, sus cafés se enfriaban, la casa iba haciéndose cada vez más silenciosa a su alrededor. Cuando, a lo lejos, el invisible reloj tocó la media, Ted oyó que la profunda voz de Nathan decía, en voz baja:

—Ya sé por qué has acudido aquí. Piensas que es Mike.

Ted respiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud.

—Sí.

—Muy bien. Hablemos de ello.

Ted dio media vuelta y miró al hombre que estaba sentado en la silla. Sus ojos se encontraron por un instante, y luego ambos apartaron la cara.

—Oye, Nat, yo no estoy acusándolo, ¿de acuerdo? Mary no ha dicho nada en ningún momento. Ella incluso niega estar embarazada. Si está haciéndolo para proteger a alguien, yo quiero saber de quién se trata y sacarlo a la luz para que ella no tenga que seguir mintiendo. Y Mike, bueno, él parece el chico probable.

Nathan Holland sintió que un gran peso descendía sobre sus hombros. Se puso de pie; se encontraba cansado y viejo.

—De acuerdo, Ted, hablaremos con Mike. ¿Y luego, qué?

Ted volvió a mirar al interior de la fría chimenea. ¿Luego qué? No tenía ni idea. ¿Qué hacen los padres de las chicas embarazadas? ¿Qué hace uno con una chica que aún no ha llegado al duodécimo curso y tiene un bebé creciéndole dentro, haciéndose cada día más grande? ¿Qué se le dice a ella? ¿Cómo se actúa ante ella? ¿Qué pasa con los vecinos? ¿Con la congregación de la iglesia? ¿Qué hace uno respecto al resto de su educación secundaria? ¿Cómo se la esconde? ¿Y qué pasa con el final? ¿Qué hace uno con un bebé que nadie quiere?

Mientras volvía a oír el eco de la voz de Lucille en la cabeza, Ted se apartó de la chimenea y rodeó el sofá a grandes zancadas. Dándose un puñetazo en la palma contraria, dijo:

—¡Nat, no sé qué hacer! ¡Sencillamente no sé qué hacer!

—Pensaremos en algo, Ted, no te preocupes. Nos ocuparemos de Mary.

«Sí —pensó Ted con desolación—, pero ¿quién se ocupará del resto de nosotros?»

Cuando la puerta trasera de la casa dio un golpe, ambos hombres giraron bruscamente sobre sí. Se quedaron mirando, inmóviles, en dirección a la cocina, y oyeron ruidos de armarios que se abrían y cerraban, la puerta de la nevera que se abría y cerraba, el golpeteo de la caja de galletas. Al cabo de poco, Mike salió con un vaso de leche en una mano y un plato de galletas de jengibre en la otra.

Alzó los ojos y se sobresaltó.

—¡Eh! Jo, me habéis sobresaltado. Hola, señor McFarland. ¿Qué estás haciendo en casa, papá?

—Hijo, queremos hablar contigo. ¿Puedes sentarte con nosotros un minuto?

Mike se encogió de hombros.

—Claro. —Pero cuando se acercó más a ellos y les vio la cara, se detuvo en el sitio con el vaso a medio camino de los labios—. ¡Eh! ¿Qué pasa? Tenéis una cara que parece que vayáis a ir a un funeral.

—Mike, por favor, siéntate.

Su mirada fue de su padre a Ted McFarland y de vuelta a su padre.

—De acuerdo…

Cuando los tres estuvieron sentados, con Mike en el sofá junto a Ted y su tentempié sobre la mesa con el café frío, Nathan se aclaró la voz de bajo y comenzó:

—Hijo, el señor McFarland está aquí por un asunto serio. Y pensamos que te concierne.

—Muy bien, papá.

—Mike, Mary McFarland está embarazada.

El mismo silencio pasmado que había seguido al anuncio de Ted ante Nathan, llenó una vez más la sala. Mike Holland, de diecisiete años, una réplica juvenil de su rubicundo padre, los miró fijamente con los mismos ojos grises. También él, pasado un largo momento, dijo:

—¿Qué?

—Mary McFarland está embarazada.

—Oh… —Las manos se le crisparon hasta convertirse en puños—. ¡Oh, no, papá! ¡No lo creo!

—Es verdad —le aseguró Ted en voz baja mientras estudiaba la cara del muchacho.

—¡Oh, guau! ¡Ay, cielos! —Mike se puso de pie y se alejó de los dos hombres—. Ay, Jesús…

—Mike —dijo Nathan Holland—. ¿Eres tú el responsable?

El muchacho giró bruscamente.

—¿Que si soy qué?

—Sin rodeos, Mike. Dime la verdad.

Al contemplar los rostros sombríos de los dos hombres sentados, Mike Holland sintió que las entrañas se le anudaban de repente.

—¡Eh, de verdad! Quiero decir que, Mary y yo, nosotros nunca…

—¡Mike! —Nathan se levantó y contempló a su hijo con creciente enojo—. ¿Has dejado embarazada a Mary McFarland?

—Oye, papá, yo… —Recorrió frenéticamente la habitación con los ojos—. No, no es posible. Quiero decir, Jesús, que ella y yo nunca hicimos nada.

—¡No me vengas con ésas! —gritó Nathan mientras el rostro se le ponía rojo—. ¡Te he oído fanfarroneando por teléfono con tus amigos sobre tus conquistas! Te he oído contarle a Rick por teléfono lo referente a Mulholland Drive. ¡Vamos, Mike, ¿por quién me tomas?!

Mientras el muchacho retrocedía con lentitud sacudiendo la cabeza de uno a otro lado, Ted McFarland contempló a padre e hijo con horror. Un nuevo pensamiento comenzaba a tomar forma en su cerebro, una idea que hasta este momento no se le había ocurrido. Pero ahora que eso había sucedido, sintió que la sangre comenzaba a correrle a toda velocidad.

¡Mary había sido mancillada!

¡Y Mike Holland había estado jactándose ante sus amigos de que lo había hecho!

—Mike —dijo con ahogado control—. Mike, nada es más natural que lo niegues. No esperaba otra cosa. Pero, por el amor de Dios, Mary está intentando protegerte y está pasando por un infierno a causa de eso.

—¡Eh! —El rostro juvenil estaba conmocionado—. Señor McFarland, se lo digo de verdad, yo nunca he hecho nada con Mary…

—¿Y qué hay de tus fanfarroneos con los amigos?

—¡Ella nunca quiso dejarme que la tocara!

Ted se puso en pie de un salto, con la sangre palpitándole en los oídos.

—Mike, ¿por qué no te comportas como un hombre y lo admites?

Nathan se volvió en redondo.

—Vamos, Ted, intentemos tomarnos esto con calma. Somos adultos, tenemos el control de la situación.

Ted se llevó los puños a los ojos. En su mente, veía las grandes manos ásperas de Mike por toda la piel suave de Mary; subiéndose encima de ella, encelado con ella como una bestia sudorosa. Ted estaba estrangulado por la rabia, la confusión y los celos.

—Ahora, escucha —oyó que decía la serena voz de Nathan—. Tenemos que llegar a la verdad en esto. Mike, dímelo sin rodeos, ¿has mantenido alguna vez relaciones sexuales con Mary?

—No, papá. —Mike tragó con dificultad y retrocedió un paso—. De verdad, ella nunca me permitió que…

—Mike, ¿te has jactado de ello con tus amigos y ahora estás negándolo?

—Jesús, papá, tenía que decirles algo a los muchachos. No podía decirles que Mary no tragaba…

Algo se disparó dentro de Ted McFarland. Se lanzó hacia Mike con las manos apretadas en puños. Mientras el chico retrocedía, Nathan dio un salto y rodeó a Ted con los brazos, lo que estuvo a punto de hacerlos caer a ambos.

—¡Bastardo! —gritó Ted—. ¿Tenías que «decirles algo a los muchachos»? ¿Mary no «tragaba»?

—¡Ted! —tronó Nathan Holland, luchando con él—. ¡Vamos, cálmate!

Abruptamente, Ted se quedó inmóvil. Miró con ferocidad a Mike, jadeando. Nathan se apartó con paso incierto pero mantuvo una mano sobre el brazo de Ted para contenerlo.

—Los gritos y las amenazas no van a llevarnos a ninguna parte —declaró con voz tranquila.

La respiración de Ted se hizo más lenta, su frente se pobló de arrugas.

—Muy bien. Ahora —dijo Nathan en voz más baja— sentémonos.

—Admite lo que le has hecho a mi hija —ordenó Ted, mirando a Mike con ferocidad—. Pensabas que eras lo bastante hombre como para tirártela, ahora sé lo bastante hombre como para reconocerlo.

—De verdad, señor McFarland, yo…

—Mike —intervino Nathan con firmeza—. Mike, siéntate. Vamos, hijo, tenemos que hablar de esto.

El adolescente mantuvo una cautelosa mirada sobre Ted McFarland mientras se sentaba en el borde del sofá. Luego, con lentitud, como si fueran muy viejos, los dos hombres también tomaron asiento.

La resonante voz de bajo de Nathan habló, calma y regular.

—Mary está embarazada, Mike, tú has estado saliendo con ella durante un año y les has dicho a todos tus amigos que te habías ido a la cama con ella. No, no me interrumpas, hijo, no estoy diciendo que no te crea, Mike, pero ése no es el problema en este momento. El problema es la responsabilidad. Tú tomaste la decisión de que eras lo bastante adulto como para jactarte de mantener relaciones sexuales con Mary, y ahora tienes que ser lo suficientemente adulto como para aceptar la responsabilidad de las consecuencias.

—Pero no es mi bebé, papá.

—Ya te lo he dicho, hijo, eso es algo al margen. Tú no deberías de haber parloteado con tus amigos de la forma en que lo hiciste. Así que el bebé es como si fuera tuyo. —Nathan inspiró en profundidad y dejó escapar el aire con lentitud. Se volvió a mirar a Ted—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres una copa?

—No… —La voz de Ted era apagada—. No, Nat, estoy bien. Lo siento… No sé qué se apoderó de mí.

—No te preocupes, lo entiendo. Ahora, ¿qué vamos a hacer?

«¿Hacer? ¿Te refieres a acción? ¿A tomar una decisión?», pensó.

—No lo sé, Nat. No he tenido tiempo…

—¿Has hablado con el padre Crispin al respecto?

—Todavía no.

Nathan se inclinó hacia delante y descansó una pesada mano sobre el brazo de su amigo.

—Lo resolveremos, Ted. Tenemos que decidir qué debe hacerse con Mary, con el bebé. Todavía no lo sé, son demasiado jóvenes para casarse, pero si eso es lo que…

—Nada de bodas de penalti, Nat.

—Tal vez el padre Crispin pueda ayudarnos. Iremos juntos, tú y yo.

Ted intentó concentrarse en el robusto rostro, vio la compasión y la preocupación en los ojos grises. Tragó con dificultad y se enderezó.

—Tendré que pensarlo un poco antes de hablar con el padre Crispin. Lucille y yo, tenemos que rehacernos. Ha sucedido todo tan rápido…

—¿Qué dice el médico?

—¿Sobre qué?

—El bebé, Ted. ¿Para cuándo nacerá?

—Ah… sí. —¿Cuándo habían estado en la consulta del doctor Wade para recoger a Mary después de que se escapara? ¿Apenas la noche anterior?—. Dice que nacerá para enero.

Las palabras parecieron continuar sonando en el aire mientras los tres ocupantes de la sala de estar de los Holland buscaban algo en lo que posar la mirada. Pronto, el peso de las palabras, el aplastador significado de éstas, penetraría en ellos.

Ted sintió que se ponía rígidamente de pie. Bajó los ojos hacia Mike; su enojo se había disipado junto con su potencia; el muchacho parecía tan viejo como sus compañeros.

Nathan acompañó a Ted hasta la puerta.

—Lo lamento, Ted, de verdad que lo lamento. Me siento responsable. Y Mike… —la voz de bajo se quebró—, bueno, no sé qué voy a hacer con respecto a Mike. Pero lo solucionaremos, Ted. Llámame. Manténme informado.

Ted, incapaz de mirar a su amigo a los ojos, respondió, en voz baja:

—Te haré saber lo que diga el padre Crispin.

El doctor Jonas Wade se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa; cogiéndose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, se masajeó la marca hecha por la montura. Luego fijó una mirada pensativa sobre las revistas desparramadas ante él, con el atractivo rostro arrugado por una expresión ceñuda.

Lo había encontrado. El evasivo artículo, el que había leído hacía algunos años. Y había encontrado más, un artículo llevándolo hasta otro, enviándolo al escritorio de revistas ocho veces, hasta el punto de que ahora se hallaba sentado en la silenciosa y fresca biblioteca médica de UCLA ante una mesa sembrada de revistas abiertas.

¿Y qué le habían dicho al final, tras dos horas de lectura?

Primero había buscado los pavos: Scientific American, febrero de 196l. Ese artículo decía, en esencia, lo que le había contado Bernie. Luego, Science News Letter, noviembre de 1957. Esos mismos pavos de Maryland presentaban ahora una situación aún más interesante: un incremento de la partenogénesis —definido aquí como «desarrollo espontáneo de tejido embrionario en un huevo no fertilizado»— estaba dándose en pavos y pollos que habían sido inoculados con una nueva vacuna contra la peste aviar. Los expertos en aves de corral del Centro de Investigación del USDA[6] habían observado que las aves no apareadas vacunadas con el suero estaban dando vida a unos descendientes perfectamente normales, sin haber estado en contacto con esperma. Sin embargo, el factor implicado en la acción «detonante» concreta no había sido determinado. Existía un debate acerca de si el «agente activador» era la propia vacuna o un contaminante desconocido del suero. Fuera lo que fuere, los pavos Small White del doctor Marlow Olson estaban planteando nuevas preguntas en el terreno del crecimiento y desarrollo celulares.

La revista Life, 16 de abril de 1956, iba incluso más allá. Considerando que los científicos no habían tenido conocimiento de que la partenogénesis fuese posible en los animales superiores (era un fenómeno, como había dicho Bernie, que se encontraba en la naturaleza en algunos anfibios y plantas), el hecho de que se hubiera descubierto que los pavos presentaban la capacidad de «procreación virginal» hacía posible que uno explorara las probabilidades de que dicho fenómeno se diera en los seres humanos. Aunque la revista Life declaraba, cautelosa, «que eso sería extremadamente raro».

Así que Jonas Wade había encontrado a los pavos sin padre de Bernie y también había hallado la respuesta a la pregunta que Bernie no había sido capaz de contestar dos noches antes: no, los científicos no sabían qué era lo que hacía que los huevos no fertilizados comenzaran a crecer.

Jonas había continuado revolviendo en busca del artículo que originalmente había ido a buscar. Y lo había encontrado… ese artículo y más.

En 1955, en Inglaterra, una mujer de treinta años había declarado sin más que su hija había sido concebida sin ayuda de un padre; la concepción, afirmó, había tenido lugar durante un bombardeo en la guerra. Su caso había sido recogido por el doctor Stanley Balfour-Lynn del hospital maternidad Queen Charlotte, y por la doctora Helen Spurway, una profesora de eugenesia en el London University College. Al desafío respondieron los genetistas y embriólogos de todo el mundo, así como Lancet, una revista médica británica famosa por su conservadurismo.

La única forma de probar la veracidad o falsedad de la afirmación de la mujer era mediante escrupulosos análisis de sangre y suero pertenecientes a la hija, así como un injerto de piel a largo plazo. Los injertos de piel eran imposibles entre dos seres humanos que no fuesen gemelos; incluso las células de un niño normal difieren ligeramente de las de su madre porque contienen algunos de los antígenos del padre: los injertos serían rechazados por el cuerpo.

Cuando estuvieron hechos los estudios cromosómicos, los resultados mostraron que madre e hija tenían constituciones genéticas idénticas. Sin embargo, los injertos de piel fracasaron. Esto último no era concluyente, argumentaban los que abogaban por la partenogénesis, porque la reacción del injerto podría haber sido causada por cualquiera de las muchas complicaciones posibles; el fracaso no podía atribuirse de forma concluyente a la presencia de antígenos masculinos.

Jonas Wade sacó el controvertido ejemplar de Lancet publicado el 5 de noviembre de 1955, y volvió a leer la remisa concesión de que «puede que tengamos que reexaminar… nuestra creencia de que la partenogénesis espontánea está… ausente en los mamíferos». El doctor Wade mantuvo los ojos sobre la frase crucial. «Posiblemente, algunas madres no casadas cuya obstinación era condenada en viejos libros… estaban diciendo la verdad.»

Los sonidos de la biblioteca se filtraban, entrando y saliendo de la conciencia de Wade: un teléfono que sonaba, alguien que retiraba una silla junto a él y se sentaba, un grupo de estudiantes de medicina con chaqueta blanca murmurando entre los estantes de libros.

La revista Lancet, que inicialmente se había mofado de las afirmaciones de la doctora Spurway, había dicho al final que podía ser posible…

Jonas dejó la revista y su mirada quedó perdida. Esto era más frustrante de lo que podía soportar; había encontrado más de lo que esperaba y a pesar de eso, la paradoja consistía en que era abrumadoramente menos de lo que había deseado. Tras unos pocos meses de publicidad y alboroto —allí, ante él, estaban las revistas Time, Newsweek, e incluso un recorte de The Manchester Guardian—, la expectación había disminuido y finalmente había caído en el olvido.

Todavía no constituía una prueba, había dicho la vieja y pedante comunidad científica; lo único que tienen son pruebas negativas —las células de la niña no tienen esto o aquello—, y para dar forma a una teoría se necesitan pruebas positivas. ¿Y de dónde van a sacar eso?

Jonas estudió los finos vellos de sus nudillos. Aquello había sucedido ocho años antes. La ciencia y la investigación habían avanzado mucho desde entonces. Seguro que existía alguien, en alguna parte…

—Fascinante —dijo Bernie sin mucha convicción.

Estaban sentados en el café al aire libre de Westwood Village, comiendo sándwiches de jamón y pan de centeno que hacían bajar con botellas de Heineken. Una hora antes, Jonas había llamado al departamento de Genética y le había pedido a Bernie que se reuniera con él para almorzar, luego había fotocopiado los artículos de las revistas y se había marchado de la biblioteca.

—¿Eso es lo único que puedes decir? ¿Fascinante?

—¿Qué quieres que te diga, Jonas?

Jonas Wade sacudió la cabeza. Le había enseñado los artículos a Bernie, hablado de sus ideas.

—Es enloquecedor, Bernie. Cuanto más leo, más ignorante soy.

—Tengo una teoría de proporción inversa acerca de la investigación; ¿quieres oírla?

—La he oído un centenar de veces, Bernie; estás dándome largas.

—Sí, supongo que sí. Tú crees que yo soy el experto que tiene las respuestas para esto, pero no lo soy. De acuerdo. —Se limpió la boca con la servilleta—. Dejando el caso Spurway a un lado porque no quedó demostrado ante los altivos ojos de la ciencia, ¿has conseguido encontrar algo sobre la partenogénesis en los mamíferos?

—Nada. Sólo pececillos, erizos, lagartos y pájaros. Los buitres a veces producen partenogénesis en la naturaleza. Hasta allí llega lo que he averiguado. Pero no hallé nada en las formas de vida superiores.

Bernie frunció el entrecejo contemplando un pepinillo. Masticó con aire pensativo y luego dijo:

—Siempre me he preguntado por qué este establecimiento sirve escabeches kosher[7] con los sándwiches de jamón.

—Bernie.

—Lo dice así en el propio menú.

—Necesito tu ayuda, Bernie.

—¿Por qué? ¿Tan seguro estás de que la muchacha dice la verdad? Muy bien, el factor crítico, Jonas, es si la partenogénesis resulta o no posible en los mamíferos. ¿Estoy en lo cierto? A partir de los pavos no puedes extrapolar con lógica hasta los seres humanos. Sin embargo —alzó un dedo—, a partir de, digamos los ratones, decididamente puedes. Y creo que sé dónde puedes averiguar eso.

Bernie Schwartz dejó su bocadillo, se limpió las manos en la servilleta, y sacó una libreta de notas encuadernada en piel de dentro de su chaqueta de cheviot. Mientras escribía algo en ella, dijo:

—Ésta es la persona con la que te interesa hablar. Aquí mismo, en UCLA. —Arrancó la hoja y se la entregó.

Jonas leyó el nombre.

—Henderson, embriólogo. ¿Es bueno este Henderson?

—Ésta. Y, sí, es la mejor en su campo. Puedes encontrarla en el laboratorio casi a cualquier hora. Tercer piso. No tienes que llamar antes; le encantan los visitantes y le encanta hablar. Y si ella dice que la partenogénesis es imposible en los mamíferos, amigo mío, entonces puedes estar seguro de que lo es. Y dejar en paz esa meshugana[8] idea tuya.

El día había sido insoportablemente caluroso. Mary yacía sobre la cama y contemplaba la lámpara colgada del centro del techo, mientras deseaba que su habitación no mirara al oeste; eso siempre hacía que fuese la habitación más cálida de la casa en verano, y el aire acondicionado poco hacía para proporcionar alivio.

Mary no había ido al colegio esta mañana. Tras una noche insomne de llanto que cubrió las largas horas de oscuridad, se había despertado con un palpitante dolor de cabeza y las ya familiares náuseas matinales. Cuando se esforzó por vomitar en el baño y no consiguió nada, recordó que no había tomado ningún alimento desde el mediodía anterior.

Después de eso le habían llegado olores de tocino y café procedentes de la cocina y, con náuseas a causa de esos aromas, se había quedado encerrada en el dormitorio. La maravillaba que su madre, después del día anterior, pudiera aún continuar adelante con la rutina diaria.

Nadie había acudido a su puerta. Nadie se había molestado en ir a ver cómo estaba. Había oído a su padre marcharse alrededor de las once, y luego había salido Amy, a eso de mediodía, con el bañador y la toalla envueltos en un brazo. Mary había oído que su madre se movía por la casa, cerrando todas las ventanas y cortinas y encendiendo el aire acondicionado. Luego se había metido en el dormitorio principal y cerrado la puerta.

Ahora estaba anocheciendo y Mary aún no había salido de su habitación. Tampoco había oído que saliera su madre. Amy no había regresado a casa y, peor, tampoco lo había hecho su padre.

Esto último era lo que más preocupaba a Mary mientras se encontraba tendida sobre su cama deshecha mirando al techo. Había pasado todo el día aguardando su regreso para averiguar qué iba a hacer él a continuación.

La noche anterior, su madre le había dicho que «se librara de esa cosa». Ahora Mary yacía en suspenso, aguardando y formulándose preguntas.

Sonó el teléfono.

Ella se tensó, escuchando.

No se produjo ningún sonido en la casa. Ningún movimiento en el dormitorio principal.

Cuando sonó por tercera vez, Mary se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación. De los tres teléfonos que había en la casa, Mary escogió el de la cocina, el más alejado de los dormitorios, y lo levantó al quinto timbrazo con un jadeante:

—¿Hola?

—¿Mary? —preguntó la voz de Germaine—. ¿Te encuentras bien?

Mary se recostó contra la fría pared. Estaba cansada.

—Hola, Germaine.

—¿Por qué no has ido hoy al colegio? Todos te echamos de menos.

—No me sentía bien, otra vez.

—¿Llegó a averiguar ese médico qué te sucede?

Mary suspiró. ¡Parecía haber pasado tanto tiempo desde aquella primera visita! Germaine sabía lo del doctor Wade, pero no estaba enterada de lo que habían descubierto él o el doctor Evans.

—No. Supongo que tengo algo misterioso.

—Oye, hoy nos han dado las notas. ¿A que no lo adivinas? ¡Me han puesto un notable en francés! ¿Puedes superar eso? ¡A la profesora le gustó de verdad mi trabajo sobre el existencialismo! ¿Mary? ¿Me has oído?

—Sí.

—¿Vas a venir mañana?

—No lo sé.

—Es el último día, muy importante, ya sabes. —Se produjo un momento de silencio—. Bueno, entonces te dejo. ¿Nos vemos junto al mástil de la bandera a la hora de siempre?

—Sí.

—Y si necesitas algo, oye, ya sabes, telefonéame.

—Sí. Gracias.

Mary se quedó con el receptor contra la oreja, escuchando el tono de la línea hasta que se transformó en una señal de aparato descolgado. Recorrió la cocina con los ojos, los cajones abiertos a medias, las gotas de café que se secaban sobre la formica, la mantequilla derretida, el plato de tocino frío y grasiento. Luego miró fijamente el teléfono instalado en la pared.

Tras pulsar el botón para obtener de nuevo línea libre, marcó mecánicamente el número de Mike.

Le contestó Timothy.

—Casa blanca, John-John al habla.

—Hola, Tim, soy yo. ¿Está Mike?

—Sí, Mary, espera.

Oyó gritar al chico de catorce años, su voz que se interrumpía y escuchaba a la espera de una respuesta. Se oyó una réplica distante, luego Timothy gritó:

—¡Es Mary!

Otra respuesta distante y luego Timothy puso una mano sobre el micrófono.

Mientras escuchaba el rápido diálogo amortiguado, Mary sintió que resbalaba pared abajo hasta quedar en cuclillas sobre el suelo, con el cable del teléfono estirado al máximo. Finalmente, después de que Timothy dejara el teléfono con un impaciente golpe sordo, le llegó la voz de Mike.

—Hola.

—¿Mike? —La mano de Mary aferró el auricular hasta que los dedos se le pusieron blancos—. Mike, ¿puedes venir ahora mismo?

La voz de él le llegó desde lejos.

—Mary… estaba a punto de llamarte.

Algo del tono de él la alarmó.

—Mike —dijo ella con una voz apenas por encima del susurro—, ¿estuvo mi padre allí hoy?

Una pausa; luego:

—Sí.

Ella tragó con dificultad.

—Entonces… ¿lo sabes?

—Sí.

Ella cerró los ojos.

—Mike, tengo que hablar contigo.

—Sí, Mary. También yo tengo que hablar contigo. Mary… —La voz de él sonaba espesa, algodonosa—. Dios, Mary, me he quedado de piedra. De verdad que me volvió loco. He estado pensando en ello durante todo el día. Quiero decir, que es como si no fuera real, ¿sabes? Mary, tengo que saber algo.

—¿Qué?

—¿Con quién lo hiciste?

Los ojos de ella se abrieron de golpe. Corrieron por la revuelta cocina a toda velocidad; el desorden que había dejado su madre… tan poco propio de la meticulosa Lucille… Dios, ¿qué estaba sucediendo?

—Mike —replicó ella con voz ahogada y las rodillas recogidas contra el pecho—. Mike, yo no lo hice… Te juro que nunca hice nada con nadie. No es verdad lo que dicen los médicos, están equivocados. Pero, Dios, tengo miedo y mi familia no me cree y no sé a quién recurrir. —Mary vio que las lágrimas le llenaban los ojos; borraron la cocina—. Mike, tienes que venir, te necesito.

—No puedo, Mary, no en este momento…

—Entonces iré yo. O nos encontraremos en alguna parte. Tengo que explicarte esto. Tenemos que hablar del asunto, averiguar qué pasa.

Mary escuchó el silencio al otro lado de la línea y, malinterpretándolo, susurró:

—Ay, Mike, no me hagas esto…

La voz de él salió a través de una garganta cerrada.

—Dios, Mary, lo lamento. Lo lamento jodidamente mucho. Yo… yo te quiero horrores, demonios. ¡Mary! —dijo abruptamente—. ¡No me importa, de verdad! Te apoyaré, te lo juro. Incluso me casaré contigo, pero tengo que saber. Tengo que saber, Mary… —las palabras de Mike salieron con dificultad—, ¿por qué otro y no yo?

—Mike, ay, Mike… tú no lo entiendes. Y no sé cómo hacértelo entender.

—Mary, si me quieres… —luchó para recobrar el control de su voz—, si me quieres, serás sincera conmigo. Tenemos que ser francos el uno con el otro, siempre. Sin secretos, Mary; el amor es precisamente eso. Superaremos juntos esto, te lo prometo, pero no me dejes fuera, no me mientas.

—No estoy mintiendo…

—A tu padre puedes decirle lo que quieras, pero tienes que confiar en mí, Mary. Y me hace daño, ¿sabes? Me hace daño quererte y saber que lo hiciste con algún otro y que no me respetas lo bastante como para hablarme sin rodeos…

—Pero es que yo no hice…

—¡Lo peor de todo es que no quieras decirme la verdad! ¡Confía en mí, por el amor de Dios!

Mary cerró los ojos y saboreó las lágrimas al caerle sobre los labios. Durante un momento, la tentación estuvo allí: dile cualquier cosa, inventa una historia, inventa un chico, tal vez un amigo de Germaine, un amigo de su novio Rudy… tomaste un poco de vino y no querías hacerlo realmente, y la verdad es que no te gustó, pero cometiste el error y ahora lo lamentas, y entonces todo estará bien con Mike y él vendrá y te abrazará y consolará.

—Mike —dijo con voz grave—, estoy diciéndote la verdad. Nunca he dejado que nadie me tocara. Di que me crees.

La voz de él llegó distorsionada.

—Dios, Mary… No puedo hablar más. Tengo que pensar. Tengo que decidir qué hacer. Todos, mi padre y mis hermanos, creen que el bebé es mío. Tengo que pensar en esto, Mary…

Ella contempló con mirada fija de horror el armario de cocina medio abierto que tenía ante sí. Los labios de Mary formaron las palabras: no hay ningún bebé. Pero no le salió la voz.

Mike continuó dudando, vacilando.

—En este momento no puedo verte, Mary. No hasta que sepa qué hacer. Tengo que rehacerme, ¿sabes? Tú y yo, Mary, tenemos que solucionar esto juntos, pero tú estás luchando contra mí y yo… yo…

La voz de ella salió monótona, sin vida.

—No has escuchado ni una palabra de lo que he dicho. —Colgó el receptor.

Mary permaneció así sentada, aturdida, durante unos minutos, sin moverse ni proferir sonido alguno; el teléfono sonó doce veces pero ella no lo cogió. Luego estalló en lágrimas y se llevó las manos al rostro. Sollozando, acurrucada entre la mesa de la cocina y la pared, Mary gimió:

—Papá…

A Ted no le sorprendió hallar la casa a oscuras. Se detuvo un momento para que sus ojos se adaptaran; luego, tras encender la luz del vestíbulo, se encaminó con paso cansado hacia la cocina.

Su primera preocupación era un whisky. Después de eso, le dedicaría su atención al resto de la familia, y luego quizá a su vida. Fue mientras estaba vertiendo la bebida cuando oyó un choque y luego el sonido de cristal roto.

Dejó el vaso y la botella, salió corriendo de la sala al pasillo. Miró a derecha e izquierda y vio que por debajo de la puerta del baño de las chicas, salía luz.

Ted corrió hasta la misma, escuchó durante un segundo, y luego dijo:

—¿Mary? —No hubo ninguna respuesta—. ¿Amy? —Todavía nada.

Intentó hacer girar el pomo. Estaba con pestillo.

—¡Eh! ¡Quién está ahí! ¡Contéstame! ¿Mary? ¿Amy?

Golpeó la puerta con los dos puños.

La puerta del dormitorio principal se abrió y asomó una soñolienta Lucille.

—¿Por qué tanto ruido…?

—¡Mary! —Ted golpeó la puerta con más fuerza—. ¡Mary! ¡Abre!

Lucille, con una mano apoyada sobre la pared para sostenerse, avanzó hasta colocarse junto a Ted.

—¿Qué sucede?

Haciendo caso omiso de ella, él retrocedió algunos pasos, levantó la pierna derecha y estrelló el pie contra la puerta. Volvió a hacerlo, dejando marcas negras sobre la pintura.

—¡Ted! —gritó Lucille.

El sexto impacto hizo que la puerta se abriera de golpe y Ted entró a toda velocidad.

Encontraron a Mary acurrucada en el suelo del baño sobre un charco de sangre. En el lavabo había una hoja de afeitar Gillette Super Blue.