Ya tendría que haber estado allí. Él deseaba estar.
Sentado en el salón con un whisky escocés doble y mirando la pantalla del televisor apagado, Ted McFarland deseó fervientemente que ésta hubiera podido ser una noche de miércoles normal. Su noche de gimnasio. Detestaba no ir; si alguna vez había necesitado esa válvula de escape, era ahora.
Pero, por supuesto, no podía marcharse. No ahora. Alguien tenía que mantener las cosas unidas; alguien tenía que hacer de lastre, al menos actuar como si fuera fuerte. Con la casa oscura y silenciosa, llena del bochornoso calor de junio, alguien tenía que sentarse y permanecer alerta.
Pero ¿para qué?
Amy estaba en clase de catecismo, Mary se encontraba encerrada en su dormitorio y no hablaba con nadie, y Lucille…
Ted oía, proveniente de la habitación contigua, el ocasional tintineo de la botella de whisky contra el vaso de ella.
El enfado inicial de Lucille con Mary se había fundido en tristeza y luego en decepción; ahora estaba luchando para hallar una forma de comunicarse con su hija, para averiguar por Mary qué debía hacerse, para preguntarle por qué había hecho esto, faltado a la familia, puesto una mancha sobre todos ellos. Pero Ted sabía qué era realmente aquello con lo que Lucille batallaba: repentinas e infelices evocaciones de su propio pasado.
Él continuó mirando fijamente al televisor sin vida. Había vetado una precipitada visita al padre Crispin, que era lo que Lucille había querido hacer cuando se marcharon de la consulta del doctor Wade. Ted sabía que un encuentro semejante con el sacerdote era prematuro en ese preciso momento, y que no se llegaría a nada. Para empezar, Lucille había estado bebiendo. Y Mary se mostraba mohína y nada comunicativa. Pero al día siguiente, sin duda, el padre Crispin sabría qué hacer.
Ted McFarland quería tanto a su hija que le provocaba un dolor cegador en el pecho. La razón no era ningún misterio: no habiendo conocido a su propia madre y al haber sido criado en un hogar para chicos, Ted había crecido con fantasías de hermanas e hijas. Cuando Lucille se había puesto de parto, Ted había pasado la noche encendiendo velas y rezando en la iglesia para pedir una niña.
Amy también había sido un deleite para él, pero había llegado cinco años más tarde, y por otra parte había habido aquel disgusto en torno a su nacimiento que había maculado su calidad de especial.
Mary había sido su total orgullo, su razón de respirar. Deleitaba los ojos de su padre con su joven y esbelta belleza, lo hacía reír con su ingenio e inocente encanto. Mary tenía una cara en forma de corazón, imponentes ojos azules y largas piernas bronceadas. El observarla emerger a la calidad de mujer era como observar la eclosión de una rosa; y Ted, a diferencia de muchos hombres, no había lamentado la pérdida de la infancia de su hija.
Pero ahora —miraba ante sí con tristeza—, estaba emergiendo demasiado. No podía soportar el imaginársela en estado de gravidez con un gran vientre oculto bajo ropa de maternidad. No podía enfrentarse con el pensamiento de ver cómo se ensanchaba y deformaba gradualmente, se hinchaba e inflaba hasta que nada quedase de la esbelta belleza. Era como la profanación de un templo, un graffiti en la pared de una iglesia; le aparecerían venas varicosas como cuerdas púrpura, estrías, pechos caídos…
Ted soltó de pronto el vaso y se dobló aferrándose el estómago como si le hubieran dado una patada.
«Mary, Mary, —gritó su mente atormentada—. Mi hermosa Mary. ¿En qué me equivoqué?»
Ella se encontraba de pie ante el espejo de cuerpo entero que colgaba del interior de la puerta del armario, y se contemplaba el cuerpo desnudo.
En la dorada luz de la lámpara del escritorio que había dirigido hacia sí, con el resto de la habitación a oscuras, Mary se miraba con ojos fijos, hipnotizados.
Era la primera vez en toda su vida que realmente veía su cuerpo desnudo. En el baño, siempre que se bañaba, captaba sólo atisbos de sus hombros y espalda desnudos en el espejo empañado; y siempre que se vestía o desvestía en el dormitorio, volvía inconscientemente la espalda hacia el espejo. En las duchas, cuando asistía a educación física, todas las chicas aferraban la toalla ante sí con nervioso pudor; Mary había visto pocas mujeres desnudas. Su madre tenía su propio baño y vestidor que daban al dormitorio principal, y siempre que Amy usaba el baño que compartía con su hermana, le echaba el pestillo a la puerta por la que entraba y salía envuelta en una gruesa bata. Incluso en verano, se ponían y quitaban los bañadores en lugares separados, respetando la privacidad de cada una.
Era fascinante el estar ahora sin ropa ante el espejo e inspeccionar sin vergüenzas las formas desnudas. Había violencia, una sensación de estar haciendo algo vergonzoso; Mary se sentía incómoda bajo el escrutinio de sus propios ojos.
Y a pesar de todo tenía que ver, tenía que saber.
¿Había algo diferente?
Los hombros estaban igual, angulosos y rectos, como los de una nadadora; los brazos largos y suavemente musculados; las caderas que aumentaban con suavidad desde la estrecha cintura; los muslos no demasiado carnosos, firmes y prietos; las piernas largas y suaves. Su piel era del color de un principio de amanecer. El habitual bronceado oscuro de verano apenas había comenzado. Ni una mancha en ninguna parte; suave, satinada, alzándose y descendiendo en luces y sombras.
Los ojos fueron a posarse sobre los pechos. Fijó la mirada en los pezones. De alguna forma, parecían más oscuros, apenas más grandes de lo que lo habían sido antes. Y los pechos mismos, ¿era imaginación suya el que parecieran más grandes? ¿No sentía comezón en ellos?
Mary alzó una mano con gesto vacilante, rodeó suavemente un pecho con ella y apretó apenas. Hizo una mueca de dolor.
Con la otra mano, cruzó hasta el otro pecho y lo cubrió, rodeándolo con delicadeza y percibiendo su sensibilidad.
El reflejo en el espejo del cuerpo dorado con los brazos cruzados y las manos rodeando los pechos hizo que Mary pensara, por un instante, en sí misma como Venus saliendo de la concha.
Dejó caer los brazos y continuó con la mirada clavada en sí misma, atónita. Mary se sentía como si estuviera mirando a otra mujer, violando el pudor de esta mujer con sus exploradores ojos. Se sentía despegada, impersonal, como si inspeccionara una estatua.
Unos pasos amortiguados que se acercaban por el corredor hicieron que Mary contuviera el aliento y escuchara. Los pasos se detuvieron ante la puerta de su dormitorio, luego continuaron hacia la izquierda y finalmente se perdieron en el dormitorio de sus padres.
Mary profirió un suspiro; sus ojos continuaron con la investigación. Cuando llegaron al abdomen, ella levantó las manos y las posó sobre la piel fresca, por debajo del ombligo. Permanecieron planas, como intentando sentir a través de la pared de piel y músculos lo que había debajo. Mary tenía un vientre duro y plano. Pero ¿qué había dicho el doctor Wade? «Pronto comenzará a notarse…»
Frunció el entrecejo. ¿Qué comenzaría a notarse? Había un misterio allí, debajo de sus manos, y fuera lo que fuere, a Mary no le gustaba. El doctor Wade tenía que estar equivocado; allí debajo no estaba creciendo nada.
Cuando sus dedos rozaron accidentalmente el borde del vello púbico, ella las retiró. Volvió a mirarse la cara con fijeza.
¿Qué estaba sucediéndole? ¿Qué había provocado las náuseas matutinas y la inexplicable hinchazón de sus pechos? Los médicos decían que era embarazo, y a pesar de eso Mary sabía que era imposible.
Volvió a fruncir el ceño mientras intentaba reunir lo poco que sabía sobre estas cosas. Tal vez debería hablar con Germaine. Germaine era tan mundana y culta… Su novio de UCLA tenía veinte años y había introducido a Germaine en la vida liberal. Pertenecían al CORE[4] y siempre estaban hablando de revolución y amor libre. Pero no era un tema del que Mary pudiera hablar con comodidad. Por muy íntimas amigas que fueran y muchos secretos que compartiesen, las cuestiones sexuales habían sido siempre algo no hablado, no incluido.
Así que Mary rebuscó en sus propios limitados conocimientos acerca del tema para averiguar realmente qué podía estar sucediéndole.
Entonces recordó otra cosa. La menstruación. ¿Cuándo había sido la última vez en que tuvo que informar de ello en educación física para no tener que ducharse? Había sido hacía mucho tiempo…
Mary fue distraída por el sonido de más pasos que avanzaban por el corredor, unos más pesados, y luego el suave murmullo de voces.
—Asesoramiento psiquiátrico —dijo Lucille en voz baja al tiempo que se sentaba ante el tocador y descansaba el mentón sobre las manos—. No sé, Ted, no me gusta la idea.
—Yo creo que es por su propio bien —replicó la cansada voz de Ted.
Lucille se contempló en el espejo, y en él vio a una extraña.
—¿Sabes a qué me recuerda esto, Ted? —dijo ella en un casi susurro. Lucille estaba hablando más para sí que para su esposo—. A Rosemary Franchimoni.
—Ahora no, Lucille…
Ella prosiguió con voz queda.
—Mantuve una larga charla con Rosemary Franchimoni antes de que muriera… y me dijo, justo antes de morir, que ella no había querido ese bebé desde el principio, Ted, ella ni siquiera quería ese bebé. Me dijo que estaba asustada porque el médico le había advertido que no debía quedar embarazada otra vez.
Lucille observaba sus labios mientras hablaba. Detrás de ella, Ted permanecía de pie en el centro del dormitorio, acobardado.
—No fue justo, Ted. Nadie le preguntó a Rosemary Franchimoni qué quería ella… —Lucille tragó con dificultad—. No es culpa de Mary, Ted, es culpa de ese chico. Yo sé cómo los hombres se imponen por la fuerza, diciendo que es su derecho. Y las mujeres tienen que… —Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en la imagen de la mujer que tenía ante sí—. Quiero decir, que ahora las cosas están bien para mí, soy una de las afortunadas. Estoy a salvo, desde que me lo sacaron todo…
—Lucille, por el amor de Dios…
—Pero ¿qué habría sucedido si no me hubieran hecho esa operación? ¿Qué pasaría si no estuviéramos a salvo, si estuviéramos siempre amenazadas? ¿Qué pasaría si yo pudiera quedar embarazada y morir por eso?
La respuesta no verbalizada quedó flotando en el aire. A través del espejo, Lucille buscó la mirada de Ted y se aferró a ella.
—Ya sabes qué tienes que hacer —le dijo con voz distante.
Su marido la miró fijamente con expresión interrogativa.
Lucille se puso de pie y se volvió hacia él.
—Tienes que encontrar a alguien, Ted. Tienes que ahorrarle a tu hija esta vergüenza.
Hicieron falta algunos segundos para que él entendiera lo que ella quería decir, y cuando eso sucedió Ted miró a su esposa, boquiabierto de incredulidad.
—¿Qué has dicho? —susurró.
—Ya sabes qué quiero decir. Quiero que encuentres a alguien que se ocupe de Mary. Líbrate de esa cosa…
—No —susurró él—. Yo no haré eso.
—Tienes que hacerlo. No puedes dejarla que vaya por la vida con eso. Le arruinará la vida, tienes que proteger a nuestra hija, Ted. Llévala a ver a alguien.
—Pero no puedo. Quiero decir… —Le volvió la espalda e inspeccionó el dormitorio en busca de una salida—. Yo no sé de estas cosas. Nunca he oído hablar de nadie. Ni siquiera sabría por dónde empezar.
—En ese caso, deja que sea Nathan Holland quien se haga cargo del problema. Los dos sabemos que fue su hijo quien se lo hizo.
—Nathan… —Ted se frotó la frente.
—Quiero que hables con él, le digas que es responsabilidad suya. Le cuentas cómo su chico le ha arruinado la vida a nuestra hija. ¡Ted! —Lucille alzó la voz—. ¡No quiero que vaya por la vida con esto! ¡Quiero que la libren de esa cosa!
—Jesús querido…
—Ted, tienes que hacer esto por mí. ¡Por nosotros! —Ella tendió una mano para cogerlo del brazo y él se apartó—. No la dejaré sufrir la vergüenza, la agonía de eso. Quiero evitárselo. Ted, tienes que hacer algo.
Él dio media vuelta y miró a su esposa con ojos apesadumbrados, tristes. Después asintió con la cabeza.
—Nathan. Sí… Hay que decírselo… —Luego, no se le ocurrió nada más que decir.
Con la nuca apoyada contra la puerta del dormitorio, Mary se quedó boquiabierta y con los ojos de par en par a causa de la conmoción, mirando la oscuridad que tenía ante sí.
Desde el momento en que Ted había entrado en el dormitorio principal, ella había oído cada palabra de la conversación.
Moviéndose a ciegas, Mary se apartó de la puerta, corrió a su escritorio y abrió un cajón. Su mano cayó sobre el diario, un pequeño libro encuadernado en plástico con una cerradura dorada, y lo sacó a la luz. Mary había escrito en su diario durante dos de los primeros años del colegio secundario, y luego lo había dejado de lado como una niñería y una inmadurez.
Impelida ahora por un impulso que no podía definir, Mary se sentó al escritorio, hojeó las páginas llenas de chismorreos, enamoramientos de profesores, películas y novedades así como sueños de niña de trece años, hasta que llegó a la última página escrita.
En la página en blanco siguiente a ésta, escribió:
Soy virgen y nadie me cree. Quiero morirme.