4

Lucille ocultó la cara entre las manos y murmuró:

—Oh, Dios querido, Dios querido…

Mary, hundida en el borde de su cama, recorría el desorden de su dormitorio en busca de palabras que pronunciar; sus labios se abrieron y cerraron de modo vacilante sobre pensamientos embrionarios, pero éstos no salían al exterior. Estaba tan pasmada por la noticia como lo estaba su madre, cuyos delgados hombros comenzaron ahora a subir y bajar en silencioso llanto.

A lo lejos, en la casa fresca a causa del aire acondicionado, se oyó la puerta frontal que se cerraba; la voz de Ted que llamaba, sus pesados pasos que se acercaban al dormitorio. Luego se detuvo en la entrada con el cuello de la camisa desabotonado, la corbata floja torcida, y la americana colgada de un dedo y echada sobre el hombro.

—¿Qué pasa?

Mary alzó la mirada hacia su padre y, por un instante, sintió pena por él; pero cuando su boca se abrió para responder, fue la voz de Lucille, proveniente de entre sus manos, que dijo con voz temblorosa:

—El doctor Evans acaba de llamarnos. Ha dicho que Mary está embarazada.

Al principio, Ted pareció no haber oído; permaneció inmóvil en la entrada, contemplando fijamente a su esposa e hija. Luego, como un actor que ensaya una frase nueva, dijo:

—¿Mary está embarazada?

—No es verdad, papá —susurró ella—. Están totalmente equivocados.

—¿Quieres dejar de decir eso? —Lucille apartó las manos de la cara y se irguió, reprimiendo los sollozos—. ¿Dónde me equivoqué, Mary Ann? ¿Por qué me has hecho esto?

Mary clavó la mirada en el hinchado rostro de su madre.

—No sé qué decir.

—Puedes empezar por decir quién es el chico. ¿Mike Holland?

—¡No! —La voz de Mary salió como un lamento—. ¿Por qué no puedes creerme? ¡Mike y yo nunca hemos hecho nada!

—¿Por qué clase de estúpida me tomas? ¡Mary Ann! —Lucille alzó la voz—. ¡Estoy avergonzada!

Mary miró suplicante a su padre. Ted intentó realizar una valoración instantánea del momento, calcular cómo manejarlo y hacerse con el mando, pero estaba fuera del alcance de su comprensión. Esto era algo que sólo le sucedía a las hijas de otros hombres.

—Nos has humillado —dijo Lucille con un hilo de voz. Sus delgados hombros se estremecieron, sus ojos volvieron a inundarse de lágrimas.

Mary abrió la boca y tendió las manos ante sí, intentando hacer una oferta.

—Te creí la primera vez —continuó Lucille mientras se ponía lentamente de pie—. Quedé como una estúpida delante del doctor Wade. Pero el doctor Evans es ginecólogo. Dice que no hay en absoluto ninguna duda de que estás embarazada. Y supongo, Mary Ann, que lo que más me duele es que me hayas mentido.

Finalmente, Ted intervino.

—Tenemos que hablar de esto.

Lucille retrocedió un paso.

—Ahora no; estoy demasiado trastornada. Yo… tengo que pensar… —Avanzó hacia la puerta con rigidez. Se detuvo, permaneció de espaldas a su esposo e hija y dijo—: Me has herido de muerte, Mary Ann.

La puerta se cerró con suavidad tras ella cuando salió; sus pasos pudieron oírse alejándose por el pasillo.

Mary alzó una mirada expectante hacia su padre. Después de un largo momento, ella abrió la boca con timidez y susurró:

—Papá…

Visiblemente conmocionado, Ted McFarland se sentó en el borde de la cama y miró a su hija con ojos interrogativos. No sabía qué decir, cómo empezar, cómo hacer que su boca formara las palabras. De pronto se sentía como si le hubieran arrebatado el mundo de debajo de los pies y estuviera girando lentamente en el espacio.

—¿Qué sucedió? —se oyó preguntar por fin.

—No lo sé, papá, pero el doctor Wade dice que voy a tener un bebé.

Él asintió con lentitud. En alguna parte de la periferia de su mente estaba el recuerdo de la voz de Lucille durante Perry Mason, diciendo algo referente a un médico de un consultorio llamativo que no podía diagnosticar un simple caso de gripe cuando lo tenía delante; algo relativo a pruebas y la afrenta de acusar a su hija de estar embarazada. Y luego, el sábado por la tarde, cuando estaban sentados y bebiendo piña colada junto a la piscina mientras los filetes se asaban a fuego lento en la barbacoa, Lucille había estado untando su delgado cuerpo bronceado con crema solar y diciendo que iba a llevar a Mary, que continuaba sufriendo náuseas matutinas, a un médico de mujeres, un tal doctor Evans recomendado por una de sus amigas a la que le habían practicado recientemente una histerectomía.

Ahora, mientras fijaba su mirada en Mary, Ted se preguntó: «¿Dónde estaba yo durante todo este tiempo?».

—No es verdad… —oyó que decía una vocecilla—. No sé qué me pasa, papá, pero no estoy lo que dicen los médicos que estoy.

Ted se aclaró la garganta, con la esperanza de que eso pusiera en movimiento las palabras; pero continuó sin salir nada por sus labios.

—Ya sé que ellos me han hecho pruebas, papá, y ya sé que son médicos, pero sencillamente no es posible.

Por fin, Ted fue capaz de dejar escapar un largo suspiro y cambiar de postura.

—Mary —dijo en voz baja—, no puedo evitar sentir que todo esto es culpa mía.

—¿Por qué?

—Supongo que no he sido un padre lo bastante bueno. No te he enseñado adecuadamente…

—¡Papá! No tiene nada que ver contigo. Me sucede algo, alguna enfermedad o algo así, que los médicos no pueden detectar. ¿Qué tiene que ver eso con que tú seas o no un buen padre?

—Gatita. —Él levantó una mano y la posó sobre un lado de la cara de ella—. Tal vez tu madre tenía razón. Tal vez debería de haberos dejado a ti y Amy en el colegio católico. Quizá esto no habría…

—Pero, papá…

—Escúchame, gatita. Yo no pienso que tú hayas hecho nada malo, ¿de acuerdo? ¿Me crees?

Ella asintió con incertidumbre.

—Es probable que no supieras qué estabas haciendo. Incluso ahora, probablemente no te das cuenta de qué has hecho. Siempre pensé que tu madre te había enseñado las cosas de la vida…

—Papá —dijo ella con tono suplicante—. Yo sé cómo se hace, y yo nunca he hecho nada semejante. Como ya les he dicho a los médicos, ni siquiera he estado cerca.

Ted frunció el entrecejo y estudió detenidamente el rostro de su hija.

—Mary, yo no creo que dos médicos te digan que estás embarazada cuando no lo estás.

—¡Pero es que no lo estoy! —gritó ella—. ¡Papá! —Las lágrimas llenaron de pronto sus ojos y rodaron por sus mejillas—. ¡Tienes que creerme! ¡Soy inocente!

—Eh… —susurró él al tiempo que la rodeaba con un brazo y la atraía hacia sí.

Mary se relajó y descansó la cabeza sobre el pecho del padre. Lloró durante otro minuto y luego, gradualmente, se quedó en silencio y quieta. Ted la sostuvo contra sí mientras miraba la habitación con asombro.

—Mary —dijo en voz baja—, quiero que confíes en mí, ¿de acuerdo?

La cabeza de ella subió y bajó contra la camisa.

—Yo no te condeno. No estoy enfadado ni nada parecido. Estoy de parte tuya, Mary, porque eres mi niña. Así que quiero ayudarte. ¿Me crees?

Ella volvió a asentir con la cabeza.

—Gatita… quiero que me digas una cosa.

—¿Sí, papá? —le preguntó la voz amortiguada de ella.

Él inspiro profundamente.

—¿Quién es el chico?

Se produjo un largo silencio en el que ni padre ni hija se movieron; parecía que ni siquiera respiraban. Luego, Mary, lenta y maquinalmente se separó de su padre y fijó la mirada en él.

—Tú les crees a ellos —susurró.

—Tengo que hacerlo, gatita.

—¿Por qué? ¿Por qué tienes que creerles a ellos pero no tienes que creerme a mí?

—Sólo dime quién es, Mary. ¿Es Mike?

Ella retrocedió como si la hubieran golpeado.

—¡Papá! —exclamó con un lamento y el rostro contorsionado por el horror—. ¡Ay, papá! ¡Ay, Dios!

Cuando ella saltó de la cama, Ted se puso de pie de golpe y la cogió por un brazo.

—No huyas de mí, gatita.

—¡Tú eres exactamente igual que mamá! Piensas de verdad que yo lo hice.

—Mary…

—¡¡No puedo creer que esto esté sucediéndome a mí!!

Con un repentino movimiento veloz, Mary soltó su brazo y corrió hacia la puerta.

—¡Espera, Mary! —la llamó Ted, y fue tras ella. Pero sus propios ojos estaban tan cegados por las lágrimas que no pudo ver hacia dónde salía corriendo.

El doctor Jonas Wade estaba acabando el último de sus trabajos escritos. El sol del final de la tarde entraba por las grandes ventanas de su oficina, haciendo entrar un calor de verano que era compensado por el sistema de refrigeración del edificio. Tras enviar a su enfermera a casa poco rato antes, se había puesto a la tarea de acabar los historiales médicos, dictar correspondencia, y comenzar con la pila de revistas médicas.

Había sido una tarde tranquila. Con la temperatura por encima de los treinta y dos grados y la calina de contaminación que llenaba la depresión del valle, varios pacientes habían cancelado sus citas. ¿Quién podía culparlos? Incluso el supermercado Gelson, que podía ver desde donde estaba sentado, parecía una ciudad fantasma. El sol no se pondría hasta al cabo de dos horas; era el momento más caluroso del día.

El doctor Wade levantó la cabeza cuando creyó oír un sonido que provenía de la oficina exterior. Alguien estaba probando el pomo de la puerta. Cuando le llegó un golpe de llamada quedo, se levantó y salió a la sala de espera. Tras la puerta, pudo oír pasos que se alejaban por el corredor.

Jonas Wade abrió la puerta y miró al exterior. Se sorprendió al ver a Mary Ann McFarland de pie junto a los ascensores.

—¿Mary? —la llamó.

Ella se volvió. Por un momento se limitó a mirarlo con fijeza, luego su boca se estiró en una sonrisa de disculpas y caminó hacia él.

—Hola, doctor Wade. Pensaba que se había marchado a casa. Su puerta estaba cerrada con llave.

—Bueno, el consultorio está cerrado. ¿Querías verme?

Ella lo miró a través del espacio y se preguntó por qué había acudido aquí.

—Puedes entrar, si quieres —dijo él al tiempo que retrocedía y mantenía abierta la puerta.

Cuando ella la traspuso con paso dubitativo, Jonas Wade vio la hinchazón de los ojos de la muchacha. También reparó en que no estaba tan pulcra e impecable como la había visto la última vez: tenía el pelo en desorden, como si acabara de salir de la cama, y la mitad de la blusa se le había salido de dentro de la falda. Mary lo siguió a la oficina y continuó de pie después de que él se sentara. Luego se puso a manosear con aire ausente mientras pensaba en qué decir.

Tras un instante de incómodo silencio, el doctor Wade preguntó:

—¿Cómo has llegado hasta aquí, Mary?

—En bicicleta…

—¿Con este calor?

Ella alzó la mirada hacia la ventana de grandes cristales y entrecerró los ojos ante el amarillo sol brumoso.

—Sí, supongo que hace calor…

—Mary, por favor, siéntate.

Ella lo hizo, pero sólo en el borde de la silla, como si en cualquier momento pudiera salir corriendo.

—¿Te apetece beber algo frío? —le preguntó él mientras miraba los dedos de ella que se retorcían y engarfiaban—. Creo que tenemos una Pepsi en la nevera.

—No, gracias. —Tenía la cabeza gacha.

—¿Qué puedo hacer por ti, Mary?

Se tironeaba de la blusa con los dedos, hundiéndolos en la tela y alisándola otra vez. Consideró la voz del doctor Wade. Era suave y tranquilizadora.

—Quiero hablar.

—De acuerdo.

Con lentitud alzó la cabeza y lo miró. La cara del doctor Wade estaba seria, pero tenía algo en los ojos que resultaba reconfortante.

—No sé realmente por qué he venido aquí. Simplemente tenía que ir a alguna parte. Simplemente tenía que salir.

—¿De dónde?

—De casa.

—¿Por qué?

Ella volvió a bajar la cabeza.

—Supongo que en lugar de venir aquí tendría que haber recurrido al padre Crispin, pero a veces no está en la iglesia. Va a sitios, ya sabe, hospitales y demás. Pero sabía que usted estaría aquí, doctor Wade, porque es miércoles y, bueno, el miércoles pasado…

—Sí, recuerdo el miércoles pasado.

Mary volvió a mirarlo.

—¡Doctor Wade, por favor, dígame que no es cierto! ¡Dígame que no estoy lo que ellos dicen que estoy!

—¿Quiénes son ellos, Mary?

—El doctor Evans y mis padres. Mi madre me llevó a verlo después de que nos marcháramos de aquí, y él ha dicho que voy a tener un bebé.

—Ya veo…

—¡Y mi madre se trastornó tanto! —Las palabras salían ahora como un torrente. Las lágrimas descendían como ríos por las mejillas de Mary mientras ella hablaba velozmente—. ¡Nunca la había visto tan trastornada! Y papá no estaba mejor porque piensa que lo hice con Mike. Pero yo nunca lo he hecho, doctor Wade, porque me enseñaron que está mal y que no debe hacerse hasta que uno está casado y que es un pecado, pero no sé por qué no me creen porque ¡yo estoy diciendo la verdad!

El doctor Wade se repantigó en el asiento, con modales pacientes y atentos.

—Conozco personalmente al doctor Evans. Es un médico excelente, Mary.

—Pero está equivocado.

—Mary. —Jonas se puso abruptamente de pie y rodeó el escritorio a grandes zancadas. La muchacha mantuvo los ojos sobre el médico mientras éste ocupaba el asiento que se hallaba junto a ella. Se inclinó hacia delante y descansó los codos sobre las rodillas—. Mary, tú eres una muchacha inteligente. Apuesto a que sacas buenas notas.

—Soy una estudiante de honor.

—Estoy impresionado. También me has dicho que estudiaste fisiología humana, así que tienes que darte cuenta de que lo que afirmas no es posible.

Ella negó con la cabeza.

—Precisamente por lo que aprendí en el colegio sé que lo que dicen usted y el doctor Evans no es posible.

El doctor Wade consideró la afirmación durante un momento.

—Mary, ¿sabes algo acerca de la anticoncepción?

—Sé que está mal.

—Ya veo. —Él se apartó un poco de ella. Sopesó sus palabras siguientes antes de pronunciarlas—. Asistes a la iglesia de San Sebastian, ¿no es cierto?

—Sí.

—Lo suponía. ¿Y perteneces a la CYO?

—Sí.

Jonas Wade asintió con lentitud. Sin apartar los ojos de la cara de ella, intentó ver más allá de las juveniles facciones, ahora distorsionadas por la confusión y el dolor; intentó penetrar en los tristes ojos azules para ver si algún atisbo, alguna fugaz sombra de los pensamientos de la muchacha podía ser detectada en ellos. Pero lo único que halló Jonas Wade fue la candida honradez del inocente, el franco desconcierto del injustamente acusado. Y luego lo asaltó un pensamiento, y por el momento, lo hizo dubitar. A Jonas Wade se le ocurrió que la muchacha estaba diciendo la verdad.

Y como si este intruso pensamiento hubiera hallado un interruptor en su cerebro, lo hubiera pulsado y despertado un polvoriento recuerdo, el doctor Jonas Wade, contemplando la descarada inocencia del rostro que tenía ante sí, se encontró recordando algo que había leído, no hacía mucho, sobre una madre no casada de Inglaterra que había provocado un revuelo al afirmar que era virgen…

—Mary —dijo finalmente el doctor Wade—, ¿saben tus padres que estás aquí?

—Ni siquiera yo sabía que vendría aquí. Simplemente salí corriendo de la casa, cogí la bicicleta y me marché lo más lejos que pude. No sé qué me hizo venir aquí. Supongo que tenía que hablar con alguien y no parecía haber nadie más…

—Tendré que llamarlos, Mary.

Ella suspiró.

—Ya lo sé.

Desviando la mirada nuevamente hacia la ventana y el plano cielo amarillo, Mary oyó que el doctor Wade marcaba el número de teléfono.

Vivía en una casa estilo rancho de la mejor zona de Woodland Hill, al norte de Chalk Hill, en una calle flanqueada por eucaliptos donde ruedas de carro hacían las veces de soporte de los buzones y las casas estaban muy retiradas de la calle tras céspedes sembrados de hojas y senderos circulares. La casa de los Wade se hallaba asentada en casi media hectárea; una extensa, aparentemente caótica colección de habitaciones construida en el estilo arquitectónico peculiar de California del sur, pintorescamente llamado «rancho». Enormes ventanas de un solo cristal daban a un primoroso jardín frontal y una verja estilo corral; en la parte trasera, un laberíntico jardín posterior congestionado de naranjos y árboles de aguacates, una piscina revestida de azulejos y más abajo, en el extremo, unos establos que nadie usaba.

Jonas Wade se encontraba recostado contra el fresco cristal de esta ventana, sorbiendo un cóctel sunrise de tequila y observando cómo un grupo de jóvenes consumía sus energías en la piscina. Desde la cocina llegaban los aromas de la cena que Penny Wade preparaba en la barbacoa de interiores, y ocasionalmente, a través del cristal, Jonas podía oír los chillidos de Cortney y los amigos de ésta cuando se tiraban los unos a los otros al agua.

Pero no estaba pensando en lo que veía, olía u oía; Jonas Wade, desde que había dejado a Mary Ann McFarland al cuidado de sus muy turbados padres, había sido incapaz de quitarse a la muchacha de la cabeza.

Había formado parte de esa escena muchas veces a lo largo de su carrera: adolescentes frenéticas, padres angustiados. Sólo esta vez había sido ligeramente diferente: la chica no tan frenética, y esa crispadora protesta continuada de inocencia.

Mientras Jonas Wade observaba distraídamente los juguetones coqueteos de los nadadores, sintió que otro pensamiento luchaba para atraer su atención; tuvo que aflorar a su mente durante la breve visita de la muchacha McFarland: el jirón de un recuerdo acerca de un artículo en una revista —¿dónde?, ¿cuándo?— referente a una situación similar. Un artículo que había leído por encima y apartado de su mente de inmediato, recordado ahora por el parecido de las circunstancias. En Inglaterra. Un médico que investigaba el caso, creía que la mujer estaba diciendo la verdad. Algunos análisis. Algunas evidencias interesantes. Pero lo que había descubierto… ¿qué?

Penny pasó rápidamente por la sala, los tacones chinos repiqueteando contra el lustroso piso de parqué; Jonas captó un atisbo de ella al pasar a toda velocidad por detrás de él: menuda, ágil, vestida con pantalones cortos de tenis y una blusa sin espalda, los cabellos negros aún recogidos en grandes rulos de plástico. Al pasar, Penny gritó por encima del hombro.

—La cena estará lista en diez minutos. Llama a los chicos para que entren, ¿quieres?

Jonas se apartó de la ventana, acabó el sunrise, y se encaminó hacia la puerta trasera. Al abrirla, sintió que lo envolvía la opresiva tarde que llevaba con su cálido aliento el aroma de hojas nuevas de eucalipto, frutas que se pudrían, césped seco, polvo y cloro de piscina. Durante un momento, detestó sacar a los adolescentes de su bullicio y arrastrarlos a la casa fría por el aire acondicionado. Contempló sus esbeltos cuerpos bronceados que brillaban y chorreaban; dos chicas y dos chicos que reían y chillaban.

—¡Eh, muchachos! —los llamó.

Ellos se detuvieron y giraron para mirarlo; Cortney, de dieciocho años, estaba sobre el trampolín en posición de saltar; su mejor amiga, Sarah Long, se hallaba sentada en los escalones; Brad, de diecinueve años, y su hermano de fraternidad, Tom, flotaban en el extremo profundo de la piscina esperando para atrapar a Cortney.

—¡La cena está lista, secaos!

Jonas regresó a la casa mientras oía el último chapuzón de Cortney, luego el chapoteo de pies mojados sobre el pavimento, jadeos y risas. Cerró la puerta y los dejó fuera.

Cuando se encaminaba al bar para servirse otra bebida, Jonas le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Carmelita y le sonrió cuando ella pasaba apresuradamente; no era una mala ama de llaves, a pesar de que no hablara inglés. A veces eran las mejores de todas; dado que vivían con el miedo de ser descubiertas por las autoridades de inmigración, trabajaban duro y estaban siempre alegres. Y una vez a la semana los Wade eran agasajados con enchiladas y tostadas que sólo podían encontrarse al sur de la frontera.

Desde el bar se encaminó a su estudio y vaciló en la puerta, inseguro de por qué había ido allí.

Sus ojos se posaron en el nuevo certificado que se encontraba sobre el escritorio a la espera de ser enmarcado y colgado; el haber sido reelegido presidente de la Society of Galen por un año más era un honor. Cuando lo había recibido el sábado último por la noche, en la reunión de junio del club secreto y elitista que contaba con un total de veinte miembros, Jonas se había sentido orgulloso y se quedó momentáneamente sin habla. Tan sólo un día más tarde, la gloria se había desvanecido, como sucedía siempre con estos honores fugaces. Al fin y al cabo, él había sido uno de los fundadores de la Society of Galen, había sido quien limitó a veinte el número de miembros, y se había encargado de que, a lo largo de los años, sólo se les concediera la codiciada admisión a los médicos más selectos y patricios. Así que habían vuelto a elegirlo presidente, para que se sentara a la cabecera de la mesa cuando se reunían cada mes en Lawry para dedicarse a estimulantes charlas médicas. En realidad, era una victoria pírrica.

Apartó los ojos y recorrió los estantes de libros y revistas alineados contra una de las paredes. Algo lo hostigaba; había sido en alguna parte de esos textos, en todo esto, que había leído acerca de ese caso de Inglaterra.

Oyendo apenas los gritos de los adolescentes que de pronto llenaron la casa, Jonas se acercó a la pared de estantes y pasó los ojos primero por los lomos de los libros, luego sobre las pilas de revistas. Al leer los títulos —JAMA, Scientific American, California Physicians’ Medical Journal— sintió que su mente se abría con lentitud y admitía, poco a poco, unos pocos recuerdos más de aquel evasivo artículo.

En Londres. Una mujer no casada dio a luz una niña. Ella insistía en que nunca había estado con un hombre. Sus médicos se mofaban. Pero una genetista —¿cómo se llamaba?— se había hecho cargo del caso. Realizó análisis de la niña. Injertos de piel. Algunas pruebas cromosomáticas primitivas y poco fiables. Y el resultado había sido…

Jonas cerró los ojos. ¡Qué había descubierto!

—¿Cariño?

Se volvió en redondo.

Penny, con los cabellos compuestos y abombados en un perfecto peinado con volumen, le sonreía desde la puerta.

—¡La comida está a punto!

Luego se marchó, con los tacones chinos haciendo clac-clac por el pasillo.

Jonas continuó quieto durante otro momento, luego se encaminó hacia el teléfono de su escritorio. Miércoles por la noche. No había forma de saber si Bernie estaría o no en casa.

Bernie había estado en casa y había dicho que pasaría a verlo después de la cena. Mientras comía las costillas, las coles de Bruselas y la ensalada de aguacate y uvas, Jonas continuó ocupado con el problema McFarland. Tras llamar a su mejor amigo, genetista de UCLA, Jonas Wade había pasado unos cuantos minutos más intentando recordar dónde había leído el artículo, y había acudido a la mesa sumido en obstinados pensamientos.

Cortney y Brad, con sus invitados de aquella velada, dominaron la conversación de la cena con un serio debate sobre a qué autocine irían. La elección estaba entre Lawrence de Arabia y una película de playa; el cuarteto estaba firmemente dividido.

Cuando Carmelita sirvió las fresas azucaradas, Wade se forzó a salir de su distracción e intentó ponerle atención a sus compañeros de mesa. Miró con afecto a Cortney, una imagen juvenil y sin tacha de Penny. Él se comparó con Ted McFarland, que pocas horas antes había estado sentado, en su oficina, con el rostro gris, y dio gracias a Dios por no haber tenido nunca ningún problema serio con Cortney. Habían tenido aquella breve fase, tres años antes, cuando ella tenía quince y se había metido con un grupo de malas compañías. Chaquetas de cuero, coches con el extremo delantero bajado, Cortney haciendo estallar la casa con Red River Rock, con rizos pegados a la frente, las mejillas o las sienes, y broches feos en el pelo, haciendo estallar globos de goma de mascar y contestándole de malos modos a Penny. Pero Jonas había sacado a Cortney del colegio Birmingham High y utilizado su influencia para hacerla ingresar en el recién abierto Taft High. Ahora estaba estudiando teatro en el San Fernando Valley State College y sacando notas excelentes. No pasaría mucho tiempo antes de que encontrara un joven con quien casarse, como Tom, el hermano de Brad en la fraternidad Alpha Phi, un enérgico estudiante de económicas que claramente se abriría camino en el mundo y que claramente tenía los ojos puestos en Cortney. Y luego Brad iría de UCLA a Standford Law School como su abuelo, y realizaría su ambición de convertirse en abogado de tribunales, se casaría con alguien como Cortney, y se instalaría aquí, en el valle. Entonces Jonas y Penny tendrían la casa para ellos solos, por fin, y la vida continuaría avanzando confortablemente.

Jonas Wade miró las fresas. Y avanzando aburridamente, susurró una voz desde el fondo de su mente.

Bernie llegó mientras Carmelita estaba fregando los platos y Penny se encontraba en la sala de costura colocando un nuevo lienzo en su bastidor de hacer alfombras. Los chicos salieron por la puerta delantera; se habían puesto a jugar al minigolf, así que Jonas y su amigo tenían paz y privacidad.

Tras preparar un par de bebidas, los dos hombres fueron a sentarse en la oscura comodidad de cuero del estudio de Jonas Wade, y hablaron un poco sobre la creciente ola de descontento del sur, expresando particular preocupación por las acciones del gobernador Wallace cuando los soldados de la guardia nacional federal habían ocupado la universidad de Alabama. Luego, relajándose, cambiaron a las noticias de carácter más local: ¿la nueva propuesta de libre tránsito reduciría la presión existente en el Paso Sepúlveda? Finalmente, Jonas llevó la conversación en torno a lo que tenía en mente.

Bernie Schwartz, genetista de cuarenta y cuatro años que realizaba su trabajo en UCLA, era un hombre de baja estatura, rechoncho y calvo, que escuchó el relato de su amigo con agudo interés. Compartían más cosas que la Avenida Hacienda de Woodland Hills y las partidas de golf de los sábados por la mañana en el club de campo; Jonas y Bernie eran de mentes similares: intelectualmente sedientos y siempre dispuestos para un buen debate. Pocos años antes, Jonas había tratado de que su mejor amigo, Bernie, ingresara en la Society of Galen, pero su propia ley de fundación de doctores en medicina no había hecho más que desbaratar dicho plan. Así pues, mantenían reuniones privadas una vez por semana, por encima de copas y ocasionales filetes, lejos de la compañía de mujeres y chicos, manifestando su acuerdo o discutiendo en función del tema.

Ahora, Bernie sorbía su whisky escocés y escuchaba con atención; cuando Jonas llegó al final de la corta historia de Mary McFarland, preguntó:

—Bueno, ¿qué piensas tú?

—¿Yo? —dijo Bernie Schwartz—. ¿Quieres mi opinión? Tú eres el médico, Jonas, yo no soy más que un humilde genetista rural.

—Dame tu opinión, Bernie.

—De acuerdo. O bien ella está mintiendo para proteger al chico, o bien ha olvidado realmente el encuentro sexual. Envíala al psiquiatra.

Jonas dedicó unos momentos a pensar mientras miraba fijamente su bebida, y luego dijo:

—Bernie, ¿qué estás haciendo en el laboratorio, estos días?

Las plateadas cejas enmarañadas se arquearon.

—Estamos trabajando con componentes nucleótidos y síntesis de ADN. Especialmente, estamos catalizando ATP en aminoácidos. ¿Por qué?

—¿Qué puedes decirme acerca de la partenogénesis?

—¿La partenogénesis? Bueno, por definición, es el desarrollo de un óvulo en embrión sin que haya sido fecundado por un espermatozoide. Literalmente, concepción virginal. ¿Por qué?

—Ya sé lo que significa la palabra, Bernie, lo que quiero es que me ilustres sobre el fenómeno según se da en la naturaleza.

—Supongo que te refieres a los animales en lugar de a las plantas. De acuerdo… —Alzó sus anchos hombros—. Por lo que recuerdo, se da de forma natural en algunas especies de animales inferiores, los peces guppies, por ejemplo, y existe una especie de lagartos que son todos hembras y se autorreproducen. Algunos sapos, quizá…

—Algo que esté más alto en la escala que eso.

—Bueno, déjame pensar, algunos granjeros están haciendo que la partenogénesis se produzca en una especie de pavos, para mejorar la especie, según creo…

—No estoy interesado en la partenogénesis inducida por el hombre, Bernie; estoy hablando de partenogénesis espontánea.

Bernie clavó un penetrante ojillo en su amigo.

—La partenogénesis espontánea se da sólo en los animales inferiores, Jonas.

—¿No en los mamíferos?

—¿En los mamíferos? Nunca he sabido que se diera de forma natural en los mamíferos. —Los diminutos ojos se dilataron—. Espera un momento, no creerás que esta muchacha…

—En alguna parte leí u oí hablar de experimentación en ratones sin padre. ¿Qué sabes tú de eso?

—Ratones sin padre… —El semítico rostro de Bernie se entristeció—. Eso fue hace algún tiempo, pero no se trataba de algo espontáneo, sino inducido en laboratorio. —Se rascó una mejilla con aire pensativo—. La partenogénesis en los mamíferos constituye un tema que se toca de vez en cuando, pero no se le presta mucha atención seria. Dios, ¿dónde leí últimamente sobre eso? En uno de los últimos boletines… están estudiando esa especie de pavos…

—Háblame de los pavos, entonces.

—De acuerdo, pero déjame pensar. Un granjero advirtió que el crecimiento embrionario comenzaba por su cuenta en un gran número de huevos no fertilizados. A pesar de que la mayoría de ellos dejaba de desarrollarse antes de que el embrión estuviera del todo formado, creo que algo así como uno de cada seis llegaba de hecho a la madurez y salía del cascarón. Entonces se realizaron experimentos emparejando a los pavos de partenogénesis, los que habían salido de huevos «sin padre», con pavos cuyas hijas habían puesto huevos de partenogénesis. Pronto, los granjeros tuvieron pavas jóvenes que ponían huevos que jamás habían visto esperma.

—No veo cómo puede ser posible eso.

Bernie volvió a encogerse de hombros.

—Por lo que yo recuerdo, todas las aves de partenogénesis tenían el número diploide de cromosomas que era el número normal en las células de su cuerpo.

—¿Cómo puede ser eso?

—Evidentemente, los cromosomas del huevo no fertilizado, simplemente se duplicaban.

Jonas contempló su bebida mientras la hacía girar en el vaso.

—¿Saben qué hizo que los embriones comenzaran a crecer sin haber sido fertilizados?

Bernie pensó durante un momento.

—No lo recuerdo con exactitud. Pero no creo que hayan averiguado el porqué. —Acabó el whisky escocés que le quedaba y volvió a encogerse de hombros a su manera característica—. Sencillamente no disponemos de muchos datos en ese campo, Jonas. Pregúntale al hombre de la calle, y no sabrá qué significa partenogénesis. Se levantó una enorme cantidad de furor hace unos años por aquel asunto Spurway, y durante algunos meses todos los genetistas del mundo tuvimos los ojos fijos en Londres, pero desde entonces la cosa ha muerto.

Jonas se dio un puñetazo en la palma de la otra mano.

—¡Eso es! ¡Spurway! ¡La doctora Helen Spurway! —Se puso en pie de un salto y marchó hacia los estantes de libros—. Es sobre ella sobre la que leí en alguna parte…

—Eso fue hace ocho años, Jonas, en mil novecientos cincuenta y cinco.

—Maldición. —El doctor Wade manoseó la pila de revistas científicas recientes. Luego realizó un repaso mental de su programa para el día siguiente: quirófano por la mañana, ningún paciente por la tarde; podría acudir a la biblioteca médica de UCLA.

—Jonas —le llegó la voz de Bernie, queda—. ¿Continúas queriendo saber mi opinión?

—Por supuesto.

—Envíala al psiquiatra.

Jonas Wade profirió un suspiro y dejó las revistas.

—Supongo que estoy de acuerdo contigo. Esta tarde les recomendé a sus padres ayuda psiquiátrica, y no se mostraron precisamente entusiastas al respecto. Según la madre de la chica, su sacerdote es cuanto necesitan.

—Bueno.

—Tienen algo de razón, Bernie. En cualquier caso, si vuelven a pedirme mi opinión, insistiré en el asesoramiento psiquiátrico. En el entre tanto, voy a ver si puedo averiguar qué hace que esos pavos hagan tictac.