Mary vomitó a la mañana siguiente, pero a pesar de las protestas de su madre consiguió convencer a su padre para que la llevara en coche al auditorio del colegio, donde se celebraban las pruebas para escoger a la líder de animadoras. A pesar de sentirse cansada, Mary perseveró; y al final, sabiendo que su actuación no había sido la mejor, se sintió aliviada y jubilosa cuando le dijeron que volvía a estar en el grupo.
Aquella tarde se puso a estudiar para los exámenes finales, que tendrían lugar al cabo de dos semanas; después de la cena miró un programa especial de televisión que explicaba el cónclave que estaba celebrándose en ese momento en el Vaticano; y antes de su habitual salida del sábado noche con Mike, fue a confesarse.
Sintió que la recorría una ola de náusea mientras estaba arrodillada en el diminuto cubículo susurrándole al padre Crispin y pidiéndole perdón, explicándole que tenía la gripe. La penitencia por sus pecados semanales fue una ligera de cinco avemarias.
El domingo, después de la iglesia, Mary pasó el día junto a la piscina leyendo el último best-seller, Ship of Fools, mientras su padre miraba el partido entre los Dodgers y los Giants que emitía la televisión, su madre pasaba la tarde haciendo de chófer de tres de las monjas de San Sebastian que tenían que hacer recados, y Amy estudiaba religiosamente su Catecismo Baltimore para preparar su próxima confirmación.
A la mañana siguiente, lunes, Mary no se sentía mejor y su madre la hizo quedarse en casa en lugar de asistir al colegio. Aquella tarde, la enfermera del consultorio del doctor Wade llamó y preguntó si Mary podía pasar por la consulta a primera hora de la mañana, camino del colegio, para proporcionarles una muestra más de orina. Se le dijo a Mary que no bebiera nada después de las siete de esa tarde, que se asegurara de orinar antes de irse a dormir, y que intentara aguantar hasta que llegara al consultorio a la mañana siguiente.
El lunes por la noche los McFarland se reunieron para mirar los reportajes de televisión que mostraban humo negro alzándose de la Capilla Sixtina.
El martes, sintiéndose un poco mejor, Mary asistió al colegio y de camino se detuvo en el consultorio del doctor Wade para facilitarle la muestra a la enfermera.
Fue a última hora del miércoles por la tarde cuando Mary, al salir de su dormitorio, tropezó con su padre que salía en ese momento al pasillo mientras se abotonaba una camisa limpia.
—¡Hola, papá! ¿Cuándo has llegado?
Se dieron un beso y recorrieron juntos el pasillo, rodeando cada uno la cintura del otro con un brazo.
—Hace unos quince minutos. Tenías la radio tan alta que no me has oído. En cualquier caso, dime, ¿quién narices es Tom Dooley?
—¡Oh, papá! —Ella lo estrujó con gesto juguetón. Tenía la cintura firme y dura debajo de la camisa, y a Mary le gustaba el tacto de ésta. Se alegraba de que él tuviese el hábito de acudir al gimnasio todos los miércoles por la noche para mantenerse en forma. No como muchos otros padres de la edad de Ted, que se habían dejado ablandar.
—¿Te sientes mejor, gatita?
—¡Mucho mejor! Creo que ya he superado lo que tenía, fuera lo que fuese.
—¿Qué tal el colegio, hoy?
—¡Fantástico! He sacado un excelente en mi discurso sobre el gobierno. Y… —Ella le sonrió, con los ojos chispeantes.
—¿Y qué?
—¡Y la mejor noticia de todas! ¡El padre de Mike ha decidido rechazar el ascenso que le ofrecían en Boston! ¡Van a quedarse en Tarzana durante el verano!
Ted McFarland rió suavemente.
—No sé si ésa es una bendición tan grande, gatita.
—¡Ahora, Mike y yo podremos ir a Malibu cada día con los otros chicos!
Mary y su padre entraron en el comedor, donde Amy ya se encontraba sentada y Lucille colocaba los últimos platos sobre la mesa. Ted soltó a su hija al tiempo que decía:
—Supongo que ahora te pondrás a incordiarme para que te compre un traje de baño nuevo.
Los ojos de ella le lanzaron una mirada deslumbradora mientras la muchacha rodeaba la mesa.
—Me lees la mente, papá.
—Pero no uno de esos indecentes —murmuró Lucille mientras retiraba su silla y se sentaba.
—Oh, madre.
Amy canturreó:
—Era un diminuto, minúsculo, amarillo con lunares…
Mary, al pasar detrás de ella, le dio a su hermana un tirón de pelo.
Cuando estuvieron todos sentados, Ted dijo la oración de acción de gracias y luego procedió a trinchar el asado.
—¡Imagináoslo! —comentó Mary, entusiasmada—. ¡Doce semanas enteras al sol con Mike! ¡Dios, estoy emocionada!
Mientras servía grandes cucharadas de brécol en el plato de cada chica, Lucille dijo:
—Espero que consigas reservar un poco de tiempo para mí. Todo ese crepé que me regaló Shirley Thomas está gritando para que lo conviertan en vestidos.
—¡Oh, claro! —replicó Mary—. Lo había olvidado.
Habían hecho planes para dedicarse juntas a la costura durante el verano. Había la tela suficiente como para hacer un montón de vestidos iguales.
Lucille McFarland se apartó un mechón de cabellos anaranjados de la frente.
—Hoy tenemos un día abrasador. Dicen que hemos llegado a los treinta y dos grados. Supongo que nos espera un verano de mucho calor.
Desde el otro lado de la mesa, Mary miró las mejillas encendidas de su madre. Hacía mucho tiempo, había envidiado el rubor natural de su madre que hacía que no necesitase colorete como otras mujeres, hasta que un día, cuando tenía catorce años, Mary había descubierto que las adorables mejillas rojas de su madre eran resultado de algún cóctel tomado por la tarde.
Las cenas de los miércoles siempre se tomaban a las cinco y media porque Ted tenía que irse al gimnasio y Lucille tenía una reunión de la Sociedad del Altar y el Rosario. Era también, convenientemente, la noche de la clase semanal de Amy con la hermana Agatha, para la confirmación.
—¿Vas a salir con Mike esta noche? —preguntó Ted mientras comía.
Mary asintió con vigor.
—Han estrenado una película nueva en el Corbin. Mondo Cane. Todos están yendo a verla.
—¿Cómo van las clases de catecismo, Amy? ¿Necesitas ayuda?
—Ah-ah. —La niña de doce años negó con la cabeza, haciendo sacudir su cabello castaño cortado al estilo Buster Brown—. La hermana Agatha responde a todas mis preguntas. Es igual que antes de la comunión. La misma vieja cosa.
Ted sonrió y asintió, mientras pensaba por un momento en sus propios días de catecismo, allá en Chicago, cuando había estado planeando convertirse en sacerdote. Pero eso había sido antes de que estallara la guerra. En 1941, Ted McFarland había abandonado el seminario para enrolarse en el ejército, y después de tres años en el Pacífico Sur ya no sintió vocación religiosa. En cambio, se había convertido en agente de bolsa y a veces, cuando su mente rememoraba como en este momento, se preguntaba cómo serían las cosas hoy si él no hubiera tomado aquella decisión.
—Pero sigo sin pensar que sea justo para los bebés.
Parpadeando, miró a Amy, que volvía a balancear las piernas de forma que su cuerpo se mecía mientras ella estaba comiendo.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—He dicho que no creo que sea justo para los bebés.
—¿Qué pasa con ellos?
—Papá, no estabas escuchando. La hermana Agatha nos habló la semana pasada sobre el Limbo y todos los bebés sin bautizar que hay allí. Y yo no creo que sea justo que Dios le haga eso, porque ellos no pueden evitarlo.
—Bueno, Amy —dijo Ted con lentitud—, si no están bautizados, todavía tienen el pecado original en sus almas, y tú sabes que nadie puede ir al paraíso con el pecado original. Por eso nos bautizan.
—Y por eso —intervino Mary con voz baja—, los médicos salvaron al bebé de la señora Franchimoni y dejaron que la señora Franchimoni muriese.
Lucille levantó la cabeza con brusquedad.
—¡Mary Ann McFarland, quién te ha dicho eso!
—El padre Crispin. Pero primero me lo contó Germaine, que oyó a su madre hablar del asunto con una vecina.
—Germaine Massey, esa bohemia. Sus padres son socialistas, ya lo sabes.
—¿Y?
—Y eso es lo mismo que comunistas, por lo que a mí respecta, y yo digo que si quieren comunismo, que se marchen a vivir con Jruschev y vean cuánto les gusta.
—¿Qué pasó con el bebé de la señora Franchimoni? —preguntó Amy, con ojos anhelantes.
—Germaine dice que los doctores le dijeron al señor Franchimoni que su esposa estaba en grave peligro y que tendrían que sacrificar al bebé para salvar la vida de ella. Pero el señor Franchimoni habló con el padre Crispin al respecto, y el padre Crispin le dijo que el bebé tenía que ser salvado a toda costa. Así que él les dijo a los médicos que salvaran al bebé, y por culpa de eso la señora Franchimoni murió.
—¡Eso es horrible! —gritó Amy.
—Mary —dijo Ted en voz baja, al tiempo que dejaba el tenedor y unía las manos ante sí sobre la mesa—. No es tan sencillo como tú lo cuentas. Hay muchas más cosas implicadas en el asunto.
—Oh, ya lo sé, papá. Después de haber oído la historia de boca de Germaine, se lo pregunté al padre Crispin y él me lo explicó.
—¿Qué te dijo?
—Dijo que hay una diferencia entre la vida mortal y la vida espiritual, y que es la vida espiritual la que nosotros queremos salvar. Dijo que puesto que la madre está bautizada, irá al cielo cuando muera, pero que al bebé hay que darle también la oportunidad de ser bautizado para que también pueda ir al cielo. El padre Crispin dijo que la madre puede recibir la extremaunción y morir en santificadora gracia y tener la garantía de ir al cielo y que además, de esa forma, cuando ella muere y el bebé nace, el bebé puede ser bautizado y también llegará a ir al cielo.
Ted asintió con aire pensativo. Luego miró a Amy, cuya cabeza estaba ladeada.
—¿Lo entiendes?
—Más o menos, papá.
—Lo que significa es que, si salvas a la madre y dejas morir al bebé, entonces sólo un alma tiene la oportunidad de ir al cielo. Pero si dejas morir a la madre y traes al niño al mundo y lo bautizas, entonces serán dos las almas que podrán ir al cielo. Ésa es la diferencia importante, Amy, las almas en lugar de las vidas terrenales. El padre Crispin tiene razón. ¿De acuerdo, Amy?
—Supongo. No me gustaría que un bebé fuera al Limbo.
Se quedaron en silencio después de esto, sólo se oían los sonidos de cuchillos y tenedores contra los platos. Amy contemplaba con ojos fijos el brécol, preguntándose por qué alguien tan todopoderoso y amoroso como Dios mantendría a los bebés fuera del paraíso; Lucille McFarland pensaba en Rosemary Franchimoni y la última conversación que habían mantenido; Ted reflexionaba sobre la posterior retirada de Arthur Franchimoni de la iglesia; y Mary se preguntaba, mientras removía el brécol con disgusto, cuándo vendría a recogerla Mike.
El silencio fue roto por el timbre del teléfono. Amy, siempre competitiva en ser la primera en contestar, saltó, salió a toda velocidad del comedor, y pudo oírsela débilmente, hablando.
Un momento después estaba de vuelta en la mesa.
—Es el doctor Wade.
—¿Oh? ¿Qué quiere?
—No lo sé. Está al teléfono.
Lucille se levantó y marchó hacia la habitación contigua. Pasados pocos segundos de conversación, regresó a su silla y dijo:
—Quiere que lleve a Mary a su consulta después de la cena.
—¿Esta noche? ¿Para qué?
—Tiene los resultados de los análisis finales y quiere hablar con nosotras en persona.
—Oh, madre, ahora ya se me ha pasado del todo. Me encuentro bien, ¿no le has dicho eso? Mike estará aquí dentro de poco…
—Hemos pagado por ello, así que bien podemos enterarnos de lo que ha descubierto. Probablemente querrá darte unas vitaminas o algo. No puede haber nada malo en ir.
Mary estaba infinitamente más relajada esta vez, sentada en la silla de piel y recorriendo lentamente con los ojos la elegante oficina; esta vez no habría nada de exámenes físicos que le causaran vergüenza, sino sólo un informe verbal de sus análisis. Cuando el doctor Wade entró de pronto y cerró la puerta sin hacer ruido, Mary reparó en unos cuantos detalles más del hombre. No era quizá tan alto como le había parecido la vez anterior, ni tan joven. Esta noche, su rostro presentaba arrugas en torno a los ojos y la boca; unas cuantas hebras plateadas más listaban su cabello. Pero la sonrisa era la misma, irradiaba confianza y sincera cordialidad, por lo que Mary decidió que el doctor Jonas Wade era un simpático sustituto del viejo doctor Chandler.
—Hola, Mary —dijo en voz baja, al tiempo que le tendía la mano.
Ella se la estrechó con timidez —el apretón era firme y fuerte—, y respondió:
—Hola, doctor Wade.
—Bueno. —Él rodeó el escritorio y cambió algunos papeles de sitio antes de sentarse. Dedicándole una ancha sonrisa, le dijo a la muchacha—: Cuando era niño, pensaba que la vida de un médico era la más fácil del mundo. ¡Todo lo que uno tenía que hacer era ponerle espátulas en la lengua a la gente y conducir Cadillacs! Vaya si estaba equivocado.
Mary rió.
—Bueno, Mary, ya tenemos todos tus análisis. —Cogió la carpeta de ella y la abrió—. La sangre y la orina continúan estando prácticamente iguales. No hay recuentos altos de glóbulos rojos, diferencial normal, hematocitos… —El doctor Wade levantó la mirada—. Bueno, eso es sólo la jerga médica para nombrar las cosas que tienes dentro y que son las causantes de que hagas tictac. Has estudiado biología, ¿verdad?
—Y fisiología humana.
—Bien. En ese caso, podrás entender el tema del que quiero hablarte. Quiero decir que sin duda entiendes cómo se manifiestan las infecciones en la sangre y cómo, más o menos, la ciencia moderna ha elaborado formas fantásticas para diagnosticar afecciones a partir de una sola gota de orina.
—Oh, claro —respondió ella.
El doctor Wade se tomó un momento para dirigir la mirada hacia los informes que había en el historial clínico, pareció reflexionar sobre sus siguientes palabras, y luego alzó los ojos una vez más hacia Mary. Ella se sorprendió al ver que la sonrisa había desaparecido, y que sus ojos habían asumido una expresión de seriedad.
—Mary, tengo que preguntarte una cosa. Y quiero que entiendas que no estoy intentando curiosear ni intentando juzgarte ni nada parecido. Después de todo, tienes diecisiete años, eres en realidad una adulta, y reconoces el hecho de que para lo único que yo estoy aquí es para velar por tu interés.
Los azules ojos de ella estaban redondos, expectantes.
—Mary, ya sé que esto te lo pregunté el pasado viernes, pero voy a preguntártelo otra vez. Y quiero que pienses en ello antes de responderme. ¿Has llegado alguna vez hasta el final con un chico?
Ella lo miró fijamente durante un momento, frunció las cejas, y luego su rostro se relajó y ella simplemente dijo:
—No, doctor Wade.
—¿Estás segura?
—Por supuesto que lo estoy. Ya se lo he dicho, de verdad.
Jonas Wade volvió a estudiar la cara de la chica de la misma forma en que lo había hecho en la sesión anterior, y se quedó perplejo. Finalmente, dijo:
—Mary, la vez anterior en que estuviste aquí, el laboratorio realizó análisis rutinarios de tu sangre y orina, y no encontraron absolutamente nada malo. Luego, cuando yo te examiné, me dijiste que tenías los pechos sensibles y que no habías tenido las dos últimas menstruaciones. Así que, mientras estabas vistiéndote, yo mismo hice un análisis, aquí mismo en el consultorio. —Sacó la hoja color espliego de la carpeta y la levantó en el aire—. Mary, ¿has oído hablar alguna vez de la prueba Gravindex?
Ella negó con la cabeza.
—Es una prueba que fue desarrollada hace unos dos años y ahora es de uso común en todas las consultas médicas. La prueba Gravindex, Mary —hizo una pausa y observó el rostro de ella—, es una prueba de embarazo.
Ella le devolvió la mirada con cara inexpresiva.
—Yo hice esa prueba mientras tú estabas aquí, en mi consulta, y el resultado fue positivo. —Continuaba manteniendo en alto la hoja de color espliego para que ella la viese—. Así que por eso te pregunté si te habías ido a la cama con un chico.
Los ojos de Mary fueron hacia el papel que el médico tenía en la mano, y volvieron a fijarse en la cara de él.
—Cuando digo positivo, Mary —prosiguió él, aún desconcertado por el comportamiento de la muchacha—, quiero decir que la prueba me dijo que estabas embarazada.
Ella se encogió de hombros.
—La prueba está equivocada.
—Ésa fue mi conclusión cuando respondiste que no a la pregunta que te formulé. A veces, la prueba Gravindex da un falso positivo, así que tomé la decisión de llevar a cabo una prueba más fiable, sólo para estar seguro. ¿Has oído hablar de la prueba de la rana?
—No.
—Tomamos una gota de orina de una mujer y se la inyectamos a una rana macho. Unas horas más tarde examinamos la orina de la rana bajo un microscopio y si hay espermatozoos presentes, eso significa que la mujer está embarazada.
Mary continuaba mirándolo fijamente, con las manos descansando, ociosas, sobre el regazo.
—Por eso te pidió mi enfermera que acudieras el martes y le entregaras otra muestra. Tiene que ser hecha con la primera orina del día. La inyectamos en la rana, Mary, y produjo espermatozoos.
El doctor Wade guardó silencio y consideró la expresión de la muchacha. Manifestaba sólo un leve interés en lo que tenía para decirle.
—Mary, la última prueba muestra que estás embarazada.
Ella volvió a encogerse de hombros y profirió una risa corta.
—Esa prueba está equivocada, doctor, igual que la otra.
—La prueba de la rana es de una exactitud de casi el cien por ciento, Mary. Y la realicé dos veces sólo para asegurarme. No hay ninguna duda de que estás embarazada.
Mary sonrió.
—No habrá duda alguna para la rana, tal vez, pero no hay forma alguna de que yo pueda estar embarazada.
El doctor Wade se repantigó y unió las manos sobre su vientre plano. Estudió una vez más a la muchacha que estaba sentada ante él.
Las negativas de ella no eran poco corrientes, incluso hasta este punto. Sin embargo, pocas eran las chicas que mantenían la simulación ante pruebas irrefutables, y desde luego nunca expresaban sus negativas con tanta calma, tanta objetividad. Éste era el momento en que se quebraban, lloraban y confesaban. O huían a causa de la furia. O se asustaban y le suplicaban. Pero ésta no lo hacía. Ésta era desconcertante.
—¿Sabes, Mary? Será mejor que me lo digas porque pronto comenzará a notarse y entonces no habrá forma alguna de negarlo.
—Doctor Wade —Mary tendió ante sí las manos con las palmas hacia arriba—, yo no estoy embarazada. Nunca he hecho nada para provocarlo. Su prueba está equivocada.
—Hay también las otras pruebas. Has tenido dos faltas menstruales. Tienes los pechos sensibles. Has tenido náuseas matinales.
Ella sonrió con impotencia.
—¿Qué puedo decirle? Es obvio que me sucede alguna otra cosa.
El doctor Wade frunció el entrecejo, perplejo, y se inclinó hacia delante, apoyando las palmas de las manos sobre el escritorio.
—¿Sabes, Mary? Es posible, se sabe que ha ocurrido en algunos casos raros, que una mujer quede embarazada por tener el pene de un hombre entre los muslos. No tiene que penetrarla, necesariamente.
Mary bajó la mirada a sus manos. Sentía que la cara le quemaba.
—Yo nunca he hecho eso, doctor Wade —replicó con voz queda—. Ya se lo he dicho. A Mike sólo lo he dejado tocarme aquí —se rozó los pechos con una mano—. Y nunca le he permitido que sacara su… cosa.
—Y a pesar de eso estás embarazada.
Alzó la cabeza con los ojos llenos de desconcierto.
—Todo lo que puedo decir es que no lo estoy, y que usted verá lo equivocado que está cuando nada suceda.
—Mary, va a suceder algo. Tu abdomen va a comenzar a hincharse, y entonces tendrás qué admitirlo.
Mary se echó a reír y miró al techo. Era como discutir con Amy.
—Mary —dijo el doctor Wade con lentitud—. ¿Me crees cuando te digo que soy amigo tuyo y que lo único que quiero es lo mejor para ti?
—Claro.
Él mantuvo los ojos fijos en la cara de ella y frunció los labios por un instante antes de proseguir.
—Tendré que decírselo a tus padres.
—De acuerdo.
—¿Cómo quieres que maneje la situación?
Ella agitó una mano.
—Dígale a mi madre que entre ahora mismo. Está en la sala de espera.
El doctor Wade contempló a la chica, intentando ocultar la sorpresa que sentía. Incluso las muchachas más testarudas se quebraban cuando llegaba el momento de decírselo a los padres.
—¿Qué dirá tu madre cuando le cuente que estás embarazada?
—No le creerá. Ella sabe que yo jamás haría algo semejante.
—¿Estás segura?
Mary ladeó la cabeza, con los ojos muy abiertos e inocentes.
—Por supuesto. Mi madre sabe que yo no le mentiría.
—¿Y tu padre?
—¿Papá? Es igual que mamá.
El doctor Wade asintió lentamente y consideró el paso que daría a continuación. Cuando pareció no haber otra elección, pulsó un botón del intercomunicador y le pidió a la enfermera que hiciese pasar a la señora McFarland.
Cuando Lucille estuvo sentada, ante él, se tomó un momento antes de hablar para estudiarla.
No era una mujer de mal aspecto; esbelta y bronceada. No mucha pintura en la cara, aunque el rojo podría no ser el color natural de su pelo. Penetrantes ojos azules, muy parecidos a los de su hija, nariz y mentón similares. El parecido familiar era grande; Lucille tenía que haber sido tan bonita como Mary, cuando era joven. Ahora tenía algo más de cuarenta años, y el doctor Wade podía ver por las arrugas de la cara que Lucille pasaba demasiado tiempo al sol. Sus ropas eran caras y conservadoras, pero el doctor Wade ya había podido deducir por la dirección que figuraba en el historial clínico de Mary, la posición social y económica de ella. La madre irradiaba confianza y parecía bastante inteligente. El médico tenía la inquietante sensación de que aquélla no iba a ser una reunión fácil.
Tras aclararse la garganta, Jonas Wade resumió brevemente los análisis de rutina que había hecho, el examen físico de Mary, y con cautela abordó el tema crucial.
—Debido a ciertos aspectos físicos del estado de su hija, señora McFarland, sentí la necesidad de realizar otras pruebas, pruebas especiales, y por eso hice que Mary me proporcionara otra muestra de orina ayer por la mañana. Esas pruebas ya han sido hechas, y los resultados son concluyentes.
Sentada en el borde de su silla, con las manos unidas sobre el regazo, Lucille preguntó:
—¿Qué le ocurre a mi hija, doctor Wade?
—Todas las pruebas, señora McFarland, apuntan al embarazo. Tengo que decirle que su hija está embarazada.
Se produjo un momento de pasmado silencio, luego Lucille profirió un «¿qué?» y se volvió a mirar a Mary.
—No es verdad, madre. Ya le he dicho que las pruebas están equivocadas. Nunca he hecho nada…
Jonas Wade observó con atención a Mary mientras hablaba, y una vez más quedó desconcertado por el comportamiento de ella. Estaba comenzando a ocurrírsele que era posible que de hecho la muchacha creyera lo que decía.
—Muy bien, pues —dijo Lucille con tono crispado, recobrándose de inmediato—. Su prueba tiene que estar equivocada, doctor, puesto que mi hija dice que no puede ser posible.
Jonas Wade suspiró y se tomó un momento para examinarse las uñas de las manos. Se preguntaba, mientras hacía esto, qué locura le había hecho pensar que el mantener el consultorio abierto hasta tarde los miércoles sería una buena idea. En ese momento deseaba encontrarse en el club de campo con sus colegas.
—Señora McFarland, nuestro laboratorio realizó dos pruebas de la rana y ambas presentaron rastros de hormonas de embarazo en la orina de Mary. Ha tenido dos faltas menstruales. Tiene los pechos hinchados y sensibles. Ha tenido náuseas matutinas. No creo estar en un error.
Se produjo otro silencio y después, Lucille, entrecerrando los ojos volvió a mirar a Mary.
—Dime la verdad, jovencita, has hecho alguna vez algo…
—¡No, madre, de verdad! Él está equivocado. Ni siquiera he estado cerca de hacer nada parecido.
Lucille mantuvo su fría mirada en la cara de su hija mientras hablaba.
—Doctor Wade, ¿ha examinado usted a mi hija para ver si es virgen?
La mente de Jonas Wade susurró «oh-oh», mientras él replicaba, pacientemente:
—No, no he realizado un examen pélvico. No es algo que lleve a cabo por rutina con las pacientes de diecisiete años.
Lucille volvió sus duros ojos azules hacia él y declaró:
—En ese caso, me parece algo adecuado. Eso aclararía todo este asunto.
—Me temo que no, señora McFarland. El himen intacto no es una prueba de virginidad. Eso no es más que un mito. El himen tiene una abertura natural, así que una chica puede tener relaciones sexuales sin que se produzca rotura ni estiramiento alguno.
Mary se hundió en lo profundo del asiento, abrumada por la turbación.
—De todas formas, sí que es una buena idea —prosiguió el médico— hacer un examen pélvico. Si su hija está embarazada, tendría que poder ver los cambios físicos obvios.
Mary sintió que la boca se le secaba. «Por favor, Dios —pensó frenéticamente—, haz que todo esto desaparezca.»
—Si está pidiéndome mi permiso, doctor —oyó que decía la voz de su madre—, lo tiene.
Llena de pavor, Mary vio por el rabillo del ojo que una mano del doctor Wade pulsaba un botón del intercomunicador, y luego oyó su voz pidiéndole a la enfermera que por favor entrase.
Diez minutos más tarde, Mary, sintiéndose desdichada, tendida de espaldas, contemplaba el techo blanco de la sala de examen. Se aferraba a los fríos flancos metálicos de la camilla con manos sudorosas, y cuando oyó que se abría la puerta de la sala de examen, tragó con dificultad.
La enfermera la había ayudado a desvestirse, tenderse y colocar los pies en los estribos. La mujer impersonal aguardaba ahora, mientras el doctor Wade se situaba entre las piernas de Mary.
—Esto sólo será un minuto —dijo su profunda voz tranquilizadora—. No te hará ningún daño. Sentirás mi mano presionándote el abdomen, nada más.
Ella inspiró con dificultad y, tras prepararse, cerró los ojos. Cuando los enguantados dedos del doctor Wade se deslizaron dentro de su vagina, los ojos de Mary se abrieron de golpe y ella olvidó, por un instante, dónde estaba y qué sucedía. Le recordó algo, el sueño que había tenido…
Pero cuándo la otra mano presionó hacia abajo sobre la pelvis, el fugitivo recuerdo se desvaneció y Mary fue arrastrada de vuelta a la devastadora humillación del momento.
Ella entró en la oficina del médico y se hundió en la silla junto a su madre.
—¿Y bien? —preguntó Lucille.
—Fue horrible.
Lucille tendió una mano y sin decir palabra le dio unos golpecitos en el brazo a su hija.
El labio inferior de Mary temblaba cuando el médico regresó a su escritorio; ella bajó la cabeza para no tener que mirarlo.
—Señora McFarland, el examen pélvico ha corroborado el resto de las pruebas. Ahora no queda duda ninguna de que Mary está embarazada.
La muchacha alzó la cabeza con brusquedad, con la boca abierta.
Él la miró y dijo:
—La visualización muestra la clásica decoloración púrpura en el área. Y la palpación revela que el útero está blando y tiene el tamaño aproximado de una naranja. Definitivamente, un útero de mujer embarazada.
—No puede ser… —susurró ella.
Lucille dijo:
—Doctor, ¿qué me dice del himen?
Él se encogió de hombros.
—Por lo que vale, señora McFarland, está intacto. Pero eso no significa necesariamente…
—Tampoco el tamaño del útero significa nada. Yo sé de estas cosas, doctor Wade. Me hicieron una histerectomía porque mi útero estaba agrandándose. Y tampoco las pruebas de la rana son infalibles. Usted podría haber confundido las muestras. Usado la de otra persona por error. Estas cosas suceden constantemente.
—Señora McFarland…
—Doctor Wade, mi hija nunca haría una cosa semejante. —La mujer se puso de pie, haciéndole a Mary un gesto para indicarle que también se levantara—. Las ranas no son infalibles y tampoco lo son los médicos. Iremos a ver a otro. Buenas noches.