Mike Holland vivía con su padre y dos hermanos en una casa estilo rancho que no se encontraba lejos del hogar de los McFarland. Nathan Holland, un viudo de cabellos blancos ya entrado en los cincuenta, había criado a los tres chicos sin ayuda desde la época en que Mike estaba en la escuela primaria de San Sebastian, así que no tuvo ningún problema para preparar el desayuno de esta mañana para los cuatro, antes de salir hacia la oficina. Hoy era viernes, el día en que venía la señora de la limpieza, así que dejaría los platos.
Cuando Mike salió adormilado a la soleada sala de estar, entrecerrando los ojos ante el brillante sol temprano del mes de junio, oyó la resonante voz de bajo de su padre que preguntaba:
—¿Eres tú, Mike?
—Sí, papá.
—Entra, hijo. Tus hermanos ya te llevan mucha ventaja.
Tras descender los escalones al interior del comedor, Mike retiró una silla y ocupó su lugar de costumbre ante la mesa. Timothy, de catorce años, y Matthew, de dieciséis, devoraban ya platos de tocino y huevos. Mike sorbió en silencio su zumo de naranja.
Nathan Holland, ejecutivo de una compañía de seguros vestido con su habitual traje de tres piezas pero sin la americana, salió de la cocina y depositó un plato ante su hijo mayor.
—Anoche te oí llegar tarde, Mike.
—La reunión de la CYO[2] se alargó mucho.
—Sí —replicó Timothy con una sonrisa—. Llevaste a Mary a casa por el camino más largo.
—Corta, Tim. —Mike se puso a comer con gesto perezoso.
La noche pasada no había dormido bien; Mary había agitado sus sueños con seducción nocturna. Pero el sueño había acabado de la misma forma en que terminaban sus citas reales con ella, en ninguna parte, así que Mike se despertó frustrado y de malhumor.
—Sherry te llamó anoche —dijo Matthew que, a pesar de tener sólo un año menos, era más menudo y ligero que Mike.
—Sherry es la chica de Rick —contestó Mike con voz apagada.
—Y además —intervino Timothy—, las chicas no deben llamar a los chicos.
—Sólo te daba el mensaje, Mike.
—Sí, gracias, Matt.
Los tres jovencitos comieron en silencio, Timothy y Matthew con libros esparcidos ante sí. El de catorce años aún asistía a la escuela parroquial de San Sebastian, y tenía el doble de deberes que los dos hermanos mayores, que asistían al colegio Reseda High. Pero al año siguiente se reuniría con ellos, y estaba deseándolo.
Nathan Holland volvió a entrar en el comedor, secándose las manos con una toalla y bajándose las mangas de la camisa.
—¿Por qué estás tan callado, Mike?
—Preocupado por los exámenes finales, papá. Me alegraré cuando hayan acabado.
Al sentir que la pesada mano de su padre le caía sobre el hombro y luego se alzaba, Mike Holland se tragó su ansiedad. La ansiedad de que todos los del colegio lo envidiaran por algo que no tenía. ¿Quién iba a creer la verdad, de todas formas? ¿Que uno fuera el novio formal de la chica más bonita del colegio durante nueve meses, y que aún no lo hubiera conseguido?
Mike revolvió los huevos revueltos fríos. Rick es realmente el afortunado, pensó con infelicidad. Al menos, la gorda Sherry traga.
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann McFarland, levántate en seguida!
Ella abrió los ojos lentamente y contempló el techo, aletargada. Al mirar fijamente los dibujos que el sol de junio hacía al entrar a través de las cortinas, Mary se dio cuenta con irritación de que ésta iba a ser otra de esas mañanas. Hacía ya tres mañanas consecutivas que despertaba con náuseas.
La puerta se abrió y la cabeza de Lucille McFarland asomó al interior.
—No volveré a llamarte, jovencita. Si quieres que te lleven al colegio, levántate ahora mismo.
Con un pesado suspiro, Mary luchó para sentarse y parpadeó aturdida al cerrarse la puerta. También la tercera mañana consecutiva en que no se despertaba con su impulso y energía habituales. Tal vez se debía a que faltaban dos semanas para que acabase el colegio. Quizá era la gripe asiática. Fuera lo que fuere, Mary profirió otro suspiro pesado y bajó las piernas de la cama, iba a tener que superarlo para el día siguiente. Las pruebas para líder de animadoras del siguiente semestre iban a tener lugar, y Mary estaba decidida a pertenecer nuevamente en el equipo.
El sol de finales de primavera era dulcemente tibio y tentador; llevaba consigo, a través de las ventanas abiertas de la clase, el cálido aliento dulce de los vientos de Santa Ana y el atractivo de dorados días en playas bañadas por un sol cegador. Al observar a los chicos que se removían y agitaban en sus asientos, el señor Slocum sintió que su corbata de lazo ascendía sobre la nuez de Adán al tragar él; sabía exactamente cómo se sentían; no era demasiado viejo como para evocar la llamada de sirena del verano y el juvenil anhelo de correr en libertad. La capacidad de atención de los chicos se dispersaba; era igual todos los años, desde febrero a junio: podía verse cómo sus mentes soltaban amarras y se apartaban lentamente de uno; los cuerpos jóvenes, firmes, llenos de electricidad y vitalidad, esperaban con creciente inquietud —cuando la primavera rozaba la linde del verano— los cálidos y deslumbrantes días pasados en la playa.
—Damas y caballeros —dijo con cansancio por quinta vez, dando golpecitos con el puntero sobre el escritorio—. Por favor.
Ellos le prestaron atención de inmediato, dedicándole animados rostros redondos.
El señor Slocum se aclaró la garganta y continuó con la clase. Durante unos pocos minutos, su auditorio permaneció sentado, atento y silencioso y, durante esos pocos minutos, el señor Slocum supo que estaba llegando a ellos. Luego, al darles la espalda para dibujar los ventrículos del corazón en la pizarra, volvió a perderlos.
Mary captó una señal sutil por el rabillo del ojo. Unos pupitres más allá, su mejor amiga, Germaine Massey, le hacía gestos con una mano. Mary se volvió apenas y observó cómo Germaine levantaba furtivamente la cubierta de su carpeta de tres anillas y dejaba al descubierto el lomo de un grueso libro en rústica con las puntas dobladas. Inclinando la cabeza, Mary leyó el título, Fanny Hill, y alzó las cejas. Dos ejemplares de la novela prohibida estaban pasando de mano en mano por Reseda High; Germaine y Mary estaban en la lista de espera desde hacía un mes.
—¡Señorita McFarland!
Ella se volvió de inmediato.
—¡Sí, señor!
—¿Puede nombrar las arterias que le suministran sangre al músculo del corazón?
Ella le dedicó una blanca sonrisa.
—Sí, señor.
El señor Slocum aguardó un instante, luego profirió un suspiro de impaciencia y dijo con voz cansada:
—En ese caso, ¿tendría la amabilidad de compartir el conocimiento con el resto de nosotros?
Una risa suave y aprobatoria recorrió la clase.
—Las arterias coronarias, señor.
El señor Slocum resistió el impulso de sonreírle y sacudió la cabeza con resignación. Nunca podía enfadarse con Mary Ann McFarland.
Se levantó una brisa que recorrió la clase de biología, hizo golpetear al esqueleto del rincón y recogió de camino el olor acre del formaldehído; rayos de espesa luz de sol atravesaban los frascos que contenían los cuerpos durmientes de sapos y embriones humanos y se dividían en brillantes prismas al otro lado. Mientras continuaba con la lección, el señor Slocum mantuvo los ojos sobre los ansiosos rostros que estaban ante él, pensando en el placer que era enseñar a una clase de estudiantes que sacaban notas con honores, y lamentar la proximidad del fin de año escolar.
Desde donde estaba de pie, el señor Slocum podía ver debajo del pupitre de Mary; la estrecha falda se le había subido, dejando al descubierto unos cremosos muslos. El colegio tenía un rígido código de vestido; cualquier chica sospechosa de llevar una falda demasiado corta tenía que arrodillarse en la oficina de la vicedirectora, y si el ruedo no tocaba el suelo la enviaban a casa. Y era una buena cosa, ya que en caso contrario estas coquetas harían alarde de todo lo que tenían y, ¿adónde iría a parar el sistema educativo?
El señor Slocum apartó la mirada y se concentró en la gorda Sherry, que estaba intentando hacerle ojitos a Mike Holland. Los profesores tenían que ser superhombres, tenían que mantener los pensamientos de ese tipo fuera de sus mentes. Tan sólo la semana anterior, un profesor de matemáticas había sido expulsado de Taft High por hacerle una caricia a una alumna.
Cuando el señor Slocum volvió al diagrama de la pizarra, Mary miró a Germaine y arrugó la nariz. Luego desvió los ojos hacia Mike y sonrió.
A él le costó trabajo devolvérsela; las comisuras de su boca apenas se alzaron. Mike estaba pensando otra vez en la noche pasada, dándole vueltas y más vueltas en la cabeza, intentando averiguar dónde y cómo se había equivocado.
Él y Mary habían ido juntos a la CYO, como lo hacían siempre los jueves, y habían pasado dos horas ayudando al padre Crispin a planificar un carnaval de verano. Pero era en la hora siguiente a la reunión en la que Mike pensaba ahora, con el mentón apoyado sobre los puños y los ojos que no veían fijos en el corazón de la pizarra del señor Slocum. Estaba, una vez más, conduciendo su Corvair colinas de Tarzana arriba.
—Has pasado de largo por mi calle, Mike —había dicho Mary.
Él sonrió.
—Lo sé.
El coche aceleró un poco, chirriando al tomar una curva.
—Oh, vamos, Mike, tú sabes que mi madre se enfadará si no voy directamente a casa.
—Dile que la reunión acabó tarde.
—Mike…
Al acercarse a la cresta de la colina y quedar atrás Tarzana, Mary dejó de protestar. No era muy frecuente que se encontraran tan totalmente solos como en ese momento, y Mike sabía que ella ansiaba tanto esas oportunidades como él mismo; sólo necesitaba un poco de disuasión…
Sacó el Corvair de la carretera y lo aparcó en una entrada de tierra. Este tramo de Mulholland Drive estaba a oscuras, y los árboles protegían la pequeña entrada de los faros de los vehículos que pasaban. Ante ellos, esparcido como luces de Navidad sobre terciopelo negro, estaba el valle de San Fernando.
—Mary —dijo él en voz baja mientras apagaba el motor y volvía la cara hacia ella—. Tenemos que hablar.
—No quiero, Mike, no ahora.
—Tenemos que hacerlo. Es algo que no podemos pasar por alto. Si mi padre decide llevarnos a mí y a mis hermanos de regreso a Boston, entonces tengo que tener tu promesa.
Mary miraba fijamente el parpadeante mar de luces a través de la ventanilla.
—Me pone triste hablar de eso, Mike. Sólo pensarlo. Que vayas a marcharte durante todo el verano. Me sentiré sola.
—Eso es exactamente de lo que tenemos que hablar, y por ello necesito tu promesa.
Él posó delicadamente una mano sobre el hombro de ella. Luego sus dedos jugaron con las puntas de los cabellos.
—Mary —dijo en voz baja—, tienes que prometerme que no habrá ningún otro.
—Oh, Mike. —Ella se volvió para mirarlo—. ¿Cómo puedes pensar siquiera en algo semejante?
—Prométemelo, Mary.
—De acuerdo, Mike —replicó ella con solemnidad—. Te lo prometo. No miraré siquiera a otro.
—Haz que sea una promesa real, Mary.
—Ésa es mi intención, Mike. Juro por santa Teresa que será la verdad.
Él se relajó un poco.
—Si nos marchamos, y mi padre parece bastante seguro de que así será, partiremos al día siguiente de acabar el colegio. Faltan sólo dos semanas.
Mary volvió a mirar hacia el exterior de la ventanilla.
—Lo sé.
—Dos semanas, Mary, y luego tres largos meses antes de que volvamos a vernos.
Ella asintió con lentitud, sin hablar.
—Oye, Mary… —Él cambió su enorme peso de postura sobre el asiento, hasta que su brazo quedó en torno a los hombros de ella. Cuando su mano izquierda se posó sobre el brazo de Mary y descendió por el pecho de ella, la muchacha dijo:
—No, Mike, no lo hagas —y con suavidad le apartó la mano.
—¿Por qué no? —susurró él, con la frente apoyada contra los cabellos de Mary—. Siempre te gusta. Siempre me dejas hacerlo. Y, además, hemos sido novios formales durante bastante tiempo. Ya hace dos semestres. Vamos, Mary, todo el mundo lo hace.
Ella negó con un gesto débil de la cabeza.
—No todo el mundo, Mike, y yo no quiero hacer lo que tú quieres. Ya hemos hablado antes de eso. No está bien, no hasta después de que nos hayamos casado.
Él se puso ligeramente rígido, y luego volvió a relajarse contra ella.
—No es de eso que estoy hablando, Mary. —Su voz era suave y persuasiva, sus labios rozaban la oreja de ella al hablar—. Me refiero, ya sabes, a lo corriente.
Colocando una mano debajo del mentón de ella y haciéndole volver la cabeza, Mike la besó, con delicadeza al principio, luego más apasionadamente. Cuando con la lengua intentó hacerle abrir la boca, ella se retiró.
—No… Mike, no hagas eso…
—De acuerdo… —susurró él. Luego la mano de él volvió a subir, esta vez por debajo de la blusa. Ella cerró los ojos y sintió que el aliento quedaba atrapado en su garganta.
Pero cuando los dedos exploraron bajo los elásticos del sujetador, ella volvió a apartarle la mano.
—Ahora no, Mike, por favor…
—¿Por qué no? Siempre te gusta.
—Están sensibles, Mike, están irritados. Por favor. —Sus ojos buscaron el rostro de él, implorantes—. Ahora no… Te lo ruego.
Mike estaba angustiado, casi enfadado durante un momento; luego sus ojos parpadearon y se suavizó otra vez.
—Mary —dijo con dulzura, atrayéndola hacia sí—. Te deseo con locura. Tú sabes que es así. Y dentro de dos semanas voy a marcharme. ¿Quién sabe…? Mi padre podría incluso decidir quedarse en Boston, y entonces yo nunca volvería.
Ella giró la cabeza con brusquedad.
—¡Mike!
Él le cubrió la boca con un violento beso, la sorprendió con los labios separados y le metió la lengua entre los dientes. Por un brevísimo momento, Mary le correspondió; un gemido escapó de su garganta, y luego retiró la cabeza de golpe.
—Quiero llegar hasta el final contigo —dijo él con voz ronca—. Aquí mismo. Ahora mismo.
—No, Mike…
—Te gustará, sé que te gustará. No te haré daño. Lo haremos como tú quieras.
—No…
—Ni siquiera tendrás que quitarte la ropa.
Cuando ella estalló repentinamente en lágrimas, cubriéndose la cara con las manos, Mike dejó escapar un largo suspiro impaciente y levantó apenas el brazo de los hombros de Mary.
Mary lloró durante algunos minutos, y cuando los sollozos disminuyeron, Mike dijo:
—Oye, lo siento.
Ella tragó y se enjugó los ojos con los nudillos.
—También yo lo deseo, pero no podemos. No hasta que estemos casados.
Él la contempló durante un momento, y luego dijo, con infelicidad:
—Puede que nunca volvamos a vernos. Yo te amo, Mary. ¿Me amas, tú?
Cuando ella respondió que sí, comenzó a llorar otra vez, así que Mike había puesto en marcha el motor del coche y habían regresado a casa en un gélido silencio.
—¡Señor Holland, si no le importa! —El puntero descendió con un sonoro chasquido sobre el escritorio del señor Slocum.
Mike volvió la cabeza, sobresaltado.
—No lo culpo, señor Holland, por preferir la contemplación de las jóvenes damas en lugar de la de mi persona, pero espero que al menos mantenga las orejas orientadas en mi dirección. Ahora, ¿querría tener la amabilidad de responder a la pregunta?
Mientras un murmullo de diversión retumbaba en el aula, Mike se miró las manos con el entrecejo fruncido.
—Lo siento, no la he oído.
El señor Slocum volvió a suspirar; tampoco podía enfadarse con Mike Holland. Con su pelo rubio corto, su apuesto rostro fuerte y los anchos hombros que tiraban de la tela de su camiseta de la Ivy League, Mike Holland no sólo era el presidente de la clase y el capitán del equipo de fútbol, sino también un estudiante de excelentes con honores.
—¿Puede decirnos las diferencias que existen entre las venas y las arterias?
Lanzándole una rápida e inconsciente mirada a Mary, Mike recitó una perfecta respuesta de libro de texto y, mientras lo hacía, el señor Slocum dejó que sus ojos se deslizaran de vuelta a la muchacha McFarland, que al instante le dedicó una sonrisa que lo desarmó.
El profesor de biología conocía el estilo de esa chica: una líder natural, la abeja reina. Fíjate en cómo toda la atención de la clase parece emanar de ella, como los radios del eje de una rueda; los demás miran a Mary, inconscientemente, como para saber qué es lo correcto, sus ojos van rápidamente hasta ella y luego se apartan. Había un alumno así en casi todas las clases; a veces eran un fastidio, el payaso de la clase, otras veces eran sólo el que marcaba las tendencias, los ejemplos según los cuales el resto del rebaño fijaba sus estándares y tempos. Los adolescentes se movían en rebaños, el instinto de manada era poderoso; y tanto si se daban cuenta como si no, celebraban elecciones tácitas y elegían líderes sin nombramiento que les proporcionaran una dirección para atravesar la confusión de la adolescencia. Sin saberlo, escogían a la más bonita, al más apuesto, equiparando la excelencia del aspecto físico con la excelencia de la mente. En este caso, Mary Ann McFarland tenía ambas cosas. Slocum se preguntaba, mientras estiraba el brazo para bajar el mapa anatómico, qué conciencia tendría Mary de su influencia sobre los demás de la clase. También adquirió repentina conciencia del círculo de sudor que tenía en la axila.
—¿Quién puede decirme los nombres de la arteria y la vena más grandes del cuerpo?
Al descender el mapa y dispararse varias manos hacia lo alto, el señor Slocum pensó con tristeza: es una verdadera lástima. Estaba enseñándoles todos los sistemas del cuerpo —hoy estaban trabajando con el circulatorio—, excepto uno: estaba prohibido, era incluso ilegal el hablar de semejante tema en el aula. Podían hablar sobre genes y cromosomas, ratones blancos y ratones negros, todo el asunto de la generación y partición y descendencia, siempre y cuando obviaran el punto central de cómo esos genes llegaban a transmitirse. Posó su mirada en Mary —excitante, la perspectiva de hablarle a ella y a las que eran como ella sobre el sistema reproductor—, luego apartó los ojos y se aclaró la garganta con aire profesional.
—Arterias desde el corazón, venas hacia el corazón…
Mientras el resto de la clase garabateaba en sus libretas, Mike Holland volvió a pensar en el fracaso de la noche anterior dentro del Corvair. Miró a Mary una vez más, su bonito rostro concentrado en la clase de Slocum, y supo que ella había olvidado el incidente. ¿Por qué eran así, las chicas? ¿Cómo podían sollozar y llorar en un momento dado como si el mundo fuera a acabarse, y al siguiente estar riendo, profiriendo risillas disimuladas y haciéndole ojitos a profesores de biología bajos y gordos?
La última hora del día era de Educación Física, y aunque la clase de hoy trataba sólo de higiene femenina, las chicas tuvieron que ponerse la ropa de gimnasia a pesar de todo. A media tarde, doscientas chicas se encontraban sentadas en el piso del gimnasio con las piernas cruzadas, cambiando de una dolorida nalga a la otra mientras miraban un aburrido dibujo animado de Walt Disney que trataba de la menstruación. Habían visto aquellos dibujos, desde el quinto grado, al menos diez veces.
Más tarde, en el vestuario y mientras se ponía la ropa de calle, Mary oyó a su alrededor las charlas habituales. Las muchachas estaban hablando de la película que en aquel momento estaba en cartel en el West Valley.
—¿Puedes imaginarte haciéndolo con Warren Beatty? —le llegó la voz chillona de una chica llamada Sheila. Una de las pocas que no se quedaba detrás de la puerta abierta de su armario para tener un poco de privacidad, estaba quitándose sus pantalones cortos negros y poniéndose una falda estrecha—. ¡He visto esa película tres veces, y podría volver a verla!
Mary se encontraba sentada en el estrecho banco que había ante los armarios, quitándose con gesto ausente los impecables pantalones cortos de gimnasia.
—Natalie Wood hizo bien en negarse —dijo una muchacha que llevaba peinado cónico.
—Yo no lo habría hecho —declaró Sheila—. ¡Quién podría resistírsele! Y, además, mira adónde la llevó el negarse. ¡A un sanatorio mental!
Mary alzó la mirada hacia Germaine, que estaba cambiándose a toda prisa, y sonrió. La mejor amiga de Mary ocupaba el armario inmediato y raras veces tomaba parte en el diálogo de vestuario. Muchacha callada, introspectiva, con puntos de vista radicales, Germaine Massey, por regla general sólo expresaba sus opiniones cuando hablaba con Mary.
Mientras se desvestía con lentitud, doblaba su blusa y pantalones cortos en pulcros cuadrados pequeños y los depositaba en su bolsa de gimnasia, Mary dijo en voz baja:
—Están hablando de Esplendor en la hierba.
—Ya lo sé —contestó Germaine mientras metía apresurada y accidentalmente su ropa sucia de gimnasia dentro de la carpeta de tres anillas—. Es positivamente decadente. Hablan de sexo como si fuera algo especial.
Germaine cerró de un golpe la puerta del armario y procedió a pasar un peine a través de sus largos cabellos oscuros, que le caían sobre los hombros y hasta las caderas.
Mary sonrió mientras se ponía el vestido por la cabeza y decía:
—Lo único en lo que puedo pensar ahora es en ese asqueroso notable que saqué en mi trabajo de francés. ¡Sólo porque, como dice esa bruja, no usé el subjuntivo lo suficiente! ¿Cómo demonios se supone que tengo que usar el subjuntivo en un trabajo sobre catedrales?
Germaine se encogió de hombros.
—Ya lo compensarás con el examen final. Siempre lo haces.
Mientras Mary se dedicaba con esmero a aplicarse una nueva capa de delineador de ojos negro en los párpados, utilizando para ello el espejo que había en el interior de la puerta de su armario, Germaine se sentó a esperar.
La multitud del vestuario comenzó a disminuir a medida que más y más puertas metálicas se cerraban con un chocar metálico y las chicas se marchaban apresuradamente para iniciar el fin de semana. Pero debido a que era la última clase del día, muchas se quedaban para componerse los voluminosos peinados por el sistema de levantar los mechones y peinarlos hacia la cabeza o aplicar gotas de laca transparente de uñas a las carreras de las medias. La mayor parte de la charla era sobre la velada del día y los varios planes de noche de viernes que todas tenían.
—Fíjate en ellas, Mary —dijo Germaine al tiempo que dejaba caer el peine en la bolsa adornada con cuentas que se colgaba del hombro—. Están todas hablando de pegarse el lote en el autocine como si fuera una gran cosa. Apuesto a que ni una sola de ellas ha llegado hasta el final. Tienen demasiado miedo. Apuesto a que aún son todas vírgenes.
Mary le lanzó una rápida mirada a su amiga y volvió a su maquillaje. Germaine Massey era una progresista, una bohemia, y, con su novio, un estudiante de ciencias políticas de UCLA, acudía a cafeterías instaladas en sótanos para escuchar poesía que no rimaba, asistía a manifestaciones políticas, y experimentaba con algo llamado amor libre.
En este momento, sentada en el banco con su voluminoso jersey de punto, falda plisada y leotardos transparentes negros, Germaine hojeó el grueso ejemplar de Fanny Hill.
—Esto no me llevará mucho tiempo, Mary —murmuró, con los oscuros cabellos que le caían hacia delante y le ocultaban el rostro—. Dios, ¿puedes creer esto? ¡Lo llama pistola, nada menos!
Al acabar con los ojos, Mary volvió a tapar el frasco de delineador líquido para ojos y lo metió en la pequeña caja de pinturas para la cara que guardaba en el fondo de su armario. Al hacer esto último, su mano rozó un pequeño paquete pudorosamente oculto en el oscuro nicho, y por un instante se preguntó qué era. Luego, al recordar la compresa que siempre guardaba allí para casos de emergencia, frunció apenas el entrecejo e intentó recordar algo.
Pero intervino la voz de Germaine y ahuyentó el pensamiento.
A las tres, Mary y Germaine se encaminaron hacia los armarios de sus abrigos, y tropezaron con Mike y el amigo de éste, Rick, ambos vestidos con sus jerséis de Lettermen[3].
—Hola, Mary. Hoy no puedo llevarte a casa, lo siento. Hay reunión de Lettermen.
—No te preocupes. Llamaré a mi madre. ¿A qué hora pasarás, esta noche?
—Tendrá que ser después de las siete. Le prometí a mi padre que dejaría la piscina limpia antes del fin de semana. Hasta luego.
Mary se quedó pensativa junto al armario mientras observaba desaparecer en el concurrido pasillo a los dos muchachos de anchos hombros.
Antes de salir del edificio, Mike y Rick se escabulleron al lavabo de chicos que estaba neblinoso a causa del humo de cigarrillo, y tras dejar con gesto descuidado los libros sobre la pared alta hasta el hombro y revestida de azulejos que se hallaba junto a la puerta, se encaminaron directamente hacia los lavamanos. Ambos sacaron peines, los pasaron por debajo del grifo y se pusieron a peinarse.
Mike miró a Rick por el espejo.
—¿Saliste, anoche?
—No. La madre de Sherry no quería dejarla salir, y por otro lado yo tenía que estudiar. ¿Y tú? ¿Mojaste?
Mike le lanzó una sonrisa de conocedor.
—Encontramos un lugar nuevo de fábula en Mulholland Drive. —Golpeó el peine repetidamente contra el lavamanos y se lo metió en el bolsillo trasero del pantalón—. No hay forma de perder.
Rick sacudió la cabeza y silbó con envidia.
Cuando Lucille McFarland giró con el Continental en Claridge Drive y maniobró para rodear las innumerables camionetas aparcadas de los jardineros mexicanos, dijo:
—Tiene que ser la gripe. Buena cosa que sea viernes.
—¡Pero yo tengo las pruebas mañana!
—¿Has podido comer a mediodía?
—Sí, pero no mucho, y después volví a tener náuseas. Vienen y se van. La mayor parte del tiempo me siento realmente cansada, como agotada, ¿sabes?
Lucille asintió con la cabeza y encendió la radio del coche. Tras buscar arriba y abajo del dial durante un minuto para ver si encontraba un boletín de noticias, la apagó y dijo:
—Supongo que todavía no hay un papa nuevo.
Lucille condujo el enorme Continental por el sendero empinado y lo detuvo ante la puerta delantera.
—¡Bueno! —Permaneció durante un momento sentada y con los ojos fijos en los cipreses enanos que se alineaban en el frente de la casa—. Tal vez será mejor que te lleve a que te vea alguien. Por desgracia, el doctor Chandler murió de un ataque cardíaco hace dos meses, así que tendré que buscar otro. Entremos en casa; llamaré a Shirley. Quizá ella pueda recomendarme a alguien.
El consultorio del doctor Jonas Wade se hallaba en el quinto piso de un acristalado edificio nuevo, en la esquina de Reseda y Ventura, y desde allí se veía el tejado del supermercado Gelson. La sala de espera era agradable y suave, en delicados tonos azules y verdes, con mullida moqueta, muchas plantas y un enorme acuario lleno de peces exóticos. Lucille McFarland quedó impresionada de inmediato. El doctor Jonas Wade había sido muy bien recomendado, no sólo por Shirley Thomas sino por otras dos amigas de Lucille. Entonces había llamado a su consulta y le habían dicho que la última visita del doctor Wade para ese día había sido cancelada, y que Mary podría acudir a esa hora. Eran las cinco de la tarde.
La espera pareció interminable. Mary deseaba desesperadamente que el doctor Wade fuera un hombre muy viejo, que la visita fuese rápida e impersonal, y que el médico la enviara de vuelta a casa con una caja de píldoras que la hicieran sentir mejor para las pruebas del siguiente día.
Cuando la enfermera la llamó por su nombre, Mary se pasó las palmas húmedas por la falda en sentido descendente para secárselas, y siguió a la mujer al interior. Lucille permaneció en la sala de espera, hojeando ociosamente un ejemplar de Glamour.
El consultorio del viejo doctor Chandler había estado en un edificio de ladrillos que él había ocupado durante los treinta y tres años de práctica de la medicina, y que en todo ese tiempo jamás había sido modernizado. Era el único consultorio médico que Mary había conocido en su vida. Lo echó de menos ahora, al ser conducida a una fría, prístina sala de examen que tenía en la pared un chillón papel moderno, cuadros de pintura abstracta y luces blancas y glaciales. Y cuando la enfermera le pidió que se quitara toda la ropa, a Mary se le cayó el alma a los pies.
Tras ponerse la bata de papel y mientras intentaba cubrirse todo lo posible con ella, se sentó en la camilla de exploración y balanceó las piernas con nerviosismo.
La enfermera entró un minuto más tarde, y sorprendió aún más a Mary. Con una sonrisa profesional y una pequeña banda de goma, clavó una aguja en el brazo de Mary y le extrajo una jeringuilla entera de sangre. Luego le dio a la muchacha un recipiente de plástico, un algodón empapado en alcohol, e instrucciones sobre cómo recoger la orina «en medio de la corriente». Esto fue torpemente cumplido en el diminuto lavabo contiguo a la sala de examen.
Mary volvió a sentarse al borde de la camilla. Se sintió abrumada cuando el doctor Wade entró en la sala.
Se trataba de un hombre alto de poco más de cuarenta años, que parecía aún más alto a causa de su delgadez, y larga bata blanca de laboratorio. Tenía el cabello negro con algunas hebras de plata. Su sonrisa era zalamera, como si, pensó Mary fugazmente, hubiera estado practicándola delante del espejo antes de entrar. Los ojos, casi negros, eran brillantes e inquietantes, como si pudiera ver a través de la bata de papel. No tenía, por lo que a Mary respectaba, la edad suficiente; no era lo bastante viejo.
—Hola —dijo al tiempo que bajaba la mirada a la historia clínica que tenía en la mano—. ¿Cómo prefieres que te llame, Mary o Mary Ann?
Ella respondió con una vocecilla.
—Mary, supongo.
—Muy bien, Mary, soy el doctor Wade. Vamos a ver, aquí veo —abrió el historial clínico—, en este formulario que tu madre llenó para nosotros, que tienes la gripe. —La sonrisa se ensanchó hasta enseñar los dientes—. ¿Te parece bien que comprobemos si su diagnóstico es correcto?
Mary asintió con la cabeza.
Él dejó el historial clínico y se puso a lavarse las manos en la pila.
—¿A qué colegio vas, Mary?
—Reseda High.
—¿Undécimo curso?
—Sí.
—El curso está a punto de acabar, ¿verdad?
—Sí.
Mientras se secaba las manos con una toalla de papel, el doctor Wade se volvió, sonrió y se reclinó contra el lavamanos.
—Apuesto a que estás contentísima. ¿Tienes algún plan especial para el verano? ¿Vas a hacer algún viaje?
Ella negó con la cabeza.
Todavía sonriendo y hablando en el tono de alguien que la conocía desde hacía años, el doctor Wade procedió a formularle una serie de preguntas. Mary respondía con un corto y apenas audible «sí» o «no» a cada una, e intentaba seriamente recordar si había tenido tos ferina o sarampión, enfermedades graves, jaquecas recurrentes, mareos y unas cuantas cosas que ni siquiera entendió. El doctor Wade pareció satisfecho con cada respuesta, y añadió algunas notas en su historial clínico, alzando de vez en cuando la mirada hacia ella.
Finalmente, dijo:
—Bueno, Mary. Ahora hablemos de tu problema. ¿Puedes decirme qué sientes?
Con titubeos, ella describió su letargía y náuseas de los últimos tres días, y respondió «no» a las preguntas del médico relativas a dolor de garganta, vómitos, diarrea, jaqueca, escalofríos o fiebre. Durante todo ese tiempo, el bolígrafo plateado de él, destellando en la brillante luz cenital, escribía en la ficha.
Cuando él pulsó el botón del bolígrafo y lo deslizó en su bolsillo, se oyó un golpecito suave en la puerta y asomó la enfermera, que entró y cerró la puerta tras de sí. Sin decir una palabra, le entregó al médico unos papeles de color.
El silencio fue estridente e incómodo para Mary, sentada con la fina bata de papel y cerrando los faldones traseros con una mano. Contempló con mirada fija al doctor Wade mientras éste leía cada informe: primero el amarillo, luego el rojo, luego el azul, y por último el blanco. Su expresión impasible no cambió en ningún momento.
Cuando finalmente colocó los papeles en su historial clínico y levantó la cabeza con una sonrisa, el corazón de Mary dio un salto. Ésta era la parte que había estado temiendo.
Los dedos de Jonas Wade estaban sorprendentemente frescos mientras le exploraba el cuello, le tiraba hacia abajo de los párpados inferiores, le echaban el cabello hacia atrás para que él le examinara los oídos, y le tocaban la mejilla mientras el médico le colocaba una espátula sobre la lengua. Durante todo el tiempo la voz de él era profunda y relajada.
—¿Qué tienes planeado hacer cuando acabes el bachillerato, Mary?
El frío estetoscopio estaba sobre su espalda.
—No lo sé. Supongo que solicitaré el ingreso en Berkeley.
—Mi antigua alma mater. Inspira. Conten el aire. Ahora suéltalo con lentitud.
—Pero también estaba pensando que podría unirme al Cuerpo de Paz.
—Otra vez, por favor. Inspira, contenlo, suéltalo despacio. —El frío disco se desplazó—. ¡El Cuerpo de Paz, vaya! A menudo he pensado que eso sería una gran aventura.
Él se desplazó hasta quedar ante ella, y a Mary le pareció que la silenciosa enfermera se aproximaba más. Los dedos del doctor Wade bajaron el frente de la bata y él deslizó el estetoscopio bajo el pecho izquierdo de la muchacha. Mary cerró los ojos.
—He pensado en algún lugar como África Oriental —comentó en voz baja—, pero supongo que el valle de San Fernando es un lugar lo bastante salvaje para mí.
Mary intentó sonreír, y profirió un suspiro de alivio cuando él apartó el estetoscopio. Luego le golpeó las rodillas con un pequeño martillo y le pasó el bolígrafo por las plantas de los pies en sentido ascendente.
—¿Quieres acostarte, por favor?
A Mary se le secó la boca. Se tendió con los puños apretados junto al cuerpo, y fijó la vista en el techo insonorizado mientras el doctor Wade le exploraba el abdomen. Cuando él le subió la bata de papel hasta los hombros y le dejó el pecho al descubierto en el aire frío, ella se llenó los pulmones de aire y contuvo la respiración.
—¿Quieres ponerte el brazo derecho por encima de la cabeza, por favor?
Ella volvió a cerrar los ojos. Los dedos de él le masajearon el pecho y la axila. Ella dio un respingo.
—¿Está sensible?
—Sí —susurró ella.
Él volvió a hacerlo.
—¿Y aquí?
—Sí.
—¿Y aquí?
—Sí…
Luego el médico hizo lo mismo con la otra mama, al tiempo que decía.
—Cuéntame, Mary, ¿qué es peor, ir al médico o ir al dentista?
Los ojos de ella se abrieron de golpe. El doctor Wade le sonreía desde lo alto.
—Bueno, yo…
—Para mí, el dentista es el peor. ¿Sabes, Mary?, me siento violento al decir esto, pero cuando tengo que ir al dentista para que me haga aunque sólo sea un empaste, tengo que tomarme un tranquilizante porque me da tanto miedo que se me entrechocan las rodillas.
Los ojos de ella se abrieron más.
—¿Éste lo tienes sensible?
La palabra «sí» salió en un susurro.
Cuando finalmente le bajó la bata y se retiró, Mary se sentó antes de que él pudiera decirle que lo hiciese. Miró a la enfermera, que continuaba sonriendo de forma fija.
El doctor Wade había regresado junto al lavamanos y volvía a escribir en su ficha.
—Dime, Mary —comenzó sin mirarla—, ¿cuándo tuviste la menstruación por primera vez? ¿Qué edad tenías?
Las orejas de Mary se pusieron rojas al instante.
—Oh… eh… cuando tenía doce años.
—¿Eres regular?
Ella se lamió los labios con la lengua seca.
—Bueno, sí. Bueno, quiero decir, no. A veces pasan sólo veinticinco días, y a veces más de treinta.
—¿Cuándo tuviste la última?
—Eh… —Ella tragó con dificultad e intentó pensar. Entonces volvió a ella el fugitivo pensamiento del gimnasio—. Creo que no me acuerdo.
Él asintió y continuó escribiendo.
—¿Puedes intentarlo? ¿Fue hace menos de un mes?
Ella miró a la enfermera, preguntándose por qué la mujer no se sentía incómoda.
—Bueno, no. Déjeme pensar. —Las cejas de Mary se unieron mientras su pensamiento retrocedía. Ella no llevaba la cuenta de su ciclo en un calendario como lo hacían algunas chicas; nunca había visto la necesidad de ello. Pero ahora que recorría el mes de mayo y se adentraba en abril, le pareció que había pasado mucho tiempo—. Creo que fue antes de Pascua.
El doctor Wade asintió con la cabeza y anotó algo más en su historial clínico. Luego deslizó el bolígrafo en el bolsillo y le dedicó una encantadora sonrisa a Mary.
—Ya casi hemos terminado, Has sido un ángel. Tendré que salir durante un minuto, pero volveré en seguida.
El doctor Wade no regresó. En cambio, la enfermera volvió al cabo de pocos minutos y ayudó a Mary a vestirse, tras lo cual llevó a la muchacha a una agradable oficina cómodamente amueblada.
Las paredes estaban revestidas de madera oscura y sustentaban estantes con libros de aspecto impresionante. Había varios aguafuertes y acuarelas que cubrían los paneles, así como una serie de diplomas y certificados enmarcados. Sobre el sólido escritorio de madera había una pila de revistas médicas que parecía estar a punto de derrumbarse, una escultura de alambre que representaba un hombre, hecho con tuercas y tornillos, sobre esquíes, un contenedor de lápices hecho con un pie de antílope, una lámpara para leer de estilo colonial americano y la fotografía de una mujer que rodeaba con los brazos a dos adolescentes.
Cuando el doctor Wade entró y cerró silenciosamente la puerta tras de sí, Mary se hundió en la silla de piel e intentó parecer cómoda. En ese momento deseó haber llevado el bolso de mano para que sus dedos pudieran retorcer otra cosa que no fuera ellos mismos.
Él se sentó detrás del escritorio, abrió el historial clínico ante sí y le dedicó a Mary una cálida sonrisa.
—¿Sabes? Ojalá todos mis pacientes fueran tan simpáticos y cooperadores como tú.
Ella se aclaró la garganta y susurró:
—Gracias.
—Eres una chica muy guapa, Mary. Apuesto a que tienes muchísimos amigos.
Ella se encogió de hombros.
El doctor Wade rió con cordialidad y se recostó con gesto informal sobre un codo.
—¿Tienes novio formal?
—Sí.
—Es un tipo con suerte. Vamos a ver. —El doctor Jonas Wade se aclaró la voz y dejó que la sonrisa desapareciera en la seriedad—. Mientras estaba examinándote, Mary, hice que el laboratorio realizara algunas pruebas con tus muestras de sangre y orina. Es algo que hago por rutina con casi todos mis pacientes nuevos cuando vienen por primera vez. En especial cuando llegan con una queja como la tuya. Ahora bien, hasta ahí, pareces estar bastante sana, Mary.
Las cejas de ella se arquearon.
—Pero eso no quiere decir que no te suceda nada, eh… incorrecto. Lo único que pasa es que tus análisis preliminares nos muestran que tu hemoglobina es normal. Tu recuento de glóbulos blancos es normal; y el de glóbulos rojos. —Los dedos de él rozaron las hojas de color pastel que había en el historial clínico—. Éstas nos indican que, hasta donde podemos saber, no tienes ninguna infección ni anemia. —Su mano descansó sobre el último informe, el de color espliego, en el que figuraba el resultado del análisis realizado por él mismo mientras Mary estaba vistiéndose.
Se encaró directamente con la muchacha, reteniendo la mirada de ella con sus ojos.
—Necesito saber sólo un par de cosas más. —La voz del doctor Wade cambió ligeramente—. Dime, Mary, ¿has practicado alguna vez el coito?
Las cejas de ella se alzaron aún más.
—¿Cómo dice?
—¿Has llegado alguna vez hasta el final con un chico?
Los ojos de Mary estaban abiertos de par en par, asombrados.
—Pues, no, doctor Wade.
—¿Estás segura?
—Por supuesto que estoy segura. Nunca.
Él estudió el rostro de la muchacha durante un momento, y luego dijo, en voz baja:
—Mary, permíteme que te asegure que todo lo que me digas, no importa lo que sea, será mantenido en estricta confidencia. Mi enfermera no lo sabrá. Ni siquiera lo anotaré en tu historial. —Para hacer hincapié en esto último, cerró la carpeta y la apartó de sí—. Esto es sólo entre tú y yo. Piensa en ello sólo como en una pregunta médica, como cuando quiero saber si te han extirpado las amígdalas.
Ella bajó la mirada hasta la carpeta color manila y frunció el entrecejo. Luego volvió a alzarla hacia el doctor Wade, con los ojos inocentes e interrogadores.
—Bueno. —Se encogió apenas de hombros—. Estoy diciéndole la verdad. Nunca he estado en la cama con un chico.
—Mmmm. —Jonas Wade levantó las manos y formó una cúpula con sus largos dedos finos. Consideró el informe color espliego que tenía junto a sí, y observó con cuidado la cara de la muchacha—. ¿Sabes, Mary? Es posible que hayas llegado hasta el final y no lo sepas.
Ella profirió una corta risa forzada y deseó que las mejillas no estuvieran quemándole.
—Lo sabría, doctor Wade. Nunca he estado desvestida con Mike. Bueno… —De pronto bajó la mirada y se estudió las manos—, al menos no de cintura para abajo. Ya sabe… nunca le he dejado ponerme la mano… ahí abajo.
Oyó que el doctor Wade se removía en el asiento, y cuando alzó los ojos él estaba recogiendo el historial.
—Creo que eso es todo, Mary. —Le dedicó una sonrisa desarmante y habló en voz más alta—. Algunas afecciones no aparecen de inmediato en los análisis de sangre y orina. Tienen que incubarse. Haremos cultivos y veremos si nos dicen qué te sucede. No conoceremos los resultados finales hasta que hayan llegado todos los análisis. Entre tanto, quiero que te lo tomes con calma durante un tiempo, bebas muchos líquidos, comas bien y duermas mucho. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Y cuando tenga los resultados finales, te llamaré por teléfono.