Mary se soltó la túnica y la dejó caer al suelo. Al sentir el susurro del fresco aire nocturno rozar su cuerpo desnudo, las comisuras de sus labios se alzaron en una sonrisa perpleja, e inclinó la cabeza hacia un lado.
Ante ella se hallaba Sebastian, con las curvas de su cuerpo musculoso exageradas por la pálida luz de la luna. Él también estaba desnudo, salvo por una tela que llevaba envuelta alrededor de las caderas y atada en un nudo para cubrir sus genitales.
Mary quería bajar la vista, ver cómo podía deshacerse el nudo, pero no lo hizo; sus ojos eran prisioneros de los de Sebastian, cuya mirada desde el otro lado de la habitación la retenía tanto como un abrazo.
A pesar de que el aire era frío, ella no temblaba. Una calidez ardía en su interior como vino, como una puesta de sol, suave, dominadora. Tampoco a Sebastian parecía importarle el aire de la noche; sus nervios estaban tensos debajo de la sudorosa piel brillante. Su mano, en un gesto lánguido y sin premura, bajó hasta el taparrabos y con un grácil roce soltó el nudo. Los ojos de Mary continuaron fijos en el rostro de él, temerosa de ver lo que la tela había dejado al descubierto, aunque ansiosa por ello a pesar de todo.
Cuando, repentinamente, él avanzó un paso hacia ella, la respiración de Mary se aceleró. Con gesto reflexivo, la mano de ella subió hasta su propio pecho y rozó un pezón duro.
Él se le acercó con una expresión severa, austera en su bello rostro; el cabello, largo y ondulado, se le alzaba de los hombros con la brisa, y al aproximarse él más, Mary vio las cicatrices que maculaban su cuerpo perfecto: líneas blancas y abultadas donde su carne había sido abierta.
Él era increíble, dolorosamente hermoso. Profundos ojos melancólicos, larga nariz recta, mejillas cuadradas que nacían de un fuerte cuello nervudo. Atezado, de movimientos fluidos, brillante; de brazos poderosos y pecho lampiño.
Cuando estuvo a apenas centímetros de ella y sus ojos eran penetrantes, como si pudieran tenderse y tocar, Maiy sintió un movimiento en lo profundo de su abdomen; en la parte inferior de la pelvis, una agitación que al principio la sobresaltó, luego la abrumó. Simplemente, la proximidad, desnudez y formidable mirada de Sebastian habían provocado esto. Ella se preguntó lo que el contacto de él podría hacer, o su beso.
Ella exhaló un enorme suspiro y tendió una mano hacia una de las de él. Tras tomarla, se la llevó primero a la boca y apretó sus labios contra la palma sorprendentemente dura y callosa; luego posó la mano de Sebastian sobre su pecho izquierdo. Al soltarla, la mano permaneció.
Los poderosos ojos continuaron penetrándola, y al inclinar él la cabeza y tocar con sus labios los de ella, y luego la lengua de ella con la suya propia, Mary sintió una particular constricción en la garganta. Durante un instante, no pudo respirar.
Entonces, la otra mano de él se deslizó con delicadeza hacia abajo, acariciando apenas la carne apasionada, hasta detenerse en un lugar que hizo que Mary sintiera ganas de llenarse los pulmones y gritar.
La mano buscaba y acariciaba mientras ella permanecía de pie, rígida, atónita. Había éxtasis en su perplejidad. La boca de Sebastian continuó en la suya; el sabor de él era una maravilla, y durante todo el tiempo aquellos milagrosos dedos la exploraban.
Luego sus cuerpos se acercaron y apretaron el uno contra el otro. La piel de él estaba tibia y húmeda. Ella sintió que la respiración de él jadeaba en cadencia con la suya propia; ambos tragaron ahora con dificultad, Mary intentando mitigar el gruñir de su garganta mientras las manos de Sebastian se hacían más tempestuosas, más insistentes.
La dureza del cuerpo de él la asombró, luego la excitó. Había algo más. La mano inferior fue reemplazada por otra cosa que la exploraba, porque ahora ambas manos estaban sobre sus pechos. Un arma no vista, atemorizadora y a la vez electrizante.
Mary abrió los ojos, recorrió la habitación con la mirada, presa del pánico. Mientras que el miedo nacía de la ignorancia de qué estaba sucediéndole, también despertaba un frenesí que nunca antes había experimentado y que se impuso a su instinto de defenderse.
Rodeándola ahora con los brazos, Sebastian tendió con delicadeza a Mary sobre el lecho y luego la cubrió con su propio cuerpo. Sentía todo el peso de él qué la asaltaba, devorador, la dejaba sin aliento. La boca de él se desprendió de la de ella, descendió por el cuello hasta encontrar un pezón, y lo chupó con tal violencia que Mary gimió.
Sebastian la obligó a separar las piernas. Mary abrió de par en par los ojos y la boca, tendió los brazos en forma de cruz: un sacrificio voluntario.
Un dolor dulce, punzante, exultante la llenó repentinamente.
Y luego algo más; una marea, que seguía a las embestidas de él como la estela de una barca. Un derretirse de su cuerpo que comenzaba en los pies e iba subiéndole por las piernas, tomando impulso, hinchándose como una ola hasta que se elevó por encima de ella en un clímax que la dejó, por un instante, sorda y ciega, rompiendo después, bañándola en ondas de delirio y satisfacción.
Mary abrió los ojos de forma brusca.
Contempló el techo, jadeando. Conteniendo la respiración por un momento, escuchó a los dormidos habitantes de la casa y se dio cuenta con alivio de que no había gritado en sueños.
Parpadeando con incertidumbre mientras contemplaba la noche, Mary pensó, perpleja, en el sueño que acababa de tener. Se preguntó por qué había sido con Sebastian y tan pasmosamente sexual.
Y cuán extraño había sido… Sebastian penetrándola, llenándola con esa rara dureza, qué extraño que hubiese sido tan real, puesto que Mary, en verdad, nunca había permitido que ni siquiera la mano de Mike descendiera hasta allí. ¿Cómo podría haber sabido la sensación que causaba?
También se dio cuenta, mientras estaba tendida e inmóvil con los ojos fijos, de que su cuerpo había sufrido un cambio físico.
¿Qué era diferente?
El corazón le latía a una velocidad alarmante, sudaba en el fresco de la noche, tenía las piernas raras, como si hubiese corrido una larga distancia, y sin embargo no eran esas cosas las que la tenían perpleja.
Era algo que tenía entre las piernas, entre los muslos; en la entrepierna, precisamente. Territorio desconocido para la devotamente católica Mary, el área había sufrido una aguda alteración en algún misterioso sentido; algo había sucedido allí abajo.
Tendida e inmóvil, con la mirada fija en la infinidad del techo, Mary deslizó cautelosa y ansiosamente la mano por encima de la afilada cresta de su cadera derecha y con premura hundió los dedos en el delta que tenía entre los muslos. Permaneciendo fuera de la ropa, las puntas de los dedos de Mary realizaron una apresurada exploración de la tierna área, y luego se retiraron con brusquedad.
Unió el pulgar con el dedo índice. Una viscosidad inexplicable quedó allí.
Mary retiró la mano del todo y la dejó descansar sobre la ropa de cama. Cerró los ojos y evocó una vez más la imagen de Sebastian, pero no consiguió recuperar la sensación de perplejidad que él había despertado. Estaba vacía, ya no se sentía interesada, y a pesar de que volvió a considerar la sorprendente noción de haber soñado con Sebastian en lugar de con Mike, Mary Ann McFarland se sumió esta vez en un profundo sueño sin sueños.
A la luz de la mañana, Mary se cepilló los cabellos con vigor, mientras se preguntaba cuándo se alisaría finalmente la onda que tenía. Sólo en fecha reciente había decidido cambiar de estilo de peinado, de uno con volumen y cuerpo al nuevo tipo surfer, liso y con raya en medio, y lamentaba haberse hecho la permanente con el primero. Esperaba de verdad que para el verano, dos meses más tarde, el cabello le caería liso y aplanado entre los omóplatos, y poder blanquearlo al sol hasta que adquiriera un elegante color dorado.
La madre de Mary, sin embargo, conservadora en todas las cosas, desaprobaba el nuevo estilo. Lucille McFarland llevaba peinado con mucho volumen su propio pelo corto y pelirrojo, el cual esa mañana se encontraría debajo de un sombrerito Jackie Kennedy, ovalado y sin alas colocado en la parte posterior de la cabeza. El sombrero de Mary era para simular, como lo era su traje sastre de lana, que le habían comprado para Pascua: una chaqueta larga hasta la cintura y una falda recta hasta la rodilla. El efecto era el de erradicar las curvas y líneas: un aspecto de maniquí de la primera dama.
Del problema de su cabello, Mary desvió sus pensamientos al recuerdo del turbador sueño previo al alba. Más precisamente, a la erupción física que había constituido el final del sueño. Inclinándose más hacia el espejo para inspeccionar un grano que estaba saliéndole en el mentón, Mary se encontró con que una preocupación nueva y más perturbadora se deslizaba al interior de su mente; era el problema de la naturaleza impura del sueño. Estaba preparándose para recibir la sagrada comunión; la noche anterior había ido a confesarse. Aquel sueño, a causa de su contenido sexual, ¿habría anulado la santificadora gracia ganada por su penitencia, o podía no considerársele un pensamiento impuro puesto que ella no había tenido control sobre él?
Tan absorta estaba Mary en su desconcierto y en inspeccionarse el nuevo grano, que no advirtió que la madre entraba en el dormitorio. Alzó la mirada.
—¿Qué?
—He dicho, Mary Ann, que llegaremos tarde a misa si te quedas más tiempo delante del espejo.
—Tengo un grano.
Lucille McFarland puso los ojos en blanco, alzó los brazos con gesto de impaciencia y salió de la habitación. Mary se apresuró a coger su sombrero, bolso y guantes, se puso a toda velocidad sus zapatos de tacón de aguja de seis centímetros, y la siguió.
Ted McFarland y Amy, de doce años, ya se encontraban en el coche cuando Mary y su madre salieron de la casa. Al subir ambas al Lincoln Continental, Lucille dijo:
—Expuesta al peligro del pecado mortal por culpa de un grano.
—¡Oh, madre!
Ted McFarland, mientras sacaba el coche marcha atrás por el empinado camino, sonrió y le hizo un guiño a su hija mayor por el espejo. Mary, que lo advirtió, le sonrió a modo de respuesta.
Dentro de la iglesia, entre las ramas de azucenas, resplandecientes velas votivas y rayos de sol que entraban a través de los vitrales, los feligreses se mostraban solemnes y callados mientras se deslizaban en los bancos y se arrodillaban con la cabeza inclinada. Mary siguió a su madre y padre, con Amy al final. Hundieron los dedos en el agua bendita, hicieron una genuflexión hacia el enorme crucifijo que dominaba el otro extremo de la iglesia, se deslizaron en un banco y se arrodillaron.
Con un rosario de madreperla moviéndose entre sus dedos, Mary Ann McFarland intentó con ahínco concentrarse. Alzó ligeramente los ojos y observó a la multitud que iba llenando la iglesia con rapidez. Vio que Mike, su padre y hermanos, aún no habían llegado.
Dejó que sus ojos vagaran. Finalmente se detuvieron en Sebastian, que se hallaba al otro lado de la iglesia, junto a la Primera Estación del Vía Crucis. Incapaz de desviar la mirada, Mary la dejó que permaneciera fija sobre él, maravillándose una vez más ante el cuerpo musculoso que tanto la había encendido en el sueño.
Copia del San Sebastian de Mantegna que colgaba en el Louvre, esta pintura del sagrado martirio era turbadoramente natural. La sangre resultaba demasiado real, los abultados músculos que traspasaban las flechas, el sudor de la frente, la increíble agonía que brillaba en el rostro vuelto hacia lo alto. Era como una fotografía.
Mary había contemplado el cuadro durante muchos sermones aburridos pero nunca, en todos los años que llevaba asistiendo a la iglesia católica de San Sebastian, había tenido siquiera un pensamiento ni remotamente indecente sobre el torturado santo. Pero ahora, debido a aquel desconcertante sueño, a Mary le resultaba imposible no reparar en el erotismo de la imagen. Había algo en los tendones de sus muslos que ella nunca antes había tomado en consideración, algo atrevido, casi desafiante en el taparrabos, algo nuevo en la forma en que se retorcía que hizo que Mary se chupara el labio inferior y se lo mordiera.
El contemplarlo le recordó a la joven la extraña culminación física del sueño y lo placentero que había sido; se preguntó si podría volver a suceder alguna vez. También le recordó que tal vez ya no estaba en estado de gracia.
Cuando el padre Crispin y los monaguillos aparecieron procedentes de la sacristía, la congregación se puso de pie. Mientras se levantaba junto con ellos, Mary apretó una tranquilizadora cuenta del Padre Nuestro entre el pulgar y el índice y le pidió a Dios que le perdonara el sueño y la purificara de forma que pudiese, con la conciencia limpia, tomar la sagrada comunión.
Las especias del pollo apicio al eneldo contrastaban con el embriagador aroma del suflé de ajíes verdes.
Lucille McFarland asistía a clases de cocina gourmet cada sábado por la mañana, impartidas en el Pierce College por Shirley Thomas, y como resultado la mesa de cada domingo se engalanaba con platos exóticos de los que se desprendían vapores deleitosos. El día presente, a pesar de ser el de Pascua, no constituía una excepción. Lucille y sus dos hijas habían pasado toda la tarde preparando el banquete: Amy había rallado los dos trozos de quesos y troceado en cuadraditos los ajíes Ortega; Mary había separado con esmero las yemas de huevo de las claras, frotado el molde con mantequilla, y troceado el eneldo fresco. El efecto resultante era más propio de Navidad que de Pascua, ya que cada fuente de galletas Dansk contenía una sorpresa: un regalo que desempaquetar y saborear. Las cenas de los domingos en casa de los McFarland eran momentos de experimentación común e intercambio de opiniones.
—¡Puaj! —dijo Amy, haciendo una mueca—. Odio completamente el pollo.
—Tú calla y come —le dijo Ted—. Te hará crecer el pelo del pecho.
Amy balanceó los pies de forma que su cuerpo se meció atrás y adelante.
—¿Sabes? La hermana Agatha es vegetariana. ¿Puedes creerlo? ¡La verdad es que compra en una tienda de dietética!
Ted le sonrió desde el otro lado de la mesa.
—Al menos nunca tiene que preocuparse por qué día es viernes. Cómete el pollo.
Amy cogió un poco de salsa y un ají y se lo metió en la boca.
—Eh, Mary —dijo—, ¿has oído el último chiste de la muñeca de cuerda?
Mary suspiró.
—¿Cuál es?
—Es la nueva muñeca del presidente Kennedy. ¡Le das cuerda y el hermano de la muñeca camina setenta y cinco kilómetros!
Amy echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír; obtuvo sólo una sonrisa cortés de su padre y una ceja alzada de su madre. Preocupada, Mary continuó contemplando su comida con la cabeza apoyada en una mano.
—¿Y conoces el chiste de la nueva muñeca de Helen Keller? —continuó Amy.
—Ya basta, jovencita —intervino Lucille—. No sé de dónde los sacas, pero encuentro que tus últimos chistes son de mal gusto.
—¡Oh, mamá, todos los chicos de la escuela los cuentan!
Mientras sacudía la cabeza, Lucille masculló algo referente a las «escuelas privadas» y tendió una mano hacia el suflé.
—¡Le das cuerda y se va contra las paredes!
—¡Ya basta! —le espetó Lucille, dando una palmada sobre la mesa—. ¿Por qué te resulta tan divertido reírte de nuestro presidente y de una pobre ciega…?
—Lucille —intervino Ted en voz baja—. Los niños de doce años tienen un sentido del humor diferente del nuestro. No tiene nada que ver con la escuela.
—Eh, Mary —prosiguió Amy al tiempo que dejaba caer el tenedor en el plato—. ¿Por qué estás tan callada? Apuesto a que es porque Mike no te ha llamado hoy.
Mary se enderezó y frotó la nuca.
—No esperaba que lo hiciera. Dijo que hoy vendrían unos familiares a su casa y, además, tiene un trabajo de final de trimestre que acabar.
Ted pasó un trozo de pan por el plato.
—¿Es ese trabajo que tenías que escribir en francés? ¿Necesitas ayuda?
—No, gracias, papá.
—Yo voy a escoger español —dijo Amy—. La hermana Agatha dice que uno debe aprender un idioma que pueda usar. En Los Ángeles, todo el mundo debería saber español.
—Ya lo sé —replicó Mary—. Yo estaba pensando en aprender swahili.
Las finas cejas nítidas de Lucille se alzaron.
—¿Para qué?
—He estado pensando en unirme al Cuerpo de Paz.
—Bueno, eso es ciertamente nuevo. ¿Qué ha pasado con la universidad?
—Puedo ir a la universidad cuando regrese. Se trata sólo de un período de dos meses y todos están hablando de hacerlo. Me gustaría ir a Tanganica[1] o algún lugar parecido.
Lucille se apartó de la cara unos mechones castaños rojizos con gesto ausente, mientras pinchaba un trozo de pollo con el tenedor. Mary hacía un nuevo anuncio cada mes, con la totalidad de su futuro cambiado de modo radical, planificado en detalle, y comentado con una energía y un entusiasmo que habrían convencido de su devoción a alguien que no la conociera. Pero con su familia era diferente; el mes próximo sería alguna otra cosa.
—Tú limítate a graduarte primero de bachiller, para lo que aún te queda un año por delante.
—Un año y ocho semanas.
La madre alzó los ojos al techo.
—Una eternidad.
Mary, volviéndose hacia su padre, dijo:
—Papá, tú lo entiendes, ¿verdad?
Él sonrió y se apartó de la mesa.
—Pensaba que querías ir a la escuela de arte y ser diseñadora de moda.
—Antes de eso fue la danza —intervino Amy.
Mary les respondió con un encogimiento de hombros.
—Esto es diferente.
Con las dos hijas a cargo del lavado de los platos, Lucille McFarland se detuvo ante la puerta corredera de cristal que conducía desde la cocina al patio, y sacudió la cabeza con descontento hacia la oscuridad exterior.
La parte trasera era ilimitada y formidable; desaparecía más allá del borde de la luz del comedor en una negrura que ocultaba césped, árboles, casetas de baño y la bañera para pájaros. Sólo podía verse el borde más cercano de la piscina, blanca y seca. Más allá de todo esto se alzaba, invisible, la colina cubierta de hiedra sobre la que se encontraba la siguiente hilera de casas, dominando Claridge Drive de la misma forma que la casa de los McFarland dominaba la calle que tenía debajo. Ésta era la mejor sección residencial de Tarzana, al sur de Ventura Boulevard, con modernas casas acristaladas y palmeras, piscinas y los feligreses ricos de la iglesia de San Sebastian. Por encima, la casa de los Thomas brillaba con calidez, y Lucille podía oír, desde lejos, la melodía de risas distantes. Volvió a sacudir la cabeza y se apartó.
—Espero de verdad que el hombre que se encarga de las piscinas pueda hacerlo mañana. Detesto tenerla vacía. Está horrible.
—De todas formas, hace demasiado frío como para nadar, madre.
—Eso no os detuvo a Mike y a ti la otra noche. Y, caramba, casi os electrocutáis en el proceso.
Mary observó a su madre que envolvía los restos del pollo en celofán y los sepultaba en la nevera, y supo que la cena del día siguiente sería una de las «sorpresas de tomate» de Lucille McFarland.
—No fue culpa mía. Yo no tengo la culpa de que las luces de la piscina hicieran cortocircuito.
—Me llevé un susto de muerte, tú gritando de esa forma y Mike sacándote de la piscina.
—No sufrí ningún daño, madre; sólo me sobresalté.
—A pesar de todo, no me gusta. Una vez leí que una mujer murió en la piscina de un hotel cuando las luces nocturnas hicieron cortocircuito a causa de que los cables entraron en contacto con el agua. Podrías haber sufrido un daño grave, Mary Ann.
Tras intercambiar miradas de soslayo con su hermana, Mary colgó el paño húmedo con que había secado platos y anunció que se iría directamente a su dormitorio.
—¿No vas a ver a Ed Sullivan con nosotros? Va a estar Judy Garland y será en color.
—No puedo, madre. Tengo que entregar el trabajo esta semana, y todavía no lo he pasado a máquina.
Cuando ya se marchaba de la cocina, Mary fue detenida por su madre, que descansó una mano sobre un brazo de su hija y le preguntó, en voz baja:
—¿Te sientes bien, cariño?
Mary le dedicó a su madre una sonrisa fugaz y le apretó la mano.
—Claro. Sólo tengo cosas en la cabeza. Ya sabes cómo es eso.
Un momento más tarde, Mary se detuvo camino de su dormitorio para mirar al interior del recogido salón familiar, y observó durante unos segundos mientras su padre, con una copa de bourbon en una mano y el mando a distancia en la otra, cambiaba los canales de un gran aparato de televisión.
Ted McFarland era un hombre apuesto. A los cuarenta y cinco años, aún tenía el cuerpo delgado y atlético de su juventud, el cual mantenía gracias a que cada mañana nadaba vigorosamente antes de irse a trabajar, y hacía ejercicio en un gimnasio masculino una noche por semana. Su cabello, corto y apenas ondulado, era oscuro con zonas plateadas en las sienes. Tenía un rostro cuadrado y amable con pequeñas arrugas en los rabillos de los ojos que le daban una apariencia de buen humor.
Mary lo adoraba. Ganaba buen dinero, nunca alzaba la voz, y siempre parecía estar cerca cuando ella lo necesitaba. La noche anterior, tras la atemorizadora descarga eléctrica de la piscina, había sido el padre, no Lucille ni Mike, quien la había abrazado mientras lloraba.
—Me voy ya a mi dormitorio, papá —dijo en voz baja.
Al alzar él la vista, su dedo pulgar pulsó de forma automática el botón de «mudo», haciendo que el televisor quedara repentinamente en silencio.
—¿No ves la televisión esta noche? ¿Tan importante es ese trabajo?
—Todavía tengo que escribirlo a máquina. Quiero que me pongan un excelente.
Él le sonrió y tendió una mano. Mary se acercó al sillón y se sentó en el posabrazos, mientras el padre la abrazaba por la cintura.
—Y además —prosiguió ella mientras contemplaba los silenciosos labios de un presentador local de noticias—, tengo que mantener mis buenas notas si quiero permanecer en Ladies.
—Para una chica que siempre obtiene excelentes absolutos, la verdad es que te preocupas muchísimo por tus notas.
—Calculo que por eso obtengo excelentes absolutos. —Mary entrecerró los ojos ante la imagen del presentador del informativo, y pensó que parecía un poco verde—. El color está mal ajustado, papá.
—Ya lo sé. Algún día, perfeccionaremos el proceso. Entre tanto, sufrimos.
—¿Y qué noticias hay?
—¿Qué noticias hay? Bueno, los negros todavía están protestando en el sur. Jackie sigue esperando el parto. Y el mercado continúa sin reanimarse. Algunas cosas viejas. Oh, espera, lo había olvidado. Hoy, Sybil Burton ha dejado por fin a Richard.
Mary profirió una risilla.
—Oh, papá.
Tras rodearle el cuello con los brazos, lo estrechó y le dio un beso. Al marcharse del salón, oyó la voz del presentador de noticias que volvía repentinamente en medio de una frase: «… anunció hoy que el padre Hans Küng, uno de los pocos teólogos oficiales del Concilio Vaticano, se manifestó a favor de abolir el índice de Libros Prohibidos…».
Se sentó ante su escritorio y posó una mirada vacía en la fotografía de Richard Chamberlain que, con el disfraz de doctor Kildare, dominaba el tablón de anuncios. Ante ella, sobre el escritorio, se encontraban esparcidas las fotografías que había recortado de algunas revistas —capiteles, rosetones, naves y ábsides góticos—, todo lo cual ilustraba el tema de su trabajo del trimestre siguiente: «Las catedrales de Francia».
La máquina de escribir continuó tapada mientras Mary mantenía la mirada fija. En el tocadiscos sonaba un álbum que le había prestado su mejor amiga, Germaine, el lastimero canto folk de una nueva voz que llevaba el nombre de Joan Baez. A Mary no le interesaba mucho y lo había puesto sólo porque le había prometido a Germaine que lo haría. La música no llegaba a la conciencia de Mary; una vez más estaba reflexionando sobre el sueño de la noche anterior.
Mientras por un lado deseaba poder borrar el turbador recuerdo y por el otro hallaba placer en su evocación, Mary se preguntó por qué el subconsciente habría escogido a san Sebastian para el papel de amante, en lugar de a Mike.
Resultaba extraño, ahora que lo pensaba, que en los siete meses que llevaban de relaciones formales —desde el inicio del séptimo curso— Mary no había soñado ni una sola vez con Mike Holland. Y sin embargo ella había elaborado muchísimas fantasías con él; a pesar de que ninguno de esos ensueños se adentraba jamás en el acto sexual mismo. Mary Ann McFarland nunca consideraba pensamientos pecaminosos.
Suspirando, se levantó del escritorio y recorrió la habitación con languidez. Los posters y las fotografías de revistas la contemplaban desde las paredes: Vince Edwards como el doctor Ben Casey; James Darren; un pensativo perfil del presidente Kennedy; y un nuevo grupo de la canción llamado Beach Boys. Esparcidos por el dormitorio había pompones de animadora, su jersey de Ladies, aerosoles de laca para pelo, álbumes de Jan y Dean, así como varias instantáneas de Mike Holland con su uniforme de fútbol.
Mary se tendió sobre la cama y miró al techo. El erotismo de san Sebastian se negaba a abandonarla; no meramente el sueño, sino aquello en lo que había culminado. Seguro que había estado mal eso de soñar relaciones sexuales con un santo. Y seguro que estaría mal, por lo tanto, el esperar que volviera a suceder, a pesar de que era lo que ella secretamente deseaba.
Era inútil; desear la recurrencia del sueño era un pecado; ayudarlo mediante la fantasía era un pecado. Mejor olvidarlo, obligarlo a salir de su mente. Mary fijó los ojos en la estatua de yeso azul que tenía sobre el tocador, la Santa Virgen con el rostro de suprema paciencia y sufrimiento, separó apenas los labios y susurró con renuencia:
—Dios te salve, María, llena eres de gracia…