III. PRONTO

Mark Dixon estaba en la cabina telefónica del vestíbulo del hotel hablando con el redactor, cuando empezaron los disparos.

—Espere —dijo.

Se volvió a mirar a través de la puerta de plexiglás. Inconscientemente agachó la cabeza cuando sonó el disparo siguiente.

Al otro lado de la línea, Heller mostraba una cara malhumorada en la pantalla.

—¿Qué está pasando?

—El alcalde —dijo Mark—. Acaba de llegar…

Levantando la cabeza con cuidado, observó a través del cristal una descarga de balas disparada desde el otro lado del vestíbulo.

—Alguien le está disparando… Desde la balaustrada… Los agentes de seguridad van a protegerlo… No puedo ver…

—Agáchese y déjeme mirar —gritó Heller—. Está tapando la pantalla.

Mark bajó de nuevo la cabeza, dejando libre la cámara. Heller miró a través de la pantalla mientras sonaba la última serie de disparos. Como los teléfonos públicos estaban únicamente equipados con los transmisores ordinarios, no tenían profundidad de campo ni amplitud de ángulo, todo lo que alcanzaba a ver era la multitud cerca de la entrada del vestíbulo, arremolinándose y gritando. En algún lugar del centro estaban el alcalde y sus guardaespaldas.

Entonces, cuando sonó la última ráfaga de tiros, dirigidos desde el grupo, todo el mundo miró hacia arriba, chillando. El alcance de visión de Heller, no incluía el piso superior, pero pudo ver el cuerpo, cayendo por encima de la barandilla y precipitándose contra el suelo del vestíbulo.

Mientras la multitud lo rodeaba y crecía el tumulto, Heller gritaba con todas sus fuerzas a través del audio.

—No importa la grabación. Enviaré un equipo que haga un reportaje completo. Consiga lo que pueda y preséntese aquí. ¡De prisa!

—Así lo haré —dijo Mark.

Y así lo hizo.

En menos de media hora se encontraba en la oficina de Heller, en el edificio del Times News Center de Los Angeles. Aquel hombrecillo nervioso, detrás de su escritorio, estaba ya apretando botones cuando entró Mark. Todo funcionaba a la vez, el transmisor-receptor, los interfonos, las unidades de televisión, incluso una pantalla frente al escritorio donde serpenteaban, incesantemente, informes telegrafiados directamente desde los lectores del ordenador.

Mark no había visto nunca tal confusión de pantallas. Claro que tampoco había tenido demasiadas oportunidades. Cuando era un investigador junior, «aprendiz de reportero», ¿no era así como solían llamarlo en los viejos tiempos?, sólo entró dos veces en la oficina durante el año en que estuvo allí. Por lo tanto, apenas habló con Heller a través del transmisor-receptor; normalmente informaba a uno de los investigadores seniors de las oficinas anexas y dudaba que Heller recordara su nombre.

Pero todo aquello había cambiado.

—Siéntese Dixon —dijo el redactor.

Apretó el interruptor del grabador y le saludó lacónicamente.

—Desde el principio.

—Llegué temprano al hotel —dijo Mark—. El banquete estaba preparado para mediodía, pero a las doce y media el Alcalde no había aparecido aún, de modo que abrieron las puertas a pesar de eso. Era en el Salón Dorado del segundo piso. Los invitados estaban en el vestíbulo, tomando un aperitivo. Casi todos los del Ayuntamiento estaban allí. Las bebidas eran gratis, me imagino. Hablé con Stanley, uno de los secretarios de prensa, y me dijo que Su Señoría se había retrasado…

Heller lo interrumpió.

—Ahórrese eso. Fue al teléfono del vestíbulo para llamarme. ¿Por qué?

—Ahora iba a decirlo. Stanley dijo que el alcalde no aparecería. Se ve que por la mañana recibió una amenaza de muerte.

—¿Le dijo eso? —Heller frunció el ceño—. ¿Cómo es posible?

—Supongo que estaba algo alegre. Lo vi hacer varios viajes al bar. Nadie más había hablado con él, y cuando empecé a presionarle, intentó escabullirse. La noticia me pareció lo bastante importante como para llamarle a usted.

—¿Detalles?

—La amenaza llegó a las nueve, cuando empieza la jornada laboral en el ayuntamiento. Un secretario tomó la llamada. Preguntaron por el alcalde, pero él no había llegado todavía.

—¿Quiénes? —Heller se inclinó hacia delante—. ¿Quiénes eran esas personas?

—Sólo una. Alguien que llevaba una máscara.

—¿Se identificó de alguna forma?

Mark negó con la cabeza.

—Por supuesto su voz fue grabada, e hicieron el análisis, comparándola con el registro de voces. Podía ser alguien que hubiera llamado antes, pero no estaban seguros. De todas formas, el mensaje era el mismo. Dimite o morirás.

—Pero a pesar de eso el alcalde acudió al banquete —dijo Heller con desaprobación—. ¿Por qué razón?

—Supongo que la amenaza no especificaba el lugar ni la hora. Y como era una cosa política, todos los cabezas de partidos estaban allí para comenzar la campaña. Supongo que pensaría que su deber era ir. No querría parecer un cobarde cuando tuviera que anunciar su candidatura para la reelección…

—Ahórrese eso también. —Heller apuntó con un dedo a Mark—. Usted está en el vestíbulo y me telefonea. Está en la cabina. Su Señoría entra por la puerta con los agentes de seguridad…

—Eran seis, todos vestidos de paisano. El oficial encargado era el teniente Eduardo J. Morales. Tengo aquí apuntados los otros nombres.

Heller se movía impacientemente de un lado a otro.

—Después. Corte el rollo.

—Habían atravesado la mitad del vestíbulo cuando empezaron los disparos. Sin previo aviso. Al principio no sabían cuál era su procedencia. Morales tiró al suelo al alcalde y lo protegió con su propio cuerpo. Otro oficial, el sargento Pérez, descubrió al hombre sobre la balaustrada del entresuelo y abrió fuego. Los otros se unieron a él. El asesino no intentaba cubrirse, siguió disparando contra el alcalde y contra Morales, fallando en los dos. Entonces lo alcanzaron.

»Cayó sobre la barandilla y aterrizó en el suelo del vestíbulo, sin cara. Pérez fue quien le acertó. Realizó todo un despliegue de municiones. Fue un milagro que nadie en el vestíbulo resultase herido.

—Sigamos con el asesino.

—Salí corriendo de la cabina y, a empujones, me abrí paso entre la gente. Dos agentes de seguridad sacaron al alcalde por la salida lateral, mientras el resto despejaba el vestíbulo. Sólo pude echarle un ojeada rápida.

—Descríbalo.

—Era un hombre blanco, de pelo castaño, de una altura aproximada de un metro ochenta, más bien delgado, vestido con ropa de trabajo. Debió burlar a los agentes de seguridad haciéndose pasar por pintor. Su mono estaba manchado de pintura.

Mark Dixon hizo una mueca.

—Había mucha sangre. Toda la cara desfigurada…

—Sáltese el color local. ¿Qué hay del arma?

—No pude verla. Alguien la recogió y gritó a los de abajo que era una automática.

—¿No tenía nada que lo identificase?

—Si lo tenía, no lo encontraron entonces. Como dije, todo lo que pude conseguir fue un vistazo rápido antes que me empujaran hacia fuera. El oficial que sacaba a la gente era Philip Kaufman. Él fue quien me dijo los nombres de los otros agentes.

—¿Qué más le dijo?

—Nada. Salvo que estaba seguro de que el asesino era de la Hermandad Negra.

Judson Moybridge apagó el televisor y la imagen se desvaneció en la pantalla de la pared al entrar Mark.

—Estaba oyendo las noticias —dijo Moybridge—. Qué horrible asunto. Horrible. No me extraña que parezcas tan transtornado. —El corpulento abogado señaló hacia las bebidas—. ¿Puedo ofrecerte algo?

Mark negó con la cabeza.

—Todo lo que quiero es información.

—En ese caso, salgamos al patio. Es una pena desperdiciar una noche tan agradable.

Y realmente lo era. Mark se dio cuenta al seguir a Moybridge a través de la puerta de cristal, hasta la terraza, al lado de la piscina.

Allí, en la caída del crepúsculo, se acomodó en un sillón para mirar los destellos multicolores de las luces que brillaban por todas partes. Era una vista magnífica, y sólo un hombre con los medios de Moybridge podía establecerse allí, sobre la ciudad, ante tal espectáculo nocturno.

Eso no significaba, sin embargo, que Mark le reprochara ese privilegio. Cualquier cosa de la que Judson gozara, estaba bien merecida. Había pasado treinta años como abogado de la corporación hasta llegar a esta altura de la cima, y apenas tenía nadie con quién compartir el fruto de sus esfuerzos. Ni mujer, ni familia. Salvo Mark, que era considerado como de ésta. Después de todo, hasta que cumplió los veintidós años, hacía tres, el abogado había sido su tutor legal.

Mark levantó la vista al oír unos hielos tintineando en un vaso; su anfitrión se había servido un trago del armario portátil, detrás del sillón.

—¿Seguro que no quieres acompañarme? —dijo Moybridge.

—No, gracias.

—Como gustes.

El abogado levantó su vaso y bebió un poco. Luego se sentó.

—Pues bien. Información. ¿Qué clase de información?

—Primero, me gustaría que me contases las últimas noticias. La radio de mi coche está estropeada y no he oído nada desde que salí de la oficina. ¿Descubrieron quién era?

—¿El hombre del atentado? —dijo Moybridge negando con la cabeza—. El examen preliminar indica que llevaba el pelo teñido, las huellas digitales borradas con ácido y que recientemente se había realizado una operación en la laringe para alterar la voz. Eso, y la ausencia de etiquetas en la ropa o cualquier otra cosa que pudiera servir como pista, parece sugerir que se trataba de un profesional.

—¿Se ha dicho algo sobre el arma?

—Sí, mencionaron algún nombre, pero no puse atención. Me imagino que seria un revólver corriente. —Vaciló al ver a Mark frunciendo el ceño—. ¿Algo va mal?

—Todo.

Moybridge alcanzó el vaso, mirando como el joven se levantaba apartando el espeso pelo oscuro de su tostada frente. Un chico guapo. Podría haber sido mi propio hijo. Me apena verlo tan preocupado.

—¿Qué problema hay? —dijo Moybridge después de tomar un sorbo.

—¿No lo ves? Se trata de alguien que se ha tomado el trabajo de ocultar cuidadosamenle su identidad. Un auténtico profesional, dices. Pero cuando llegó el momento de actuar, lo hizo como un aficionado. Un asesino profesional tomaría precauciones para esconderse. Usaría un rifle de largo alcance con mira telescópica y silenciador, o emplearía uno de esos supersónicos. Pero ese hombre se subió al piso superior, a la vista de cientos de testigos, se acercó a la barandilla, y disparó con una pistola anticuada y ruidosa. No tiene sentido. A menos…

—¿A menos qué?

—Que premeditadamente actuara de esa forma. Quería que lo viesen y lo oyesen. Quería asegurarse de que tuviera éxito o fallase su atentado, no pasaría desapercibido ni ignorado.

—En otras palabras, un psicópata buscando publicidad.

—Un buscador de publicidad, sí. Pero no un psicópata, al menos, no en el sentido corriente de la palabra.

Mark movió la cabeza asintiendo.

—Hablé con uno de los oficiales de seguridad. Está convencido de que es obra de la Hermandad Negra.

Moybridge tomó de un trago el resto de la bebida.

—¿Cuántas veces tengo que decirte…

—¿Que no existen cosas como la Hermandad Negra? —Mark se encogió de hombros—. Ya me sé la historia: una broma pesada, una mentira inventada por algún alborotador fantasioso, divulgada hasta llegar a los medios de comunicación. Después, la gran imaginación popular la usaba para explicar cualquier crimen violento que quedara sin resolver. Me lo has explicado docenas de veces. Pero ahora quiero que me digas la verdad.

—Pero siempre te he dicho la verdad. —El abogado empezó a sofocarse, mostrando su enfurecimiento a través del rostro y de la voz—. Leíste mi libro. Todavía vivías conmigo en la antigua casa cuando investigué sobre eso.

Mark asintió.

—Aquellos viajes, las llamadas telefónicas a Washington, las entrevistas con personas del gobierno. Solía preguntarme qué te decían.

Moybridge se sirvió otro trago.

—Está todo en el libro —dijo—. La Caída de Cthulhu. ¿No contesta el mismo título a tus preguntas? Probé mi hipótesis, y desde entonces otros doce han confirmado los hechos. Tú todavía no vivías cuando ocurrió. Todas esas tonterías sobre los terremotos, lo que significaban y lo que producían, eran pura histeria. La gente siempre busca un chivo expiatorio. Pero ahora sabemos la verdad. La isla de Pascua fue accidentalmente destruida durante la prueba de un arma termonuclear. Ése es un informe oficial. Y respecto a Lovecraft, ambos sabemos la respuesta. En los cinco años siguientes a la publicación de mi libro, otros investigadores llegaron a la misma conclusión. Era genial, persuasivo y un clásico ejemplo del esquizofrénico paranoico.

Moybridge hizo una pausa para beber, mientras Mark le observaba en la oscuridad.

—Leí lo que escribiste. Pero ¿dónde están las pruebas?

—Justo delante de tus ojos —dijo el abogado—. Ha pasado un cuarto de siglo desde que se produjeron esos terremotos. Pero a pesar del pánico, a pesar de las disparatadas profecías de esas sectas absurdas, no ha ocurrido nada. Los terremotos cesaron, ¿no es cierto? Y ningún monstruo malvado ha surgido del mar. Todavía estamos aquí, gracias a Dios, sanos y salvos como siempre. Y ahora las obras de Lovecraft ya no se publican…

—Ésa es otra cosa —dijo Mark—. Con todo el interés que hay por los mitos de Cthulhu, ¿no te parece extraño que a ningún editor se le haya ocurrido publicarlas? Pero no he podido encontrar ni uno de esos libros ni en las librerías de viejo. ¿Crees que puede haber algún tipo de censura por parte del gobierno, que compra los ejemplares y los destruye?

—No creo nada de eso.

—¿Qué pasó con los tuyos, los que yo leí cuando empezaste el libro?

—Me deshice de ellos cuando me mudé aquí. —Moybridge suspiró—. Mira, no hay razón para que discutamos más. He hecho todo lo que he podido para responder a tus preguntas.

—Menos a una.

—¿Cuál?

Mark miró fijamente al abogado.

—¿Por qué te metiste en todo eso? ¿Por qué abandonaste el ejercicio de la abogacía, para escribir un libro que negaba la teoría de los Mitos?

—Te lo dije, no tiene sentido seguir discutiendo…

—Sí lo tiene. Porque yo confío en ti. Siempre he confiado en ti más que en ninguna otra persona.

—Entonces confía también ahora. —Moybridge fue hacia Mark. En la oscuridad, su cara aparecía borrosa, salvo sus oscuros ojos—. Solíamos estar tan unidos hasta hace pocos años. No me quejo. Ahora eres un hombre, es normal que te vayas y vivas tu propia vida, pero te echo en falta y todavía me imagino que las cosas son como antes. Es tu felicidad lo que me importa, ahora y siempre.

»Por eso quiero que abandones esa investigación. No hay ninguna Hermandad Negra, créeme. Pero hay fanáticos políticos peligrosos, hombres sin escrúpulos que utilizan los disturbios sociales presentes para sus propios fines. Se apropian de la vieja superstición para justificar su violencia. No puedes detenerlos y no tiene sentido intentarlo. Si te interpones en su camino, te destruirán.

Moybridge puso la mano sobre el hombro de Mark.

—Por favor, por el bien de los dos…

Mark retrocedió.

—Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué escribiste ese libro? Dime por qué tienes tanto miedo…

—¿Miedo? —La voz del abogado era penetrante—. Yo nunca dije…

—No es necesario. Mira tu mano; está temblando tanto que vas a tirar el vaso. Te llamé a la oficina esta mañana temprano, y me dijeron que hacía semanas que no ibas por allí. ¿Por qué estás aquí escondido? ¿No te das cuenta? Quiero ayudarte, pero no es posible a menos que me digas la verdad. ¿Te persigue la Hermandad?

—¡Vete!

—Por favor, escúchame. Sé que tienes algún problema. Si estás metido en esto…

—No estoy metido. Y tú no vas a meterme. —La voz de Moybridge se elevó—. Vete y mantente alejado. Lejos de aquí, lejos de mi vida, lejos de esa investigación.

Se quedó callado entonces, mirando como Mark salía por la puerta, siguiendo su camino hacia el salón y escuchando el sonido de la puerta de la calle al cerrarse tras él. Moybridge permaneció inmóvil hasta que oyó cómo el coche de Mark arrancaba y se iba.

Sólo entonces reunió el coraje suficiente para atravesar el patio y llegar al armario-bar portátil. Por la forma en que le temblaban las manos, pensó que nunca conseguiría descorchar la botella.

Pero logró hacerlo.

Mark también logró hacerlo, pero no fue fácil. Un terrible dolor le rompía la cabeza, golpeando y latiendo en las sienes. Y el cuello también le dolía, tuvo que desabrocharse la camisa para poder respirar.

¿Qué había ocurrido allí? No había sido sólo una discusión, era absurdo pretenderlo. Nunca antes había visto a su antiguo tutor asustado, nunca antes había visto a nadie tan alterado por una diferencia de opiniones.

Sólo que aquello no era únicamente cuestión de opiniones. Y a pesar de lo que Judson Moybridge declaraba, los hechos eran distintos.

La Hermandad Negra no era una invención de los medios de comunicación. Evidentemente existía. Y la presente ola de asesinatos y atentados se extendía demasiado para ser declarada como la obra de algunos movimientos políticos subversivos. No había nada político en sus amenazas y en sus predicciones de catástrofes.

Los argumentos de Moybridge, expuestos en su libro y repetidos en los libros de otros escépticos, ya no se aguantaban. Al igual que la repentina desaparición de la obra de Lovecraft y el que, curiosamente, se hubiera agotado por la venta en librerías. Parecía haber un interés general por su contenido, un interés fomentado por las declaraciones de la Hermandad Negra y por las revelaciones comunicadas verbalmente.

De acuerdo con estas fuentes, los informes oficiales del gobierno formaban parte de un encubrimiento deliberado. Durante la época de los terremotos, hacía un cuarto de siglo, Cthulhu realmente había ascendido de las profundidades, cuando la ciudad hundida, R’lyeh, emergió parcialmente del mar. Entonces empezó un viaje marcado por una estela de destrucción que dejaba tras de sí barcos y aviones que se esfumaban, poblaciones enteras de islas apartadas que desaparecían. Se organizaron misiones secretas. Una explosión termonuclear destruyó la isla de Pascua, incluyendo el suicidio del escuadrón enviado para ello.

La historia no había sido nunca oficialmente confirmada o negada, pero no terminaba allí.

Según un rumor persistente, Cthulhu no había muerto. Ningún arma podía aniquilar a una extraña forma de vida capaz de reconstituir sus componentes atómicos. El ser inmortal una vez más, se había refugiado en su guarida secreta, bajo el mar.

Las sectas que proclamaron su llegada, habían desaparecido también. En su lugar estaba la Hermandad Negra. Negra por la magia, no por la raza, pensó Mark. Naturalmente el grupo tenía una proporción normal de no caucasianos. En particular en Los Angeles, donde la población estaba compuesta por un veintidós por ciento de negros, un siete por ciento de orientales y, aproximadamente, un treinta por ciento de hispanos.

Hasta el momento nadie conocía a los componentes de la secta, cuántos eran blancos, cuántos eran negros, cuántos eran activistas y cuántos meramente creyentes. Lo más probable era que el número de miembros no fuese muy crecido, pero su influencia se estaba extendiendo y cada acción terrorista aumentaba el poder de la secta.

Oficialmente no se había desmentido. Ningún erudito, como Judson Moybridge, podía detener la creciente ola de tensión alrededor de la idea de la venida de Cthulhu. Y ninguna actuación de la Justicia había tenido éxito, ni siquiera habían logrado disolver las sectas secretas responsables del crecimiento de la violencia y la corrupción. No sólo allí, sino en todo el mundo, el modelo era claro: bombardeos, incendios provocados, sabotajes, asesinatos o misteriosas desapariciones de importantes ciudadanos, políticos o no, precedidos por amenazas, como el caso del atentado de ese día.

No había duda de que las autoridades estaban llevando a cabo una investigación secreta, pero sin resultados. Lo que había sido un problema sin importancia, estaba convirtiéndose rápidamente en el principal dolor de cabeza del gobierno.

Dolor de cabeza.

Mark parpadeó al sentir el dolor latiendo detrás de sus ojos. Bajó el cristal de la ventanilla para que entrara el aire, y el frío de la noche refrescó su frente. A la izquierda, vio la extensión de árboles y arbustos, envuelta en niebla, detrás de las paredes del cementerio de Parkland.

No sentía ninguna atracción por los cementerios, pero en esta ocasión era un signo de bienvenida, significaba que estaba llegando a su destino. Al girar a la izquierda se encontró con la casita situada al lado de la carretera. Aparcó junto a la acera, en una calle sin salida.

Un momento después, llamaba al timbre del 1.112 de la calle Parkland.

Se encendieron las luces a cada lado de la entrada y desde dentro salió una voz.

—Sí. ¿Quién es?

—Mark.

La puerta se abrió y Laurel Colman se quedó mirándolo sorprendida. Llevaba una bata y el pelo recogido. Obviamente se estaba preparando para irse a la cama, y en la cara todavía quedaban restos de la crema limpiadora. Pero incluso sin maquillaje, las suaves facciones morenas y los ojos, ligeramente rasgados, con su brillo de zafiro, ejercían un impresionante efecto exótico.

Ahora los ojos parecían inquietos.

—¿Qué demonios haces aquí a estas horas?

—Déjame entrar.

—Claro.

Laurel se apartó permitiéndole la entrada.

—Pero, dime…

—Después. ¿Tienes una aspirina?

—Siéntate. Te la traeré.

Lo condujo hasta el salón y desapareció, para reaparecer más tarde con las pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.

Mientras Mark tragaba y bebía, la chica lo observaba frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa? —dijo.

—Nada. Sólo otro dolor de cabeza.

—De verdad Mark, deberías ver a un médico. Lo prometiste, ¿recuerdas?

—Lo sé —asintió él—. No he tenido tiempo.

—Ibas a telefonearme esta noche —murmuró Laurel—. ¿Qué ha ocurrido?

Mientras él se lo contaba, ella escuchó atentamente, sin ninguna interrupción.

—Moybridge es quien me preocupa —dijo Mark—. Sabes lo unidos que estábamos. Desde que tenía tres años, cuando me sacó del orfelinato. Me crió en su casa como si fuera mi verdadero padre…

Laurel levantó la vista súbitamente.

—¿Estás seguro de que no lo es?

—A veces he deseado que lo fuera, pero es imposible. Una vez, hace años, cuando tenía catorce o quince años, se lo pregunté abiertamente. Me costó mucho hacerlo, pero a él le debió costar más aún responderme.

—¿Homosexual?

Mark negó con la cabeza.

—Estéril. Alguna enfermedad infantil, paperas o escarlatina. Por eso nunca se casó. Y supongo que ése fue uno de los motivos de que se convirtiera en mi protector. En los años siguientes al gran terremoto, muchos chicos se quedaron sin padres. En algunos casos los abandonaban a las puertas de las casas. Los orfelinatos estaban abarrotados y las autoridades emprendieron una campaña para buscar padres que los adoptasen. Moybridge fue uno de los que respondió, y tuve la suerte de que me eligiera a mí.

—Entonces realmente no sabes nada de tus antepasados.

—Ni lo más mínimo. El apellido Dixon era el de soltera de la madre de Moybridge. Me lo cedió legalmente cuando me tomó bajo su custodia. Tenía entonces su antigua residencia en Los Feliz. La señora Grimes, su ama de llaves, cuidó de mí. En aquellos años, él se estaba estableciendo como abogado, pero siempre encontraba tiempo para dedicármelo. Como te dije, tuve suerte.

»Recuerdo lo contento que estaba cuando empecé la carrera de periodismo en la UCLA. Él tenía contactos con alguien de la ciudad y me ayudó a encontrar trabajo cuando me gradué. Entonces compró la casa nueva y yo me mudé a mi apartamento. Pero no hubo resentimientos. Él me animó para que viviese mi vida. No perdimos el contacto, y siempre que yo tenía un problema, él estaba dispuesto a ayudarme. Hasta que llegó el asunto de la Hermandad Negra…

Laurel frunció el ceño.

—No he leído su libro pero, por lo que me has contado, debió trabajar mucho en él.

—Es verdad. Empezó la investigación cuando yo todavía estaba en la escuela. Tardó años en terminarlo.

—Comprendo. —Laurel miraba pensativamente—. Pero ¿qué fue lo que le impulsó a ello en un principio? ¿Tenía amigos que estuvieran interesados, le sugirió alguien que lo escribiera?

—Tampoco yo lo sé. Pero mientras trabajaba en ello, apenas hablaba de otra cosa. Cuando hizo el último borrador casi no se ocupaba en su profesión. El segundo socio asumió la dirección de la oficina. Entonces, después de que se publicó el libro, pareció perder el interés por él. Volvió a su trabajo, se compró una nueva casa y se instaló allí. Creo que, desde entonces, ninguno de los dos había mencionado nunca a Lovecraft hasta esta noche. —Mark hacía rodar el vaso entre sus dedos—. Ahora, de repente, este arranque. Amenazas, advertencias, ¿por qué?

—¿No puedes pararte a pensar que es natural que se preocupe de tu felicidad? —dijo Laurel—. Hasta ahora, no habías tenido nada que ver con la Hermandad Negra. Ahora estás complicándote en eso y él está intranquilo.

—Entonces, ¿por qué niega que la Hermandad Negra existe? ¿Por qué miente sobre lo que ocurre? ¿Sabe algo que nosotros no sabemos?

Laurel se encogió de hombros.

—Todo el mundo está inquieto últimamente. No sólo es el terrorismo. Mira el asunto del movimiento de los continentes o lo que sea. El otro día, precisamente, leí en una revista algo de que la polución de la atmósfera por residuos nucleares estaba cambiando el clima. Lo que llaman «el efecto invernadero». Dicen que se podrían producir otros terremotos como los de hace veinticinco años o incluso peores. —Sonrió—. Claro que yo no creo todas esas predicciones del fin del mundo.

—Ni yo —dijo Mark levantándose—. Pero quizá Moybridge sí. Quizá conoce algún secreto.

—No debes obsesionarte con eso.

Laurel se puso de pie.

—Mira, es bastante tarde…

Mark dejó el vaso sobre la mesa, fue hasta Laurel y la cogió por los brazos. Sus labios tenían un ligero sabor a crema de belleza, pero eso no hizo que él reprimiera su impulso de abrazarla fuertemente. Sostenía el delgado cuerpo de ella entre los brazos. Las manos de él ya buscaban torpemente los botones de la bata.

—Mark, basta, podrían vernos desde la calle…

—Pero no en el dormitorio.

La condujo hasta allí, y esta vez el batín salió sin resistencia.

La exotica cara, reflejando la mezcla heredada de un padre irlandés y una madre japonesa, se levanto hacia él con una cierta ironía.

—Creía que te dolía la cabeza.

—Sí. Pero confío en que tú me quites el dolor.

—Haré todo lo que pueda —murmuró Laurel.

Lo empujó sobre la cama y cumplió su promesa.

Oscuridad. Algo sólido va extendiéndose a su alrededor, una cascada de frialdad, una ola de hielo en el mar helado, que se encrespa para chocar con la cresta de la noche, eclipsando la vista y el oído y las sensaciones…

—Mark ¡despierta!

Abrió los ojos y vio las sombras oscilantes en el techo del dormitorio, mientras Laurel lo zarandeaba para despertarlo.

No, no era Laurel. Toda la habitación temblaba. Y por todas partes el retumbo contestaba como un fuerte bramido.

—¡Un terremoto!

Se levantó lentamente, tirando de la chica para que hiciera lo mismo, mientras el suelo vibraba y crujía.

—¡Fuera! ¡De prisa!

Laurel recogió el batín y las zapatillas de la silla junto a la cama, mientras él, apresuradamente, tomaba los zapatos y un lío de ropa. Entonces, dando traspiés por el pasillo, llegaron hasta la sala. Del dormitorio llegaba el ruido de cristales al romperse. Al correr hacia la puerta, una lámpara se vino abajo y los cuadros bailaban en las paredes hasta caer en el suelo.

Ahora toda la casa temblaba por el golpe de una mano gigantesca, y Mark tiraba de la puerta intentando abrirla. La barrera cedió; empujó a Laurel a través de la abertura y la siguió en la espesa niebla de la noche.

Detrás de ellos, la mano invisible oprimía y acosaba. Se produjo un gran estruendo en el momento que una parte del tejado cedió.

Corrieron sobre la hierba crecida en busca de algún lugar seguro en la calle.

—¡Cuidado! —gritó Laurel.

Al mirar hacia arriba, Mark vio la esfera del farol cayendo en espiral entre una lluvia de chispas que desaparecían en la niebla espesa.

—¡Vamos al coche! —dijo Mark.

Pero su coche ya no estaba junto a la acera. Al mirar a la izquierda, lo vio empotrado contra un muro de hormigón al final de la calle. El capó estaba aplastado por un poste de teléfonos caído. Una aureola de luces centelleaba a su alrededor, haciendo que la niebla pareciera verde. Las chispas saltaban, mientras el tendido de la electricidad azotaba con sus tentáculos el vehículo atrapado.

De repente, entre el lejano retumbar, sonó un silbido avisador, y los centelleos verdes se volvieron rojos y la noche empezó a arder.

Algo se precipito desde arriba y Mark, al ver la neblina encarnada, tiró a Laurel al suelo. Sobre la hierba y el pavimento se derramaban chorros de gasolina, que se volvían rojos cuando el fuego ardía hasta consumirlos. Pronto alcanzaría la casa y entonces…

Mark se levantó, volviéndose hacia la entrada de la calle. Allí un árbol había caído, con los cables del tendido eléctrico enredados entre sus ramas. Empezó también a quemarse, lanzando llamaradas que impedían el paso.

La única vía de escape era atravesar la calle y llegar a la pared del cementerio de Parkland, que se levantaba detrás de un grueso velo de niebla y oscuridad.

Sin decir una palabra, Mark empezó a caminar hacia allí, llevando de la mano a Laurel. Por lo menos allí, al aire libre, estarían a salvo, si conseguían escalar el muro de piedra que rodeaba el cementerio.

Al llegar a la acera de enfrente, a través de los remolinos de niebla, vio que ese problema había desaparecido, junto con un trozo de muro. Una gran rotura se abría a la derecha, de forma que permitía el paso.

Animó a la chica.

—Vamos antes que el fuego se extienda…

Treparon por los escombros hasta penetrar en el cementerio. Allí se detuvieron exhaustos y en silencio, al comienzo de un camino cubierto de niebla.

—Creo que está pasando —murmuró Laurel—. Escucha…

Mark asintió. El ruido retumbante se apagaba a lo lejos y la vibración bajo sus pies había cesado.

Él respiró profundamente, mirando cómo Laurel abrochaba su batín y se ajustaba el cinturón. De repente se dio cuenta de que el frío envolvía su cuerpo y también de que en la mano llevaba un lío de ropa. Se vistió apresuradamente, introduciendo los pies desnudos y magullados en los zapatos. Tras ellos sonaba el crujido avisador de las llamas ascendentes, pero él no se volvió a mirar. Escaparon hacia delante, entre los árboles y la niebla. Y ya que el terremoto había muerto…

Muerto.

Laurel también lo sentía, porque su mano temblaba al tocar el hombro de él.

—No me gustan los cementerios —murmuró ella—. Vámonos de aquí.

—No podemos arriesgarnos a salir a la calle ahora —dijo Mark—. No con el tendido eléctrico caído. Acortaremos si vamos a la puerta de entrada por la avenida.

—¿Tenemos que hacerlo? Me da miedo…

—Da las gracias de que hayamos logrado salir a tiempo —le dijo él—. Al menos aquí estamos a salvo. Vamos, dame la mano.

Con los dedos temblorosos de ella entre los de él, empezaron a avanzar entre los árboles, por el sinuoso camino de grava, a través de las tumbas y las lápidas. La niebla era allí más densa; se cernía sobre el silencioso cementerio, cubriendo hasta el último rincón.

De repente, Laurel se quedó sin aliento, tirando de la muñeca de Mark para arrastrarlo hacia atrás.

La mano invisible también había trabajado allí, arrancando las lápidas, destrozando las tumbas. Grandes grietas recorrían el suelo arenoso en todas direcciones, desgarrando profundamente la tierra.

Al mirar una tumba, Mark vio un ataúd astillado, con la tapa de roble arrancada. Con curiosidad, examinó lo que yacía en el interior. A través de los remolinos de niebla, asomaba una calavera sonriente, con las cuencas de los ojos vacías, fosforesciendo en la oscuridad.

Laurel hizo un ruido con la garganta, después volvió la cabeza y tiró de la mano de él. Evitando el agujero, se pusieron en marcha de nuevo.

Entonces, al apretar el paso, empezaron a aparecer surcos por todas partes. Fragmentos de urnas destrozadas, esparcidas entre las lápidas rotas. Nuevamente perdieron tiempo en rodear otras tumbas destrozadas, pero ninguno de los dos se paró a mirar en el interior.

Ahora estaban fuera del camino, andando a través de un laberinto de niebla y peligros ocultos. Mark observaba los cenotafios y los monumentos resquebrajados. Entonces, casi tropezó con la estatua de un ángel de alas rotas.

Estaban llegando al centro del cementerio, a la parte más antigua, donde los mausoleos de mármol y las tumbas de granito todavía se aguantaban de pie. Pero no estaban del todo intactos; en muchos, el terremoto había arrancado el enrejado de hierro y las puertas. Y la tierra estaba llena de surcos profundos en todas las direcciones.

La tumba abierta. Desde los primeros tiempos, Mark conocía el significado de esa frase; el significado y la amenaza. Laurel jadeaba detrás de él, mientras saltaban sobre las profundas fisuras, evitando los agujeros que conducían a los dominios de la muerte. Todo era confusión, y Mark empezó a notar el aire fétido de la putrefacción que salía de los surcos y se mezclaba con la pegajosa niebla.

Pero lo peor era el silencio, el silencio mortal de la bruma creciendo calladamente, interrumpido sólo por los jadeos de Mark y de su compañera, esforzándose por continuar.

Y por el otro ruido.

Un perro ladraba a lo lejos. Su ladrido parecía llegar de algún lugar detrás de ellos, en la oscuridad. Y entonces llegó también el ruido sordo de unas pisadas, el ruido repetitivo, que resonaba en la noche, mientras el ladrido se intensificaba.

Mark se detuvo, mirando atrás en la niebla. No vio nada, pero el ruido era cada vez más fuerte. Laurel también lo oía y su mano fría apretaba la muñeca de él.

—¡Algo se acerca! —exclamó ella—. En ese momento, se volvió a mirar en la neblina.

—¡Oh, Dios mío!…

Mark lo vio también, o creyó verlo.

Una forma oscura surgía de un montículo de tierra, junto a una de las grietas; la silueta de una cabeza y unos hombros se proyectaba en la niebla, torciéndose hacia un lado, de modo que el hocico del perro se hiciera claramente visible. Un perro gigantesco se asomaba desde una grieta para mirar. Después desapareció.

Los perros ladran, pero sus ladridos no se convierten en carcajadas.

Y en aquel momento, empezaron a oírse unas risas entrecortadas. Algo se deslizaba hacia fuera desde un surco lleno de niebla.

Laurel gritó y súbitamente soltó la mano. Antes que Mark pudiera darse cuenta de sus intenciones, salió corriendo, huyendo a ciegas en la niebla.

—¡Detente! —gritó Mark.

Pero la figura desapareció corriendo en la oscuridad, dirigiéndose hacia las tumbas que se elevaban en un montículo, desde donde se irradiaban las grietas.

No eran grietas. Eran madrigueras.

La comprensión llegó con una claridad glacial. Un terremoto podía desgarrar la tierra, pero no podía construir lo que se escondía debajo. Un sistema regular de túneles entrecruzados yacía bajo el cementerio, a unos dos metros de profundidad; cientos de túneles excavados en la arcilla, durante un siglo de trabajo, por cosas que se movían de unas tumbas a otras en busca de…

Alimento.

Mark se hundió en la bruma gritando.

—¡Laurel! ¡Espera! ¡Vuelve!

No había respuesta alguna, ni era posible ver a la chica entre la oscuridad llena de niebla que rodeaba las bocas de las tumbas.

Pero las risas se oían nuevamente. Llegaban de algún lugar más adelante, desde el montón de tierra en donde convergían los surcos de las tumbas. Y durante un instante tuvo la visión de un hocico canino saliendo de la tierra, que continuaba con un cuerpo que corría y saltaba sobre dos torpes piernas, con los grotescos brazos, o patas delanteras, ávidamente extendidas.

Después desapareció, tragado por la oscuridad como lo había sido Laurel.

—¡Laurel! —llamó.

Y al hacerlo, bajó la vista, justo a tiempo para evitar caer en una de las aberturas de los túneles. Después siguió corriendo hacia el montículo donde las tumbas se recortaban contra la helada noche de niebla.

—¡Laurel!… ¿Dónde estás?

La respuesta fue un grito procedente de la boca de un mausoleo, a la izquierda.

Al empezar a andar hacia allí, el grito se interrumpió bruscamente. Pero entonces las risas aumentaron, seguidas por un sonido indescriptible: una mezcla de gruñidos y gorgojeos.

Mark corrió, con los ojos fijos en la abierta entrada, sin ver las lápidas que estaban caídas en el camino.

Tropezó y cayó, golpeándose la frente contra el granito con tanta fuerza que quedó aturdido. Durante un largo rato, las imágenes y el sonido se apagaron, mientras él intentaba mantenerse consciente. Permaneció tumbado, jadeando, hasta que su vista se aclaró de nuevo y sintió un latido inesperado en las sienes, el dolor agudo en el cuello y los hombros. Pero no sangraba, y podía ver y oír otra vez. Se levantó tambaleándose, mirando la entrada de la tumba, esforzándose por concentrar su atención en cualquier sonido que saliera de dentro.

Pero ahora todo estaba en silencio. Mark se acercó, deteniéndose antes de entrar, intentando intuir lo que yacía dentro.

Silencio y oscuridad.

De todas formas sabía que, a pesar de lo que encontrase, aquel no era ya el camino a seguir, lo había perdido mientras yacía sin sentido en el lugar de su caída.

—¿Laurel? —llamó suavemente.

Pero no hubo respuesta.

Mark tomó aliento.

Entonces, con cuidado, paso a paso, atravesó la oscura entrada hacia la hedionda negrura. Sus pisadas resonaban sordamente sobre el suelo de piedra del mausoleo. Apoyando la mano derecha en el mármol frío de la pared para guiarse, se adentraba en el reino invisible maloliente y helador. Una vez más susurró el nombre de Laurel.

Fueron sus pies quienes la encontraron, al pisar el batín tirado en el suelo.

Ella yacía inmóvil, y él ya no volvió a murmurar su nombre. Se agachó y levantó su cuerpo relajado en los brazos. Era tan delgada que no tuvo ninguna dificultad en transportarla hasta fuera, a la noche brumosa. Allí fue donde, al mirar, se dio cuenta de por qué parecía tan ligera la carga.

Lo que la había atacado en la oscuridad no había herido su cuerpo; las extremidades y el torso estaban intactos.

Pero la cabeza había desaparecido.

¿Cuánto tiempo había estado corriendo? Su último recuerdo claro era la visión del cuello desgarrado, sangrando. Dejó entonces caer su horrible carga, y lo que llegó después fue una marcha sofocada a través de los reinos del terror sepulcral.

Todo estaba fragmentado en visiones fugaces, interrumpidas por un punzante dolor de cabeza. Un terrible dolor de cabeza. ¿No era esa la típica frase? Un dolor de cabeza tan terrible que le hacía confundir la realidad y las alucinaciones.

Había existido una chica llamada Laurel y había muerto. ¿Pero cómo podía estar seguro del resto? Si no había nada parecido a un perro, ¿por qué guardaba su recuerdo con tan espantosa claridad? La visión de un hocico rezumante, con brazos escarbadores, cubiertos de un pelaje plateado ¿Seria eso menos real que su visión de multitud de esas criaturas, cavando túneles en el cementerio para llegar hasta lo que yacía debajo y alimentarse de ello?

¿O era tan sólo la evocación de uno de los relatos de Lovecraft, algo que había leído?

Pero la cabeza de Laurel había desaparecido.

Y él había corrido, había llegado hasta la puerta de la avenida, en el otro lado del camposanto. Allí, el silencio sepulcral daba paso a ruidos estridentes. El silbido de las sirenas a lo lejos, los gemidos de las voces en las calles cercanas, el rugido de las llamas en la noche, el chirrido del metal de los coches cuando chocaban entre sí en su marcha en zig-zag, el estruendo de los muros al derribarse, el sonido estridente de los megáfonos en una barricada de figuras uniformadas que luchaban contra los saqueadores que invadían un centro comercial destrozado.

La cabeza de Laurel había desaparecido.

Tenía que llegar al centro de la ciudad, encontrar a Heller, contarle lo que había ocurrido. El terremoto era el gran suceso. Debía haber sido tan malo o peor que el de hacía veinticinco años, pero también tenía su historia y debía ser contada.

Ningún coche. Entonces caminaría, la distancia no pasaría de kilómetro y medio. Esquivar los cuerpos amontonados, las fogatas.

Chinatown estaba ardiendo. Un viejo corría por la calle, con el pelo y la barba envueltos en llamas. Una tubería de gas explotó y desapareció el viejo. Sacudidas, ondas de choque, una lluvia de escombros, una pared que ardía interrumpiendo el paso.

Dar un rodeo. Atravesar un tramo libre, pero de prisa. El siguiente tramo ya estaba bloqueado, escombros desparramados, coches volcados, aplastados como juguetes de latón, expulsados los muñecos que viajaban en el interior. Pero los muñecos se retorcían de dolor, gritando. El miedo hizo que su cabeza palpitara.

Da las gracias por conservar la cabeza. La cabeza de Laurel ha desaparecido. Debes contárselo a Heller…

Mark jadeaba, respiraba con dificultad mientras subía la colina de Bunker. Allí, el humo mezclado con la niebla secaba sus pulmones y hacía que los ojos le ardiesen. Pero entonces alcanzó la cima, la ciudad yacía al otro lado.

Mirando a través del humo que se movía formando espirales, vio la frase que monstruosamente tomaba forma.

Efectivamente la ciudad yacía más allá. Yacían las secuelas de la actividad. La actividad del terremoto que había derribado los rascacielos, había demolido el Pabellón y el Centro de Música y arrancado el tejado del Ayuntamiento.

La cabeza de Laurel había desaparecido.

Y el Times News Center había desaparecido. En aquel soberbio lugar del horizonte ahora se elevaba una columna de fuego.

De modo que no podía contárselo a Heller. No podía contárselo a nadie. Excepto a Judson Moybridge. Eso era. Tenía que encontrar a Moybridge.

Debía haber perdido todo el sentido del tiempo, y ahora volvía a trepar hacia las colinas. ¿Era realidad o imaginación lo que le hacía evocar el sombrío recuerdo de un hombre en un coche, un joven negro que se paró haciendo señas para llamarlo?

—Estás acabado, amigo. Será mejor que te lleve, ¿dónde vas? Yo voy a probar si la 101 no está cortada. Sube, te dejaré en la base del cañón. Ya me desviaré después.

Un terrible dolor de cabeza.

Pero debió haber ocurrido así, debió haberle llevado. Ahora estaba en la carretera de la montaña. El tendido eléctrico estaba ileso en casi todos los sitios, pero no salía ninguna luz de las casas silenciosas que anidaban en la ladera y quedaban pocos coches junto al camino. Todos habían escapado aterrados. Desaparecido, como la cabeza de Laurel.

¿Te das cuenta ahora? Estabas equivocado, y Lovecraft decía la verdad. Existen esas cosas, porque yo vi una. Dios sabe cuántas más se ocultaban en aquellas madrigueras. Dios sabe de dónde salían para invadir toda la ciudad. Aquella noche iban a darse un banquete, iban a saciarse del todo…

Eso era lo que le estaba contando a Moybridge. ¿O hablaba consigo mismo tropezando en la oscuridad? Alucinación y realidad.

Cuando llegó a la cima el cielo estaba rojo. Rojo intenso, rojo furioso. El sonido de las llamas y las sirenas, los helicópteros sobrevolando.

El dolor en la cabeza, el dolor en el cuello y los hombros, se juntaban con una sensación en los pulmones, en los riñones, en las piernas. Subiendo, subiendo aún más. Tenía que encontrar a Moybridge, contárselo.

La casa, en la cumbre de la colina, estaba a oscuras, pero el coche aún se encontraba en el cobertizo, y un poco más lejos había otro aparcado.

Mark encontró la verja abierta. Entró y fue hasta la puerta principal. No hubo respuesta a su llamada, ni al timbre ni a los golpes. Giró el tirador, pero la puerta estaba cerrada.

Caminó hasta el otro lado de la casa y encontró una ventana cerrada. Miró a su alrededor en busca de alguna roca o piedra para romper el cristal.

Al hacerlo advirtió que la verja del final del camino estaba entreabierta. La empujó y entró en el patio trasero. Allí la niebla era más espesa y cubría toda la parte de la piscina.

Pero no era la piscina lo que importaba; al darse la vuelta vio la puerta de cristal que daba a la sala. Estaba abierta, y del interior salía un débil murmullo y un resplandor fugaz.

Mark miró hacia dentro. El murmullo y el resplandor provenían de la pantalla de televisión. La superficie agrietada no ofrecía ninguna imagen, sólo una mancha borrosa de luz.

Entró en la habitación y apretó el interruptor de la pared, las luces no se encendieron, de modo que allí también habían tenido daños. Y de ser así, ¿qué le había ocurrido a Judson Moybridge?

Mark le llamó por su nombre. Después gritó. Pero no hubo contestación alguna.

De nuevo sintió los latidos en el cráneo y en los hombros y, resollando con dificultad, atravesó la habitación y empezó a caminar por el pasillo que conducía a la cocina y a los dormitorios.

No había ningún signo de alteración, ningún ruido, excepto el de sus pisadas resonando en la oscuridad. Entonces recordo el encendedor que guardaba en su bolsillo y lo buscó torpemente. La llama brillaba y permanecía firme mientras él revisaba el comedor y la cocina. Ambos estaban vacíos y sin desperfectos.

Lentamente llego hasta el primer dormitorio, reuniendo valor para mirar adentro. Pero allí también la luz del encendedor reveló que no había nadie. En el baño tampoco descubrió ninguna pista.

Entonces recordó que una vez Moybridge había mencionado que usaba el segundo dormitorio como estudio y despacho a la vez.

Mark caminó hasta el final del pasillo. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Empujó para abrirla y entró con el encendedor en alto.

Allí dentro todo era confusión. Los libros habían sido barridos de la estantería empotrada, y estaban esparcidos desordenadamente por el suelo, tirados de cualquier forma. La silla del escritorio estaba volcada entre ficheros caídos. El contenido de los ficheros sobre la alfombra. El escritorio, arrinconado contra la pared, cubierto de papeles y carpetas.

Mark miró frunciendo el ceño. Sólo la actuación del terremoto podía haber producido tal resultado. ¿O quizá no?

Los terremotos podían abrir cajones, pero no vaciarlos. Los terremotos podían arrojar fuera el contenido de los ficheros, pero no podían forzar cerraduras ni registrar. Los terremotos no podían abrir la caja fuerte…

Entonces rodeó el escritorio y encontró la puerta circular de acero de la caja fuerte entreabierta.

La caja estaba vacia.

Detenidamente inspeccionó el montón de papeles que había a sus pies. Algunos habían salido de la caja, no había duda: el portafolios de piel con las pólizas de seguros, el gran sobre de papel manila donde estaba escrito el nombre de la compañía hipotecaria, y los paquetes de billetes envueltos cuidadosamente.

Mark tomó uno y lo examinó. El paquete, protegido con cinta adhesiva, tenía tres pulgadas de grosor y los billetes eran todos de cien dólares. En el suelo había media docena más. Una fortuna en moneda de curso legal.

Obviamente, quien fuera el que abrió esa caja, no buscaba dinero.

Se agachó, sintiendo el dolor que se extendía por el pecho. Respiraba fatigosamente, sofocándose. Algo malo le ocurría, muy malo, pero tendría que esperar. Allí también ocurría algo malo y tenía que saber…

Sobre el suelo había más cosas de la caja: recibos, títulos de acciones, documentos legales. Al fondo de todo había un sobre que le hubiera pasado inadvertido, si no llega a ser porque sus dedos tropezaron con el duro objeto que contenía. Mark lo abrió con la mano libre y el contenido del sobre rodó hasta su palma.

Era sólo un diminuto carrete de microfilm, dentro de una pequeña bolsa de plástico, cerrada con una cinta. Sobre la cinta había un nombre garabateado.

Extracto - Necronomicón.

De nuevo se hizo borrosa la vista de Mark y sintió una punzada de dolor que recorría sus hombros. Alucinación y realidad.

El Necronomicón era la alucinación. El mismo Judson Moybridge dijo que tal libro sólo había existido en la imaginación de Lovecraft. Pero el carrete del microfilm era real y provenía de la caja fuerte de Moybridge.

¿Qué más guardaba aquella caja, y quién había ido a buscarlo?

Mark se levantó, dejando caer el carrete en su bolsillo. El encendedor temblaba en su mano y los pinchazos de dolor se hacían más fuertes.

Alucinación y realidad. Moybridge había jurado que no existían cosas como la Hermandad Negra, pero la Hermandad Negra predijo el terremoto y el terremoto se había producido. Moybridge había dedicado muchos años de su vida a probar que las imaginaciones de Lovecraft no tenían ninguna base real, pero aquella noche uno de los relatos había cobrado vida y, a causa de ello, Laurel había muerto.

Si Moybridge sabía la verdad, ¿por qué había mentido?

La cabeza de Laurel había desaparecido. ¿Y dónde estaba Moybridge?

Mark salió de la habitación, alejándose poco a poco por el pasillo, alerta a cualquier señal o ruido que pudiera revelar la presencia de alguien que estuviese escondido. No vio nada, excepto sombras. Sólo se oía el zumbido de la pantalla rota en el salón. Fuera, en el patio, la niebla era densa.

Apagó el encendedor y salió. En la noche, que lo rodeaba como un sudario, se oía el ruido del agua al correr. Aquel ruido le llevó junto a la piscina y miró su superfice rizada, llena de burbujas negras que bullían y reventaban.

Algo se movía debajo.

Algo se movía, retorciéndose y elevándose desde las profundidades. Y entonces, lentamente, emergió.

A través de los jirones espirales de niebla, Mark contempló lo que flotaba en el centro de la piscina. Era el cuerpo oscilante y la cara hinchada de Judson Moybridge.

Los ojos vítreos sobresalían inexpresivos y ningún sonido surgía de la desfigurada boca abierta. Porque la muerte ni ve ni habla. Moybridge estaba muerto.

Se agachó, inclinándose hacia delante para alcanzar el cuerpo.

Entonces, junto al borde, salieron unas manos del agua que le agarraron de repente por los tobillos, precipitándolo en la negrura burbujeante.

Cuando te ahogas pasas revista a toda tu vida.

Eso decían los cuentos de las viejas, pero era falso.

Mark lo sabía porque estaba ahogándose ahora, ahogándose en la piscina junto al cuerpo flotante de Judson Moybridge. El dolor de cabeza llegó al máximo, y los latidos se extendían al cuello y al pecho. Intentó liberarse, pero las manos invisibles le sostenían con fuerza, hundiéndolo en las profundidades hasta que sus pulmones se llenaron de agua.

Cuando esto ocurrió, ya debería estar muerto, pero no lo estaba. Era un sueño…

En el sueño todavía estaba vivo y ellos lo sacaban de la piscina, chorreando agua, aturdido e indefenso, pero vivo.

Pudo ver cómo lo rodeaban, tomándolo por los pies y transportándolo hasta un coche aparcado más allá de la casa.

Había algo extraño en sus vestidos: no se adaptaban a sus cuerpos. Las prendas habían sido confeccionadas para cuerpos humanos normales y sus capturadores no eran normales. Su torpe manera de andar revelaba una malformación en las piernas, sus espaldas estaban encorvadas y sus abultados cuellos se dilataban y se contraían con el ritmo discordante de su respiración. Tenían muñecas alargadas, saliendo de los puños de las camisas, acabadas en dedos unidos por una membrana que le sujetaban y le apretaban como garras. Y lo que percibió de sus rostros, hizo que su sueño se transformase en una pesadilla.

Grandes ojos globulosos que no parpadeaban; narices aplastadas con anchos orificios; grandes bocas sin labios, abriéndose para exhibir hileras de diminutos dientes afilados; la piel escamosa cubriendo con tirantez las cabezas sin pelo; cuellos con barbillas con rajas a ambos lados, abriéndose y cerrándose en un continuo latido. Todo eso era parte de un sueño.

Pero su irresistible olor a pescado era lo que realmente le repelía; su olor y sus voces. Los profundos sonidos guturales presentaban sólo una semejanza con el lenguaje, pero podía comprender las palabras trabajosamente pronunciadas.

—La costa no. El camino ha desaparecido. Todo destruido. Debemos volver a las carreteras. A través de las montañas.

Entonces, afortunadamente, todo se desvanecio.

Cuando Mark recobró el conocimiento, se dio cuenta de que la noche era fría. Pero él no tenía frío. Habían trepado por encima de la niebla, dando trompicones y resbalando. Mark abrió los ojos y observó el horizonte rojizo a lo lejos y la negra oscuridad del cielo, donde asomaban los altos picos.

Mientras oscilaban de un lado para otro, siguiendo la carretera llena de surcos, acortando por las cuestas empinadas de las altas montañas, le parecía que la respiración de sus compañeros se hacía cada vez más fatigosa. Jadeaban quejándose, pero el que guiaba negaba con la cabeza pelada y deforme.

—El único camino seguro. El único camino seguro. —Repetía una y otra vez.

Seguro de interferencias humanas, de que apareciesen otros vehículos en aquel peligroso camino que atravesaba los picos. Un sol encarnado aparecía en el cielo por el este, produciendo un resplandor rojizo entre el espacio que dejaban en medio las montañas, a la izquierda. El origen de aquello era el reflejo del sol en el agua, pero Mark no podía recordar haber visto nunca el océano tan cerca de los montes, allí en el norte. La geografía se confundía en los viajes soñados.

Nuevamente le pareció sumirse en un profundo aturdimiento, despertándose de tanto en tanto, cuando el coche se detenía para enfriar el radiador. Pero siempre retornaba a la marcha, y las horas interminables pasaban en silencio, sin interrupciones. Porque, aunque sus capturadores continuaban sujetándolo por los brazos, no hacían ningún esfuerzo por dirigirle la palabra.

El tiempo no existe en los sueños y era incapaz de saber cuanto hacía que habían rodeado el valle inundado de agua, que cubría las casas hasta los tejados. Ni sabía en qué momento le habían conducido por encima de un torrente fangoso donde los cuerpos de hombres y de ganado se arremolinaban entre la espuma manchada de rojo.

Procuró animarse al descubrir que el crepúsculo había llegado una vez más y el coche pasaba junto a un letrero medio caído: Los Gatos - 30 millas.

Debían estar en algún lugar de las montañas de Santa Cruz, suponiendo que tales cosas existieran realmente en los sueños, se dijo. En los sueños de muerte. La realidad se había muerto en algún lugar de aquella ciudad, de la misma forma que él había muerto ahogado en la piscina porque nunca aprendió a nadar.

Más valía que fuera así. Más valía estar muerto y soñando, que vivo y despierto en las garras de aquellas criaturas, trepando otra vez por las montañas crepusculares, cubiertas de árboles.

De vez en cuando se divisaban casas, aisladas y silenciosas, vacías y sin luz, entre las enormes secoyas. Vio un letrero que decía: Terraza con vista al cielo. El coche pasó de largo, después dobló por una carretera sucia, angosta y empinada, una especie de sendero que conducía a un laberinto de árboles.

Era una ilusión, por supuesto, porque el sueño era la única realidad. Aquel sueño y aquellas criaturas. Ahora sabía lo que eran los híbridos con aspecto de pez. Sabía de dónde venían y a dónde debían ir. Le llevaban a Innsmouth…

—¿Innsmouth? —dijo la voz—. Sin duda sabrá que no existe. Y que nunca existió; al menos con ese nombre.

Mark abrió los ojos.

La habitación estaba oscura y el cielo de la noche, a través de la ventana panorámica, estaba más oscuro aún. Parecía encontrarse sentado en un sofá junto a la ventana. Un sofá tapizado con una tela particularmente gruesa y áspera. Entonces se dio cuenta de por qué resultaba tan molesto para su piel: estaba desnudo.

El aire era húmedo y frío, pero eso no le importaba; el dolor había desaparecido, de forma que se sentía casi del todo bien. ¿Pero cómo era posible si estaba muerto y soñando?

—Ni muerto ni soñando —dijo la voz.

Mark miró alrededor de la habitación, buscando su procedencia. Gradualmente su vista se adaptaba a la escasez de luz y ahora podía descubrir vagamente el perfil de un cuerpo en las sombras, ocupando una silla junto a la pared del fondo.

La naturaleza de esa figura era poco clara, pero su postura era erecta. Eso, junto con la ausencia del repugnante olor y la claridad con la que hablaba, le indicó a Mark que no estaba en presencia de uno de sus raptores.

—No ha sido raptado —dijo la voz—. Ha sido conducido hasta aquí.

Tardíamente, Mark se dio cuenta de que no había hablado en voz alta. Y eso significaba…

—¿Lee los pensamientos?

La voz reflejaba una cierta ironía.

—Es sólo intuición. Una broma. Si realmente pudiese hacerlo, habría sabido que Moybridge no era de confianza. Como tuve sospechas ordené que registraran su casa. Lo que encontraron en la caja fuerte las confirmó.

—Usted lo asesinó —dijo Mark.

—Una dura palabra. De cualquier forma habría muerto cuando subieran las aguas.

—¿Aguas?

—Olvidaba que no sabía lo del desbordamiento de la marea que se produjo como consecuencia de los temblores de la noche pasada. La dársena de Los Angeles ya no está vacía. La línea costera de la baja California y la bahía de San Francisco han quedado inundadas. Incluso aquí en las montañas estamos protegidos sólo temporalmente. Véalo usted mismo.

Mark echó una mirada a través de la gran ventana de su izquierda. Antes de verlo oyó su murmullo; la extensión ininterrumpida de agua batiendo contra la pared del despeñadero, cuarenta pies más abajo.

—Continúa subiendo —dijo la voz.

Repentinamente, Mark se levantó, y su movimiento fue acompañado por una risa sarcástica.

—Quédese quieto —dijo la voz—. No queda ningún lugar donde ir. Por todo el mundo han caído las ciudades importantes, y sólo subsisten los picos más altos. Pero nuevas tierras emergerán de las profundidades; viejas tierras, en realidad, porque una vez poseyeron el dominio y ahora surgen para gobernar de nuevo. Los antiguos y las antiguas costumbres serán restituidos, y lo que quede de la humanidad desempeñará un papel inferior. Algunos como esclavos, otros como ganado, para procrear con aquéllos que están bajo el mar o para alimentar a los que estén sobre la tierra.

—¡No! —Mark negó con la cabeza—. No lo creo…

—¿Aunque tenga la prueba ante sus ojos?

Nuevamente sonó la risa irónica en la oscuridad.

—La procreación y la alimentación siempre han existido, incluso cuando la humanidad se creía suprema. Los descendientes de esas uniones fueron los que le trajeron aquí. Y respecto a la alimentación; lo que los hombres llamaban su último lugar de descanso, realmente no lo fue nunca. Todos los cementerios son accesibles desde abajo, y toda la Tierra está llena de entradas a los cementerios. Lo que vio la noche pasada sólo es una muestra de lo que se oculta en las cavernas, bajo los montes.

Mark miraba fijamente a la sombría forma de donde salía la voz.

—¿Quién es usted?

—Mi verdadero nombre no le diría nada. Pero aquí, en la Tierra, en Egipto, hace años los hombres me llamaban Nyarlathotep.

El nombre resonó sobre el ruido de las aguas. Nyarlathotep. El Mensajero Poderoso de los Diablos. Las historias de Lovecraft

—Él, desde luego lo sabía —murmuró la voz—. Siempre algunos lo han sabido. Alhazred depositó su conocimiento en el Necronomicón para que los hombres pudieran comunicarse con sus verdaderos maestros. Todavía aquellos conjuros y encantamientos pueden hacer daño si caen en malas manos. Es necesario buscar y destruir su obra y tacharlo de loco, aunque lo único que intentaba era instruir.

»Pero Lovecraft significaba una advertencia, y ése era el mayor peligro. Sólo una casualidad impidió la llegada de Cthulhu, hace aproximadamente un siglo. Lovecraft lo narró todo con demasiada claridad y predijo la nueva aparición del Gran Cthulhu. Como sus obras estaban tan difundidas, fue imposible eliminar todos los ejemplares impresos e, inevitablemente, algunos lectores sospecharon la realidad detrás de la ficción.

»Era importante desacreditar sus relatos, asociarlos con extrañas sectas religiosas como la Sabiduría Sideral, de hace un cuarto de siglo. A sus miembros se les encomendó la labor de eliminar cualquier prueba tangible que pudiera confirmar las revelaciones de Lovecraft. Se buscaron todos los documentos y las cartas que le sirvieron como fuente de información, las pinturas de Richard Upton. Y sus propietarios, hombres como Albert Keith, fueron liquidados.

»Entonces la profecía de la venida del Gran Cthulhu se cumplía otra vez. Pero de alguna forma, las autoridades tuvieron conocimiento de ello y, por una serie de circunstancias, la ex mujer de Keith se vio envuelta en el asunto.

»Se envió una misión para luchar contra él y yo hice lo que fue necesario para impedirlo. Pero a pesar de todos los intentos y propósitos, Cthulhu sucumbió y aquellos que estaban en el poder, una vez más, se sintieron a salvo.

»En aquel clima de complacencia reasumí mi trabajo, creando las condiciones que pudieran alterar el dominio del hombre. Inventé la Hermandad Negra, usando el terrorismo y el asesinato para distraer a la humanidad de la verdadera naturaleza de lo que estaba por venir.

»Esta vez no se produjeron errores. Y cuando las estrellas se dispusieron correctamente en el firmamento, cuando aparecieron las señales de que se acercaba la destrucción de la Tierra, todo estaba preparado. Ahora ha sucedido.

—¿Por qué me cuenta esto? —Mark se agitaba, inquieto—. No entiendo…

—Ya lo entenderá.

Se produjo un débil sonido y repentinamente se encendió la luz, iluminando con tal intensidad, que durante unos instantes la vista de Mark se cegó. Después, lentamente, fue acomodando la visión a la intensidad de la iridiscencia hasta que lo vio todo claramente.

Sentado frente a él, había un hombre negro que llevaba negros vestidos. Había algo extraño en la intensidad de su color, pero no era tan perturbador como lo que originaba aquella luz.

Surgía de una caja de metal dorado labrado que descansaba sobre el regazo del hombre negro. Sus lados presentaban dibujos de figuras contorsionadas, todo ojos y tentáculos, que no se parecían a las formas de vida que Mark podía recordar. La caja no era cuadrada ni rectangular; su forma parecía adaptarse a una geometría particular.

Pero la luz era lo que atraía su atención, brotando de un cristal sujeto por unas barras adheridas a los lados multifacetados y a la base. El cristal parecía negro, surcado por vetas rojizas, pero el resplandor que emitía era como fuego verde.

Mark parpadeó.

—¿Cuál es su lugar en la Tierra?

—No siempre estuvo en la Tierra —murmuró el hombre negro—. Pero ahora está aquí, para demostrar su poder y cumplir su propósito. El Trapezohedron Brillante…

El nombre que le dio Lovecraft, recordó Mark.

—¿Cuál era la historia, El Frecuentador de la Oscuridad?

El hombre negro asintió.

—La luz requería una entidad y eso traía la muerte a su descubridor. Pero tiene otras propiedades. Es un punto focal, una puerta que conecta con las estrellas, abriendo el camino a los que habitan en otras dimensiones. La luz puede curar, así como destruir. Y lo más importante, puede transformar.

»Gracias al Trapezohedron Brillante pude adquirir el aspecto de hombre, hace mucho tiempo, en la antigua Khem. Y está destinado a desempeñar un papel todavía más importante.

Mark parpadeó de nuevo. Le parecía como si el cristal emitiese calor a la vez que luz. E incluso el calor era frío. Recordó su sueño de la llama heladora en casa de Laurel, ¿formaba esto también parte de un sueño?

—No —dijo el hombre negro suavemente—. Ha pasado el tiempo de soñar y de los soñadores, Alhazred, Upton, Lovecraft, han perecido. Albert Keith se atrevió a buscar la fuente de sus sueños y también murió. Y usted…

—¿Qué tengo yo que ver con esas cosas? —murmuró Mark.

—¿No se lo imagina? Moybridge lo sabía, desde luego, pero nunca habló. Contábamos con eso, porque lo habíamos gratificado y cuando escribió el libro bajo nuestras órdenes nos sentimos seguros. Ayudó a desacreditar a Lovecraft y no teníamos ninguna razón para creer que revelaría su lealtad secreta a nuestra causa. Pero él lo sabía y retuvo la información que nosotros le proporcionamos, cosas como el microfilm que usted encontró. Le prometimos que le salvaríamos en agradecimiento a su ayuda, pero cuando llegó el terremoto, empezó a sospechar otra cosa.

»Era demasiado tarde para que pudiera llegar a las autoridades, pero todavía existía la posibilidad de que usase algunos de los conjuros y fórmulas contra nosotros. Y sabíamos que usted lo encontraría. De modo que fue necesario recobrar el material y eliminarlo.

El calor frío estaba por todas partes. Mark sentía un hormigueo en la cabeza y en los hombros.

—¿Por qué estoy aquí? —dijo.

El negro se inclinó hacia delante.

—Le dije que la antigua mujer de Albert Keith se vio implicada en el intento de destruir Cthulhu, Pero después de que eso sucediera fue capturada y llevada adonde el Diablo esperaba. Aquella noche cayeron las bombas sobre la isla de Pascua y ni siquiera el Gran Cthulhu pudo oponerse a las fuerzas que lo desintegraron.

—¿Entonces murió?

—Sólo dos escaparon: la mujer llamada Kay Keith y yo. En secreto la traje a un lugar seguro que había sido preparado y velé por ella hasta que llegó el momento. Murió durante el parto, como se esperaba. Pero el niño vivió.

Mark frunció el ceño.

—¿Qué niño?

—La unión fue consumada antes que llegaran las bombas. —El hombre negro miraba desde detrás del rayo ardiente de luz helada—. Un hombre llamado Heisinger se hizo cargo de la herencia de Keith. Él tenía un sobrino, y a través de él se hicieron los arreglos para que el niño se criara como adoptado de un orfelinato, hasta que llegara el momento. De esa forma, la semilla del Gran Cthulhu sobrevive. Nadie sospechó y el niño menos que nadie. —El hombre negro sonrió a Mark—. Y tú no sospechaste nunca —dijo.

Mark intentó entonces levantarse, pero la caja apuntaba hacia él manteniéndolo indefenso y paralizado con una columna de luz pálida. El grito murió en su garganta y sólo pudo mirar; mirar el rayo que bañaba su cuerpo y quemaba su cerebro.

La semilla del Gran Cthulhu sobrevivía. Herencia genética. No era extraño que no se hubiese ahogado en aquella piscina. Los dolores y la dificultad para respirar, eran parte de un proceso de mutación, una metamorfosis hacia una forma que pudiera sobrevivir bajo el mar o remontarse a las estrellas. Ese cambio todavía no estaba completo. Pero la luz transforma

Mirando el cristal negro detrás del rayo, parecía que fuera un espejo en el cual se veía a si mismo reflejado, bañado por un túnel resplandeciente.

Y ahora, en algún lugar de su cavidad cerebral, una aguja de luz atravesaba el puente, penetrando en el locus coeruleus.

Su imagen se borraba, fluctuaba; los miembros fundiéndose, después multiplicándose, brotando y extendiéndose a partir de un cuerpo expansible, sin cara, en el cual la simple mortalidad se confundía paulatinamente con una gran apariencia de gigantesca divinidad. Ahora no sentía ningún dolor, sólo latidos y fuerza, orgullo y poder.

No está muerto aquel que eternamente puede yacer y el tiempo de los extraños eones ha llegado. Las estrellas estaban en el lugar correcto, las puertas estaban abiertas, los mares poblados de multitudes inmortales y la tierra se rendía a su perpetuidad.

Pronto descenderían desde el vacío los alados de Yuggoth y volverían los Diablos, Azathoth y Yog-Sothoth, cuyo sacerdote era él. Vendrían a la oscura Leng y Kadath, en los continentes que emergían transformándose, de la misma forma que se transformaba él.

Cuando se movió, las paredes que lo rodeaban se astillaron y cayeron.

Respiraba, y Nyarlathotep se desvaneció en la nada, llevándose el pequeño juguete que era el Trapezohedron.

Se agitó y las aguas se levantaron, bullendo y revolviéndose.

Él se alzó y los monstruos temblaron, hundiéndose en el mar.

El tiempo se paró.

La muerte murió.

Y el Gran Cthulhu saltó al mundo para empezar su reinado eterno.