II. MÁS TARDE

—Me temo que no hay duda —dijo Danton Heisinger—. Ha muerto.

Kay Keith no contestó. Se sentó allí, en la oficina del director del banco, para analizar su reacción. Su atención estaba en el frío aire acondicionado, en el humo del cigarrillo de Heisinger, en la mirada bizca de sus ojos astigmáticos aprisionados tras la delgada barrera de sus lentes bifocales, en el murmullo de papeles que formaba él al buscar sobre el escritorio.

Sus sensaciones auditivas, táctiles, olfativas y visuales, parecían funcionar correctamente. Pero la noticia de la muerte de Albert Keith, no le produjo ninguna reacción consciente.

—Aquí están los informes del consulado —dijo Heisinger—. Las declaraciones de los testigos oculares, el capitán Sato y algunos miembros de la tripulación. La policía los interrogó por separado y también lo hicieron las autoridades del gobierno francés. Las versiones coinciden en todos los detalles.

Heisinger le tendió las copias en papel cebolla.

—Si desea examinarlas…

Kay negó con la cabeza.

—Me fío de su palabra. Pero, emborracharse y caerse del barco al mar, en pleno océano Pacífico… No me parece propio de Albert. ¿Están seguros de que lo identificaron sin lugar a dudas?

—Completamente.

Heisinger apagó el cigarrillo en el cenicero, pensando que quizá le molestase a Keith.

—Siguieron todos sus movimientos hasta que compró el billete de avión.

Kay movió la cabeza. Después se peinó los rubios rizos con la mano, en un gesto forzado.

—Eso, justamente, no me parece propio de Albert. Salir corriendo hacia un lugar tan lejano. No puedo imaginarlo actuando de esa forma.

Heisinger se encogió de hombros.

—Francamente, tampoco yo puedo. Su marido me parecía un hombre muy metódico.

—Por eso, debe haber una razón…

—Estoy seguro de ello —asintió Heisinger—. La verdad es que nunca sabremos con exactitud cuál fue la razón. Antes de su partida no me consultó. Todo lo que puedo decirle es que, inmediatamente después del terremoto, vino a retirar veinte mil dólares en cheques de viaje. Pidió ayuda al banco para que le solucionaran los retrasos habituales y los trámites para renovar el pasaporte. También le ayudamos a encontrar una agencia inmobiliaria, que cuidara de su casa durante su ausencia. Les pagó por adelantado el primer mes y no dijo nada respecto al pago de otros meses. De modo, que dedujimos que volvería en ese intervalo. Y eso es todo lo que he podido averiguar.

Kay frunció el ceño.

—¿Pero por qué Tahití, entre tantos sitios? ¿Qué estaba haciendo en un barco japonés, a cientos de millas de tierra? Él no era aficionado a la pesca. Tampoco era un borracho. La última vez que lo vi, cenamos juntos y discutimos el tema del divorcio. No tomó ni una copa.

—Eso fue hace tres años, si no recuerdo mal —dijo Heisinger—. La gente cambia.

El pequeño oficial del banco sonrió tímidamente.

—No del todo, por supuesto… Puede consolarse pensando que su ex marido no redactó un nuevo testamento. Usted sigue siendo su heredera. Como su albacea, estoy realizando un inventario que le entregaré en el plazo más breve posible. Eso me recuerda que…

Heisinger abrió el cajón superior del escritorio, de donde sacó un sobre de manila que contenía un llavero.

—Aquí tiene. Un duplicado de las llaves de la casa, de la puerta principal, de la puerta de atrás, y de la del garaje. Pensé que le gustaría echar una mirada.

—Gracias.

Kay puso las llaves en su bolso.

—Debo advertirle que no debe tocar nada sin consultarme.

—Desde luego —dijo ella.

Retiró la silla hacia atrás y se levantó.

—¿Hay algo más que desee saber?

—De momento, no. He guardado la llave de su caja de seguridad. Por lo visto no tenía ningún contrato de seguro.

—Debió dejar que caducasen las pólizas después del divorcio —dijo Kay suspirando—. No tenía mucho sentido conservarlas, ¿verdad?

Por primera vez, mientras hablaba, se sintió estremecida, aunque no pudo identificar con exactitud la naturaleza de su estremecimiento. ¿Dolor por la muerte de Albert? Honestamente, no. Era incapaz de experimentar algo tan intenso como la aflicción. Quizá lástima. Una sombra que ocultaba la verdad. Lástima por un hombre que había muerto tan lejos de su hogar y tan absolutamente solo. Pero Albert Keith siempre había estado lejos y solo, incluso cuando estuvieron casados. Si entonces hubiera sentido lástima de él, si hubiera sido capaz de entenderlo, quizá todavía estaría vivo. ¡Maldita sea! Ahora reconocía su reacción emocional, era culpabilidad. Si la culpabilidad es una emoción. Pero ella no tenía ninguna razón para sentirse culpable; ex marido o no, nunca había conocido realmente a Albert. No podía dolerse por lo que él fuera o podría haber sido.

Con un sobresalto, Kay se dio cuenta de que Heisinger hacía rato que le estaba hablando.

—… una vez el inventario esté completo, haré que el abogado redacte los papeles necesarios para legalizar el testamento. Estaremos en contacto.

—Gracias otra vez por lo que ha hecho.

—Lo he hecho con mucho gusto.

Los labios delgado de Heisinger se relajaron formando una porción de sonrisa; Kay se sorprendió traduciéndola en términos numéricos mientras asentía y salía por el pasillo.

Un cinco por ciento de sonrisa para un cinco por ciento de los bienes. Suficiente, supuso. A ella todavía le quedaba el noventa y cinco por ciento, incluyendo la responsabilidad de averiguar lo que había ocurrido.

Pero, no era responsable, recordó. El divorcio había puesto fin a aquello, y tenía los papeles y documentos legales que lo confirmaban. Si los documentos legales podían confirmar realmente algo. Maldita sea, ¿por qué se sentía tan culpable?

Lo más inteligente sería apartarse del asunto. Dejar que el administrador, el abogado y los de hacienda hicieran el inventario y los arreglos necesarios. Después recogería el noventa y cinco por ciento y lo disfrutaría. Ella no amaba a Albert, él tampoco la había amado a ella. E incluso, aunque hubieran tenido el mayor idilio después de Romeo y Julieta, Marco Antonio y Cleopatra o Sonny y Cher, ya nada importaba. Albert estaba muerto, no podía hacerlo volver, y si había algo confuso en la forma en que había muerto…

Algo confuso.

¡Oh Dios, qué sería!

Saliendo de prisa del edificio, a la luz reconfortante del sol, el frío la atravesó.

Kay tembló y recordó.

Recordó la niña de cinco años de edad, sentada a la orilla del río Colorado, en las comidas campestres. Los soldados arrastraban la cosa entre las sombras, a través de la arena. Los arponazos habían dejado sus marcas, pero eso no fue lo que quedó marcado en la memoria de Kay, abriéndose y cicatrizando durante todos esos años. Era la falta de huellas lo que perturbaba sus pesadillas; la abultada tersura de la cosa, cubierta de agua y aleteando sobre la orilla. Las prolongadas inmersiones habían erosionado todo su parecido con la naturaleza humana; la carne hinchada era gris oscura, los brazos y piernas eran abultadas aletas, sin dedos ni uñas, que se agitaban, y la cara había sido devorada por los peces.

Eso era horrible; pensar en peces devoradores. La niña de cinco años había gritado al verlo, y ese grito aún sonaba en los largos pasillos de su memoria.

Sí, lo más inteligente sería apartarse del asunto.

Pero las piernas de Kay temblaron hasta que estuvo sentada en el coche, a salvo, saliendo del aparcamiento. Y no podía apartarse, no podía escapar, porque ya no tenía cinco años, no podía alejar a Albert de su pensamiento. Que estaba muerto y cómo había muerto ahogado en las profundidades donde los peces se agitaban y los afilados peces desgarraban la carne…

No podía apartarse.

Doblando la esquina hacia el Oeste, el coche se dirigía hacia las montañas, envueltas en nieblas.

Entrando en el desfiladero, Kay sintió que gradualmente iba relajándose, como si la decisión hubiera puesto fin a la culpabilidad y a los recuerdos. En su lugar, sin embargo, se producía algo mucho más parecido a la indiferencia.

Anteriormente, había hecho aquel camino muchas veces, pero no durante los últimos años y la memoria estaba empañada. Se perdió dos veces en la intrincada confusión de carreteras sin salida y otras que giraban hasta encontrarse a sí mismas. Las sombras de la tarde se alargaban, mezclándose en la oscuridad, cuando finalmente se detuvo ante el lugar que una vez había sido su casa.

¿O no lo había sido? Aunque reconocía la casa, no la asociaba fielmente con la realidad del pasado. Quizá había soñado vivir allí; quizá había compartido los recuerdos de alguien y los había confundido con los suyos.

Heisinger tenía razón. La gente cambiaba.

Albert había cambiado, no cabía duda. Recordaba su jactancia antes del matrimonio, una especie de dominio exigente que insinuaba la fuerza de sus deseos; la necesidad de un niño, constantemente mimado, de poseer cualquier cosa que le pareciera atractiva en el momento. Pero ella había querido que él fuera posesivo, había necesitado sentir que pertenecía a alguien. Desgraciadamente, su impulso o instinto, o manía coleccionista, que era lo más probable, venía a ser un fenómeno temporal. Los niños se cansan de los juguetes, aunque sean atractivos, especialmente cuando sus posesiones implican responsabilidades. Albert había caído pronto en su forma habitual de introversión, y eso había sido la causa principal de la separación y el divorcio.

Pero ella también había cambiado. Mientras la alienación de Albert se incrementaba, las inclinaciones sociales de ella aumentaban. Durante su matrimonio había sido tímida, una solitaria reprimida, insegura de su capacidad de salir adelante en las relaciones cotidianas, en el mundo de los negocios e, incluso, estaba insegura de su poder de atracción. Desde que tenía veinte años, los hombres la habían encontrado atractiva, pero la imagen que tenía de ella misma, era la del patito feo. Y además, nunca había deseado conscientemente convertirse en un cisne.

Y Albert Keith, de forma bastante irónica, se lo había hecho notar. Las relaciones sexuales, de las que Albert tan rápidamente se había cansado, le habían reportado el conocimiento de sí misma y la necesidad de satisfacción.

Pero Albert no respondió. Su atención hacia ella disminuyó. Así que podía haber seguido siendo un patito feo, porque su forma de vida no le imponía la necesidad de aspirar a ser un cisne. Ni la necesidad de convertirse en una mujer muy bien vestida, siempre a la última moda, en un producto totalmente artificial del Movimiento de Liberación Femenino.

Perversamente, sin embargo, ésa fue la imagen exacta que empezó a construirse Kay. Acudió a cursillos, para salir del aburrimiento. Después siguió las clases para convertirse en una modelo. Más tarde llegó el trabajo profesional.

El resto fue inevitable. Con aquello llegó la confusión. Un año de inquietud. El divorcio, cuando se produjo, fue amistoso. Ésa fue la palabra que usó Albert; siempre se le había dado bien encontrar las palabras correctas para las situaciones erróneas. Después cada uno tomó su camino.

El camino de Kay no había sido fácil, pero durante los últimos años, había llegado, paso a paso, a una madurez emocional. Ella lo sabía y se alegraba de ello.

Y, aún así, se encontró preguntándose a sí misma. ¿Qué camino había tomado Albert?

Abrió la puerta de la casa, entró en la sala, y allí halló la respuesta.

Más exactamente, más exóticamente, fue la respuesta quien la halló a ella, allí en la penumbra. Por la ventana entraban los últimos rayos rojos del atardecer, cubriendo de manchas los ojos saltones y las bocas refunfuñantes de las máscaras.

Durante unos instantes se quedó paralizada, pero no sentía miedo de lo que veía; la cabeza reducida, suspendida entre sombras, y las figurillas de la vitrina, no eran en absoluto aterrorizantes.

Aquello eran juguetes, no horrores. El tipo de cosas que los niños piden por correo, de los anuncios de las últimas páginas de las revistas de comics. Aunque eran máscaras auténticas, en vez de réplicas de plástico, su amenaza era artificial; aquella cabeza reducida, cualquiera que fuese su origen, no podía hacerle ningún daño.

¿Pero podían haber hecho daño a Albert? ¿Habrían hecho que tomara un interés excesivo por tales cosas, provocando un retorno a un falso mundo infantil?

Yo crecí, se dijo Kay, pero Albert disminuyó. ¿Por qué? ¿Cuál fue la causa de su alejamiento de la realidad?

Yo fui la causa. Nuestro matrimonio fue la causa. No pudo salir adelante, por eso escapó. No pudo enfrentarse conmigo, por eso se rodeó de lo que podía afrontar. Máscaras que no ven, no hablan; ojos y bocas que no critican ni desprecian. Una cabeza reducida, con un cerebro reseco, sin ningún pensamiento que amenazase la imagen de sí mismo.

Kay movió la cabeza afirmando: ¿Desde cuándo empezaste a visitar a un psicoanalista? Pero, tal vez es cierto que el mundo, actualmente, está lleno de gente que no puede superar sus problemas. Las drogas y el alcohol les ayudan a confundir la realidad con la fantasía, pero no es suficiente. No es suficiente para olvidar los miedos, para exorcizar definitivamente los demonios cotidianos. Por eso golpean pelotas en lugar de rostros, derriban bolos en vez de cabezas, y se hunden en una violencia indirecta, mirando fijamente la pantalla del televisor.

Albert Keith no había seguido ese camino, porque no tenía que hacerlo. Contaba con el dinero suficiente para un retiro perpetuo. Allí, en su refugio, podía rodearse de símbolos de seguridad. Si tienes miedo a vivir con la gente, vive con las cosas. Cosas muertas, cosas que te recuerdan a la muerte, pero no amenazan tu existencia, porque se pueden controlar. Tú eres su dueño, y no pueden hacerte daño.

Estás haciendo que parezca un candidato para la habitación de corcho, se dijo Kay. No estaba loco.

Eso fue lo que le ocurrió, que estaba loco. De esa forma, había caído, desaparecido y muerto.

E incluso, podía haber también una explicación racional; una explicación relacionada directamente con sus deseos de escapar. Tal vez había ido a Tahití en busca de un lugar apartado del mundo cotidiano, por la misma razón que Gauguin se sintió atraído por las islas. Quizás el terremoto provocó su repentina decisión de partir.

Si fuese así, incluso el misterio que rodeaba su muerte, podía evaporarse fácilmente. Albert descubriría en el Tahití de hoy una trampa para turistas; alquiló un barco y decidió encontrar un ambiente más solitario. Y respecto a la bebida, debió ser únicamente un antídoto para el calor. No era aficionado a beber, recordó ella, y la mezcla del sol y el alcohol, habrían sido suficientes para causar un descuido.

Un descuido.

La descuidada era ella, permaneciendo en aquella casa vacía y poblada de quimeras.

De sueños nocturnos, mejor dicho, porque el sol ya se había ido y las sombras estaban por todas partes, saliendo furtivamente de los rincones, deslizándose por las paredes, reptando sobre el suelo, rodeándola por completo. En las sombras, las máscaras podían mover sus bocas, las figurillas de la estantería miraban fijamente a través del cristal, el rostro de la cabeza reducida se contraía en una horrible mueca. Las flores, lozanas a la luz del día, se marchitaban al llegar la noche. Los capullos se oscurecían, abriéndose retorcidamente, desprendiendo un perfume de terror.

Señor, ¿de dónde salía aquello? Kay sonrió insegura, después se dirigio hacia el interruptor de la pared. Todas esas cosas sobre la madurez, sonaban bien, pero allí estaba, como un gatito atemorizado, asustada de su propia sombra.

Sólo que no era su sombra.

Aquella sombra se movía.

Surgió de la puerta del pasillo, y la miraba.

—Buenas noches, señora Keith —dijo la sombra—. Encienda la luz.

Kay apretó el interruptor y la sombra desapareció. En su lugar vio a un hombre robusto, de unos treinta y cinco años. El pelo corto, los pómulos salidos, ocultando unos ojos grises rasgados. Un amplio tórax, que casi reventaba el conservador traje marrón. Eso fue todo lo que advirtió a primera vista, pero no fue suficiente para compensar el susto que le causó su presencia. Trató de hablar con voz serena.

—¿Quién es usted?… ¿Qué está haciendo aquí?

—Ben Powers —contestó, saludando ligeramente con la cabeza—. ¿No se lo dijo Heisinger?

—¿Decirme qué?

—Trabajo en el banco. En el Departamento de Testamentaría y fideicomiso.

Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una cartera. La abrió y le mostró un carnet, protegido por un plástico. Kay lo apartó impacientemente.

—¿Cómo entró aquí?

Powers metió la mano en otro bolsillo de la chaqueta y extrajo una llave.

—Todos nosotros tenemos duplicados.

—¿Nosotros?

—Es una operación de equipo, señora Keith. Estamos haciendo el inventario. Vine a completar una lista para presentarla cuando arreglemos la legalización del testamento.

—¿A esta hora?

—Llevo aquí toda la tarde. Atrás, en las habitaciones. Supongo que no la oí entrar —explicó Powers con una sonrisa forzada—. Cuando la oí, me asusté un poco; pensé que alguien se había colado. Por eso vine tan silenciosamente.

—¿Cómo supo quién era yo?

—Por los retratos. Encontré un viejo álbum de fotos en uno de los cajones.

—¿Qué más encontró?

—No mucho más. Su ex marido no parece que fuera de los tipos que guardan cuidadosamente todos los recuerdos.

Kay frunció el ceño.

—No lo entiendo. ¿Por qué se tiene que hacer un inventario?

Ben Powers señaló los objetos de la vitrina.

—¿Podría darnos una idea de lo que costaron todos esos objetos? ¿Dónde los consiguió? ¿Por casualidad sabe…?

—Lo siento —interrumpió Kay, negando con la cabeza—. La mayor parte de esas cosas las compró cuando yo ya no estaba aquí. Miró su reloj.

—Por cierto, tengo que irme.

—Yo también —dijo Powers—. No me había dado cuenta de lo tarde que es.

El tasador fue hacia la puerta principal.

—La acompañaré hasta el coche.

Apagó las luces y juntos salieron a la oscuridad. Kay se dirigió hacia el pequeño Honda rojo, mirando a su acompañante.

—¿Dónde aparcó el suyo?

—Más abajo —dijo él sonriendo—. En este trabajo vale la pena ser prudente. Los vecinos pueden extrañarse de ver llegar cada día un coche que no conocen.

—¿Cuánto tardará en terminar?

Powers se encogió de hombros.

—Una sesión más bastaría. Con su ayuda.

—¿La mía?

Kay sacó del bolso la llave del coche.

—No pienso volver aquí otra vez.

—No pensaba en eso. Sólo unas cuantas preguntas…

—Pero ya se lo he dicho. No sé nada sobre lo que compró Albert en los últimos tres años.

—Hay otras cosas que puede decirme. El precio de la casa está registrado, pero no el de los muebles, ni el de los arreglos que hicieron en ella.

Ben Powers sonrió de nuevo.

—Mire. Tengo una idea. ¿Por qué no cena conmigo esta noche y así acabamos con todo eso?

—La verdad, señor Powers…

—Es en su beneficio. Cuanto antes pueda presentar el informe, antes se legalizará la herencia. Supongo que le gustaría terminar con el asunto tan pronto como sea posible.

Kay dudó. Powers movió la cabeza asintiendo.

—No la entretendré mucho, se lo prometo. Además, usted tiene que cenar de todas formas. ¿Por qué no me sigue?

—¿A dónde?

—Hay un sitio en la carretera de Burton… Maxwell’s.

—Lo conozco.

—Bueno. Nos encontraremos allí.

Ben Powers se volvió y desapareció entre las sombras.

El aparcamiento del Maxwell’s estaba bien iluminado, pero la penumbra reinaba en el interior del restaurante. Una vez sentados, Powers advirtió el ceño fruncido de Kay.

—¿Ocurre algo?

—Nada.

Ella miraba la carta.

—Había olvidado que la especialidad de este restaurante es el pescado.

—¿No le gusta?

—No especialmente.

—También tienen buena carne. Y buenas bebidas. Le recomiendo que tome una.

Primero trajeron las bebidas. Powers le sonreía en aquella semi-oscuridad.

—Su difunto marido… —dijo—. ¿También odiaba el pescado?

—¿Por qué pregunta eso?

—Sólo por curiosidad. Por los informes que he visto, estaba pescando cuando sufrió el accidente.

La sonrisa de Powers se desdibujaba entre las sombras.

—¿Realmente, le desagradaba a su marido el pescado, señora Keith?

—No lo sé. Nunca comíamos pescado cuando estábamos casados, pero era por mí.

—¿Alergia?

—No. Es algo relacionado con mi infancia…

Kay se detuvo, frunciendo el ceño.

—¿Qué tiene que ver todo esto con el inventario de la herencia?

—Lo siento. Supongo que me interesa lo que dice el informe. O mejor aún, lo que no dice. ¿No le parece curioso que se disponga de datos tan poco precisos? En mi trabajo se tiende a ser muy riguroso en cuanto a los detalles. Le pido disculpas.

Powers sacó un bloc de notas y un bolígrafo.

—Empecemos antes que llegue la cena —dijo.

Sus preguntas eran rutinarias y las respuestas de ella mecánicas. Poco a poco la irritación inicial fue desapareciendo; ahora que tenía la sensación de haber colocado las cosas en su sitio, no había por qué preocuparse.

Cuando llegó la ensalada, Powers guardó el bloc en el bolsillo. La comida era buena y, con sorpresa, Kay reconoció que se estaba divirtiendo. Ben Powers resultó ser un acompañante agradable, una vez que había dejado de jugar al inquisidor. Cuando terminaron de comer y les sirvieron el café y los licores, Kay se sintió totalmente relajada. Se preguntaba si Ben Powers estaría casado.

—¿Se siente mejor? —preguntó él, sonriendo a través de las sombras.

—Mucho mejor, gracias.

—Le agradezco que haya venido. Probablemente me ha salvado de un destino peor que la muerte.

—¿Tanto como eso?

Powers se encogió de hombros.

—¿No se ha fijado que la sociedad castiga a los tipos solteros?

No está casado, se dijo Kay… Entonces, rápidamente, retornó su atención a la voz de Powers.

—Mire los anuncios de los hoteles de Las Vegas. En la parte de arriba, grandes letreros con precios de ganga… Pero cuando llegas a la última línea, siempre se especifica que es para dos. Y cuando vas solo a un restaurante, no importa lo bueno que sea, te sientan en una horrible mesita, justo al lado de la cocina.

—Por eso trato de evitar los lugares donde sirven pescado —dijo Kay—. Cada vez que los camareros pasan por esas puertas, me llega un terrible olor a pescado frito…

—Lovecraft también lo odiaba —dijo Powers.

—¿Quién?

—H. P. Lovecraft. El escritor.

—Nunca he oído hablar de él.

—¿Está segura?

Ben Powers se inclinó hacia adelante.

—Desde luego. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Pensé que su difunto esposo le habría hablado. Parece que él y su amigo Waverly estaban realmente metidos en lo de los mitos.

—¿Qué mitos?

—Olvídelo.

Powers se apoyó en el respaldo del asiento y tomó la copa de licor.

—No hasta que no me explique que es todo eso —protestó Kay, dejando su copa y fijando la mirada en el rostro de él—. ¿Cómo supo que Albert y Waverly eran amigos? ¿Y qué tiene eso que ver con la herencia de mi marido?

—Nada. Supongo que estaba equivocado.

—Yo soy la que estaba equivocada.

Kay cogió el bolso y se levantó.

—Espere un momento…

—No se moleste en acompañarme hasta la puerta —dijo ella—. Y en el futuro no se moleste en acompañarme a ningún sitio. Eso es todo.

—Señora Keith… Por favor…

Pero Kay salía, atravesando la penumbra, y no volvió la vista atrás.

Las sombras acechaban en las calles por donde conducía. Las sombras amenazaban en la oscuridad del garaje de su apartamento, fijas e inmóviles.

Al entrar en su apartamento, le aguardaban aún más sombras, pero al encender la luz desaparecieron. Sin embargo, no fue suficiente la luz para dispersar las que llevaba consigo, sombras de sospecha e incertidumbre.

Kay entró en el dormitorio y vació el contenido del bolso sobre la cama, buscando el trozo de papel donde había anotado la dirección y teléfono de Danton Heisinger. Recordaba que había dos números, y el segundo debía ser de su casa.

Cuando encontró lo que buscaba, hizo la llamada.

—¿Señor Heisinger?

—Sí.

—Soy Kay Keith. Siento molestarle a estas horas…

—No se preocupe. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me gustaría que me informase sobre un caballero que está realizando el inventario de la herencia de Albert.

—¿Quién?

—Ben Powers. Estaba en la casa cuando entré esta tarde y…

—¿En la casa?

Se produjo una pausa momentánea y, de alguna forma, pensó Kay, Heisinger debía estar mostrando su perplejidad. Entonces habló de nuevo.

—Eso es imposible.

—¿Qué quiere decir?

—Estoy seguro de que no estaba en la casa, porque yo estuve con él justo después que usted abandonara la oficina esta tarde.

—¿Dónde se reunieron?

—En el depósito de cadáveres de Pierce Brothers. Murió de un ataque al corazón, hace dos días.

Las luces del apartamento de Kay estuvieron encendidas toda la noche, pero las sombras permanecieron. Sombras de duda, que crecían cuando cerraba los ojos y trataba de dormir.

Cuando acudió a su cita en la oficina de Heisinger, a la mañana siguiente, las sombras todavía estaban allí, en sus ojos, y lo que era peor para una modelo profesional, bajo sus ojos.

—Por favor, no me mire —dijo Kay, moviendo tímidamente la silla—. Sé que estoy hecha un desastre, pero casi no he podido dormir.

—Ni yo.

Heisinger dejó el bloc de notas sobre la mesa.

—Acabo de llegar de Pierce Brothers. Todo parece estar en orden. Aparte de mí y unas cuantas personas del banco, nadie había firmado en el libro de visitas. Que ellos sepan, Ben no tenía ningún pariente. Sus efectos personales están allí, en la caja fuerte. Eso incluye la cartera y los documentos. Es prácticamente imposible que alguien pueda acceder a ellos. ¿Está segura de lo que le mostraron?

Kay movió la cabeza.

—La verdad es que sólo miré la cartera un instante. ¿Cómo iba a saber que era un impostor?

—El impostor, por supuesto, sabía que usted no conocía a Ben. O de otra forma, no se hubiese arriesgado a engañarla. Por la descripción que me dio, no existe ningún parecido físico entre ese hombre y el verdadero Ben Powers. Debía estar muy seguro de sí mismo, para exponerse de esa forma.

—¿Pero por qué? —Kay arrugó la frente—. Yo no sabía que estaba allí. Si quería robar la casa, Sólo tenía que esconderse hasta que me marchase.

Heisinger asintió.

—Exactamente. Creo que debemos descartar el robo como causa de que estuviera allí. Y eso nos lleva a algunas preguntas interesantes. ¿Cómo supo su nombre? ¿Qué le movió a invitarla a cenar? Y por último, ¿quién es H. P. Lovecraft?

—No tengo ninguna respuesta —dijo Kay.

—Bueno, yo tengo una.

Heisinger miró sus notas.

—Según el empleado de la biblioteca principal, Lovecraft era un escritor de relatos de fantasía y terror. Nació en Providence, estado de Rhode Island, el año 1890. Murió en 1937. Sus cuentos fueron recogidos póstumamente en…

Kay hizo un gesto brusco.

—Pero yo nunca había oído hablar de él. Eso es lo que le dije al hombre que se hizo pasar por Ben Powers.

Heisinger levantó la mirada, asintiendo.

—Quizá era eso lo que quería averiguar.

—No comprendo.

—Suponga que lo organizó todo, entrar en la casa, presentarse a usted como un tasador e invitarla a cenar, sólo para descubrir qué sabía usted sobre Lovecraft.

—¿Por qué tenía yo que saber algo? No veo que eso pueda tener importancia.

—Quizá Albert Keith sea la conexión. —Heisinger se reclinó en su asiento—. ¿Estaba interesado en leer o coleccionar libros de fantasía?

—Yo no vi nunca esa clase de libros en casa, y nunca hablamos de literatura.

—Pero coleccionaba máscaras y figurillas.

—No cuando vivíamos juntos.

—Ya veo.

Heisinger miró su bloc otra vez.

—Bueno, vamos a enfocarlo de otra manera. ¿Vivió él alguna vez en Providence?

—No.

—¿Viajó allí?

—Si lo hubiera hecho, estoy segura de que lo habría mencionado.

—¿Tenía amigos en Rhode Island? ¿Alguien que pudiera escribirle?

Kay frunció el ceño.

—Ya veo lo que trata de hacer. Pero no existe ninguna conexión entre Albert y ese hombre que vivió y murió a tres mil millas de aquí, hace casi cincuenta años.

Heisinger suspiró.

—Supongo que tiene razón. Parece que Lovecraft no es la clave del problema. Por cierto…

Kay miró al hombre, mientras éste cogía la libreta de teléfonos del cajón del escritorio.

—¿Qué va hacer? —dijo ella.

—Buscar un cerrajero. Un cambio de cerradura impedirá que entre otra vez ese intruso en la casa, sea quien sea y busque lo que busque. Y también le sugiero que ponga una cerradura nueva en la puerta de su casa.

—¿No le parece que está exagerando? No creo estar corriendo ningún peligro.

—No podemos estar seguros de eso.

—Entonces, ¿por qué no vamos a la policía?

Heisinger sonrió.

—Ya he hecho gestiones respecto a eso. Esta mañana temprano hablé con el sargento Schneider. Se encarga del departamento de robos en la ciudad.

Sus ojos, tras las delgadas gafas bifocales, consultaron la libreta.

—Aquí está. Ralph Schneider. El número es 485-2524. Si quiere se lo apunto. Me sugirió que le gustaría que usted pasase por allí a echar una mirada a lo que él llama su galería de delincuentes, para ver si puede identificar algún sospechoso.

—¿Eso es todo?

—Francamente, no pareció tomarse demasiado en serio lo que le dije. Como, de hecho, no robaron nada, la cuestión no tiene mucho que ver con su departamento. No existe ninguna prueba de que hayan forzado algo para entrar, así que eso nos deja sólo con la intrusión e identificación falsa.

—Entonces, ¿no van a hacer nada?

—Le van a pasar la información a la división de Hollywood. Los coches patrulla vigilarán la casa. Y sugirieron el cambio de cerraduras. Una vez estén instaladas, le proporcionaré una llave.

—Gracias —dijo Kay levantándose.

—¿Va hacia el centro?

—Aún no lo sé —dijo, sonriendo al empleado del banco—. No se moleste en acompañarme hasta la puerta. Pero si se entera de algo…

—No se preocupe, señora Keith. Estaré en contacto con usted.

La sonrisa de Heisinger desapareció cuando ella cerró la puerta. Durante un rato, escuchó el ruido que hacían sus pisadas al atravesar el pasillo.

Después cogió el teléfono.

Kay entró en su apartamento y se dirigió al contestador automático para ver si había alguna llamada. Habían dejado un mensaje: telefonear a la agencia Colbin.

Lo hizo y le contestó Max Colbin, tan encantador como siempre.

—¿Dónde demonios has estado? —dijo al saludarla—. No me des explicaciones. Es casi mediodía y debes ir a las dos.

—¿Ir dónde?

—A South Normandie, 1726. Al Templo de la Sabiduría Sideral.

—¿Qué dices?

—El Templo de la Sabiduría Sideral. Una de esas curiosas organizaciones. Hacen publicidad en los folletos comerciales. Quieren una persona esbelta. Nada de alta confección ni joyería, sólo ropa de sport. Bedard ha hablado ya con ellos y, si vas, se encargará del reportaje. Pero les gustaría tener una entrevista contigo antes.

—¿No bastaría con que les mostraras el álbum? Sabes que odio esas entrevistas.

—Mira nena, te pagarán tres veces lo normal por una hora de sesión, más el aumento por horas extraordinarias. Vale la pena sufrir un poco por eso. De modo que ve allí. Pregunta por el Reverendo Nye.

Eran exactamente las dos en punto, cuando el coche de Kay se paró y aparcó frente al 1726 de South Normandie. Antes de echar la moneda de diez centavos al marcador de aparcamiento, dudó unos instantes.

Sobre la amplia entrada de la casa de dos pisos se leía, en un gran letrero de madera, Templo de la Sabiduría Sideral. Daba la impresión que tanto el letrero como las gruesas cortinas rojas que cubrían las grandes ventanas, situadas a ambos lados de la puerta, habían sido colocadas recientemente. Kay supuso que aquella estructura de piedra, habría sido antiguamente un templo de Mammón o, más probablemente, una caja de ahorros y préstamos, que debió abandonar el vecindario, por no considerarlo capaz de ahorrar ni digno de recibir préstamos.

Pero allí dentro, estaban dispuestos a pagar trescientos dólares por una hora de trabajo Es una visita inevitable, pensó, y tiró la moneda.

Visita inevitable. ¿No se sentirían así las prostitutas en su oficio? Conducir hasta una dirección extraña, para acudir a una cita con un hombre extraño, que iba a alquilar su cuerpo por tres billetes la hora.

Mientras atravesaba la puerta, Kay recordó que existía una diferencia entre fotografía y pornografía, al menos en un punto. Por supuesto, tenía una parte de insinuaciones y proposiciones; después de todo era un riesgo ligado a la profesión. Pero ella no posaba en ropa interior, ni desnuda, y realmente tampoco había tenido nunca ningún problema serio. En la actualidad, solían respetar bastante a las modelos.

Kay sonrió tímidamente. ¡Qué de prisa se había acostumbrado a su forma de vida! Si Albert supiese lo que estoy pensando, se levantaría de su tumba y vendría.

Su sonrisa se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Albert ya no sabría nada más y ni siquiera estaba en una tumba. Se encontraba a miles de millas de allí, a miles de pies bajo el mar, y el pez…

Rápidamente, Kay movió el tirador de la puerta, pero ésta permaneció inmóvil. Estaba cerrada. Quizás aquello era un presagio y debía irse ahora que tenía la mente clara. Entonces, cuando iba a dar la vuelta para salir, vio un timbre junto al marco de la puerta. Visitas inevitables.

Llamó y esperó.

Sonó una campana en algún lugar del interior del edificio. Se oyó el golpe seco del cerrojo al correrse.

Kay asió el tirador; ahora sí cedió y la puerta se abrió. Avanzó por una oscura entrada hasta una habitación rodeada de cortinas. Al lado, a su izquierda, había una escalera que conducía al piso de arriba. Desde allí oyó una voz que la llamaba.

—¿Señora Keith?

—Sí.

—Suba, por favor.

Una luz iluminaba la escalera. Kay subió, mirando hacia arriba, intentando encontrar al hombre que la había llamado. Pero al llegar al piso superior, el corredor estaba vacío. A la derecha de las escaleras, otra luz alumbraba desde una puerta abierta.

—Aquí estoy —dijo el hombre.

Y estaba.

Kay entró en la pequeña oficina, asombrándose del terrible desorden. Las cuatro paredes estaban flanqueadas de estanterías para libros, y estos desparramados por el suelo desnudo. Cajas de cartón llenas de libros de bolsillo, tomos encuadernados en rústica, revistas y periódicos, ocupando los rincones y, dispuesto de cualquier forma, a cada lado del escritorio, en el centro de la habitación. El ratón de biblioteca, sentado tras la mesa, le dio la bienvenida.

—Paz y sabiduría para usted —dijo suavemente.

Su voz tenía un acento melodioso que no pudo situar.

—¿Reverendo Nye?

Él se levantó, extendiéndole la mano, calzada con un guante blanco.

Kay la estrechó, preguntándose si habría advertido su sorpresa; aparentemente no, porque sonrió.

—El caballero de la agencia debió habérselo indicado —dijo—. Seguramente, no esperaría que yo fuera negro.

Aquello era el disparate del año, pensó Kay. Y, aunque Max Colbin la hubiera prevenido, no habría estado preparada para lo que estaba viendo.

Porque el Reverendo Nye era un negro de negativo, como de carbón, o como el as de espadas. Por su acento, podría ser de las Antillas, probablemente jamaicano. Pero con su color de azabache, traje oscuro y los discordantes guantes blancos, parecía un antiguo actor cómico representando el papel de negro.

Kay intento devolverle la sonrisa.

—El caballero de la agencia debía habérselo dicho a usted —dijo ella—. Da la casualidad de que él tambien es negro.

Touché. —El Reverendo Nye rió entre dientes—. Bueno, cada día se aprende algo nuevo.

Rodeó el escritorio y empujó a un lado una de las cajas llenas de libros, dejando al descubierto un pequeño taburete con un cojín. Le indico a Kay que se sentara.

—Disculpe las molestias —dijo—. Me he propuesto arreglar este lugar, pero nunca hay tiempo suficiente. Vivo demasiado ocupado estudiando. —El Reverendo Nye se acomodó en su asiento—. Es una pena que tengamos que hacer la distinción. Vivir y estudiar debería ser la misma cosa. ¿No está de acuerdo?

—Nunca he pensado en eso.

—Pocos lo hacen. —Asintio con seriedad—. Alguien debe iluminarlos y ése es el propósito de mi agencia. ¿Conoce las enseñanzas de la Sabiduría Sideral?

La pregunta cogio a Kay por sorpresa.

—La verdad es que no. Hay tantos movimientos nuevos actualmente: Hare Krishna, Cienciología…

Nuevamente se oyó su débil risa.

—Le aseguro que no existe ningún parecido. Y la Sabiduría Sideral no es nueva. Sus viejas enseñanzas son anteriores a cualquiera de los credos actuales. Pero el caso es que muchas creencias están muertas en la actualidad porque no fueron debidamente estudiadas. Han desaparecido victimas de la tecnología de hoy. ¿Qué sabía Buda acerca de la electricidad? ¿Nos preparó Mahoma para la era espacial? ¿Conocía Cristo la forma de usar una computadora?

»La Biblia, el Corán, el Talmud, todos están anticuados. Sus enseñanzas y preceptos estaban adaptados al estilo de vida de los nómadas del desierto, que llevaban una existencia apegada a la Tierra, sin pensar en las realidades cosmicas del más allá. Hoy nosotros pasamos sus páginas sin encontrar nada adecuado a los problemas presentes.

»Por eso están surgiendo estos movimientos nuevos, como usted los llama. Pero muchos de ellos ofrecen las mismas respuestas en términos diferentes. Respuestas sin sentido. La complejidad de la existencia de hoy requiere meditacion y ellos enseñan a meditar y sus trampas metafísicas y sus pastiches psicológicos provienen del mismo tópico: conócete a ti mismo. Pero, aunque eso fuera posible, que no lo es, no en su exacto significado, ¿cuál es la importancia del autoconocimiento? Nuestra única esperanza de salvación está en el conocimiento del mundo exterior, el mundo del espacio y de las estrellas. ¿No está de acuerdo?

Kay asintió, preguntándose dónde quería ir a parar. El Reverendo Nye, indudablemente, era un predicador, pero ¿por qué le predicaba a ella?

»Una vez, hace mucho tiempo, la humanidad supo la verdad sobre sí misma, sobre su lugar en el universo. ¿Conoce la teoría de Wegener que afirma que en un tiempo todas las masas terrestres formaban un solo continente, antes de fragmentarse y separarse? Se considera que es una hipótesis reciente, pero la Sabiduría Sideral conocía la verdad hace mucho tiempo. Lo mismo ocurrió con los OVNIS y las señales de radio recibidas desde el espacio…

Le falta un tornillo, se dijo Kay. Este hombre no es un predicador, es un fanático.

Una vez más se oyó su risita.

—Perdone señora Keith. Tengo tendencia a excitarme.

Por los hombres de las batas blancas. Los pensamientos de Kay completaron la frase, pero eso no era lo que el Reverendo Nye tenía en mente.

—Pero es que pienso que le ayudará en su trabajo si la familiarizo con nuestros postulados —dijo él.

—Me dijeron solamente que necesitaba algunas fotos —comentó Kay—. Para anuncios en la prensa, supongo.

—Exactamente.

El hombre, tras el escritorio, hizo un gesto con la mano cubierta por el guante blanco.

—Pero necesitar es una cosa, y querer es otra. Y yo quiero algo más que meras fotografías de un atractivo rostro sonriente. Quiero una cara que refleje sinceridad, cultura y una inteligencia auténtica.

Kay asintió penosamente consciente de que su cara no reflejaba en ese momento ninguna de esas cosas. El terrible olor de libros viejos, aumentaba a su alrededor, y aquel peculiar personaje, estaba confundiéndola realmente. Pero… Hay visitas inevitables.

—Al Bedard es bueno con la cámara —dijo ella—. Estoy segura de que podrá conseguirlo.

—Sólo si mantiene los ojos bien abiertos y bien despiertos —dijo el Reverendo Nye, inclinándose hacia adelante de forma escrutadora—. Por eso tengo que pedirle algo. Esta noche, a las ocho, habrá en el Templo una conferencia sobre la Sabiduría Sideral. Tendrá una oportunidad para escuchar y aprender, una oportunidad para entender. ¿Querrá venir?

De ninguna forma, se dijo Kay, levantándose rápidamente. Pero cuando habló, sus palabras fueron distintas.

—Por supuesto que vendré.

Salió de la oficina, bajó las escaleras, atravesó la puerta y entró en el coche. Incluso mientras conducía, a la luz del atardecer, todo parecía borroso.

Todo, excepto la visión que provocó su decisión de volver: lo que distinguió al levantarse y mirar hacia la caja de libros.

Encima de todos ellos, había uno cuyo título no le dijo nada, El Extraño y los Otros. Pero el nombre del autor era H. P. Lovecraft.

—Debes estar bromeando.

Al Bedard miraba de reojo, malhumorado, a través del sucio parabrisas. Conducía por el tortuoso camino hacia South Normandie y Kay iba a su lado, hundida en el asiento.

—Arrastrarme a un lugar como ese después del anochecer. No es seguro…

Como para confirmar sus palabras, apareció ante ellos un montón de escombros, rodeado por vallas amarillas que indicaban que se estaban reparando los desperfectos causados por el terremoto del mes anterior.

Bedard se desvió, dejando el obstáculo a la izquierda y moviendo la cabeza con disgusto.

Kay le sonrió.

—No querías que fuera sola, ¿verdad?

—No veo por qué tienes que ir —le dijo Bedard—. ¿Qué vas a sacar, doscientos o trescientos, quizá? Eso no compensa las molestias.

—Confía en mí —dijo Kay. Señaló hacia el bordillo de la derecha—. Puedes parar aquí.

—No me fío de la gente de este barrio —murmuró Bedard entre dientes—. Desarmarán el coche cinco minutos después de que lo aparquemos.

Pero lo dejó junto a la acera, en un espacio libre, y subió los cristales cuando Kay se bajó. Cerró las puertas y se reunió con ella, que estaba mirando el edificio desde la calle.

Las cortinas todavía cubrían las ventanas, pero la puerta principal estaba abierta. La luz del interior iluminaba el letrero de madera de la entrada.

Bedard alzó la vista mientras cruzaban la calle.

—Templo de la Sabiduría Sideral —dijo—. ¿Qué es eso? ¿Alguna reunión de evangelistas?

—Veremos. —Kay miró su reloj—. Vamos. Son las ocho. Ya habrán empezado.

Al aproximarse a la puerta, Kay percibió el sonido que venía del interior —un silbido penetrante que le pareció vagamente familiar—. Era algo de Holst, La Suite de los Planetas, el compás llamado Urano, el Mágico. La música, difícilmente concordaba con una reunión de evangelistas.

Pero entonces, al atravesar la puerta, se hizo evidente que aquello no era una reunión corriente de Cristianos Renacidos.

Kay no tenía ninguna idea preconcebida pero, aunque la hubiera tenido, hubiese sido imposible que coincidiera con lo que les aguardaba dentro.

La sala de reunión era mayor de lo imaginable, teniendo en cuenta la fachada de la casa. Se extendía a lo largo de todo el edificio, cubierta con cortinas negras de terciopelo, desde el techo hasta el suelo. Quizás habían pertenecido a una iglesia, junto con los viejos y pesados bancos de roble oscuro que servían de asiento a la concurrencia. Seguramente una casa de artículos religiosos había suministrado el incienso que se quemaba en altos braseros de hierro forjado, colocados junto a las paredes, bañando el aire con una esencia empalagosa que provocaba una angustiosa asociación.

Al Bedard también lo advirtió.

—Huele a funeraria —dijo arrugando la nariz.

Kay asintió, mirando a los ocupantes de los bancos. No le sorprendió la presencia de negros, pero se extrañó del gran número de latinoamericanos y orientales. Grupos étnicos que rara vez se mezclaban, y mucho menos en las prácticas religiosas.

De forma inconsciente, descubrió algún denominador común y trató de identificarlo. Seguramente, no era la posición económica, ya que algunos de los asistentes iban bien vestidos y otros llevaban ropa corriente. Entonces se dio cuenta de que el único atributo que compartían todos era la juventud. Gran parte del grupo debía tener alrededor de veinte años y no había nadie que aparentara más de treinta.

La verdad es que el público se comportaba correctamente, sin ninguna muestra de la ruidosa agitación que generalmente caracterizaba las reuniones de jóvenes. Todos, sin excepción, estaban sentados, escuchando atentamente la música. Dirigían sus miradas hacia un débil resplandor que provenía de una hilera de focos, colocados a ambos lados de una plataforma, que se alzaba al fondo de la sala.

La plataforma estaba rodeada de una cortina que dejaba una entrada en el centro, por donde se descubría la presencia de un atril. La zona detrás del atril estaba bañada en sombras.

Bedard hizo un gesto a Kay.

—Vamos a sentarnos allí —murmuró, señalando una fila de bancos libres.

Kay asintió y tomaron asiento cerca del pasillo central.

Al hacerlo, la música cambió. Una vez más se sorprendió al reconocerla. Holst había dejado paso a Vaughan Williams: el movimiento final de su Sexta Sinfonía.

Quizás el Reverendo Nye tenía razón cuando le dijo que debía ir para escuchar y aprender. De esa forma, había descubierto ya que tenía algún conocimiento sobre música y sus efectos. El misterio característico de los sordos instrumentos evocaba imágenes de otros mundos, planetas sin vida, soles muertos y distantes, moviéndose como motas de polvo en el vacío del espacio infinito que agonizaba. Así sería el fin del mundo, sin explosiones, sin un gemido, sólo un susurro. Un susurro perdido en la oscuridad.

Entonces, en silencio, las luces se encendieron.

Se produjo un murmullo entre los espectadores. También habían sentido el contacto con el vacío eterno y ahora, por un instante, formaban parte de él.

El fuerte sonido de un gong acabó con la eternidad. Una luz tenue resplandecía sobre la plataforma, mientras que una figura con túnica roja, surgía entre las sombras.

—¡Paz y sabiduría para vosotros!

Retumbó la voz del Reverendo Nye, que levantaba las manos bajo el manto escarlata, provocando el eco de la audiencia.

—¡Paz y sabiduría!

—¡Sabiduría Sideral!

—¡Sabiduría Sideral! —respondió el eco.

Invocaciones y respuestas. Esto es un espectáculo, se dijo Kay.

Pero funcionaba.

Funcionaba como algo mágico, porque era mágico. La música y el incienso, la oscuridad y la luz, las túnicas y la ceremonia funcionaban ahora y habían funcionado siempre. Los brujos y hechiceros proferían sus conjuros en el Sabat, los druidas recitaban sus runas ante los dólmenes, los curanderos farfullaban en las junglas, y la magia ocurría.

El Reverendo Nye, con su túnica roja, no era un curandero. Pero cuando levantaba sus manos enguantadas de blanco, con su ademán de anciano, ante un moderno micrófono, era un acontecimiento. Los individuos se confundían paulatinamente con la totalidad de la audiencia; la audiencia se convertía en seguidores; los seguidores se convertían en creyentes.

Él hablaba y Kay observaba cómo ocurría, escuchaba cómo ocurría. Nuevamente, igual que había sucedido en la entrevista de la tarde, la vista y el sonido parecían extrañamente confusos.

Pero aunque frecuentemente se le escapaba a Kay el significado exacto de sus palabras, el sentido era transparente, evocado por imágenes, que se reflejaban caprichosamente a través de la bruma, invocadas por la profunda voz monótona.

Azazoth, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath. Las palabras eran sílabas sin significado, pero las sílabas sin significado eran nombres; nombres pronunciados por labios humanos en un esfuerzo inútil para identificar las realidades que ellos representaban.

Las realidades de los Grandes Diablos esparcidas por el espacio exterior, que venían a reinar sobre la Tierra, antes que la humanidad surgiera del primitivo cieno, acatando el mandato, para servir y cooperar en sus deseos. El hombre estaba creado para adorar y obedecer a los Grandes Diablos, quienes concedían el don de la vida. Existían pruebas de ese vínculo, pruebas en las leyendas de todos los pueblos, recientemente resucitadas por las teorías de Velikovsky sobre los «astronautas» de otros planetas y las «carrozas de los dioses» de Von Daniken —símbolos de los viajes de los Grandes Diablos a través del espacio y del tiempo—. Incluso quedaban algunas pruebas materiales, y todavía podían encontrarse. Estaban en la sabiduría y en el mandato de los maestros inmortales, a quienes erigieron templos los hombres en la Atlántida, Lemuria y Mu. En las torres desaparecidas en la prehistoria y en la bíblica torre de Babel, destruida por el diluvio.

Fue el diluvio, producto del cataclismo, que había fraccionado y sumergido continentes, a causa de temblores producidos por el paso de enormes cometas, quien derribó los templos de los Grandes Diablos. Quedaron enterrados bajo el peso aplastante de los océanos o las masas montañosas del hielo polar.

De alguna forma, una pequeñísima parte de la humanidad sobrevivió. Sobrevivió miserablemente durante épocas interminables de movimientos glaciales y evolucionando sólo gradualmente hasta una apariencia de civilización. Pero entre las culturas nuevas, se conservaron algunas de las antiguas como mitos, falseadas para formar las bases de las religiones nacientes. Algunos de los conocimientos también se conservaron por su vinculación con las construcciones de Stonehenge y Zimbabwe, los templos mayas, Angkor Wat y la Gran Pirámide.

Pero todo esto fue manipulado por los nuevos dirigentes religiosos en favor de sus propios fines. Negaron la existencia de los Grandes Diablos, enmascarando su recuerdo bajo el disfraz de demonios (Ahriman, Set, Baal, Satán).

Mas no pudieron enmascarar el recuerdo racial, que todavía surgía en los sueños de los hombres y en sus expresiones artísticas. Siempre el inconsciente colectivo ha conservado un indicio de la verdad y existe incluso ahora. ¿Qué es la astrología sino una muestra simbólica de la influencia de las estrellas? Las estrellas de las que vinieron los Grandes Diablos para regir nuestros destinos.

La clase religiosa dirigente siempre ha pretendido desacreditar la verdad, rechazando este conocimiento como algo pernicioso. El hombre cayó, dicen, porque hizo algo que estaba prohibido. Y fueron sus dioses, en singular o en plural, quienes enviaron diluvios o cataclismos como castigo. Siempre, los hombres que hablan, en nombre de sí mismos y de sus dioses, afirman que poseen toda la sabiduría.

Por eso, las sectas y los cismas, las guerras y las conquistas, las divisiones dentro de las naciones, la rivalidad de doctrinas, nacen en el fuego y la sangre, llevando a la destrucción de muchos para que unos pocos puedan dirigir.

Todavía quedan personas llenas de fe. Siempre han habido unos pocos elegidos, los iniciados no engañados por las deformaciones y los fraudes de sus maestros mortales. Ellos recuerdan a los Grandes Diablos.

Y los Grandes Diablos los recuerdan a ellos.

Porque no han muerto. Unos seres capaces de atravesar la inmensidad del espacio, son inmortales. Podrán estar sepultados debajo de titánicas inmensidades de hielo o encerrados en grandes ciudadelas bajo el oleaje del mar. Sepultados pero aún conscientes. Durmiendo durante evos, que para ellos sólo significan instantes. Agitándose en su letargo para enviar los sueños. Sueños que invaden las mentes de los no creyentes a guisa de pesadillas, pero que a los creyentes les ofrecen una nueva religión, una nueva esperanza de que un día, cuando los Grandes Diablos despierten, volverán a reinar.

Enterrado en R’lyeh, el Gran Cthulhu yace esperando, esperando el momento en que las estrellas sean propicias y recobre el poder para liberarse. Ese momento está muy próximo y el poder se conserva potencialmente, depositado en escritos secretos que los fieles han guardado a través de los años. Es ese poder, ese conocimiento, el que se expresaba en la Sabiduría Sideral.

—Os traigo noticias —entonó el Reverendo Nye—. La abrumadora espera llega a su fin. Las constelaciones se agrupan en su curso cósmico. El terremoto del pasado mes fue una muestra de lo que está decretado. Las fuerzas establecen un paso hacia el futuro. Pronto las montañas serán como motas de polvo, las barreras glaciales desaparecerán, el mar entregará sus secretos.

»Muchos se perderán. Los sacerdotes de falsas religiones y los falsos profetas, a quienes los hombres llaman científicos, junto con todos sus seguidores. Serán tiempos espantosos para ellos, amigos míos; y tiempos de triunfo para nosotros. Aquellos que crean, sobrevivirán.

Mientras hablaba, sus manos enguantadas se alzaban gesticulando.

»Para algunos, sé que esto parecerá totalmente absurdo. Para otros es una blasfemia, o tal vez una estúpida superstición. Y os preguntaréis, ¿quién es este charlatán?

La modulación de su voz cambió bruscamente.

»O quizá diréis ¿quién es éste y qué es toda esa palabrería que nos está colocando? Amigo, ya tenemos demasiados sufrimientos, no queremos saber qué va a ocurrir.

El Reverendo Nye sonrió y se encogió de hombros.

»Bueno, de cualquier modo que la expreséis, una duda es una duda. Te pone en el camino de la verdad y puede ser disipada.

»Así que ahora es el momento de la verdad.

Mientras hablaba, sus manos se escondieron tras el atril, y aparecieron nuevamente, sosteniendo una caja o cofre.

Kay miró fijamente el objeto rectangular. Tendría aproximadamente treinta centímetros por cuatro y una profundidad también de unos cuatro centímetros. Estaba hecho de un metal amarillento, deslustrado por el tiempo. La superficie exterior presentaba unos grabados de figuras contorsionadas, apenas visibles entre las sombras. Y la tapa parecía profusamente cincelada.

El Reverendo Nye, colocó la caja sobre el atril. Se oyó el murmullo de la gente, y después el silencio. Kay se sentía ansiosa y expectante. Del calor de la multitud apiñada surgió un escalofrío, un indicio de temor. Una vez más, todo parecía nublarse.

Entonces, el Reverendo Nye presionó la caja por un extremo, la tapa se abrió de golpe y arrojó entre las sombras una lanza de luz, de una luz vibrante y deslumbradora, procedente del interior de la caja de metal.

El rostro de Nye se bañó con su resplandor. Sus brazos se extendieron y su voz se elevó.

—¡He aquí el obsequio de los Grandes Diablos, que surge del mar al igual que ellos lo hacen! ¡He aquí el don de la verdad, enviado desde las estrellas para daros la libertad!

Inclinó la caja hacia delante para mostrar la fuente de luz del interior. Era un enorme cristal, sujeto por barras horizontales de metal. Su superficie tallada en facetas, despedía un brillo luminoso hacia los ojos de la audiencia.

Kay trató de apartar la mirada de aquel resplandor deslumbrante, pero no había escape; el fulgor intenso magnetizaba la vista. La luz estaba omnipresente y la voz también.

Esa voz que formaba parte de la luz y esa luz que formaba parte de la voz, y todo formaba parte de un sueño. Y dentro del sueño Kay se sentía fragmentada, fragmentada en facetas como el cristal. Una parte de ella miraba y una parte de ella escuchaba, y todavía otra parte, participaba de lo que veía y escuchaba.

Porque la voz ahora cantaba, cantaba en una extraña lengua, que conseguía una extraña respuesta de la multitud bajo la plataforma. Profundos gruñidos guturales se mezclaban con un ruido zumbante, que después se convirtió en unos chillidos y sonidos silbantes que no se semejaban en nada a la voz humana o al habla humana. Sin embargo, de alguna forma a ella le parecía percibir el significado de las palabras, si se podían llamar palabras. En realidad, era como una voz oída en sueños, una voz resonando en el cráneo de un durmiente. Y a pesar de su extrañeza era familiar; a pesar del espanto, imponía una atención total, y el poder que proclamaba sostenía la promesa de confianza. No escuchéis las palabras, sino su significado. Abrid los ojos a la verdad. Abandonad el miedo por la esperanza. Más allá de lo desconocido está el entendimiento.

Y dentro de la pesadilla, dentro del sueño, dentro de la realidad, Kay oía la voz, exhortando a los creyentes a seguirla. A seguirla y ser purificados con la luz eterna del cristal. A seguirla y ser curados de las penas y los sufrimientos por el poder de la verdad.

Se produjo un murmullo y una agitación; las figuras se levantaron de las sombras, dirigiéndose hacia la plataforma, bajo el cristal del atril. La voz invitaba al inválido, al cojo y al ciego, los atraía la radiación. Cojeando y andando a tientas, lentamente, llegaban hasta el atril. Uno a uno, tras el flujo de rayos, avanzaban para ser bañados por el sonido y el resplandor. Luego volvían caminando erguidos, con los ojos abiertos, mientras la multitud se regocijaba y se exaltaba con la…

—¡Vamos, salgamos de aquí!

Alguien zarandeaba a Kay en el hombro y ella abrió los ojos. Curiosamente, creía haber tenido los ojos abiertos todo el rato; pero ahora, al parpadear vio a Al Bedard ante ella, mirándola ansiosamente.

Él murmuró algo más, pero ella no pudo entender sus palabras; se perdían entre los gritos y los quejidos de los que la rodeaban. Y por todas partes surgían los cánticos y la luz verdosa del cristal de la caja.

Bedard la cogió del brazo y le ayudó a levantarse. Mientras se apartaban del clamor de la gente, Kay dirigió la última mirada a las caras bañadas en la luz del cristal: caras pálidas, morenas, amarillentas, con barba, caras con ojos de pupilas fijas y bocas abiertas. Sollozaban, jadeaban y la acosaban con sus ecos en el éxtasis, mientras Bedard la conducía fuera de la habitación, hacia la tranquila oscuridad de la calle desierta.

Todavía no había despertado del todo. En algunos momentos la sensación de niebla volvía. El ruido del motor, al ponerse en marcha, la hizo volver en sí, y se encontró sentada al lado de Al Bedard.

El coche arrancó, dio la vuelta y se dirigió al norte de la calle Normandie.

Bedard fue hablándole todo el rato, diciéndole que dejara de preocuparse, manteniéndose cerca. Ella trató de concentrarse en lo que le decía.

—¡Un hipnotizador, eso es lo que es! ¡Un maldito hipnotizador! Recuerdo que cuando era chico, mis padres me llevaron a ver a la hermana Aimee, a su templo. Usaba un órgano y señales luminosas, pero ella también sabía hacer que funcionasen…

Una hipnosis colectiva. Ésa era la respuesta, se dijo Kay. Bedard seguía hablando.

—… una falsa alucinación producida por medio del cristal. Debió conectar una batería a la luz, detrás de la caja.

Muy probable. Kay asintió, satisfecha por la explicación racional.

—Todas esas curaciones son la misma cosa: reunir un montón de gente con temores histéricos y hacer que reaccionen de forma histérica. Por supuesto, también podía haber personas que estuvieran de acuerdo con él entre la audiencia. Cualquiera que haya sido su artimaña, apostaría, sin duda, que ha engatusado a una buena colección. ¿Te fijaste en esos chicos? La mitad de ellos estaban petrificados y fuera de sí. Y ese maldito incienso olía como el hachís. Los preparó para un verdadero viaje.

Kay asintió otra vez. Eso tenía sentido, justo lo que deseaba desesperadamente. Las drogas podían explicar la reacción de la audiencia y también su propio comportamiento. Se esforzaba por recordar lo que había visto y oído, como si estuviera andando a tientas entre los recuerdos borrosos de un sueño. Y poco a poco, llegaba en destellos, en facetas, como las facetas del cristal. Ojos fijos. Bocas gritando. Jóvenes caras blancas, negras, marrones y amarillas.

Pero había algo más, algo importante, algo que sabía que debía recordar, retrocediendo en la niebla a los cánticos y a la habitación. Una visión que no concordaba con los demás, con los jóvenes.

Entonces llegó.

Cuando se levantó para salir, vio la cara. La cara entre las sombras del final del pasillo; una cara que no era joven.

Era la cara de un hombre que decía llamarse Ben Powers.

Después que Bedard la dejó en el apartamento, Kay tomó una de sus pequeñas píldoras rojas.

Normalmente evitaba tomarlas. De hecho, las había escondido en el estante superior del armario de las medicinas, con objeto de alejar la tentación. Demonios rojos, acechan tras de mí. Pero había veces que el sueño se negaba a aparecer, y entonces era necesario buscarlo en forma de cápsula. Todas las modelos que conocía Kay, hacían lo mismo. Todas eran Bellas Durmientes, cuya existencia dependía de un fresco despertar, tras un largo descanso. Sin sueño, la belleza se desvanecía, y las señales evidentes del cansancio eran captadas por la cámara. La cámara era el Príncipe Encantador de hoy, despertando a la moderna Bella Durmiente, con un clic en lugar de un beso.

La noche anterior se había enfrentado al problema del insomnio sin solución química y sin éxito. Una repetición de las preguntas que no tenían respuesta. De todas las preguntas. ¿Quién era el hombre que la perseguía y por qué? ¿Quién era el Reverendo Nye y qué quería?

Kay tomó la pastilla y todas las preguntas se esfumaron. Se esfumaron en la oscuridad del dormitorio, en la profunda oscuridad de su caída en el olvido, la pócima que calmaba las penas, la pequeña muerte.

Pero en su sueño, todavía la perseguía no un hombre que decía llamarse Ben Powers, sino un irlandés loco llamado O’Blivion. Veía cómo el Reverendo Nye le acercaba la poción, la poción, la paz y el olvido. Recordó el canto persistente respondiendo en la profunda oscuridad. No está muerto lo que puede yacer eternamente. Y con los extraños eones incluso la muerte puede morir.

Ahora sabía lo que significaba. Quería decir que Albert no estaba muerto. Tan sólo estaba dormido, al igual que dormía ella, descansando bajo las aguas agitadas, hasta que la muerte muriese. Entonces podría salir. Un demonio rojo surgiendo de las profundidades del mar azul, mientras los Grandes Diablos se liberaban de sus sepulcros de piedra y de las tumbas heladas, para reclamar sus derechos. Sus ojos la miraban, millones de ojos abiertos, para lanzar en una mirada sus anhelos; millones de bocas abiertas, para calmar esos anhelos; millones de tentáculos buscando a tientas cómo agarrarla, cómo acercarla a sus ojos ansiosos, y a sus grandes fauces, y mientras el cántico se alzaba un grito estalló en ella.

Se incorporó abriendo los ojos a la luz de la mañana.

No necesitaba ningún espejo para saber que no había descansado. Una mirada al despertador, que había olvidado poner en hora, fue suficiente para proporcionarle la información que requería.

Las diez en punto. Había dormido demasiado, pero eso no era bueno. Quería decir que la agencia ya estaría abierta y no podría decirle a Max que cancelara su cita con el Reverendo Nye.

Kay pensó en ello mientras se bañaba, se vestía y preparaba el desayuno. Max necesitaría una buena excusa para anular la cita, pero ¿qué podía decirle ella? Realmente no podía decirle la verdad, la verdad era sólo un sueño.

¿O no lo era?

Una cosa era cierta: su visión, la noche anterior, del hombre que pretendió ser Ben Powers. Pero eso no le importaba a Max. Esa información concreta debía pasársela a Danton Heisinger.

Quizás era mejor que hablase primero con él. Y mientras tanto, podía pensar qué decirle a Max. Tal vez a Heisinger se le ocurriría algo, algo que pudiera usar para salir del apuro.

Pero en aquel momento, la primera cosa que debía hacer era telefonear.

Tomó el auricular y marcó el número del banco, pero sin ningún resultado. La línea estaba silenciosa. Probó de nuevo, y entonces advirtió que la línea estaba muerta. ¡Pero no podía ser! No está muerto aquel que eternamente puede yacer

Colgó el teléfono, e hizo un gesto de extrañeza. Allí, a la luz del sol, el sueño se disolvía. El pánico no era una respuesta de acuerdo con la realidad. Debía salir al vestíbulo y ver si el vecino estaba en casa, y le permitía usar su teléfono, para llamar al servicio de reparaciones. No era el fin del mundo; las líneas se estropeaban todos los días. Ya era hora de olvidar el sehtik paranoide y comportarse coherentemente.

Kay se levantó y cruzó la puerta de la sala, justo en el momento sonó la llamada.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Diga?

—Teléfonos del Pacífico. Su línea no funciona.

—¿Cómo lo sabe?

—La patrona telefoneó para avisarlo. ¿Le importa que lo revise?

—De acuerdo.

Kay abrió la puerta al mecánico. Y el extraño hombre que decía llamarse Ben Powers entró en la habitación.

No hubo ninguna forma de evitarlo; Kay sólo pudo retroceder cuando él cerró la puerta y corrió el pestillo.

—No tenga miedo —dijo él.

—Eso intento.

Consiguió mantener la voz firme, mientras dirigía la mirada al equipo de reparación, que sostenía con la mano izquierda. ¿O no era un equipo de reparación?

Entonces avanzó hasta la mesa del tresillo y colocó la abultada bolsa sobre ella. Kay dio un paso atrás, preguntándose si podría escapar de allí, correr hasta el baño y cerrar la puerta. El extraño levantó la vista y negó con la cabeza.

—No se mueva —dijo abriendo la bolsa—. Tengo algo para usted.

Su mano se hundió en el bolso y Kay respiró profundamente, preparada para lanzar un grito cuando sacara el cuchillo.

Pero no era un cuchillo.

En lugar de eso, la mano salió sosteniendo un libro de bolsillo. Kay no logró leer el título; todo lo que alcanzó a ver, fue un destacado letrero sobre el lomo, que revelaba el nombre de su autor.

—H. P. Lovecraft —murmuró Kay.

—Así es.

El extraño le alcanzó el libro.

—Léalo.

—¿Por qué he de hacerlo?

—Porque es importante para que pueda entender lo que está sucediendo.

Colocó el libro en la mano de ella.

—Léalo.

Kay negó con la cabeza.

—Las respuestas que necesito no están en un libro. ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Mató usted a Ben Powers?

El intruso sonrió irónicamente.

—Hizo las preguntas correctas, pero en orden equivocado. Primeramente, yo no tengo nada que ver con la muerte de Ben Powers. Sufrió un ataque al corazón y puede comprobarlo si no me cree. Supongo que ya se imaginará el resto. Usé el nombre de Ben Powers para llegar hasta usted, para averiguar qué sabía sobre su difunto esposo y su posible implicación en este asunto.

—¿Cómo supo que mi teléfono estaba estropeado?

—Porque yo corté la línea.

El extraño alzó la mano para acallar la respuesta de Kay.

—Me figuré que podría actuar precipitadamente, cancelando su cita para la sesión o hablando con el director del banco.

—¿Por qué no podía hacerlo?

—Hablaremos más tarde de ello. Después de que haya leído el libro.

Kay dudó.

—Todavía no me ha dicho quién es usted.

—Mi nombre es Mike Miller. Pero eso no es importante.

—Podía haberlo dicho al principio. ¿Por qué tanto secreto?

—Medidas de seguridad.

—¿Es usted agente del gobierno?

—No oficialmente.

Kay lo miró con fijeza.

—Oiga Miller, si ése es su verdadero nombre. Admita que me ha estado mintiendo todo el rato. Y no existe ninguna prueba de que ahora me esté diciendo la verdad. ¿Por qué tengo que creerle?

—Me da lo mismo que me crea o que no. Lea el libro.

Levantando la bolsa, dio vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Miró a Kay mientras descorría el cerrojo.

—No pierda tiempo. Volveré esta tarde. Tendrá conectado el teléfono después de que hablemos.

Entonces se fue.

Kay se quedó mirando la puerta cerrada. Esperó el tiempo necesario para que él hubiera podido salir a la calle. Luego se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Para su tranquilidad, reconoció el coche desaparcando junto al bordillo y también pudo alcanzar a verlo a él al volante. Al menos era verdad que se iba. Y ahora, si actuaba rápidamente…

Kay se volvió, tirando el libro sobre la mesa, fue hasta el armario. Cogió el bolso de la estantería y se dirigió a la puerta. La abrió y atravesó el umbral.

Un hombre se interpuso en su camino.

No pudo ver su cara en el oscuro vestíbulo, pero no importaba. Toda su atención se centró en una pequeña automática, que de golpe pareció materializarse en la mano derecha de aquel hombre.

—Perdone, señora —dijo suavemente.

Kay retrocedió cerrando la puerta en sus narices. Corrió el cerrojo y, dándose vuelta, dejó el bolso sobre la mesa. Tomo el libro, El Horror de Dunwich y Otras Historias. Si no había más remedio que leer, era mejor relajarse y entretenerse.

Sentada en el sofá, miró su reloj. Las once.

Entonces abrió el libro.

La vez siguiente que miró el reloj, eran las dos de la tarde y alguien llamaba a la puerta.

—¿Ha leído el libro? —preguntó Mike Miller.

Kay asintió.

—Desde el principio hasta el fin.

—¿Y?

—Era todo un escritor, si es a lo que se refiere. Francamente, a mí nunca me interesó la fantasía.

—Ni a mí.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Suponga que Lovecraft no era un escritor de fantasía.

Kay frunció el ceño.

—No esperará que me crea esas historias, ¿verdad? Ahora entiendo por qué quería que lo leyera. De aquí sacó el Reverendo Nye todo ese rito absurdo. Copió hasta el nombre, la Sabiduría Sideral, de uno de los cuentos de Lovecraft.

El Frecuentador de la Oscuridad.

—Sí. Y de ahí extrajo la idea de ese artilugio de cristal que montó. Lovecraft lo llamaba el Trapezohedron Brillante ¿no? Nye se adaptó a la descripción del relato.

—Muy ingenioso, ¿verdad? —dijo Mike Miller.

—Mucho. Engañó a toda esa gente, no cabe duda.

—Y usted, ¿cómo reaccionó?

—¿Yo?

—La miré durante la ceremonia. No apartó los ojos del cristal.

Kay se encogió de hombros.

—Claro, aquello era una hipnosis colectiva.

—¿Y qué es una hipnosis colectiva?

—Bueno, ya sabe —dijo Kay—. Es como esos trucos de los indios. El mago que enloquece a la gente, haciéndoles ver cosas que no existen.

—¿Cómo?

Kay gesticuló impacientemente.

—No me pregunte. No soy psicóloga.

—Exactamente —sonrió Mike Miller—. Los psicólogos rechazan esas ideas absurdas de la hipnosis colectiva. Saben que los magos pueden usar artilugios y dispositivos mecánicos para crear ilusiones. Pero también saben que ninguna persona puede hipnotizar a todo un grupo. Siempre se transmite uno a uno. Hay gente que, por varias razones, son especialmente susceptibles a la sugestión. Si están en una audiencia donde un sujeto ha sido hipnotizado, pueden reaccionar de la misma forma. Pero eso son excepciones y responden sólo como individuos. No existen cosas como la hipnosis colectiva.

—Entonces, ¿qué ocurrió en la Sabiduría Sideral la noche pasada?

—Algo que los psicólogos no pueden explicar.

—¿No pudo haber usado impostores, falsos lisiados que fingían ser curados?

—Es posible. Pero ¿qué hay del fenómeno? ¿Qué hay de aquella niebla, que parecía atraparte en un sueño? La sintió ¿verdad?

—Sí.

Kay frunció el ceño.

—Pero ¿por qué no le afectó a usted?

—Porque estaba preparado para lo que iba a ver. Había leído a Lovecraft y sabía lo que tenía que esperar.

—¿Me está diciendo que el Reverendo Nye utilizó el auténtico Trapezohedron Brillante? ¿Que lo que Lovecraft describió era verdad?

—No era. Es.

—Y todo ese asunto extravagante de los Grandes Diablos ¿también es real? —dijo Kay frunciendo el ceño—. No lo creo.

—¿No lo cree o no quiere creerlo?

—¿Se está burlando de mí?

—Usted misma se está burlando de usted.

Mike Miller se levantó, caminando mientras hablaba.

—No la culpo por eso. Muchos de nosotros tratamos de evitar cualquier verdad que nos disguste. Sabemos que está allí, pero no queremos mirarla de frente, y si no lo vemos no lo creemos.

»Estamos dispuestos a admitir que comemos carne, pero no queremos pensar en más. No queremos entrar en un matadero y ver como matan a los animales, para satisfacer nuestro apetito.

»Aceptamos que existe la locura, la enfermedad y la muerte, pero evitamos hablar o pensar sobre tales cosas. Nos mantenemos apartados de los asilos y hospitales, y hay millones de personas que no acuden nunca a los funerales.

»Estamos condicionados a apartarnos de cualquier cosa que pueda molestarnos ligeramente. Tampoco escuchamos «los problemas de otra gente» o «las quejas». Existe una escuela de pensamiento, que rechaza lo que llaman «pensamientos negativos», incluyendo la crítica del status quo. El rechazo de las preocupaciones prevalece.

—¿Y qué más? —murmuró Kay.

—Perdone.

Miller se detuvo, sonriendo tímidamente.

—Sé que estoy obsesionado con todo eso. Pero me angustia ver como volvemos las espaldas a cualquier cosa que pueda molestarnos. Apagamos nuestras propias voces con sonidos estereofónicos, ahogándolas con drogas… —Respiró profundamente—. Tampoco se gana nada haciendo discursos. Quizás esa sea la forma en que yo me evado de la realidad.

—Me parece que la idea que tiene usted de la realidad es bastante fantástica —dijo Kay—. Según usted, alguien que escribió, para publicaciones sensacionalistas, hace más de cincuenta años, estaba realmente revelando secretos de la creación, a un penique la palabra. Que un falso líder de una secta está usando esos secretos para completar su colección de mentiras.

—¿Cree usted que eso es todo lo que hace?

—¿Qué más puede hacer?

—Eso es lo que usted debería descubrir.

—¿Por qué yo?

—Porque es la única que tiene posibilidad de observar lo que ocurre detrás de los escenarios.

—Yo pensaba que ustedes, los agentes de seguridad, tenían gente especializada en ese tipo de cosas.

—La tenemos. Ultimamente, hemos intentado, dos veces, llevar a cabo una operación dentro del grupo de Nye. La primera vez un negro, y la segunda un chicano, se hicieron pasar por miembros de la secta.

—¿Qué ocurrió?

—Eso quisiéramos saber. Han desaparecido.

Kay miraba a Mike Miller.

—¿Y usted espera que yo corra el mismo riesgo?

—Con usted no sería lo mismo. Tiene una entrada justificada. Y no fue a buscar a Nye, sino que Nye la buscó a usted.

—¿Qué es lo que le hace pensar que podría encontrar algo si accediera a hacerlo?

—No digo que lo encuentre. Pero, al menos, existe una posibilidad. Por una parte queremos averiguar dónde tiene Nye su cuartel general.

—¿No vive en el piso sobre el templo?

—Eso es sólo una fachada. Nuestra gente consiguió darnos algunos informes antes que los perdiéramos de vista. Nye los estaba adoctrinando; es decir, les iba a dar un puesto especial para la admisión dentro de las órdenes superiores de la secta, cuando llegaran a ser merecedores de ello. Desde que desaparecieron, hemos vigilado el templo, esperando que Nye saliera. Lo hizo una vez, la semana pasada, y lo seguimos.

—¿A dónde?

—A un edificio de oficinas en el centro de la ciudad, que tenía un aparcamiento subterráneo. Allí cambió de coche o consiguió escabullirse por el mismo edificio. De cualquier forma, lo perdimos.

—¿No se les ocurrió ir allá y atacar el templo por sorpresa?

—Por supuesto que lo pensamos. —La voz de Miller era áspera—. Cuando desapareció nuestra gente, estuve a punto de hacer eso precisamente. Pero es el último recurso. Si entrásemos allí, perderíamos nuestra posición. Y a menos que consiguiéramos hacer confesar a Nye o a algunos de sus seguidores, estaríamos igual que al principio. Tengo la corazonada de que no hay forma de hacer hablar a ninguno.

—Pero he leído que existen técnicas nuevas para hacer lavados de cerebro. Si capturaran un par de jóvenes del grupo y los desprogramaran…

—Mire. No estamos tratando con fanáticos religiosos corrientes. El hombre con el que nos enfrentamos tiene sus propias formas y métodos para controlar sus secretos. Tiene que hacerlo porque está jugando con intereses importantes.

Kay levantó la vista.

—Si está tan seguro de eso, debe tener alguna idea de lo que realmente está pasando.

Mike Miller asintió.

—Por eso quería que leyera los cuentos. ¿Recuerda lo que escribió Lovecraft sobre el mensajero de los dioses? ¿Cómo aparecía en los terremotos y en las catástrofes para predecir el fin del mundo? Era un hombre negro, vestido con una túnica roja, que hablaba de ciencia, inventaba extraños aparatos y hacía demostraciones de su poder. ¿No le recuerda eso a alguien?

—Al Reverendo Nye…

—Nyarlathotep.

—Espere un momento. No me voy a tragar todo eso.

Miller negó con la cabeza.

—Claro que no. Pero hay otros que sí lo hacen. Es obvio que ese hombre tomó el nombre de Nye deliberadamente, y me imagino que a un grupo reducido, a los más devotos de sus seguidores, les dirá que es el verdadero Nyarlathotep.

—Todo ese disparate para sacar el dinero a unos cuantos tipos excéntricos.

—Quisiera que sólo fuese eso. —Mike Miller recuperó la calma—. Pero, que nosotros sepamos, las personas de ese grupo no tienen dinero. La mayoría son jovenes del barrio y del ghetto de negros, aficionados a las drogas.

—Pues si no busca su dinero, ¿qué quiere?

—Poder. —Los ojos de Miller se entrecerraron—. ¿Alguna vez oyó hablar del Jeque al-Jebal?

—¿De quién?

—El Viejo Hombre de las Montañas. En los tiempos de las Cruzadas, construyó una fortaleza llamada Alamut. Nadie se atrevía a tocarlo, ni siquiera los ejércitos de cruzados o de sarracenos. Le pagaban un tributo y obedecían sus ordenes, porque tenía poder. El poder de la vida y la muerte. Quizá no haya oído hablar de él, pero el nombre de sus seguidores ha llegado a través de la historia. Los llamaban Assassin.

»La palabra viene del árabe, Hashshashin, y tiene el mismo origen que la palabra hashish, porque en eso era lo que estaban metidos. El jeque reclutaba jóvenes, los drogaba con hachís, y les decía que les concedería la vida eterna si obedecían sus órdenes. Entonces les daba una prueba de ello.

»Tras una sesión de droga, cuando perdían el conocimiento, los llevaba a su jardín secreto, en la cima de la montaña. Al despertar allí, creían estar en el paraíso. Les tendía una trampa psicológica con musica, luces, perfumes, ricos manjares, bebidas, y un haren de bellas jóvenes y muchachos jóvenes. Cuando volvían de su viaje, habían caído en la trampa. Aquello era solo una muestra, pero si seguían sus órdenes, podría ser suyo para siempre, incluso después de la muerte.

»Los que creían se convertían en fedais, los creyentes, y se les entrenaba en todos los metodos secretos para asesinar. Despues los enviaba a matar, introduciéndolos en los séquitos o en los campos militares, para estrangular o apuñalar, en plena noche, a las víctimas escogidas.

»Créame, funcionaba. Funcionaba tan bien que cientos de líderes y oficiales murieron, y otros miles pagaron el tributo para salvar sus vidas. Funcionó entonces, y todavía hoy funciona.

—¿Qué tiene que ver todo eso con Nye? —dijo Kay.

—No estamos seguros de que sea Nye. Pero alguien está utilizando sus tácticas. Actividades terroristas. Si supiera cuánta gente importante ha sido atacada en los últimos meses…

—¿Cómo es posible que no lo sepa? Leo los periódicos.

—No aparece en los periódicos. Si apareciese, el pánico cundiría en las calles. —Mike Miller frunció el entrecejo—. Tenemos que consolidar nuestras sospechas sobre Nye con pruebas bien fundadas; y hacerlo rápidamente. No hay que caer en imputarle falsos cargos. Necesitamos descubrir qué hay detrás de todo esto, ver si hay alguien por encima dirigiendo la operación. Eso es lo más importante.

—Quizá para usted, pero no para mí —comentó Kay, encogiéndose de hombros—. No tan importante como para poner mi vida en peligro.

—Yo creo que sí lo es.

—Déme una buena razón.

—Muy bien.

Miller la miró fijamente.

—Creo que una de sus víctimas fue su ex marido, Albert Keith.

El teléfono de Kay sonó exactamente a las tres en punto. Con un sobresalto miró a Miller sin saber qué hacer.

—Le prometí que estaría arreglada la línea —dijo—. Vaya y atienda la llamada.

—¿Y si es Nye?

—Ya sabe lo que debe decir.

Kay dudó, preguntándose si Miller le habría dicho la verdad. O toda la verdad. Entonces, como el teléfono sonaba imperativamente, levantó el receptor.

—¿Señora Keith?

—Sí.

—Buenas tardes. Soy el Reverendo Nye.

Kay hizo un gesto afirmativo a Miller y esbozó silenciosamente el nombre del interlocutor. Después escuchó.

Miller la miraba, incapaz de interpretar sus ocasionales respuestas monosilábicas. Cuando por último colgó el telefono, él hizo un gesto de impaciencia.

—¿Bien?

—Quería fijar una sesión de fotografía con Bedard para esta noche. He aceptado.

—¿A qué hora?

—Siete y media.

—¿Dónde?

—Supongo que es su casa. La dirección es el cuatrocientos de Lampton Drive.

—No lo había oído nunca.

—Dice que está por la carretera de la costa del Pacífico. Al norte de Malibú.

Mike Miller frunció el ceño.

—Para un hombre que cuida sus pasos como Nye, es una negligencia dar la dirección de su casa. O eso, o está muy seguro de sí mismo.

Miller tomó el teléfono.

—Vamos a ver qué podemos descubrir.

Marcó un número y esperó.

—Diez y ocho —dijo—. En demanda de información. Descripción de la propiedad correspondiente a una dirección. Cuatrocientos de Lampton Drive, zona de Malibú.

Ahora era el turno de Kay de mirar como esperaba. Luego escuchó su breve afirmación. Cuando colgó el teléfono se volvió hacia ella asintiendo con la cabeza.

—Justo lo que me figuraba. No vive allí.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque en el cuatrocientos de Lampton Drive no hay ninguna casa. Es un museo privado.

—¿Un museo?

—Como el de Getty, unas cuantas millas al sur. Pero éste es de otra clase. Fue construido por algo llamado Fundación Probilski. Y se supone que no se inaugura oficialmente hasta el mes que viene.

—No lo entiendo.

—Obviamente Nye ha elegido ese lugar como punto de encuentro. Usted llegará allí y él la recogerá, conduciéndola a otro sitio.

Miller se adelantó a la reacción de Kay con una sonrisa tranquilizadora.

—No se preocupe. Esta vez no lo vamos a perder. Colocaremos un cinturón de seguridad, delimitando ambos extremos de la calle. Si hay una salida trasera, también será cubierta. En caso de que la conduzca a otro sitio, la seguiremos. No estará sola.

—¿Bedard? —dijo Kay, negando con la cabeza—. ¿Qué le hace pensar que podría ser de ayuda en algo como esto?

—Bedard no estará con usted.

—Pero…

—Ya he hablado con Max Colbin. Le dije lo justo para asegurarme de que tendrá la boca cerrada y cooperará. Está de acuerdo en dejarme reemplazar a Al Bedard por uno de los nuestros. Fred Elstree, creo que ya lo conoce.

—¿Dónde?

—Aquí, en el vestíbulo, lo encontró usted justo después de que me marchara esta mañana. —Mike Miller señaló hacia la puerta principal—. No se preocupe; no es un fotógrafo profesional, pero sabe lo suficiente de cámaras para simular una sesión. Si algo se presenta, sabrá cómo manejarlo. Pero no preveo ningún problema. Todo lo que tiene que hacer usted es mantener los ojos y los oídos abiertos, mostrarse amable con Nye, averiguando lo que pueda sobre su operación.

—¿Eso es todo? —murmuró Kay—. Ser una buena chica, caminar derecha por la pasarela y no olvidar sonreír amablemente a la cámara.

Lo miró con furia.

—¿Desea que haga alguna otra cosa?

—Sí.

Mike Miller asintió gravemente.

—Quiero que recuerde a Albert Keith.

Era difícil para Kay darse cuenta de que sólo habían pasado veinticuatro horas, desde su visita al Templo de la Sabiduría Sideral con Al Bedard.

En cierto modo, la excursión de aquella noche casi era una repetición de su experiencia de la noche anterior. Casi, pero no del todo. Ahora el coche se dirigía al oeste de Santa Mónica, a la carretera de la costa del Pacífico, y Fred Elstree era quien conducía.

Kay se sentía agradecida por su presencia, agradecida porque estuviera despierto, alerta y armado. Su gratitud aumentaba las diferencias entre aquel viaje y el anterior. Entonces solamente sentía curiosidad por el lugar a que se dirigía y por lo que iba a encontrar allí. Ahora estaba asustada.

El consejo de Miller de recordar a Albert Keith, no era ninguna ayuda; en cierto modo, ponía peor las cosas. Si el Reverendo Nye tenía alguna responsabilidad en la muerte de Keith, ¿qué tranquilidad iba a sentir al saber que se aproximaba al asesino de su marido?

Trató de encontrar serenidad en el silencio de Fred Elstree. Sugería seguridad, la seguridad de un hombre que debía cumplir con su trabajo y sabía con exactitud cómo hacerlo.

Elstree conducía bien. Cuando el coche viró bruscamente por la pendiente que conducía a la carretera, los bolsos con el equipo de cámaras, colocados sobre el asiento trasero, no se desplazaron ni un ápice. Kay, de repente, se sintió totalmente segura, pensando que actuaría con la misma pericia cuando llegara el momento de manejar el equipo; probablemente interpretaría su papel de fotógrafo sin ningún tropiezo. Entonces, ¿por qué había tenido miedo?

—Niebla —dijo Elstree, mientras se dirigían hacia el norte—. ¿De dónde vendrá?

Venía del mar, por supuesto, y eso era lo que asustaba a Kay: el mar y lo que generaba. Cosas sumergidas, agitándose bajo las aguas, deslizándose hacia la superficie, tambaleándose sobre la tierra. Cosas sumergidas, ocultas por la niebla, que se arremolinaban junto a la carretera, como si surgieran de cortinas ondeantes formadas por oscuras nubes fantasmagoricas. Cosas sumergidas. ¿Era Albert Keith una de ellas?

Kay parpadeó, al unísono con los faros delanteros, cuando Elstree amortiguó la luz y disminuyó la marcha con precaución.

—Es mejor ir con cuidado —dijo.

Kay asintió. Sí, tómatelo con calma. Olvida a Albert Keith. Él está muerto y tú estás viva. Eso es lo importante.

El coche marchaba en dirección al norte, mientras el tráfico se diluía y la niebla se espesaba. Por la derecha asomaban altos riscos, pero no pudo ver luces en las ventanas de las casas situadas en la cumbre. Otras casas bordeaban la costa, por la izquierda, pero sus luces también se escondían tras el velo gris. El aire estaba húmedo y frío; Elstree subió el cristal de la ventanilla al notar la reacción de Kay. Pero no fue la humedad lo que le había hecho estremecerse.

—Por allí asoma —dijo él—. No debe faltar mucho.

Ella miraba a través del parabrisas, mientras recorrían el camino de curvas, junto a las cabañas de la playa. A la izquierda, un gran precipicio los separaba del mar. Allí abajo no habían casas. Nada, excepto la niebla surgiendo desde el silencioso mar en tinieblas. Y entonces, al torcer la curva, apareció un edificio al borde del despeñadero, como…

La Extraña Casa en la Niebla —murmuró Kay.

Elstree volvió rápidamente la mirada hacia ella.

—¿Qué?

—Nada.

Y no era nada. Sólo el título de uno de los cuentos que había leído en el libro. Una de las historias de Lovecraft, sobre un anciano, en una vieja casa, que se comunicaba con los Grandes Diablos del mar.

¿Conocería Fred Elstree esas historias? Esperaba que no; mejor era que se concentrara en realizar una labor rutinaria de protección, de una forma rutinaria. Mostrando su intranquilidad podía inquietarlo a él, y ella no quería que eso ocurriese.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él.

—Por supuesto. Una vez salgamos de esta niebla.

—Ya llegamos.

Elstree giró el volante y torcieron a la izquierda adentrándose por un estrecho camino particular. Aparcada a un lado, junto al camino, había una camioneta. No se veía a nadie en la cabina pero, al pasar, los faros delanteros se encendieron y apagaron rápidamente.

—Son de los nuestros —dijo Elstree.

Kay frunció el ceño.

—¿Sólo un coche?

—Un coche significa que es la única entrada o salida. —Elstree sonrió con seguridad—. Todo ha sido comprobado. Si existe otra salida no la conocemos. Miller lo tiene todo cubierto.

—Quizá más allá —dijo Kay.

Pero no vieron nada más; nada, excepto un lugar despejado de niebla, en la zona de aparcamiento vacía, al final del camino. Eso, y la extraña gran casa en el borde del despeñadero, al otro lado.

Una cuidadosa inspección reveló que aquello no era del todo una casa. La parte de abajo era una estructura sin ventanas que se hacía casi imperceptible, al mezclarse con el paisaje neblinoso. Sólo cuando aparcaron y bajaron del coche, Kay advirtió que el tejado tenía forma de cúpula y la entrada se alzaba sobre una hilera de peldaños. Realmente parecía un museo y, cualquier mínima duda, era disipada por la placa de bronce, adherida a la puerta de roble oscuro.

Elstree sacó del asiento trasero las dos bolsas del equipo fotográfico, cerró la puerta del coche, y se reunió con Kay. Echo una mirada a la placa.

Fundación Probilski —murmuró—. Raro nombre para un museo. Suena a polaco.

Su sonrisa se desvaneció al mirar a Kay.

—Perdone. No es momento para humor étnico, ¿verdad?

Kay asintió.

—No me gusta el aspecto de este lugar.

—Bueno. Quizás esto le ayude. Hemos averiguado que la fundacion es auténtica, creada en 1974 por Donald Probilski, un petrolero de Shreveport, uno de esos mecenas. Murió hace dos años. Su viuda Elsie heredó, y administra la fundación. Averiguamos la fecha en que se compró el terreno y a quien le fue comprado, más la de la escritura y los permisos para construir el museo. Aparte de pequeños detalles, usuales en procesos organizativos, el asunto parece inmaculado. J. C. Higgins se encargó de la obra. Es una gran empresa constructora que trabaja fuera de Long Beach. El lugar será oficialmente abierto el mes próximo, con horarios de visitas cuatro días a la semana. El encargado del museo es un tipo que trabajaba en la biblioteca de la universidad de Wyoming. ¿Le hace sentirse mejor?

Había algo tranquilizador en su temperamento práctico y su forma práctica de explicar las cosas. Kay le dedicó una sonrisa de gratitud.

—Sí, gracias. Por cierto, ¿qué clase de museo es?

—Lo sabremos en un minuto.

Elstree llamó a la puerta y el timbre sonó, mientras él susurraba:

—Ahora mantenga la calma —dijo—. Recuerde, no hay por qué preocuparse.

Excepto por Albert Keith y lo que le había ocurrido.

El joven que abrió la puerta tenía un aire que le pareció familiar. A través de los años, Kay había visto miles como él, en los paseos del campus y en las calles de la ciudad, vestidos con tejanos y chaqueta, con el cabello largo, bigote y barba. No sólo parecían similares sino que hablaban de la misma forma, usando las mismas frases, respondían uniformemente a los mismos estímulos, marchaban con el mismo ritmo, como de guitarra eléctrica. Tenían algo más en común: cada uno de ellos se jactaba de su personalidad única.

Por eso, aunque Kay pensó que podía ser el joven que estaba la noche anterior en el templo, le era difícil asegurarlo. Tal vez si le oyera hablar…

Pero él no habló, únicamente les saludó con la cabeza y les indicó que pasaran a través de un pasillo iluminado, pero desprovisto de muebles, hasta una amplia entrada doble.

Ahora no cabía la menor duda de que estaban en un museo; la atmósfera del pasillo transmitía una frialdad característica, derivada más de la arquitectura que por la temperatura misma. Las desnudas paredes de mármol y el orden estricto con que se alzaban los pilares creaba un ambiente gélido. El toque final era el eco de sus pasos sobre el suelo. Kay había oído aquel ruido en todos los museos que había visitado.

Pero una vez en la habitación de la noble puerta, la familiaridad se desvaneció. La gran sala estaba ligeramente iluminada por lámparas colgadas en paneles, que rodeaban el techo. Pero aquel techo no presentaba ningún parecido con el diseño exterior de la cúpula circular. Por el contrario, los muros, cuatro planos triangulares de piedra, se elevaban inclinándose para encontrarse en un vértice.

Ellos estaban de pie en lo que parecía ser el interior de una pirámide en miniatura. Kay miró a Elstree preguntándose si se habría dado cuenta de la semejanza.

Aparentemente sí, porque susurró sonriendo:

—Me hubiera gustado saberlo para venir vestido adecuadamente.

Ella le respondió con una sonrisa involuntaria, que se congeló al ver lo que contenía la habitación. Cualquier duda sobre su inspiración arquitectónica se desvaneció en las sombras de las cuatro paredes y en lo que allí acechaba.

Vitrinas de vidrio, montadas sobre losas de mármol, encerrando objetos que Kay apenas recordaba de su cursillo de egiptología, seguido en la universidad. Pero ahora las palabras y pinturas se convertían en realidades reconocibles.

En una de las vitrinas reposaba una gran piedra llevando el símbolo del áspid. En otra, el símbolo del fénix de la resurrección, Bennu con las alas desplegadas. Las demás contenían rollos de papiro, lápidas de bronce, urnas funerarias. En otro lugar había un modelo en miniatura de una embarcación sagrada, la que lleva los espíritus de los muertos para ser juzgados en el Más Allá. También había una representación, tamaño natural, de lo que la muerte deja atrás: cuatro canopes conteniendo el hígado, pulmones, estómago e intestinos de los difuntos. Los cuerpos, de donde fueron extraídos esos órganos, descansaban en ataúdes para momias, con los corazones todavía intactos, dormidos a través de los tiempos. Caras cuidadosamente protegidas, para que al encontrarse con los cuarenta y dos jueces de la muerte, éstos puedan reconocerlos.

Y desde las paredes triangulares, surgían grandes figuras de cobre, bronce y piedra. Criaturas esculpidas con cuerpos humanos y cabezas de animales: los dioses de Egipto.

Apis, con la cabeza de buey, Hathor con los cuernos, Sebek, el saurio de trompa, y Horus, con el pico de halcón, se erguían orgullosos. Bast y la Madre Sekhmet, inclinadas, mostrando sus feroces colmillos; Thoth con la silueta de ibis, Anubis, con hocico de chacal, se alzaban en la luz mortecina. Tras ellos, Nekhebet, con su cabeza de buitre, miraba fijamente la gran cabeza de carnero de Amón, el cráneo de escarabajo de Khepri. Buto, el hombre serpiente, y Typhonian, el animal que descansaba sobre Set, el Señor del Mal. Por encima de todos ellos, se erguía una figura, con la túnica cubierta de plumas, empuñando el cetro uas y llevando la corona atef (Osiris, Rey de la Muerte).

Él miraba y desconfiaba.

Una figura se destacó de la oscuridad y Kay tuvo un sobresalto. Entonces, se dio cuenta de que lo que se había movido no era una estatua, sino un hombre que estaba esperando invisible entre las sombras.

—Paz y sabiduría para ustedes —dijo el Reverendo Nye.

Saludó a Kay y tendió a Fred Elstree la mano con el guante blanco.

Kay hizo las presentaciones con nerviosismo, ofreciendo una sonrisa amable a su acompañante y frunciendo el entrecejo, de forma fugaz, casi imperceptible, al dirigirse al negro. Éste miró a Kay inquisitivamente.

—El señor no es el caballero que estaba con usted la noche pasada en el templo.

—No, ha tenido que marcharse a San Diego para otra sesión de fotos. Supongo que también estará contento con el trabajo de Fred. Cuando se trata de retratos es realmente uno de los mejores fotógrafos.

—Me alegra oirlo. Pero ¿sabe lo que ha de hacer en este caso?

—Sí, le he puesto al corriente.

—Bien.

Nye hizo un gesto al joven de la barba.

—Ya puedes salir, Jody.

El joven permanecía inmóvil, con los ojos fijos en las estatuas de la pared.

La voz de Nye era firme.

—Jody… ¡Fuera!

La mirada vidriosa tembló y la cabeza del joven se sacudió con un movimiento rápido. Se dio la vuelta y fue hasta la puerta, deslizándose de una forma peculiar. Eso confirmó las sospechas de Kay.

Drogado. Recuerda lo que Mike Miller dijo de los Assassins.

Si Miller estaba en lo cierto en cuanto a eso, entonces quizá estuviera en lo cierto respecto a todo lo demás.

—Bueno, entonces vamos a empezar —dijo Nye—. Si quiere coger el equipo…

Mientras hablaba, fue hasta la pared del fondo y apretó el interruptor. Kay parpadeó ante la repentina inundación de luz.

Miller se equivocó al suponer que después nos trasladaríamos a otro lugar. Y puede ser que se equivocara en todo lo demás.

Por un instante, Kay se rindió ante la confusión, pero la luz le ayudó a disipar las dudas, así como las sombras. Su resplandor calentaba la habitación, transformando las siniestras estatuas en inofensivas muestras del arte escultórico. Aunque seguían siendo grotescas, no parecían amenazadoras.

Después de todo, tal vez aquél era el calificativo para toda la situación. Grotesca, pero no amenazadora. Todo formaba parte de la droga de Nye y el decorado para su secta.

Incluso las fotos para las que iba a posar Kay, servirían de propaganda. Sólo un artificio para atraer a los ingenuos. Una vez más, el pensamiento de que todo ese montaje era teatro atravesó la mente de Kay.

Dirigió una mirada a Fred Elstree, preguntándose qué estaría pensando, pero no pudo leer su respuesta. Ya estaba abriendo las bolsas y sacando el equipo de iluminación. Colocó los soportes de las luces y desenrolló los cables conectados con las unidades, extendiéndolos sobre el suelo hasta enchufarlos. Hacía el trabajo como un auténtico profesional y los temores de Kay se esfumaron; hizo que todo pareciera una sesión más de fotografía.

Para mayor sorpresa de ella, eso fue exactamente lo que resultó ser.

El Reverendo Nye asintió con aprobación.

—Todo listo. Excelente. Ahora, antes de que empecemos, les voy a decir por qué elegí este lugar. La señora que está a cargo de la fundación, da la casualidad de que también es miembro de la Sabiduría Sideral y ha sido tan amable de darnos su permiso. Creo que podremos usar estas estatuas como propaganda y, si no les importa, me gustaría sugerirles algunas ideas.

—Ves más allá —dijo Elstree—. Desde aquí puedo enfocar bien con la cámara.

Nye asumió la dirección, dando instrucciones en voz baja. Lo que quería, obviamente, era una serie de primeros planos de Kay. Pero cada plano, tenía como fondo una estatua distinta: Buto, con la cabeza de serpiente; Nekhebet, con cuerpo de buitre; Osiris, con su ojo que todo lo ve. De nuevo, el manejo de las luces y la composición parecían una rutina; la diferencia recaía en las instrucciones que el Reverendo daba a la modelo.

—Recuerde la otra noche —murmuró Nye—. Recuerde el aspecto de aquella pobre gente sufriendo, cuando se aproximaban al altar. Eso es lo que quiero: la intensidad, la concentración absoluta en el enigma de la existencia. Quiero que vea la razón de por qué están ahí esas estatuas, símbolos de dioses, que son, a su vez, símbolos de un mayor poder. Mire el ojo de Osiris y vea lo que él ve: el secreto de la vida y la muerte, el secreto de la eternidad. Renovación y reaparición, repitiéndose indefinidamente. En el ojo de Osiris, usted misma es solamente un reflejo y cuando el ojo se cierra, usted desaparece, para reaparecer solamente cuando él recupere la vista.

Kay oía su voz monótona al otro lado del círculo de luces, atrayéndola hacia la oscuridad. Escuchando, obedecía; obedeciendo, creía. Mientras miraba, casi pudo sentir que el ojo de Osiris le devolvía la mirada, con una conciencia propia. Y si lo entornaba, podía dejar de existir.

Silenciosamente, agradeció el sonido de aquella voz; la voz que la devolvió a la realidad.

—Hagamos unas cuantas más de perfil —dijo Elstree—. Levanta la barbilla, sólo media pulgada. Así, vamos…

Cuando por fin terminaron, Kay estaba agotada. Se sintió totalmente agradecida a Elstree cuando retiró los focos deslumbradores, y a Nye por amortiguar la luz de las lámparas de arriba. La habitación quedó de nuevo sumida en sombras. Ahora no necesitaba mirar a los dioses grotescos, ni observar el ojo de Osiris y ver su mirada en la de ella.

Elstree estaba desenchufando las conexiones, enrollando el cable, desmontando y empaquetando el equipo. Si pudieran salir de allí…

—Gracias por venir.

El Reverendo Nye los acompañó hasta la puerta.

—Pasado mañana tendré las pruebas listas —le dijo Elstree.

—Magnífico.

Nye se volvió y golpeó el plano de encima de la puerta.

—Jody… ¡Abre!

La puerta se corrió.

En la entrada estaba el joven de barba, sosteniendo algo en la mano. Al verlo Elstree buscó rápidamente en el bolsillo de la chaqueta.

Gritó algo que Kay pensó que era:

—¡Cuidado!

Pero no podía estar segura, porque su voz se dirigió hacia fuera. Y después no oyó más. El hombre de barba levantó el revólver y disparó a la cabeza de Fred Elstree.

Kay sintió el contacto frío de la piedra del suelo contra su mejilla y su primera reacción fue la sorpresa. Yo no soy de las que se desmayan, se dijo. Entonces recordó lo que había visto y su horror. Pero sobrevino sin ruido. Debió utilizar un silenciador.

Ahora sí había ruido; el murmullo bajo de unas voces. Kay abrió los ojos. Desde donde estaba echada, sobre el suelo de la sala del museo, vió al hombre de barba hablando con Nye, detrás de la puerta. No pudo oír lo que dijo aquel hombre, ni lo que contestó Nye. Pero éste asintió y, pasando junto al cuerpo de Elstree, entró en la sala. Kay se sentó, y él se dirigió hacia donde estaba, con la negra cara inmóvil, la voz inexpresiva.

—¿Está armada? —preguntó.

Kay negó con la cabeza.

Se apartó cuando él extendió la mano, pero ni siquiera la tocó. En lugar de eso, cogió el bolso que estaba en el suelo, junto a ella. Lo abrió y lo volcó para vaciar su contenido. Cayeron una polvera, unas llaves, una pluma, un lápiz, sonando contra el piso. Satisfecho, dejó caer el bolso también.

Cuando Kay se levantó, apoyándose sobre el codo, Nye la ayudó a ponerse en pie. Antes de que ella pudiera darse cuenta, sus manos enguantadas se deslizaron por su cuerpo en un registro experto.

—Me sorprende que en usted no hayan instalado ningún micrófono —dijo—. Por supuesto, no habría existido ninguna diferencia.

—¿De qué está hablando?

Nye movió la cabeza.

—No gaste saliva. Sólo dé las gracias por estar viva aún. Jody quería liquidarla como a los otros.

—¿Otros?

—Esos dos de la camioneta de fuera —dijo, asintiendo con la cabeza—. Supongo que estarían demasiado ocupados escuchando el intercomunicador, para advertir su llegada. El silenciador es un invento cruel, pero útil.

—¿Están muertos?

—Se podría decir que volaron. Jody hizo caer la camioneta por el desfiladero. De esta forma no quedan pruebas, pero me hubiera gustado examinar los cuerpos y la unidad de intercomunicación. Al perder esa oportunidad, dependo de usted. Era una operación de seguridad, ¿no es cierto?

—No sé.

—Entonces supongamos que me dice lo que sabe.

Kay movió la cabeza negando.

—No se nada. Todo lo que hice fue venir aquí por un trabajo…

—¿Elstree también estaba trabajando? —la voz de Nye era monocorde—. Él no trabajaba para Max Colbin, alguien lo introdujo para que la protegiera. Ahora, ¿quién lo introdujo?

—Le digo que yo…

Una bofetada hace daño, incluso con guante. El dolor recorrió la mejilla y la sien de Kay.

—Perdone. —Nye bajó la mano y la voz—. Bajo tales circunstancias, quizá sea demasiado pedirle que diga la verdad. Pero puedo suponerla. Alguna agencia del gobierno, clandestinamente, me tiene bajo vigilancia. Me acusan con cargos fraudulentos: narcóticos, violaciones, contrabando, actividades terroristas. Le pidieron que cooperara, que descubriera lo que pudiese. Bueno, le voy a ahorrar dudas. Todos los cargos son ciertos.

—¿Lo admite? —Kay sintió de nuevo un aturdimiento—. Eso quiere decir que va a matarme…

La cara de ébano era una máscara enigmática.

—Lo admito porque no tiene importancia. Nada podía salvar a esos hombres. Habrían muerto de todas formas, al igual que los demás. Incluído Albert Keith.

—¿Sabe algo de él?

—Desde luego. ¿Cree que fue una casualidad que la encontrara a usted, que la eligiera en la agencia para un absurdo trabajo de modelo? No necesito fotos para hacer propaganda de una secta falsa que ya ha servido para su propósito. Todo es parte del plan…

—¿Qué plan?

—Un plan para salvar su vida.

—No le creo.

—Deténgase a pensarlo. ¿Por qué todo esto? Si fuera meramente para constituir la Sabiduría Sideral, no habría necesidad de medidas tan drásticas. Pero existe otro propósito, un objetivo más importante. Reconozco que nuestros métodos son crueles, nuestras precauciones triviales y faltas de sofistificación. Pero tenemos que actuar rápidamente, antes de que las estrellas estén en el lugar correcto, antes que llegue el fin del mundo.

Kay frunció el ceño.

—Dice que esta secta es falsa. Pero me está predicando exactamente igual que a esa gente del templo.

—La secta es falsa, sí. Pero sus enseñanzas están basadas en la verdad. El mundo se está acabando. El mundo que usted conoce, el bonito mundo de la razón, la moralidad y la humanidad. Los Grandes Diablos ya se están levantando y la Tierra tiembla anunciando su llegada. Solo los elegidos serán perdonados. Y usted es uno de ellos, destinada a desempeñar un papel especial en lo que ocurrirá. Por eso la elegí para salvarla.

Nye levantó la mirada al abrirse la puerta. Jody entró con el revólver en la mano. Se acercó a Nye, y los dos fueron al extremo opuesto de la sala, donde las estatuas cavilaban en las sombras.

Fue una conversación susurrada. Jody asintió y empezó a andar hacia Kay. Todavía empuñaba el arma.

—¡Dese la vuelta! —dijo.

—¿Qué?

—Dese la vuelta y póngase cara a la puerta.

Su voz no tenía matices, pero el revólver se alzaba con autoridad y Kay obedeció.

Se colocó allí. Sintiendo la presencia de Jody justo detrás de ella. Entonces sintió algo duro y frío entre los omoplatos. Va a matarme, se dijo.

Bruscamente la presión cedió.

—No sude, señora —dijo Jody—. Relájese.

Cuando el hombre barbudo bajó el arma, Kay se volvió y dirigió su mirada por encima de él, tratando de avistar a su acompañante. Pero todo lo que pudo ver fue el semicírculo de estatuas sumidas en la oscuridad de la pared del fondo.

—¿El Reverendo Nye?

—Se marchó.

Eso era obvio. ¿Pero como la había dejado con él? La puerta estaba cerrada y no había ninguna otra salida en aquella habitación sin ventanas. La mirada de Kay se encontró con la sonrisa de Jody.

—No se preocupe, volverá. No se largaría sin usted. De ninguna forma.

De ninguna forma. Pero tenía que haber una. Kay hizo el esfuerzo de dejar el miedo a un lado y se concentró en la realidad. Nye se había ido y Jody estaba allí para vigilarla hasta que volviera. Y entonces…

—¿Dónde vamos a ir? —murmuró.

—De viaje. ¿Le gusta viajar, señora?

Estaba dopado, no cabía duda. Pero le creía. Nye volvería pronto para llevarla. Había prometido salvarla, ¿por qué?

Kay no quería una respuesta, pero la única forma de evitarlo era actuar inmediatamente, antes que volviera Nye. Tiene que haber una forma

Miró al suelo y se movió hacia adelante.

—Alto —dijo Jody—. ¿Adónde va?

—Mi bolso ahí, en el suelo. Quiero coger mis cosas.

Era difícil para Kay mantener firme la voz, era difícil actuar. Pero debía hacerlo, no tenía más remedio.

Se detuvo junto al bolso y empezó a recoger sus pertenencias. Jody la siguió detrás, mirando como reunía los objetos que habían caído desparramados y las introducía en el bolso: un pañuelo, una polvera, un espejo, perfume, una cadena con llaves, una pluma, un lápiz, un cuaderno de notas. Al hacerlo, colocaba los objetos pesados en el fondo. Abrió el cierre de la polvera con la uña. Obviamente no tenía ningún arma y pudo notar como Jody se relajó cuando ella cogió el bolso y se levantó.

Entonces, girándo rápidamente, dirigió el bolso abierto a la cara de Jody, golpeándolo. Una ducha cegadora de polvo salió disparada de la polvera y el brazo de Jody se levantó para protegerse los ojos de las llaves y de las puntas afiladas del lápiz y la pluma.

Mientras hacía eso, Kay se lanzó sobre él para arrebatarle el revólver. Jody, tosiendo, la agarró mientras su rostro se contraía.

Kay no se dio cuenta de que estaba presionando el gatillo, pero debió hacerlo, porque de repente su rostro desapareció; en su lugar, una sustancia roja, saliendo a borbotones, se alejaba, mientras él caía para estrellarse contra el suelo.

Kay no estaba preparada para aquella visión, ni para aquel olor, ni para su propia reacción. Se volvió con el estómago revuelto, el revólver escapándose de los dedos, mientras ella se agarraba al borde de una caja para no caerse.

Durante un rato permaneció allí, hasta que las náuseas disminuyeron; entonces el pánico la impulsó a través de la habitación hasta la puerta.

Estaba cerrada.

Y la cerradura no tenía agujero para la llave.

Bajó la cabeza y, en el aturdimiento, se dio cuenta. Jody había cerrado la puerta al entrar; algún dispositivo automático debió asegurar la puerta desde el otro lado.

Tenía que haber una forma. Cuidadosamente, apartando la mirada del cuerpo tendido, Kay se volvió para levantar el revólver del suelo. Fue hasta la puerta, apuntó a la cerradura y apretó el gatillo.

Clic.

Nuevamente apretó y volvió a oírse el mismo ruido. El revólver estaba vacío.

No había ninguna forma.

Recorrió la habitación con la mirada, fijándose en la parte oscura, donde los dioses de Egipto se agazapaban y se erguían, miraban de soslayo y se burlaban.

Lentamente avanzó hacia ellos, fijando la mirada en la trompa de Sebek, en el pico de bronce de Horus, en las fauces de metal de Bast. Y desde arriba, en su alto pedestal, Osiris fijaba su ojo en ella.

La última vez que vio a Nye estaba allí. Detrás de Osiris, Señor de la Muerte.

La pared, detrás del estatuario, era sólida y continua. Kay recorrió con los dedos la fría superficie de piedra y ésta no cedió. No había forma alguna.

Volvió la vista atrás, al ojo de Osiris, el Soberano de los Infiernos.

Los Infiernos.

Kay bajó la vista a la zona sombreada, detrás del pedestal. Casi tropezó con un anillo de metal, unido a una placa de aluminio, colocada a nivel del suelo.

Tiró de la arandela; la tapa, pesada y redonda, estaba perfectamente contrapesada, de forma que se levantó suave y silenciosamente, sin ningún esfuerzo.

Cayó de rodillas, mirando la oscura abertura de abajo. Por ahí había salido Nye, por una trampilla. No había escalones, sólo una serie de travesaños que formaban una escalerilla.

Pero ¿adónde conducía?

Kay respiró profundamente. Después se apoyó en el primer travesaño, y lentamente empezó a bajar hacia los infiernos.

La profundidad. La profundidad sumida en las tinieblas, sumida en la humedad. Kay descendía cautelosamente por la escalera de metal, moviendo una mano a la vez que buscaba un asimiento firme en cada lado. Sólo después, bajaba el pie para buscar un soporte en el siguiente peldaño. Estos se encontraban separados por una distancia de unos sesenta centímetros. Su superficie era más estrecha que la de una escalera normal. Gracias a Dios que no llevo tacones altos, se dijo.

La luz que entraba por la abertura de la trampilla iba debilitándose a medida que continuaba descendiendo. Contaba los peldaños, treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, preguntándose cuánto faltaría todavía. Pero saber cuándo se acabaría, no era de ninguna utilidad. Lo importante era saber dónde acabarían.

Durante unos instantes, se paró, agarrándose a la escalera, en el oscuro silencio. No veía nada, ni oía nada, y se sentía perdida. Sin nada que ver y oir, sólo podía fiarse de las sensaciones táctiles. Los travesaños metálicos eran fríos al tacto, el aire refrescaba su cara y su frente estaba húmeda.

La brisa que ascendía a oleadas desde abajo, debía provenir de algún lugar fuera del pozo. Si Nye se había marchado por allí, debía conducir a una salida.

Lentamente, asegurándose, Kay recuperó las fuerzas. La luz de arriba se concentraba en un punto fijo, luego desapareció. Ignoró su ausencia, concentrándose en seguir la cuenta, y después de llegar al escalón número sesenta y seis, su pie derecho se apoyó sobre una superficie sólida, de piedra.

Eso sería lo que… ¿Treinta y nueve metros? ¡Había bajado trece pisos! Trató de recordar la altura del despeñadero sobre el que se asentaba el museo. Debía estar en la base, cerca del nivel del mar. Y ahora, mientras se concentraba en escuchar, le pareció como si pudiera oir un lejano retumbar amortiguado, que se repetía a intervalos regulares: el sonido de las olas batiendo contra las rocas.

Debía estar en algún pasadizo, pero no tenía evidencia alguna de sus dimensiones o de la dirección que seguía. Sólo podía orientarse por la corriente de aire que llegaba directamente a su cara, seguirla hasta su origen. Y si el sonido retumbante se hacía mayor, significaría que estaba yendo hacia la salida.

Kay soltó los travesaños metálicos e inmediatamente lo lamentó. Ahora estaba sola en la oscuridad. Cuando se apartara de la escalera, no podría volver a encontrarla.

Giró extendiendo los brazos, buscando las paredes del agujero donde estaba. Su mano izquierda tocó algo sólido que sobresalía a nivel del hombro, algo que parecía ser una palanca. Tiró de ella y tuvo que cerrar los ojos, porque una repentina luz dañó sus pupilas.

Una ligera fluorescencia se proyectaba desde arriba. Provenía del techo y del techo de un túnel que se abría ante ella, en la base de la escalera.

La estrecha abertura parecía haber sido excavada en la roca; tendría más de un metro de ancho y casi dos de alto. Habían unos apliques tubulares colocados, a intervalos regulares, en un conducto forrado que se extendía por el techo del pasadizo, revelando unas paredes rudamente labradas. La superficie, húmeda y mohosa, estaba salpicada de manchas verdes, producidas por la existencia de líquenes.

Era una cueva hecha por el hombre, no había duda de eso y, obviamente, hacía tiempo. Pero la iluminación era un añadido reciente, así como el interruptor de la pared que había accionado.

En ese momento, algo le vino a la memoria repentinamente; el recuerdo no evocado ni bienvenido de los pasadizos subterráneos de la historia de Lovecraft The Shunned House.

Kay negó con la cabeza. Debía concentrarse en los hechos, no en la ficción ahora precisamente; lo único importante era el aire. El aire fluyendo desde la boca del túnel y emanado desde un origen oscuro. Tenía que haber una salida más allá del pasadizo.

Avanzó sin dudarlo más. El pasillo era húmedo y el olor del mar estaba en todas partes. El eco de sus pasos se mezclaba con el rítmico retumbar de las olas, chocando contra los muros del exterior. Tal como había pensado el túnel bordeaba el interior de la roca. Pronto, Kay perdió toda visión de la abertura, que quedó atrás. De vez en cuando, encontraba pequeñas aberturas a cada lado, como si toda la roca estuviera llena de cuevas y pasadizos, pero ella los ignoró, concentrándose en seguir el camino central iluminado. La corriente constante de aire que llegaba le traía esperanza, haciendo que acelerara su paso.

Cuando llevaba un buen rato de camino, se dio cuenta de que gradualmente cambiaba el sonido. El eco de sus pasos era constante, como el rugido amortiguado del oleaje a lo lejos, pero ahora se oía algo más, algo que llenaba los intervalos entre las fuentes embestidas de las olas. Era el ruido de una cosa que se movía, no fuera, sino dentro.

Kay hizo una pausa mirando al frente. El desierto pasillo cubierto de sombras se prolongaba hacia delante. Allí no pudo ver nada que se moviera. Pero nuevamente, cuando el azotar de las olas amainó, llegó otro ruido más débil. ¿Qué le recordaba?

Un susurro. Una huida insidiosa, ratas corriendo… Palabras de Lovecraft. Y su cuento, Las Ratas en las paredes.

Algo chirrió en las sombras a lo lejos, pero el ruido venía de atrás.

Kay se dio la vuelta, mirando hacia el pasadizo que había dejado a sus espaldas. El suelo estaba oscuro, lleno de sombras. Pero las sombras no se deslizaban serpenteando, las sombras no tenían ojos.

Entonces las vio, corriendo a lo lejos; miles de pequeños ojos rojos, que miraban ferozmente desde una masa que avanzaba, cubriendo la parte de atrás del pasadizo. Miles de cuerpos negros abultados correteaban en un enjambre, saliendo de una abertura lateral para cortar el pasillo central. Podía oir los dientes afilados arañando la piedra, podía percibir el hedor de la agitada horda acercándose a ella.

Kay empezó a correr, y la sombra viva la perseguía, haciendo sonar las diminutas garras contra el suelo. Las criaturas adelantaban, acercándose a ella; sólo estaban a unos pasos, preparadas para abalanzarse de un salto. Las bocas abiertas, mostrando sus colmillos, chillando al unísono, manifestando su hambre. El hambre de las ratas, las ratas en las paredes.

Justo a tiempo, vio la salida al fondo. Una puerta colocada en un nicho estrecho, a su izquierda. Mientras corría hacia allí, los frenéticos cuerpos peludos alcanzaron sus talones. Kay se volvió en el umbral, paralizada por el pánico al ver los ojos brillantes, los hocicos peludos, los amarillos colmillos afilados, de donde colgaban hilos de saliva. Una gran rata gris dio un salto, lanzándose a su pierna derecha. Kay, gritando, la despidió de una patada, y después corrió hasta la salida, colándose por ella e intentando tirar de la pesada puerta para cerrarla.

Durante unos instantes, ésta se resistió, y ella luchó para forzarla, mientras la horda de ratas chillaba, infiltrándose a través del umbral.

Entonces, la puerta se cerró con un golpe seco; detrás podía oír los cuerpos golpeando, chillando y rechinando. Pero la puerta permanecía firme. Era una moderna barrera artificial de metal, perfectamente sujeta por brillantes bisagras. Kay se detuvo unos instantes, jadeando, recobrando el aliento y la calma. Solo entonces, se volvió para echar una mirada a la habitación.

Y aquello, era realmente una habitación, no una caverna natural o excavada. La decoracion de las paredes era obviamente el trabajo de expertos artesanos. La fluorescencia manaba de unas ranuras artificiales del techo, colocadas simétricamente, y el zumbido que surgía por todas partes, indicaba la presencia de maquinaria funcionando desde algún punto invisible.

¿Aire acondicionado? La idea parecía absurda, pero el monótono susurro persistente hacía pensar en un gigantesco aparato de aire acondicionado en funcionamiento. Y allí hacía frío, mucho más frío que en el húmedo pasillo de fuera.

Observando detalladamente, Kay encontró por fin la confirmación de un artificio humano. El largo pasillo abierto que conducía a otra puerta, estaba revestido en ambos lados con sólidas hileras de cajas metálicas o compartimentos. Cada una de ellas tenía unos sesenta centímetros de anchura, metro veinte de altura y, quizá, dos de profundidad. La superficie estaba cubierta por un revestimiento de aluminio. A primera vista, parecía haber varios cientos de recipientes, colocados uno tras otro.

Cuando Kay empezó a recorrer el pasillo, advirtió unos tubos enroscados como serpientes, que unían las cajas rodeándolas por la base. El zumbido que surgía a su alrededor, apagaba el ruido de las criaturas en el pasillo exterior; pero este nuevo ruido llevaba en sí un carácter inquietante, una pulsación rítmica, como el profundo latido de un gigantesco corazón.

Kay aceleró el paso, intentando ignorar los sonidos que provenían de los dos lados. Pero no pudo ignorar el creciente frío y su repentino temblor como respuesta involuntaria.

El frío llegaba de las cajas. Cientos de cajas refrigeradas, como unidades de almacenamiento de un gran frigorífico.

La curiosidad la incitó a mirar uno de los cajones de su derecha; se paró y con sus dedos, agarró el asa de helado metal que se extendía sobre la delgada cubierta de aluminio. Al tocar el revestimiento, éste se enrolló, mostrando lo que se hallaba debajo. Sólo era otra capa protectora, esta vez un plástico claro y delgado, pero lo bastante transparente para permitir ver lo que había en el interior.

Bobinas de alambre, tubos enredados, espirales por donde burbujeaba un líquido turbio que brillaba tenuemente. Los cables se enrollaban y retorcían, para terminar en una abrazadera que se unía a un cuerpo flotante en el interior: un cadáver sonriente.

Era el cadáver desnudo de un hombre de avanzada edad, demacrado y enflaquecido, yaciendo cara arriba dentro de una solución lechosa. El líquido burbujeaba sobre los delgados miembros, sobre la caja torácica, y sobre el flequillo, de fino pelo blanco, que enmarcaba las mejillas hundidas.

Aquella caja contenía muerte. Retorciéndose entre los cables, como una monstruosa marioneta, el cuerpo se balanceaba, sonriendo a través de los remolinos agitados.

Y sus ojos estaban abiertos.

Kay no gritó. Permaneció allí, soportando el frío que la atravesaba, inhalando el vapor del amoniaco, mientras palabras sin sentido irrumpían en su cerebro.

No está muerto aquel que eternamente puede yacer…

La frase de Lovecraft. Y otra vez su historia. Aire Frío, era la que versaba sobre el cruel esfuerzo de prolongar y preservar la vida mediante la refrigeración artificial, hacía más de medio siglo.

Prolongar la vida. Ése era el tema al que aludía una y otra vez. Ése era el tema de los ancianos supervivientes, resucitados o inmortales en Él, El Festival, El Terrible Anciano. Y ese otro viejo, la criatura caníbal de El Grabado en la Casa.

Pero esa cosa de la caja no estaba alimentada con sangre, o con métodos primitivos de conservación. Allí había una moderna realidad de criógenos. La carne helada, impidiendo su destrucción en una muerte aparente, hibernados hasta el día del renacimiento.

Y en las otras cajas…

Kay abrió, al azar, algunos compartimentos de alrededor, sabiendo lo que iba a encontrar. Cada caja contenía un cuerpo. Un hombre de mediana edad, acicalado y sonriente, de prominentes mejillas, con una obscena gordura, mucho más espantosa que cualquier demacración. El diminuto cuerpo de un niño, retorciéndose entre los tubos que alimentaban sus heladas venas, para evitar la desecación y la descomposición. Y una chica joven, muy parecida a ella, de labios azules formando una misteriosa sonrisa, ojos cristalinos reflejando los sueños que acompañaban a la muerte.

¿Cuántos cientos habían reunidos allí, cautivos criónicos esperando la orden para despertar?

Kay se volvió, precipitándose hacia la puerta del final del pasillo, rogando que no estuviera cerrada. Cualquier cosa que hubiera allí, no podía ser peor que lo que yacía en la habitación.

Para alivio suyo, la puerta respondió fácilmente al tirón, abriéndose para mostrar otro pasillo débilmente iluminado. Se paró un momento en el umbral, agradeciendo el flujo de aire caliente contra su cara.

Y el aire, verdaderamente estaba fluyendo. Eso quería decir que estaba siguiendo la dirección correcta. En algún lugar, más allá del túnel, estaba la salida que ella anhelaba.

Kay empezó a recorrer el pasadizo. Sus dimensiones eran parecidas a las del anterior, y la iluminación similar. Al acelerar el paso, el zumbido iba disminuyendo y no volvió a repetirse el murmullo. De nuevo se encontró paseando entre nichos, otras puertas colocadas en las paredes. Intentó no pensar en lo que podía ocultarse tras ellas y no se detuvo a investigarlo. En vez de eso, Kay centró su atención en la brisa húmeda que se filtraba desde algún lugar más adelante, dirigiéndose hacia ella con una ansiosa expectación.

El pasillo torció a la derecha y ella lo siguió, advirtiendo la pendiente del suelo rocoso que gradualmente iba ascendiendo. Aquélla debía ser la salida, el camino hacia la libertad definitiva. Kay se apresuró, consciente del ruido de su respiración cansada. Y entonces…

El otro sonido.

El eco sordo y cambiante en la distancia. El retumbar de las puertas, puertas metálicas abriéndose tras ella a los lados del pasillo.

Kay miró hacia atrás, abarcando toda la porción de pasillo desde donde había torcido. El espacio estaba vacío, la distante oscuridad desierta.

Pero desde algún lugar que había dejado atrás, el sonido se extendía hacia ella, cambiando de volumen mientras adelantaba. Había cesado el retumbar, pero en su lugar se oían los inconfundibles golpes secos de algo que se movía. Pero a diferencia de los pasos o las pisadas de garras de animales, la pauta de sucesión era irregular. Los golpes secos sugerían una especie de salto, acompañado de otros ruidos, como de arrastrarse y arañar, que provocaban la horrible insinuación de algo que, más que caminar, reptaba.

Y entonces, de repente, Kay sintió un olor a pescado podrido, un fétido hedor que llegaba hasta ella, del mismo lugar en donde el ruido seguía creciendo. En un momento sus perseguidores podrían aparecer en la parte recta del pasillo, tras ella, y Kay debía acaparar fuerzas para afrontar su visión.

Las luces se apagaron.

La oscuridad se cerró a su alrededor y en ella crecían los ruidos de golpes, caídas, seres invisibles resbalando, marchando hacia ella. Pero eso no era lo peor.

Lo peor era un nuevo elemento que se hacía oír entre los otros, el inconfundible murmullo de voces que no tenían ningún parecido a la voz humana. Una brutal confusión de aullidos, ladridos y profundos graznidos guturales.

Kay, al advertirlo, salió corriendo. Corría a ciegas, con los brazos extendidos para evitar chocar con las paredes, los pies golpeando el suelo del túnel, cuya pendiente se elevaba cada vez más. La superficie de piedra ahora estaba mojada y resbaladiza por las gotas de invisible humedad.

Y detrás, en la oscuridad, los ruidos la perseguían: el aleteo, las pisadas, las sacudidas, entremezcladas con voces ásperas y jadeos que indicaban que aumentaba el esfuerzo por alcanzarla. El estruendo crecía más, mientras las oleadas del olor nauseabundo se hacían más continuas.

Pero más adelante había luz. Una luz débil que salía de arriba, por una abertura circular: la boca del túnel.

Haciendo un esfuerzo enorme, Kay se precipito hacia allí, corriendo para alcanzar la salida. Por último, jadeando, gateó el trozo final de la pendiente. Y cayó.

Durante un momento quedó sin sentido, debido al golpe contra la piedra limosa.

Luego, al sentir un roce en el hombro, recuperó el conocimiento.

Trató de apartarse, pero el roce se convirtió en un apretón, el apretón de una mano implacable. Y con los balbuceos, los gritos jadeantes y los gruñidos salvajes, llegó el sonido de una voz.

—Kay, no te resistas, ¡por Dios date prisa!

Cuando Mike Miller la levantó, arrastrándola hacia fuera, abrió los ojos.

El resto fue una serie de aturdimientos, impresiones momentáneas, destellos de luz entremezclados con la oscuridad. Una visión fugaz del angosto saliente en la roca, por donde la boca de la cueva desembocaba en el mar, una mirada al motor de la lancha girando en el agua; la ansiosa cara de Mike observándola, mientras le ayudaba a subir al bote; la sensación de una vibración en su cuerpo postrado al acelerar el motor y empezar a moverse la lancha velozmente mar adentro, la última mirada a la abertura de la caverna, mientras el borde de la playa se alejaba.

En ese momento, la abertura estaba repleta de criaturas que surgían entre las sombras, aleteando, dando saltos, graznando, gimiendo, todo lo que en pocos instantes la habría atrapado. Pero aquellos instantes nunca llegarían.

Entonces se produjo el estruendo de una explosión, que expulsó la roca y la grava de la entrada de la cueva, mientras todo aquel gran peñasco parecía quebrarse con una convulsión cósmica. Un ruido ensordecedor, una luz cegadora y el dislocado movimiento del bote que provocó la caída de Kay. Los brazos de Mike Miller evitaron que se sumergiera entre las agitadas olas Después todo fue oscuridad.

Pasaron veinticuatro horas hasta que Kay recobró la conciencia totalmente, pero sólo tenía recuerdos de lo que acababa de vivir. Recuerdos de sacudidas o de sonidos vagamente identificables.

El sonido del motor de la lancha, resollando con dificultad en su camino hacia la costa; la sensación de ser transportada, dando tropiezos, hasta un vehículo que esperaba; el calor confortante del hombro de Mike y las sacudidas del coche a toda velocidad; como la conducían desde un coche hasta un lugar donde otros motores vibraban; la presión en sus tímpanos ante el aumento de las vibraciones y el restablecimiento de la presión, cuando finalmente se convertía en un zumbido; nuevamente la sensación de ser transportada en coche junto a Mike. Un total aturdimiento que terminaba al hundirse en la agradable suavidad de una cama. Y ahora, inevitablemente…

—¿Dónde estoy?

Kay abrió los ojos y vio a Mike. Estaba junto a la cama, iluminado por la luz de la lámpara.

—En mi casa —dijo—. En Washington.

—¿Pero cómo?

—Hablaremos más tarde. Ahora, el Dr. Lowenquist quiere que descanses.

Mientras hablaba, tomó una botella y un vaso de la mesa auxiliar y llenó el vaso con el contenido de la botella.

—Toma, bebe esto.

Kay bebió y se abandonó al sueño. Esta vez, no tuvo ninguna sensación consciente y, afortunadamente, ninguna pesadilla.

Cuando despertó de nuevo, Mike estaba allí, y en la mesa auxiliar, junto a la cama, había una bandeja con platos tapados. Se dio cuenta, sorprendida, de que estaba bastante hambrienta, y perfectamente capaz de sentarse y comer por sí sola.

La comida le hizo recobrar las fuerzas y le ayudó a aclarar la mente para la conversación que seguiría. Juntos reconstruyeron los hechos de los dos días pasados en aquel lugar.

Habían capturado por sorpresa a los componentes del equipo de vigilancia de Mike, y habían sido eliminados, como había dicho Nye. Pero a pesar de sus precauciones, éste no contó con que alguien estaría cubriendo el lugar desde el mar. Por eso Mike pudo localizar la salida de la cueva y llegar con la lancha para rescatarla.

—¿Y la explosión?

Mike se encogió de hombros.

—Nye debía haber minado el pasadizo. Instaló algún dispositivo con detonador que necesitaría una cierta presión para activarse. Afortunadamente, no lo pisaste. Cuando estalló, toda la montaña saltó por los aires, destruyéndose también el museo. Tengo entendido que por la fuerza expansiva se rompieron las ventanas de las casas, desde Santa Mónica hasta Oxnard. Ahora hay un equipo trabajando allí, pero nunca excavarán lo suficiente, para encontrar algo bajo esas toneladas de escombros.

—¿Qué le ocurrió a Nye?

—Cuando se marcho, debió ir directamente al templo de la Sabiduría Sideral. Al menos eso es lo que nos figuramos, porque, a la vez que saltaba la montaña, en South Normandie se desencadenó un gran alboroto.

—¿Otra explosión?

Mike negó con la cabeza.

—Fuego. Pero tan repentino y tan devastador, que no cabe duda de que fue provocado. Todo el edificio se quemó en cuestión de minutos. Y esta vez hubieron víctimas. Como mínimo se han encontrado media docena de cuerpos, según los últimos informes.

—¿Incluyendo el de Nye?

—No lo sabemos. Las víctimas quedaron carbonizadas, no se pudieron reconocer. Algunos debían ser de los suyos, indudablemente, pero no creo que Nye tuviera intenciones de suicidarse. Estaba actuando para que no quedara ninguna prueba tras él.

Kay frunció el ceño.

—¿Prueba de qué?

—Tu puedes ayudarnos a encontrar la respuesta.

Mike se sentó a su lado en la cama.

—¿Crees que podrás decirme exactamente lo que pasó la otra noche?

—Lo intentaré.

—Bien.

Mike presionó la superficie del cajón de la mesita, produciéndose un clic.

—¿Qué es eso?

—Una grabadora. Hemos estado grabando por si hablabas en sueños. A veces, estos aparatos que usan los espías pueden ser prácticos. ¿Empiezo con las preguntas?

Kay asintió.

—Adelante. Quizá podamos encontrarle algún sentido a esto.

Pero lo que Mike preguntaba y ella contestaba no parecía tener ningún sentido. Hasta que se cambiaron las tornas y Kay hizo las preguntas. Entonces, las respuestas de Mike explicaron cosas que ella no estaba preparada para oír, y mucho menos para entender.

—Por supuesto, acertaste respecto al Aire Frío —le dijo—. Sacase o no la idea de Lovecraft, las instalaciones criónicas parecían formar parte de un gran plan de Nye. Debió prometer a algunos de los neófitos más ricos el obsequio de una resurrección futura y la supervivencia cuando llegara el Gran Día. Sabemos, por ejemplo, que Elsie Probilski desapareció hace poco, después de donar la propiedad del despeñadero a la secta. Le hemos seguido a pista hasta una clínica privada, en las afueras de la ciudad de Méjico. Allí fue sometida a un tratamiento, nada ortodoxo, para curar el cáncer. Abandonó el lugar, repentinamente, hace pocos meses y, desde entonces, se perdió de vista por completo. Es probable que esto esté relacionado con las actividades de Nye. Apostaría a que era uno de los individuos criogénicos que viste.

—¿Y las ratas?

—Desearía que la razón de eso fuera la casualidad, en vez de Lovecraft. Esos túneles suponían un lugar perfecto para ellas. Por lo que has contado, toda la roca debía estar llena de cuevas y pasadizos y la gente de Nye solamente hacía uso de algunos, donde realizaron los arreglos necesarios para que sirvieran a los propósitos de aquél. Y además, de acuerdo con tu experiencia, no sólo las ratas se refugiaban allí. Esos otros que te perseguían…

—Por favor. —Kay movió la cabeza rápidamente—. He estado pensando sobre ello. Quizá estaba equivocada.

—¿Cómo es eso?

—Ya te dije lo asustada que estaba. Quizá fue mi imaginación que me jugó una mala pasada. Lo que oí pudo haber sido la gente de Nye, los Assassins, como los llamaste, en vez de…

—¿En vez de qué?

—No quiero hablar de eso.

—Entonces déjame a mí.

La cara de Mike estaba sonriente.

—Otra vez has pensado en Lovecraft. En su historia, La Sombra sobre Innsmouth. Y esas cosas surgiendo del fondo del mar para unirse con los hombres y sembrar una raza de híbridos medio humanos.

—Pero eso sólo es una leyenda, como la de las sirenas. Nadie ha visto nunca una criatura como las que describe.

Mike negó con la cabeza.

—Lovecraft dijo que, al principio, los descendientes eran muy parecidos a los humanos. Sólo en la madurez empiezan a cambiar y se ven obligados a esconderse. Suponte que esa roca cavernosa, al lado del mar, fuera un lugar para esconderse. Un refugio para esas cosas que saltan, reptan y graznan. Tu las oíste…

—Oí ruidos, sí. Pero no vi nada.

—Afortunadamente.

Kay lo miró.

—¿Quieres decir que tú sí?

—Quizá.

Mike asintió lentamente con la cabeza.

—Esa explosión no pasó inadvertida. Toda la roca se destruyó y cayó al mar. Cuando llegó la policía y los bomberos, no pudieron hacer nada, excepto acordonar la zona. Los guardacostas fueron avisados inmediatamente para que patrullaran mar adentro y permanecieran alertas, para recoger cualquier cosa que pudiera flotar en la superficie. Uno de ellos tuvo la suerte, o la desgracia, de encontrar algo.

»Pero nuestra gente se encargó de ello. Confiscaron el hallazgo y lo empaquetaron en hielo seco, para mandarlo a nuestro laboratorio. Allí lo examinaron e hicieron las pruebas. Eché un vistazo hace algunas horas.

Kay se incorporó apoyándose en un codo.

—¿Qué era?

Mike dudó. Después respiró profundamente.

—Un cuerpo, parte de un cuerpo, para ser exactos. La cabeza y el torso estaban casi intactos, pero los brazos y las extremidades inferiores habían desaparecido. Las facciones de la cara se habían borrado. Lo que quedaba de aquel cuerpo, a primera vista, parecía humano. Fue uno de los patólogos quien descubrió el significado de unas formaciones que tenía a cada lado del cuello. Las identificó como branquias rudimentarias. Después se corrigió.

—¿No eran branquias?

—No eran rudimentarias.

Mike movió la cabeza asintiendo.

—Las pruebas indicaron que esos órganos estaban en un estadio intermedio del desarrollo, con evidencias de continuar el crecimiento. Otras pruebas mostraron características de la sangre que no correspondían a ninguna clasificación conocida.

»El individuo, así es como lo llaman, no se ahogó, pero había agua en sus pulmones. Y los pulmones no concordaban con la fisiología normal; es como si se hubieran adaptado a las branquias funcionales. También hay un informe ortopédico preliminar que indica otros cambios en la estructura de los huesos. Las anomalías creo que, en términos técnicos, implican a la columna vertebral. Y algo sobre la atrofia de la caja torácica. Naturalmente es difícil de explicar. En este momento, todos lo que estudian el tema tienen su propia teoría. Lo único que puedo decir es que, gracias a Dios, la cara estaba destruida.

»Ahora están preparados para proceder con la autopsia completa y la disección. Una vez hayan reconocido el corazón y los otros órganos, me temo que no habrá duda.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—Si logramos evitarlo, nada. Todo el personal del laboratorio estará bajo control estricto. Eso nos ayudará durante un tiempo, pero no podremos mantenerlo así eternamente.

»Los informativos han dado la noticia de la explosión y se está haciendo lo posible por evitar que el equipo de cámaras de la televisión exceda los límites. La búsqueda de los guardacostas se está llevando a cabo en secreto, y todavía están patrullando. Pero no ha aparecido nada más en la superficie. El paso siguiente será enviar buceadores, aunque tengo el presentimiento de que no podrán atravesar el alud de rocas. Al menos eso espero.

Kay asintió.

—Si pueden evitar que se sepa la historia, no cundirá el pánico —dijo ella—. Y si con el tiempo sale a la luz, al menos el peligro habrá pasado.

—Quisiera que fuese tan fácil —dijo Mike.

—¿Qué quieres decir?

Mike se levantó, fue hasta la mesita y paró la grabadora.

—El doctor Lowenquist te visitará dentro de un rato para ver cómo andas. Trata de dormir un poco hasta que llegue.

—¿Vas a contestar a mi pregunta?

—Tan pronto como Lowenquist diga que estás preparada para salir, organizaremos una reunión.

—¿Una reunión?

—Con mi gente. Por eso quería que estuvieses en Washington. Ellos también tienen preguntas que hacer.

—Pero a mí me interesan las respuestas.

—A nosotros también —asintió Mike—. El problema es que puede que no haya ninguna respuesta.

A la mañana siguiente, el doctor Lowenquist dio su permiso y Kay se levantó de la cama, agradablemente sorprendida de lo bien que se encontraba. Se sorprendió todavía más, al descubrir que había llegado su ropa y efectos personales, bien empaquetados, dispuestos para que los usara.

Toda irritación por la invasión de su intimidad, quedó pronto compensada con el placer de poder seleccionar un vestido fresco y ponerse presentable para acudir al encuentro. Mike Miller le había pedido que estuviera preparada para las siete de la tarde. Él llegó puntualmente cuando terminaba la comida que uno de los hombres de seguridad le había comprado una hora antes.

Era extraña la forma en que se había acostumbrado a la presencia de aquellos hombres y a vivir bajo tales medidas. Pero sólo gracias a aquellas medidas podía vivir.

De repente, se dio cuenta de que aún no había expresado enteramente su gratitud a Mike. Deseaba hacerlo ahora, pero notó que él no estaba de humor para escucharla. Después del inicial intercambio de saludos, la condujo escaleras abajo, hasta su coche, y al momento conectó la radio, como si estuviera creando, deliberadamente, una barrera de ruido entre ellos. Era indudable que algo le transtornaba pero, fuera lo que fuera, parecía estar dispuesto a guardárselo para sí.

La lluvia caía con persistencia sobre el parabrisas. Estaban saliendo de la ciudad y Mike concentraba toda su atención en el tráfico que lentamente circulaba por la autopista. Recostándose en su asiento, Kay miró de reojo a su compañero rindiéndose ante su silencio.

Preguntas y respuestas. Ése había sido el contenido de la conversación mantenida anteriormente. Pero ¿no era ése el contenido de todas las conversaciones, el contenido real de todas las relaciones? La vida misma era meramente un breve periodo de especulación entre dos grandes preguntas sin respuesta: el nacer y el morir.

Tampoco era la conversación en sí un medio satisfactorio de comunicación. Tomando por ejemplo a Mike. Al igual que mucha gente tenía varias formas de hablar. A veces usaba el lenguaje vulgar, más veces de las que lo hacía ella. Pero era capaz de emplear un vocabulario totalmente distinto, cuando conversaba sobre la obra de Lovecraft y su relación con Nye.

Nye tenía la misma versatilidad verbal, pasando del lenguaje de la calle a la oratoria evangélica o a la terminología erudita.

¡De qué forma tan distinta hablaba la gente en el teatro o en las películas! Allí la identificación de un carácter se producía por la consistencia uniforme de su estilo de conversacion. Pero en la realidad, el lenguaje de cada uno, los pensamientos, la verdadera personalidad, eran infinitamente más complejos.

Las palabras daban solamente una idea parcial, y servían como coartada. El Reverendo Nye era un ejemplo perfecto en la interpretacion de su papel; ella no entendía lo que podía motivar a aquel hombre, qué había de cierto en lo que decía, qué creería él de todo aquello. Eso se podía aplicar también a Mike. ¿No la había engañado cuando la conoció? Y después, pretendiendo ser franco, le había ocultado casi todo lo que sabía sobre el peligro que ella iba a correr.

Pero, dejando aparte las palabras, una cosa parecía cierta. El peligro existía. Y la pregunta permanecía. ¿Qué era ese peligro?

Con las preocupaciones, Kay no había prestado atención al paisaje. Al levantar la mirada, se sorprendió al ver que ya no estaban en la autopista sino que circulaban por un camino rural, ya sin lluvia. Iluminada por los faros apareció ante ellos una zona alambrada, detrás de la cual pudo ver el edificio de una fábrica de una sola planta. El coche se detuvo ante la verja y Mike hizo una señal con los faros al guardia de seguridad. Éste salió de una caseta para dejarlos pasar. Al encender de nuevo los faros, dirigieron un haz que iluminó un letrero. Muebles Pinckard.

El coche subió por el camino hasta detenerse ante la entrada del edificio. Mike salió del coche y Kay se reunió con él. Se acercaron hasta la puerta y él presionó el timbre eléctrico. La puerta se abrió, activada por control electrónico, advirtió ella, y él le indicó que entrase tomándola del brazo.

De nuevo el pensamiento de peligro atraveso su mente, pero Mike la cogía firmemente. Miró hacia delante, a las luces brillantes, y tomó fuerzas previniendo una repentina impresión.

Con sorpresa, Kay se encontró en una auténtica fábrica de muebles. No había ningún equívoco respecto a las maderas y la maquinaria. Aunque la línea de montaje estaba desierta, el olor a serrín fresco atestiguaba trabajos recientes. A su izquierda, detrás de una sección acristalada, estaba el desordenado departamento de tapicería. Los cubículos de oficinas estaban alineados en la pared de la derecha, pero Mike pasó de largo y bajó por un pasillo hasta un montacargas empotrado en la pared del fondo.

—¿Vas a decirme dónde vamos? —murmuró ella, al entrar en la plataforma.

—Abajo —dijo.

La puerta se cerró de golpe y el montacargas descendió. Una vez más la pregunta vino, ¿qué era el peligro?

Cinco pisos más abajo encontró la respuesta.

La sala de conferencias era grande, bien iluminada y ampliamente equipada con material de comunicación. Kay advirtio que a la derecha había una pantalla para proyectar películas o diapositivas y otra, a la izquierda, para un circuito cerrado de televisión. Al fondo colgaba un gran mapamundi. Bajo él, un mueble con un equipo de grabacion, en el que giraba una cinta silenciosamente.

En el centro, la gran mesa de conferencias, forrada de plástico, con micrófonos individuales colocados en cada uno de los veinte asientos que rodeaban la circunferencia. Dieciocho de esos asientos estaban ya ocupados, quedando dos vacíos cerca de la cabecera. Cuando Kay y Mike tomaron asiento, todos los lugares quedaron ocupados.

El zumbido monótono de la conversación no se interrumpió con su llegada, ni tampoco fueron objeto de especial atención. No hubo presentaciones, ni saludos, y Kay no podía dejar de mirar con curiosidad a sus compañeros.

Lo que estaba viendo aumentó su confusión. No encontró ninguna concordancia en el aspecto de los presentes. Había hombres de la edad de Mike y otros mucho mayores, y también dos mujeres, ambas de pelo gris y con trajes bastante desaliñados. La forma de vestir de aquella gente tampoco ofrecía una pista. Si había algún científico, no llevaba bata blanca ni fumaba en pipa, como los que se veían en todas las películas de monstruos. Muchos mantenían una postura rígida y expresión seria, como las de las personalidades militares de alto rango, pero no llevaban uniformes que los identificasen. Al menos tres de los más jóvenes eran tan hirsutos como los seguidores del Reverendo Nye; sus chaquetas y tejanos eran tan anodinos como los parduscos trajes de los demás.

Entonces se volvió para preguntarle a Mike. Cuando iba a elevar su voz sobre el zumbido de la conversación, éste desapareció repentinamente y todo se sumió en un silencio anticipador, sólo quebrantado por algunas toses nerviosas.

Un hombre alto, calvo, sentado al otro extremo de la mesa, bajo el mapa de la pared, se levantó pidiendo atención. Cualquier duda sobre su posición de rango, quedó disipada por la tremenda cantidad de carpetas y documentos amontonados ante él. Y sus palabras afirmaron su autoridad.

—La mayoría de ustedes no se conocen —dijo—. Y sólo unos pocos me conocen a mí. Pero no voy a perder tiempo con presentaciones.

»Lo que es importante es que yo los conozca a ustedes por sus informes, transcripciones, conversaciones grabadas, declaraciones y expedientes.

Señaló las carpetas y documentos apilados ante él.

—Esto sólo es una porción, una pequeña parte de lo que hemos elaborado en los dos últimos años. La cantidad de material que hemos desechado tal como informaciones falsas, testimonios insustanciales, fraudes, delirios excéntricos y totalmente absurdos, probablemente llenarían esta habitación, incluso en microfilms. Pero lo que queda ha sido estudiado, investigado, computado, sometido a todas las pruebas de autenticidad, y verificado.

»Por eso están aquí. Porque todos y cada uno de ustedes han contribuido a confirmar los datos para esta investigación, una investigación que muchos ni siquiera sabían que existía.

Los ojos del hombre alto se movían desde una cara a otra mientras hablaba.

»Algunos de ustedes poseen conocimientos académicos en una amplia variedad de disciplinas: literatura, antropología, arqueología, astrofísica y parapsicología avanzada. Cada uno ha realizado su investigación individual que ha captado la atención de esta agencia. A causa de la naturaleza de esa investigación, a muchos se les llamó, se les interrogó, y se les pidió que continuaran su estudio en la misma línea. A la vez, han accedido a abstenerse de divulgar o publicar sus descubrimientos, actuando con absoluto secreto.

Hubieron algunos gestos de asentimiento y murmullos, por parte de gran número de los presentes, mientras el hombre alto hacía una pausa. Después continuó.

»Cada uno de los que colaboraron, sintió que su trabajo no era ortodoxo, que estaban expuestos a las preguntas de la llamada clase científica y, sobre todo, solos en su ámbito.

»Y así fue. Pero lo que no sabían es que sus compañeros de esta noche, otros sabios e investigadores que trabajan de forma totalmente distinta y aparentemente en campos no relacionados, estaban ocupados en empresas similares. Y sus teorías, sus experimentos, su experiencia, todo, tenía conexión con el mismo tema.

Más murmullos, esta vez indicando sorpresa, interrumpieron al orador. Éste, con un gesto, pidió silencio.

»Sus esfuerzos personales tienen otra cosa en común: el convencimiento de que estaban, cada uno en su búsqueda, encontrando algo, no solo nuevo y sin precedentes, sino también peligroso. En resumen, una posible amenaza para la seguridad de la nación.

»Estaban en lo cierto.

El murmullo se elevó de nuevo y el hombre alto llamó al orden.

»Esto no es un precipitado juicio de valor, una conclusión apresurada. Cuando sus informes llegaron a nosotros, los introdujimos en un ordenador, y con ellos hemos ido construyendo un boceto. Pero no está completo, ni siquiera es un cuadro reconocible. Lo que tenemos, de hecho, es el conjunto de piezas de un rompecabezas que parecen encajar unas con otras. Sin embargo, existen lagunas, blancos, faltan piezas.

»Por eso la operacion fue elevada a un organismo superior, para conseguir la ayuda militar y los servicios de nuestro propio personal de seguridad. Ellos encontraron conexiones, conexiones entre los campos, más allá del alcance de la visión específica de ustedes. Conexiones entre asuntos aparentemente dispares, como actividades de terrorismo internacional, asesinatos políticos, irregularidades y cataclismos geofísicos, epidemias de psicosis y el resurgimiento de sectas religiosas. Un ejemplo de estas últimas es la descrita en la conversación grabada que se les ha hecho escuchar anteriormente, mantenida entre una joven y uno de nuestros agentes.

Kay sintió que se ruborizaba al darse cuenta de la alusión, pero la mano de Mike en su brazo le dio confianza.

»Dos años de trabajo en equipo, dos años de esfuerzo de un grupo, dos años de lucha política e interferencias burocráticas. Pero al final las piezas se han unido para formar un cuadro. Un cuadro tan perturbador, pero tan gráfico e inequívoco, que no existe la menor duda o desacuerdo de las fuerzas oficiales. Están totalmente convencidos, como lo estamos nosotros, de que lo que se les ha mostrado es la verdad. Una verdad que debe ser afrontada cuanto antes.

»En consecuencia, ustedes han sido convocados aquí como miembros de una agrupación de fuerzas para una misión especial. Forman parte de una operación límite, designada ahora oficialmente, Proyecto Arkham.

¿Arkham? Kay se estremeció al oír esa palabra. No era eso…

»Un nombre estúpido —dijo el hombre alto, encogiéndose de hombros—. Aunque por otra parte, quizá no lo sea. Porque simboliza la obra de Howard Phillips Lovecraft, cuyo nombre y trabajo son conocidos por todos ustedes.

Nuevamente el orador hizo una pausa y nuevamente se produjo una reacción de sorpresa entre la audiencia; una reacción que compartía Kay. ¿Era verdad? ¿Conocían todos los de allí la obra de Lovecraft? Y si era así, ¿por qué?

»Desde muy al principio, algunos de ustedes que ya estaban familiarizados con su ficción advirtieron ciertos paralelismos entre ésta y el fenómeno que atraía nuestra atención. Nuestro primer pensamiento fue que todos los datos presentados parecían formar parte de un gran montaje. Al ir avanzando, otras personas que no sabían nada de Lovecraft, nos fueron proporcionando una información adicional. Nos las ingeniamos para darles a conocer su obra, porque lo que presentaban como hechos se correspondía con lo que él había escrito como ficción.

Kay dirigió a Mike una mirada. Él asintió inexpresivamente mientras el orador continuaba.

»Por eso, todos ustedes están enterados de que Arkham es el nombre de una ciudad de Nueva Inglaterra, que sirvió como escenario a muchas de las historias de Lovecraft. Como otros nombres de lugares que aparecen en su obra, tales como Dunwich, Kingsport, Innsmouth, la universidad de Miskatonic, ésta no existe salvo en su imaginación.

»Lo mismo ocurre con el libro de hechicería y magia negra que menciona en sus cuentos, el Necronomicón. El mismo Lovecraft negaba su existencia. Pero no podemos descartar la posibilidad de que hubiera existido alguna vez quizá bajo otro nombre que Lovecraft ocultó por razones obvias. De una cosa estamos totalmente seguros: él no escribía fantasía, aunque se publicara como tal.

»Durante la última mitad del siglo han habido progresos considerables en las ciencias físicas. Algunas personas responsables de esos avances y descubrimientos recientes están sentadas aquí, en esta mesa. Citaré algunos ejemplos sin mencionar sus nombres.

»En su novela corta, En las Montañas de la Locura, Lovecraft describe una expedición a la Antártida, que tropieza con las ruinas de una antigua ciudad, en una zona inexplorada de la montaña. Una ciudad que aparentemente fue habitada por extrañas criaturas que venían de las estrellas.

»Cuando escribió el cuento, la exploración de la Antártida apenas había comenzado y no había razón para creer que alguna forma de vida avanzada hubiera prosperado en aquellos helados páramos en alguna época. Desde entonces, hemos averiguado mucho más sobre la deriva de los continentes, las perturbaciones masivas que en tiempos remotos causaron el desplazamiento de los polos, las épocas glaciales que trajeron consigo tremendos cambios en el clima. Durante millones de años, la Antártida fue una región tropical. Actualmente, se acepta que en tiempos de la prehistoria pudo haber existido allí vida, y en formas totalmente distintas de las nuestras. Estudios más recientes revelan la posibilidad de que puedan encontrarse regiones más calientes bajo la barrera de montañas, quizás incluso bajo el casquete polar.

»La ciudad de Lovecraft puede estar allí, bajo la meseta llamada Leng. La región inexplorada de Australia, que describe en La Sombra fuera del Tiempo, puede ofrecer sus secretos. En cuanto a los seres extraños que describe, teniendo en cuenta las inexplicadas pero comprobadas visiones de OVNIS, no podemos descartar la posibilidad de su existencia, ni en tiempos remotos ni actualmente.

Un hombre regordete y bajito, al que Kay sólo hubiera podido definir como tosco por su cuerpo, facciones y acento, movió impacientemente la cabeza desde su lugar, al otro lado de la mesa.

—Pero Herr Lovecraft no habló en ningún sitio de naves espaciales —refunfuñó.

—Quizá no directamente —dijo el hombre alto—. No obstante, hay que tener en cuenta las insinuaciones.

Se volvió hacia el mapa que estaba tras él.

—El enorme meteorito, como se le llama, que teóricamente explotó cerca del río Stony Tunguska, sobre la meseta de Siberia, no dejó ningún cráter en el lugar donde chocó y no se han encontrado señales de objetos caídos. Investigaciones más recientes tienden a confirmar la teoría de alguna nave espacial de energía nuclear, que podría haber explotado justamente encima, debido al rozamiento al atravesar nuestra atmósfera a elevada velocidad. El mismo Lovecraft utilizó un meteorito como posible vehículo para una forma de vida extraña en El Color Surgido del Espacio pero, quizá intencionadamente, trataba de encubrir lo que sabía. En sus historias se representaban otras criaturas extraterrestres, que volaban hacia la Tierra con sus alas membranosas, sus cuerpos impermeables para los peligros del espacio, sus mentes herméticas durante los infinitos años luz que duraba el viaje, sobreviviendo gracias a un sentido del tiempo diferente, por una extraña estructura fisiológica y una vida tremendamente larga.

»Pero existen otras maneras de explicar los viajes interestelares o intergalácticos, y Lovecraft no las desconocía. Escribió sobre el paso de unas dimensiones a otras y de los viajes de regreso a esta dimensión desde otras dimensiones del espacio y del tiempo. Los conceptos actuales de astrofísica, agujeros negros, agujeros blancos, antigravedad, antimateria, estaban considerados con anticipación en su obra.

»Y tal vez no se estuviera anticipando. Los Sueños en la Casa de la Bruja relaciona la ciencia moderna con la antigua brujería, sugiriendo que ciertos hechizos y encantamientos realmente se basan en principios matemáticos, que originan intercambios temporales y espaciales. En otras palabras, las extrañas formas de vida, si se miran como demonios, vendrían no del infierno, sino del espacio, de otras dimensiones, de otra referencia de tiempo, invocadas por medio de rituales verbales. Estos estarían destinados a alterar la frecuencia de las vibraciones y la estructura de la materia y sus interrelaciones.

»Algunos de ustedes han realizado estudios avanzados sobre las teorías de este campo. Otros han investigado fenómenos parapsicológicos, e incluso la llamada magia negra, que conducen a la misma conclusión.

»A través de diversas fuentes hemos podido lograr un intercambio de datos con los laboratorios soviéticos que se ocupan de la misma investigación. Sus descubrimientos coinciden con los nuestros.

»Eso en cuanto al aspecto científico del Proyecto Arkham. Si eso fuera todo, consideraríamos que no es de nuestra incumbencia. De pasada, presentaríamos nuestros respetos a la brillantez intuitiva de Lovecraft, el escritor con el nombre más apropiado.

»Desgraciadamente, existe otro aspecto del que se ha ocupado nuestra gente. Este implica a los militares, la política y los desastres geofísicos que nos amenazan hoy en la vida real.

Ignorando el murmullo que se formó entre la audiencia, el hombre alto tomó unas notas que había sobre la mesa y volvió al mapa.

»Lo que les voy a decir es una información confidencial. Sólo una pequeña parte se ha dado a conocer públicamente en los últimos meses y, en tales circunstancias, los presentes detalles fueron suprimidos o encubiertos. En muchos casos, estos detalles no fueron evidentes hasta que los investigamos nosotros. Por fortuna, ninguna agencia extranjera u observador ha encontrado, de momento, la conexión común entre todos ellos. Para nosotros queda establecer los vínculos.

Su huesudo dedo índice golpeaba en diferentes puntos del mapa mientras hablaba.

»Item. Actividad terrorista —leyó en sus notas—. El asesinato de Fuentes en Argentina el 9 de julio, el del Shah de Irán el 23; la desaparición de los líderes de tres repúblicas africanas, entre el 15 y el 27 de julio. En agosto, el atentado contra el ministro francés de justicia, el día 1. La supuesta muerte por accidente de dos miembros del Politburó, el 18. La caída de un avión que acabó con las vidas de cinco delegados de las Naciones Unidas, de los llamados países árabes del petróleo, el día 2 de septiembre. El día 11 informan de la muerte repentina del segundo hombre de China en el gobierno de Pekín. El asesinato de Hoffman en Alemania Occidental el día 25 y del presidente del Salvador el 29. La muerte del líder del partido conservador de la India, la semana siguiente. El supuesto suicidio de nuestro Senador Portright, el 8 de octubre…

Al elevarse las voces a su alrededor, hizo una pausa. Después se volvió y dio unos golpes para llamar al orden.

»Podría seguir, pero pienso que estos ejemplos son suficientes. Suicidios aparentes, supuestos accidentes, desapariciones inexplicables, crímenes no resueltos y atentados por todas partes. Sólo en cuatro casos de los anteriores se aprehendieron los perpetradores. A tres los mataron a tiros en el acto y el cuarto se suicidó antes de ser interrogado. Ninguno fue identificado con exactitud, y ningún grupo terrorista ha reivindicado o se ha responsabilizado de los crímenes. La muerte de líderes mundiales y de las personalidades claves en los gobiernos sigue siendo un misterio.

Kay miró a Mike mientras el hombre alto se dirigía de nuevo hacia el mapa. Mike le hizo una señal y después dirigió su atención al orador.

»Item. El Pacífico Sur. Se ha informado y observado actividad volcánica durante los últimos meses en la zona entre el Ecuador y 46° de latitud sur, 131° a 150° de longitud oeste. Les ahorraré los detalles y citaré sólo algunos de los casos más importantes, porque, dentro de esos límites, casi todos los días se producían fracturas sísmicas en algún lugar. Un gran terremoto, seguido de un tsunami sin precedentes, hicieron que las islas de Gilbert y Ellice, quedaran inundadas. Alteraciones similares condujeron al desastre de Manihiki, provocando una cadena de destrucción en la zona de Célebes, Ceram, Timor y Tuamoto. Un nuevo temblor y la actividad del tsunami destruyeron todas las construcciones de la isla de Pascua. Eso fue la semana pasada. Temblaron las estatuas y no quedó un solo superviviente. Esto último no se ha dado a conocer públicamente, ni el tifón que azotó Pitcairn hace dos días. Todos los informes de las misiones de rescate han sido, y serán, sorprendentes. Cerca de la mitad de la población está muerta, y el resto, gravemente herida o en estado traumático, descrito por un médico oficial como una aguda esquizofrenia paranoica.

»Acompañando a este fenómeno, durante el mismo período de dos meses, se han producido otros sucesos misteriosos relacionados con la desaparición de avionetas, barcos de pesca, lanchas de motor y buques cargueros. La información de que disponemos a este respecto es incompleta, pero tenemos noticias de setenta y nueve casos.

Una de las mujeres de cabello gris levantó la mirada repentinamente.

—¡El Triángulo de las Bermudas!

El hombre alto negó con la cabeza.

—Estoy hablando de la misma zona del Pacífico donde ocurrieron los terremotos. Desde luego, el Caribe podría ser también una de sus madrigueras secretas.

—¿Madrigueras?

Un hombre de edad avanzada, con bigote, miró extrañado al orador.

—He usado el término deliberadamente. El Caribe, la Antártida, el norte de la meseta Siberiana, el Himalaya, algunas cavernas subterráneas en nuestro estado de Maine. Lovecraft aludió o escribió concretamente sobre todos esos lugares. Pero su principal interés y el nuestro reside en el Pacífico Sur. La zona que está más claramente especificada en La Llamada de Cthulhu.

—Está eludiendo mi pregunta.

El hombre de bigote se había puesto de pie y estaba mirando al hombre alto con indignación.

—Esas madrigueras de las que habla «deliberadamente», como señaló. ¿Qué ocurre con ellas? ¿Tenemos que suponer que cree que están habitadas actualmente? Y si así es, ¿por quién? ¿Seres extraños? ¿Extraterrestres? ¿Los monstruos que describió Lovecraft en sus cuentos? Usted dijo que el principal interés de él y el suyo es el Pacífico Sur. Muy bien, se lo diré sin rodeos y me contestará sin rodeos también. ¿Está diciendo que realmente existe Cthulhu?

Hubo un momento de silencio y excitación; todos los ojos estaban en el orador y éste cruzaba la mirada con el que lo había desafiado.

—No lo sabemos —dijo—. Pero por eso están ustedes aquí. Porque tenemos que descubrirlo.

De repente, la habitación pareció helarse. Kay sintió que se estremecía; se inició una especie de vislumbre, y todo oscilaba como si estuviese mirando bajo el agua en las profundidades, donde los peces devoradores comían la carne de los cuerpos corruptos y huían antes de que llegaran las criaturas que no eran ni hombres ni peces. Giraban en círculo y se escabullían, mientras las aguas se agitaban y el suelo del mar se resquebrajaba ante la llegada del Gran Cthulhu…

Intentó dirigir la mirada y la atención al hombre alto que continuaba hablando.

—Los traje aquí porque necesitaba sus reacciones, sus evaluaciones, ante datos adicionales que ustedes podían haber ignorado anteriormente. Pero lo importante ahora para combatir el problema, es que ustedes comprendan su alcance. Necesito su experiencia, su cooperación, su ayuda. Y la necesito ya.

»A cada uno de ustedes se les proporcionará un oficial de enlace y protección. Han sido individualmente designados para controlar situaciones de toda esta area. Algunos ya conocen a sus compañeros, debido a previos contactos profesionales en el transcurso de una investigación común. Pero, por favor, no se identifiquen a nadie más; no confraternicen, ni comparen notas.

»He programado entrevistas por separado para todos los presentes durante las próximas cuarenta y ocho horas. Se informará a su enlace de la hora que tengan asignada. Cuando nos encontremos en privado, confío en que todos estén preparados para contestar preguntas en profundidad y a presentar cualquier sugerencia o informe adicional que crean que pueda ayudarnos. A la vez, quiero pedirles que sigan trabajando solos o, en algunos casos, que unan sus fuerzas con otros de los que están aquí. En el último caso, se harán las presentaciones necesarias.

»Esto es todo lo que puedo decirles. Cualquiera que sea la naturaleza de sus particulares funciones profesionales, sus necesidades han sido previstas. Hemos reservado fondos, personal y el material adecuado. Y suministraremos cualquier cosa que sea precisa para que lleven a cabo sus proyectos. Todos los recursos de este gobierno están a su disposición.

»Ahora les pido que vuelvan a sus residencias y esperen nuevas instrucciones. Creo que lo que han oído es suficiente para que entiendan la razón de estas precauciones, la necesidad de mantener el secreto y la urgencia de nuestro interés.

»Les voy a dejar con un último pensamiento. Lo que conocemos lo denominamos ciencia. Lo que no conocemos lo llamamos magia. Y lo que debemos determinar si queremos sobrevivir, es si estas dos cosas son realmente la misma.

Veinticuatro horas más tarde, el hombre alto fue al apartamento de Mike, para tener una entrevista privada con Kay.

Ella todavía no conocía su nombre y ni siquiera entonces tuvieron lugar las presentaciones, aunque sus modales eran cordiales y directos. Sacando una pipa del bolsillo, se sentó en un sillón de orejas, mirando a Kay y a su anfitrión.

—¿Está todo bajo control? Bien. Sé que estas medidas son molestas para ambos, pero es necesario que mantengamos un entorno cerrado —dijo sonriendo a Kay—. Si la hubiéramos hospedado en un hotel, hubieran surgido algunos problemas ya que su guardia de seguridad, al merodear por allí, habría levantado sospechas.

—Lo entiendo —dijo Kay.

—Entonces vamos a nuestro trabajo. Ha sido usted de gran ayuda para nosotros, señora Keith. Por lo que hemos podido comprobar de sus testimonios, ahora estamos convencidos de que su ex marido y su amigo Waverly actuaron como espectadores inocentes en este asunto. Al menos puedo tranquilizarla en cuanto a eso. Por los pocos indicios que tenemos, parece que se vieron envueltos en el asunto accidentalmente y los eliminaron antes que supieran algo.

—¿Quiere decir que Nye los mató?

El hombre alto encendió su pipa.

—Tenemos informes de sus paraderos y actividades durante casi todo ese período. Los suficientes para convencernos de que no estuvo en Boston ni en el sur del Pacífico cuando desaparecieron. Pero es razonable creer que él pudo dar las órdenes.

—¿Qué podían saber?

—No tengo ninguna respuesta segura. Pero sospecho que Waverly fue a Boston para investigar algo relacionado con Lovecraft. Y eso lo convirtió en una posible amenaza para Nye.

»Y respecto a su difunto marido, su viaje al Pacífico Sur indica que sabía o suponía muchas cosas sobre la secta. Ahora creemos que realmente podía estar buscando el propio R’lyeh. Y que fue destruido cuando lo encontró, como fueron destruidos los personajes de Lovecraft cuando encontraron madrigueras similares. Recuerde Dagon y El Templo.

—Sin embargo no puedo aceptarlo —dijo Kay—. Incluso después de lo que me ocurrió.

—Entonces considere mi posición.

El hombre alto fumaba su pipa.

—¿Cómo se cree que me siento estando al frente de los científicos más destacados y del personal militar, admitiendo la validez de la magia negra? No sólo admitiéndolo, Dios mío, sino insistiendo para que ellos lo admitan.

—Y ellos lo hacen —murmuró Mike—. A causa de sus propias experiencias.

—Exactamente.

El hombre alto asintió.

—Todo está entrelazado. Y Nyarlathotep sostiene las cuerdas.

Kay recordó su anterior conversación con Mike.

—¿Cree verdaderamente que Nye es Nyarlathotep?

—Considere los hechos.

El hombre alto vació los residuos de su pipa en el cenicero.

—De acuerdo con Lovecraft, Nyarlathotep es negro, y la profecía dice que vendrá de Egipto. No sabemos los orígenes de Nye, pero no podemos descartar la posibilidad. Sabemos que se ajusta bien a la descripción; vestidos rojos, extraños artefactos y cosas por el estilo, anunciando el fin del mundo a la gente, que sale sin entender nada de lo que ha oído.

—De modo que se apropió de la imagen.

—Ésa es la conclusión obvia y me gustaría poder estar de acuerdo con ella. Pero ¿qué ocurre con el resto de los acontecimientos, con terremotos, maremotos y todas esas repentinas catastrofes naturales, mientras que la actividad terrorista se extiende por el mundo? Podría ser una coincidencia, por supuesto, pero realmente coincide con la descripción de Lovecraft de lo que ocurriría cuando apareciesen los mensajeros poderosos.

—Entonces, ¿cree que el resto también ocurrirá? ¿El fin del mundo?

—No he dicho eso. Lo que quiero decir, es que debemos considerar la posibilidad, para hacerle frente y estar preparados para ello, incluso aunque signifique admitir que la leyenda de los Diablos podría no ser leyenda.

—Pero no puedo…

—¿Por qué no? Piense en ello por un momento.

El hombre alto guardó la pipa en el bolsillo.

—A lo largo de toda la historia, la humanidad ha tenido muchas cosmologías, muchos dioses. No me refiero a las civilizaciones salvajes, sino a las más avanzadas. Los griegos y romanos con sus panteones, los egipcios idolatrando a sus inmortales cabezas de animal, los fanáticos de un centenar de deidades hindús. Billones de creyentes han adorado a seres extraños. Y nosotros, aunque no tenemos fe, tenemos hechos.

Mike se dirigió al hombre alto.

—¿Y cuál será el próximo movimiento?

—Existen muchos movimientos. No queremos rechazar ninguno. A un equipo se le ha asignado solucionar el problema lingüístico: palabras, frases, nombres de lugares, nombres propios de todas las obras de Lovecraft. Siempre habíamos supuesto que eran neologismos de su propia invención. Ahora no estamos tan seguros. Tratamos de relacionarlos con posibles referencias paralelas en la norma grimoires y rituales de magia negra, conjuros y encantamientos de todos los lugares conocidos. Tal vez exista un denominador común y, en ese caso, sería de gran ayuda si lográsemos encontrarlo. Los filólogos de este proyecto están trabajando con computadoras, ya que necesitan respuestas rápidas.

Señaló hacia Mike.

—Su gente, por supuesto, lleva a cabo la investigación de los hechos, con la completa colaboración de la CIA y el FBI. Trabajando en secreto, hemos unido nuestros informes a los de la Interpol, a fin de planear una persecución contra los grupos terroristas conocidos o de los que se sospecha, aquí y en el extranjero. Esta noche hemos completado una redada a gran escala entre los miembros de la Sabiduría Sideral. No creo que hayamos apresado a ninguno de los importantes, pero valía la pena intentarlo. Lo que esperamos es que al interrogarlos puedan darnos una pista que nos lleve a Nye.

Mike se encogió de hombros.

—Por ese camino no podrá controlar la situación.

—Haremos lo que podamos, pero estamos trabajando contra reloj. Ninguna reacción popular contra las detenciones tiene importancia, comparada con el pánico general que podría desencadenarse si no actuáramos para evitar lo que ocurriría si R’lyeh estuviera abriéndose paso desde el mar, mediante esos terremotos, y despertase lo que duerme allí. Hay que parar eso.

—¿Cómo?

—Ya lo ha resuelto Ermington, del Ministerio de Marina.

El hombre alto miró su reloj.

—Dentro de treinta y ocho horas exactas, según nuestro cómputo, un submarino nuclear partirá desde una base del Pacífico. Objetivo: 46° 9’ de latitud sur y 126° 43’ de longitud oeste. Ordenes de la operación: buscar y destruir.

Mike frunció el ceño.

—¿Saben con qué van a encontrarse?

—Por supuesto, daremos algunas explicaciones al comandante en jefe, pero no podemos confiar totalmente. He solicitado permiso para asignar un observador para la misión, en condición de consejero especializado.

—¿Alguien de su confianza?

—Eso espero. —El hombre alto se levantó—. Por la mañana saldrá usted para Guam.

Sonó el despertador.

Kay se levantó, desperezándose, y zarandeó a Mike.

—Es hora de levantarse, querido —murmuró.

Querido. Una extraña palabra, que tímidamente había salido de sus labios. Pero cuando Mike se volvió y sus brazos la rodearon, la extrañeza desapareció.

Lo que había ocurrido la noche anterior, parecía ahora inevitable y perfecto. Y lo que ocurría en aquel momento, también parecería perfecto, si no fuera por…

Una imagen se presentó de repente; el ganado subiendo la cuesta hacia el matadero, empujándose unos a otros, a ciegas y compulsivamente, como si fueran conducidos por la muerte que les aguardaba dentro.

—¡No! —susurró apartándose.

—¿Qué ocurre?

Mike la miró extrañado.

—¿No me quieres?

—Sabes que sí.

Kay se liberó, incorporándose bruscamente. Después, con las manos, se echó hacia atrás el cabello despeinado.

Claro que lo quiero, se dijo. Buscando un vestido en la semioscuridad, preparando un café en la cocina, se repetía la afirmación, mientras él se afeitaba y vestía. Aquello era verdadero, algo más que un mero consuelo físico, algo más que una noche pasada con un extraño. Pero ¿qué sentiría él? ¿Qué significaría para él?

No tenía ninguna respuesta, y no encontró ninguna en el rostro de Mike, mientras estaban sentados en la mesa del desayuno.

—¿Por qué estás tan callada? —dijo él—. Dime que es lo que te preocupa.

—Nada —dijo suspirando—. Todo. Quisiera que nada de esto hubiera ocurrido, que no te fueses…

Las manos de Mike acariciaron las de ella.

—Si no hubiera ocurrido, no nos habríamos conocido. Y sabes que debo irme. Pero dentro de pocos días estaré de vuelta.

—¿Y entonces?

Él se encogió de hombros.

—¿Qué quieres?… ¿Una proposición formal?

—¡Querido!

Esta vez la palabra salió fácilmente. Y a partir de ese momento, incluso en el último instante, cuando le acompañó hasta la puerta y él la abrazó, no hubieron más dudas.

Pero después de su marcha, volvió el miedo. Volvió y persistió.

No por ella. Allí estaba a salvo y el sustituto de Mike le inspiraba seguridad. Era un hombre del sur, que hablaba con voz suave y se llamaba Orin Sanderson. Mike le había dado cariñosamente las gracias cuando vino a ocupar su puesto.

—Orin es un buen chico —le dilo a ella—. No te dejes engañar por su aspecto de caballero de Kentucky. Es de esos gatitos que se convierte en un tigre cuando lo necesitan.

Realmente era muy amable y tenía la virtud de ser discreto. Le había ordenado que estuviera en el apartamento día y noche, mientras los otros vigilaban fuera en turnos rotatorios, pero no fue necesaria ninguna indicación para que mantuviese las distancias. Aunque comían juntos, después él se mantenía apartado el resto del día. La mayor parte del tiempo se sentaba a leer en el sofá de la sala, donde también pasaba la noche. Desde que Kay descubrió una estantería de libros y una televisión portátil en su dormitorio, no tenía ninguna necesidad de compartir con él el cuarto de estar. El saber que se hallaba allí era suficiente para sentirse protegida.

Todavía la acompañaba el miedo y no podía disiparlo. Se le aparecía por la espalda mientras leía, se escondía a su lado, detrás del televisor. Y le sonreía irónicamente cada vez que miraba el reloj.

Las diez de la noche. ¿Qué hora sería en Guam? ¿Habría llegado ya Mike? ¿Estaría allí o habría salido en el submarino para la misión? ¿A qué distancia estaba la zona objetivo y dónde estaba localizada exactamente? La latitud y longitud mencionadas por el hombre alto no significaban nada para ella.

Ya habían pasado treinta y seis horas, o más, desde que Mike había partido y no había llegado ni una noticia. Pero el tiempo pasaba de una u otra forma y Kay sabía dónde iba a parar. El miedo se alimentaba con el tiempo, inflándose minuto a minuto, engullendo y creciendo.

Las palabras impresas ya no tenían ningún significado y las imágenes de la pantalla se volvían borrosas. La segunda noche se encontró buscando algo que la informara entre los libros de la estantería. Pero no encontró nada, y los fue apartando con gran impaciencia.

El ruido de su actividad atrajo a Orin Sanderson a la habitación.

—¿Ocurre algo, señora?

—Estaba buscando un atlas o un almanaque, algo que tenga mapas.

—No se preocupe por eso.

—¿Podemos hacer que traigan uno?

Sanderson negó con la cabeza.

—Disculpe —dijo consultando su reloj—. Quizá le ayude que le diga que estarán llegando a la zona objetivo. Con suerte todo habrá terminado en pocas horas. Si se ajustan al horario programado, estarán de nuevo en la base mañana por la mañana.

—¿Llamarán para que lo sepamos?

—Tendremos noticias cuando llegue el momento.

Sanderson inclinó la cabeza cariñosamente.

—Ahora cálmese. Prepararé un poco de café…

Kay consiguió esbozar una sonrisa.

—No gracias. Estaré bien.

—¿Por qué no se acuesta? Lo que más le conviene en este momento es un buen descanso.

Así que Kay se fue a la cama, pero no sola.

El miedo se arrastró hasta su lado bajo las sábanas, y en la oscuridad podía sentirlo allí tendido, frío y húmedo, esperando para abrazarla, para sumergirla en las pesadillas y en las profundidades. Las profundidades, bajo la superficie del mar tenebroso, donde en su casa de piedra, en R’lyeh, muerto esperaba Cthulhu.

Trató de librarse del miedo, pero al dormirse lo encontró allí, en las profundidades, flotando entre las torres titánicas de templos que se tambaleaban, incrustado entre las algas y despidiendo el hedor del antiguo icor. A través de la futilidad de los viejos evos y del silencio de siglos innumerables, ella buscaba una presencia desvanecida, pero no quedaba nada excepto el miasma de un ancestral temor. Entonces, se abrió una gigantesca grieta en el fondo del mar y, bajo ella la inmensa mole de dentada roca taladraba la superficie para emerger.

Ahora ella estaba ascendiendo también, atravesando la formación agrietada, hacia un punto donde la ciudadela de piedra se erigía intacta, elevándose más allá de las olas teñidas de negro, bajo un cielo de hielo gris. Y su contorno desaparecía y cambiaba, y ella no podía determinar el aspecto o el tamaño, o vislumbrar nada en las puertas, salvo que estaban abiertas.

Cuanto más cerca se encontraba, aproximándose a la enorme entrada, contemplando la profunda oscuridad, su miedo se hacía mayor al pensar en lo que pronto iba a ver. Nada podría superar ese miedo, pensó ella, ni siquiera encontrar lo que temía.

Pero estaba equivocada. El mayor espanto no había llegado aún; cayó sobre ella, cuando miró a través de las puertas, al oscuro hogar de Cthulhu que surgía sobre las aguas, a la morada del mal. Y la encontró…

¡Vacía!

El grito estalló en sus labios y se despertó. Se despertó cuando se encendían las luces de la habitación y vio que entraba Orin Sanderson.

—¿Señora?

—Tuve una pesadilla.

Kay se incorporó y arregló las sábanas con un gesto tímido, tratando de disimular que temblaba.

—No se preocupe. Estoy bien.

—Bueno, de todas formas iba a despertarla. Ha llegado la llamada.

—¿La llamada?

Sanderson asintió.

—Todo ha terminado. Misión cumplida.

—¿Qué ocurrió?

—No sé ningún detalle. Pero Mike se lo contará todo cuando la vea.

Kay ya no temblaba. Se levantó rápidamente sin darse cuenta de que se estaba exhibiendo.

—¿Cuándo llegará?

El agente de seguridad sonrió.

—Mis órdenes son acompañarla de vuelta a Los Angeles. Él llegará mañana. Supongo que el jefe de operaciones deseará verlo allí y tener un informe de primera mano en cuanto llegue.

—¿No piensa que debería venir aquí directamente?

Sanderson sonrió.

—Señora, llevo haciendo este trabajo durante doce años. Después de eso, he aprendido dos cosas.

—¿Cuáles son?

—No pensar. Y no hacer preguntas.

Kay intentó seguir el ejemplo de Sanderson, pero no era fácil. Había tantas cosas que quería saber, tantas que quería entender. ¿Habría sido su último sueño una premonición o una señal de algo real? La cripta vacía bajo la pavorosa entrada. ¿Habrían destruido a Cthulhu? Obviamente había sido así, porque Mike había vuelto. Recordó la historia de Lovecraft: como los barcos atacaban la criatura monstruosa, despedazando su cuerpo resbaladizo, consiguiendo sólo recombinar su esencia. En los tiempos de Lovecraft todavía no existían las armas nucleares. Ahora, ni siquiera extrañas formas de vida, podrían aguantar la desintegración atómica.

No pienses en ello. No hagas preguntas. Además, no hay tiempo.

Kay hizo la maleta precipitadamente, mientras Sanderson estaba ocupado con el teléfono.

Cualquier cosa que hubiera ocurrido, no afectaba a las medidas de seguridad, advirtió ella. El coche de Sanderson fue escoltado por un segundo vehículo, conducido por otros agentes, hasta Dulles Internacional. Allí se detuvo y Sanderson se dirigió hacia una discreta entrada de servicio. Aparcó ante un hangar, sin ninguna señal, donde trabajaban unos hombres uniformados, pero sin ninguna insignia. El jet Lear esperaba para partir, y también estaba desprovisto de cualquier señal de identificación.

No hubo comunicación directa con nadie del personal de tierra. Sanderson solamente saludó con la cabeza, mientras conducía a Kay al avión, por la rampa de abordaje.

La entrada se cerró inmediatamente tras ellos y la rampa fue retirada. La nave temblaba como si estuviera impaciente por despegar. Al frente, detrás de la puerta de la cabina, el piloto, el copiloto y el navegante estaban terminando las últimas comprobaciones, pero la espaciosa zona para pasajeros estaba vacía.

El jet estaba muy bien equipado: cocina, bar, equipo de radio y televisión, incluso un compartimento dormitorio en la cola. Y Kay supuso que transportaría, generalmente, altos mandos militares u oficiales del gobierno, atendidos por un personal completo.

Sanderson se lo confirmó cuando empezaban a volar por la pista de despegue.

—Es una pena que no llevemos el personal de servicio habitual —dijo él—. Pero cuantas menos personas se involucren menor será el riesgo.

—No importa —dijo Kay—. Estoy contenta de volver a casa.

Se acomodó en uno de los asientos mientras despegaban, y poco después el avión volaba suavemente.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—El tiempo estimado de, aproximadamente, tres horas.

Sanderson reprimió un bostezo y ella lo miró.

—¿Cansado?

—Sólo un poco —dijo sonriendo—. Ese sofá del apartamento es algo incómodo.

—Hay un dormitorio al final. ¿Por qué no descansa un rato?

—¿Y usted?

—Yo estoy perfectamente aquí. —Señaló al equipo de radio y televisión, y a la mesa de café que estaba ante ella—. Mire, incluso periódicos.

Sanderson parpadeó.

—Quebrantaría las órdenes.

Kay negó con la cabeza.

—No las quebrantaría, sólo las desviaría un poco. Vaya. Le prometo despertarlo con tiempo antes de que aterricemos.

—Gracias, señora.

Sanderson se volvió y fue hasta el compartimento. Esta vez no hizo ningún esfuerzo por ocultar el bostezo.

Kay lo observó mientras se alejaba. Indudablemente, aquel hombre estaba cansado, había estado de servicio día y noche, y la fatiga era evidente.

Ahora que había pasado el peligro, también ella podría sentirla, pero el agotamiento se compensaba con la descarga de adrenalina producida por la ansiedad. Mike estaba a salvo y, pasadas unas horas, estarían juntos. Ahora debía relajarse.

Extendió la mano hacia la mesilla y cogió las últimas ediciones del Post y el Times. Tal vez hubiera alguna noticia o al menos un comentario que, aunque censurado o encubierto, podría darle una pista de lo ocurrido.

No encontró nada. Aparentemente los directores de seguridad aún mantenían el asunto en secreto, o lo habían mantenido, hasta después de que se imprimieran aquellos periódicos.

Apartándolos, Kay decidió averiguar algo por medio de la radio o la televisión. Pero cuando el programa de música de moda fue interrumpido por la voz de un locutor, su mensaje iba dirigido, únicamente, a los que padecían hemorroides. Y la pantalla del televisor no ofrecía nada, excepto las imágenes en blanco y negro de los Bowery Boys.

Kay se recostó y cerró los ojos. Después los abrió rápidamente al darse cuenta de que se estaba entregando al sueño. No tenía ningún sentido correr riesgos.

Ningún sentido. ¡Qué cambio se había producido en el significado de esa frase! Hacía una semana, nada de aquello habría tenido sentido para ella, y gracias al Departamento de Seguridad, en realidad a la censura, no tenía ningún sentido todavía para el resto del mundo. La gente seguiría como antes, escuchando los anuncios para las hemorroides y mirando viejas películas de la serie B como si nada hubiera pasado. Los Grandes Diablos nunca perturbarían sus sueños.

Por supuesto, no tenía ninguna prueba de que la fuente de sus sueños fuera ésa, ni siquiera una teoría sobre cómo se producían. Pero estaba convencida de alguna forma de que los sueños eran una forma de comunicarse de los seres extraños con la humanidad. No todos los hombres eran capaces de recibir y contestar sus mensajes, sólo aquellos dotados, o hechizados, con una cierta creatividad.

¿No era eso lo que Lovecraft trataba de comunicar en La Llamada de Cthulhu? Los artistas, escultores o pintores, que eran sensibles, respondían a tales sueños y reproducían sus recuerdos sobre la arcilla o el lienzo.

¿Y qué pasaba con Lovecraft? ¿Eran tales sueños la fuente de su saber? ¿Estaba insinuando algo cuando escribía sobre las pesadillas de sus personajes imaginarios? Si así fuera, podría explicárselo todo.

Kay miró a la oscuridad a través de las ventanas de la cabina, y asintió para sí misma.

En vista de lo que ella había experimentado, podía tener sentido. Incluso en el mundo terrenal de los escépticos y los que se burlaban, existían testimonios de muchos, cuyos sueños no eran como los de los otros hombres. Se decía que eran «sensibles a las influencias psíquicas», como Edgar Cayce. Sus visiones, cuando dormía, parecían estar relacionadas de alguna forma con la conciencia de los seres extraños.

¿Había sido Lovecraft un hombre de esos? Por lo que él mismo había contado, soñó vivamente durante toda su vida.

Quizá todas las explicaciones psicológicas de su obra fueran ciertas, pero la causa y efecto fueron invertidos. Los eruditos sugerían que una alergia al pescado, podía haberle llevado a escribir fantasías tales como La Sombra sobre Innsmouth. Pero tal vez había sido al contrario: lo que había escrito era la verdad que le llegaba a través de los sueños, y su temor y odio a las criaturas del mar había provocado la aversión por el pescado en su vida despierta.

Kay asintió para sí. Si era verdad, el cuadro se presentaba clarísimo. Los mismos estudiosos habían intentado relacionar el relato del Atlántico con su respuesta física a las bajas temperaturas. ¿Pero no podía ser una reacción psicosomática? ¿No tendrían sus sueños de visiones aterradoras de Kadath en el Desierto Helado, como resultado, el miedo al frío que le acompañó toda su vida? Y su tan discutida antipatía por los «mestizos» infiltrados desde Europa, Asia y Africa… ¿Qué relación tendría eso con los sueños de seres híbridos y extrañas criaturas? ¿Qué sabría de aquéllos que secretamente adoraban a los seres que encontró detrás de la pared del sueño?

Quizá sus «mestizos» eran símbolos. Y su preocupación por las casas viejas, las ruinas y los cementerios, con las criaturas de la superstición saliendo de tales lugares… ¿Tendría su origen, no en un temor a la muerte, sino en un temor a ciertas formas de vida? Porque los sueños le decían que la muerte no era el fin, que había cosas que continuaban existiendo eternamente en un estado medio-vivo, cosas que podían ser nuevamente llamadas desde fuera. No está muerto aquel que eternamente puede yacer

Kay frunció el ceño. ¿Era así como había ocurrido? ¿Soñaba Lovecraft con la verdad? ¿Aumentó sus conocimientos con un estudio secreto y una investigación profunda durante la vigilia? ¿Contenían sus relatos una advertencia real? Si era así, por fin había sido atendida su advertencia, justo a tiempo.

Tiempo. Kay observó otra vez el cielo oscuro a través de la ventana. Miró su reloj, y se sorprendió al ver que habían pasado casi tres horas. Había prometido despertar a Sanderson antes que estuvieran preparados para aterrizar.

Se levantó y empezó a caminar por el pasillo hacia el compartimento. El ejercicio físico era un contacto tranquilizador con la realidad, o de lo que se consideraba como tal. ¿Cómo lo había definido Jung? El individuo es la única realidad. Significaba que todo era resultado de la interpretación subjetiva. Allí estaba ella, a cuatro mil pies de altura, viajando a una velocidad mayor que la del sonido. ¿Habría aceptado Lovecraft eso como realidad cincuenta años antes? Difícilmente. Y tal vez lo que ella había encontrado difícil de aceptar en su literatura también era válido.

Kay abrió la puerta del compartimento y dirigió la mirada al interior del cubículo donde Sanderson estaba tendido boca abajo, sobre la cama de la litera.

Estaba tan tranquilo, tan inmóvil, que por un momento su corazón se sobresaltó con un temor repentino. Entonces, para alivio suyo, oyó el débil sonido de su respiración.

Se acercó y tocó el hombro del agente.

—Despierte —murmuró.

Sobrecogido se volvió, con los ojos abiertos.

—Perdone que le moleste —dijo Kay—. Pero es casi la hora.

—Gracias.

Sanderson sonrió y se sentó sobre la cama. Levantándose fue hasta la puerta y la siguió a la cabina principal.

Kay lo observaba mientras él tomaba asiento.

—Pronto aterrizaremos —dijo ella.

—Todavía hay tiempo.

Sanderson señaló al otro lado de la mesilla.

—Siéntese.

Ella asintió obedeciendo.

—Realmente debía estar cansado. ¿Se siente mejor ahora?

—Mucho mejor. ¿Qué ha estado haciendo mientras yo dormía?

—Intenté ordenar las cosas en mi cabeza. Pensé en Lovecraft y en algunas cosas que escribió.

—¿Lovecraft?

Kay asintió tímidamente.

—Perdone. No habíamos hablado sobre ello, ¿verdad? Supongo que no sabe de qué hablo.

Sanderson sonrió.

—¿Qué quiere saber sobre Lovecraft? Desde luego decía la verdad. Es Nye quien la deformó.

Kay se inclinó hacia delante.

—¿También lo conoce?

—Lo suficiente como para darme cuenta de que lo que predicaba a la gente de la Sabiduría Sideral estaba manipulado para que se adaptara a su propósito. La verdad es que la humanidad no existía cuando los Grandes Diablos vinieron a colonizar la Tierra. Fíjese en el relato de la creación de las diferentes religiones. Casi todas dicen lo mismo de diferentes formas. Dios o un conjunto de dioses, según las versiones, crearon al hombre.

—Y eso es lo que realmente ocurrió. Los Grandes Diablos llegaron al principio. El mundo que gobernaron debió ser muy distinto del que conocemos hoy. Cuando cambió, con los cataclismos que rompieron los continentes, huyeron a otras dimensiones. Pero algunos quedaron, sumergidos bajo el mar o atrapados debajo de las montañas de hielo, sin poder físico pero con una fuerza en potencia.

—Fue entonces cuando crearon la vida tal como la conocemos, los animales y los humanos.

Kay se encontró con la mirada de Sanderson.

—¿Pero por qué?

—Para alimentarse.

—¡Pero eso es de locos!

—La locura es sólo una respuesta del hombre ante una realidad que no puede afrontar. Ahora sabe por qué Nye ocultaba esto a sus fieles. Si hubieran imaginado la verdadera razón de su existencia, no le habrían seguido ni habrían cumplido las órdenes de los Grandes Diablos. Pero es verdad, Azathoth, Yog-Sothoth y los otros crearon formas de vida inferiores y animales para que se devoraran los unos a los otros, y todo ello se convirtiese en el alimento para el hombre. Y el hombre, a su vez, está aquí para alimentar a los Grandes Diablos.

»No físicamente, se entiende. Los Grandes Diablos no se nutren de carne —se alimentan de emociones humanas.

»Ése es el origen de su fuerza. Y la más poderosa, la más satisfactoria de las emociones, es el miedo.

»Los hombres fueron engendrados para el miedo, de la misma forma que los hombres mismos crían plantas y animales selectivamente para conseguir las que para ellos son las cualidades más deseables. De vez en cuando nuevas especies son adheridas a lo que se llama raza humana. Se disponen uniones con otras formas de vida como las criaturas del mar, las llamadas semillas de Dagon son un ejemplo. Han habido también uniones con seres alados de otras galaxias, y a veces esos experimentos han conseguido su propósito. La mezcla de sangre da como resultado unos híbridos con una capacidad superior de respuesta emocional.

»Naturalmente, la mayoría de los hombres ignoran todo esto… ¿Cree usted que los animales saben que los usamos como alimento o que nuestros propios animales domésticos son para nosotros sólo un entretenimiento?

»Pero a veces llega hasta los hombres una señal, a través de los sueños. La leyenda del íncubo y el súcubo emerge de las vislumbres de esas uniones en las pesadillas. Y los mutantes que consiguen vivir, son la explicación de los vampiros, hombres-lobo, criaturas mitad animal y mitad hombre. ¿Cuántas veces ha observado que las caras de algunas personas presentan un parecido con algún animal? Eso no es una coincidencia. Ni lo es la inclinación hacia la crueldad, la tortura y las matanzas, que desechamos erróneamente como comportamiento «animal».

»Todos esos atributos incrementan el miedo y, a través de los tiempos, los Grandes Diablos se han alimentado de él, obteniendo fuerzas para despertar, para atravesar las barreras, para llegar hasta la Tierra y proclamar su soberanía.

»Y siempre algunos hombres han imaginado o descubierto la verdad. Aquéllas que aprendieron un poco de magia, hechicería o brujería. Y aquellas que lo sabían todo, a través de los sueños y por la inspiración de los Grandes Diablos, han mantenido la fe. Rendían culto y esperaban ansiosamente el día en que volvieran los Diablos.

»Nunca antes el mundo había estado tan lleno de miedo como ahora. Nunca los adoradores habían tenido tanto poder y convicción. La espera y el plan están llegando a su fin, porque los Grandes Diablos son fuertes de nuevo y ha llegado su hora. Las estrellas están en el lugar apropiado y el camino está abierto.

Kay escuchaba con perplejidad creciente; una vez más pensó en la inconsistencia del lenguaje, como la gente variaba su vocabulario para adaptarse a las situaciones. Aún así, nunca hubiera imaginado que el astuto Sanderson, que se expresaba tan suavemente, pudiera hablar de aquella forma.

Su reacción debió hacerse evidente, porque Sanderson hizo un rápido ademán.

—Por favor, no me haga caso. No quería transtornarla, señora Keith.

Señora Keith.

Era la primera vez que la llamaba así. Siempre se dirigía a ella diciendo «señora». No había ninguna razón para que cambiase, a menos que él…

Se levantó de repente, incapaz de controlar su expresión o sus palabras.

—Usted no es Orin Sanderson.

La silenciosa sonrisa de él fue suficiente como respuesta. Kay dio unos pasos atrás, con los ojos muy abiertos.

—¿Pero cómo?…

—El cambio se hizo mientras él dormía. —Su sonrisa no se inmutaba—. Quizá recuerde otro relato de Lovecraft…

La Cosa en el Escalón de la Puerta.

Kay lo recordaba demasiado bien. Una bruja, una mujer cuya sangre llevaba la marca de las criaturas del mar, adoptó el cuerpo de su marido en lugar del suyo propio.

—Entonces era verdad. Todas esas leyendas sobre la posesión demoníaca…

La sonrisa se hizo más amplia.

—Efectivamente, señora Keith.

—¿Quién es usted?

—Solamente uno de los muchos servidores.

Kay se volvió y corrió hasta la cabina de delante. Tiró con fuerza de la puerta, pero ésta no se movió.

Empezó a golpearla y Orin Sanderson se levantó.

—Está perdiendo el tiempo —dijo él—. No vine solo.

Ella se volvió, mostrando el asombro en los ojos.

—¿Quiere decir que el piloto y la tripulación también son?…

—No es necesario estar durmiendo para que tenga lugar el cambio —dijo él, moviendo la cabeza—. No se alarme. Estamos aquí para protegerla en su viaje.

—¿Pero por qué? Vamos a aterrizar en Los Angeles dentro de pocos minutos.

Todavía sonriendo, miró por la ventanilla que estaba a su derecha. Kay también lo hizo, miró hacia abajo y allí encontró la respuesta a su pregunta.

Volaban sobre una extensión interminable de agua.

Casi interminable.

Kay debió desvanecerse porque ya no fue consciente del paso del tiempo. Descansando sobre el asiento, abría los ojos de vez en cuando para encontrarse con la figura familiar de Orin Sanderson, sentado a su lado. Entonces los cerraba de nuevo, mientras el sonido de las frases y las palabras salía de los labios de él.

Se filtraban fragmentos susurrados.

—El plan de Nye… usted ha sido la esposa de Keith, y él tenía que conocerla, descubrir lo que sabía… ignorante del todo, por supuesto, pero cuando se vio envuelta con Miller era demasiado tarde para permitirle marchar.

—La siguieron… esa reunión en Washington… afortunadamente descubrimos a tiempo la misión de búsqueda y destrucción. Pero debía elegirse a alguien… usted era perfecta, dijo él… apoderarse del avión… riesgo… no tratándose de una Lavinia… él insistió… escrito en las estrellas… todas las precauciones… incluso si algo iba mal se conservaría la esencia…

Cuando la aguja de la jeringa entró en su brazo, ella no la sintió. Perdió el conocimiento de nuevo, y su último recuerdo fue una mirada a través de la ventana de la cabina mientras el avion empezaba el descenso, bordeando la masa de roca que surgía desde el mar.

Aturdida, miró a la figura de su lado, que habló anticipándose a su pregunta.

—Rano Roraku —dijo él—. Un volcán en extinción. ¿Lo ve? Justo detrás del promontorio de Poire.

—¿Pero dónde estamos?

—En la isla de Pascua.

Era como algo oído en un sueño y ella parecía una parte de ese sueño mientras escuchaba su propia respuesta.

—El lugar de las estatuas. Recuerdo haberlas visto en fotografías, con sus grandes cabezas de piedra erguidas, mirando más allá del mar.

—Me temo que muchas de ellas ya no estarán erguidas. Se derrumbaron con el terremoto la semana pasada, y el desbordamiento del mar hizo el resto. El pueblo de la parte oeste, fue arrasado. Cientos de personas, miles de ovejas. Todos murieron.

—¡Pero ahora hay alguien allí! —Kay sintió que recobraba la conciencia al mirar abajo—. Puedo ver luces…

—Antorchas para guiarnos.

La cogió del brazo.

—Será mejor que se siente. Podemos hacer un aterrizaje brusco.

Durante un rato estuvo totalmente consciente y totalmente aterrada.

—¿Por qué estamos aquí? Dígame…

Él la forzó a permanecer sentada. El aturdimiento reapareció; desde lejos oía el ruido de sus propios gritos que surgían entre el bramido de los motores al reducir la velocidad, mientras sentía el traqueteo y las sacudidas del avión al aterrizar.

A causa del balanceo y las subidas y bajadas del aterrizaje, Kay se desvaneció, sintiéndose agradecida porque aquello la aislaba del ruido. Tal vez era un sueño después de todo. Tenía que ser un sueño.

Kay estaba ahora bastante tranquila, cuando Sanderson la guiaba desde la cabina y le ayudaba a bajar por la escalera de cuerda que colgaba desde la puerta, en vez de la rampa de desembarco.

Los tres miembros de la tripulación ya esperaban abajo. Ella se sintió aliviada al ver sus uniformes y sus caras completamente normales. Quizá Sanderson le había mentido. Seguramente aquellos jóvenes no habían sufrido ningún cambio.

Los otros allí reunidos, el grupo de hombres con antorchas, obviamente eran polinesios y orientales. Llevaban ropas de marinero, indefinidas, pero ninguno se comportaba de forma que produjera alarma. Las voces enmudecieron cuando ella llegó a la zona iluminada y todos la miraron mostrando un exagerado respeto, casi una reverencia.

—Vamos ya —dijo Sanderson.

Tenía que ser Sanderson, se dijo ella.

—Él está esperando. —Concluyó.

Y entonces la condujo fuera del lugar donde el avión había aterrizado. Pasaron junto a un montón de pedruscos empapados de humedad y al lado de grietas abiertas que dejaban ver los taludes del interior.

Siguiéndolos venían los demás, llevando sus antorchas. Caminaban en silencio por la serpenteante avenida de rocas.

Allí no había nada excepto la noche, la oscuridad y la desolación, y el lejano sonido del viento y las olas golpeando contra la costa rocosa.

De pronto se hizo presente otro sonido: unas voces que llegaban de atrás. Tampoco ahora podía distinguir las palabras o las frases, pero el tono era inconfundible. Estaban cantando. Cantando como si se elevaran, con las antorchas en contraste contra el cielo en tinieblas. Una imagen vino a ella. La imagen de una procesión religiosa. Eso era: un ritual pagano, un viaje hacia algún sepulcro secreto, donde algún secreto esperaba…

—¡Paz y sabiduría para vosotros!

Reconoció la voz a pesar de que salió del resguardo de unas rocas que había tras ella.

El Reverendo Nye miró a Kay desde un montículo. Su cuerpo alto resaltaba a la luz de las antorchas. Iba vestido de negro y su cara era negra. Entonces, cuando levantó las manos para saludar, Kay notó que no llevaba guantes.

Al moverlas hacia arriba y hacia los lados, advirtió lo que siempre habían ocultado aquellos guantes: las palmas de sus manos eran negras también. No rosadas, sino negras del todo.

Kay las miraba y lo miraba a él.

El Hombre Negro.

El Hombre Negro de los aquelarres, el Hombre Negro de las leyendas. Nyarlathotep, el Mensajero Poderoso.

No era un sueño. Él era real, y estaba allí, y Mike…

¿Había gritado las palabras o había leído él su pensamiento?

—Mike está muerto —dijo él.

Entonces ella gritó, pero él siguió, haciendo caso omiso.

—Todos aquellos que buscaban la destrucción de R’lyeh se destruyeron a sí mismos. No tiene importancia, porque vinimos aquí para esperar. Ahora que habéis llegado es el momento de que se produzca el caos.

Aquel no era el lenguaje de la calle, ni el lenguaje de un asesino político, ni siquiera la retórica de un ostentoso predicador. No cuando hablaba allí, en la oscuridad, cuando las palabras surgían de sus labios negros…

Y sus labios eran negros, observó Kay Antes no lo había notado. Nunca había visto la lengua negra moviéndose de un lado a otro dentro de la caverna de su boca.

—Éste es el momento —gritaba el Hombre Negro—. Ahora las estrellas están en el lugar correcto.

Los dedos negros se alzaron, como apuñalando el cielo, y Kay miraba hacia arriba, los ojos fijos en las estrellas, en las estrellas que no estaban fijas.

No estaban fijas, sino girando. Girando y rodando, moviéndose y entremezclándose, de forma que las configuraciones ordinarias se transformaban en otras nuevas que tenían un brillo helado.

El Hombre Negro extendió la mano para acallar el murmullo que empezaba a crecer, y miró hacia Kay señalándola.

—Abbott —dijo—. Tú y Sato la prepararéis y la conduciréis.

Kay se dio la vuelta cuando el cuerpo de Sanderson se marchó. Pero avanzaron otros dos, cogiéndola por los hombros. Uno era alto y de cara rosada; el otro rollizo y de piel morena.

Intentó forcejear, pero ellos la agarraron firmemente, arrancándole el vestido a pedazos, hasta que se quedó desnuda ante la luz de las antorchas.

El Hombre Negro levantó sus brazos.

—¡Contemplad a la novia! —salmodiaba.

Y detrás, otras voces se elevaron en respuesta.

—¡Contemplad a la novia!

Entonces, en algún lugar de la oscuridad, sonó un tambor. Sonó y retumbó, mientras se apagaban las estrellas y Mike estaba muerto y ella temblaba de vergüenza y frío. Pero ellos la sostenían con fuerza, mientras el Hombre Negro hacía señas, dándose la vuelta, para enseñar el camino.

La obligaron a avanzar, arrastrándola hacia la ladera del Rano Roraku, a través de hileras de estatuas caídas —las grandes cabezas de piedra, con las bases firmes, guardianes del cráter—. Kay luchaba y forcejeaba, pero no podía librarse. Ellos la llevaron hasta el borde y las caras esculpidas asomaban por todas partes. Caras extrañas de narices respingonas, labios despreciativos y sin ojos. ¿Qué era aquello que ni siquiera las piedras querían ver?

Los tambores golpeaban estrepitosamente y las voces cantaban. Más allá del cráter podía ver el perfil recortado del promontorio de Poire, asomando a través de un velo de niebla.

¿Era niebla o era miasma? El olor se extendía, nauseabundo y abrumador, un hedor de mar que rodeaba su cuerpo desnudo, envolviéndolo con una pestilencia de corrupción que afluía a sus sentidos. Detrás, el retumbar de los tambores, los portadores de las antorchas repetían sus interminables letanías.

—¡Contemplad a la novia!

Kay andaba torpemente, tropezando, agobiada por el ruido y el hedor que llegaban a oleadas. Desesperadamente cerró los ojos, procurando taparse la vista y las sensaciones, pero el eco del canto continuaba.

Y ahora un nuevo eco, la voz del cuerpo de Sanderson murmurando igual que en el avión. Alguien debía ser elegido… usted era perfecta, dijo él… riesgo… no, tratándose de una Lavinia.

¿Lavinia?

De repente recordó el nombre y su origen. El Horror de Dunwich. La chica albina deficiente mental, Lavinia, quien se convirtió en la esposa de Yog-Sothoth.

Kay abrió los ojos y, al hacerlo, la cortina de niebla empezó a desaparecer.

Algo se movía en la neblina.

Empezó a elevarse, enorme, negro, deslizándose y asomando por el gran cráter del volcán, donde había esperado alerta. Su cuerpo escamoso proyectaba su silueta contra las estrellas, emergiendo, emergiendo.

Una sola mirada la hizo gritar con tal fuerza que dejó de oír los tambores, los cánticos, ni siquiera el ruido de los aviones aproximándose sobre las cabezas.

La arrojaron hacia delante.

Entonces, los apéndices contorsionados se extendieron para abrazarla, y no supo más.