Albert Keith no creía en el amor a primera vista hasta que vio el retrato.
No era precisamente una cara bonita. La verdad es que las facciones eran algo caninas; feroces ojos rojizos, un hocico aplastado como nariz, labios verrugosos y espumeantes, y orejas puntiagudas. El cuerpo, cubierto por una capa de polvo, se inclinaba hacia delante, y era sólo vagamente humanoide… Las extremidades superiores terminaban en una garra huesuda cubierta de escamas y los pies formaban una especie de pezuña.
La criatura del cuadro era gigantesca, y la figura del hombre que sostenía entre sus garras, en comparación, parecía pequeña. A pesar del polvo, Keith advirtió inmediatamente que la cabeza del hombre había sido mordida.
Allí de pie, en la semioscuridad de aquel sucio cuarto trasero de la pequeña tienda de la calle South Alvarado, Keith empezó a temblar.
Durante unos instantes trató de analizar la causa de su reacción. No era miedo… Aunque aquel enorme cuadro, apoyado contra la pared, era realmente aterrador. Había sucumbido al síndrome del coleccionista, temblando de ansiedad al comprender que debía adquirir la pintura, a cualquier precio.
El propietario de la tienda se encontraba tras él. Keith se volvió y lo miró.
—¿Cuánto? —murmuró.
El hombre, bajo y rechoncho, se encogió de hombros.
—Se lo dejo por quinientos.
—¿Quinientos dólares?
El rostro del comerciante permanecía inalterable.
—Mire el tamaño que tiene. Si lo limpiara bien y le pusiera un marco lujoso, como mínimo sacaría uno de los grandes.
—¿Por esto?
Keith se mostró en desacuerdo pero el comerciante no vaciló; su cara era la de un profesional del póquer, un hombre que durante años había practicado el mismo juego con los clientes.
—Seguramente el cuadro es bastante extraño, pero debería ver a algunos de los tipos que vienen por aquí. Todo lo que tengo que hacer es colocarlo en el escaparate y se abalanzarían sobre él —¡zas!— tal como le digo. Esos homosexuales que vienen de las galerías de arte de La Ciénaga están siempre merodeando en busca de algún objeto extravagante. Si lo vieran se volverían locos.
Keith no quitaba la vista del cuadro. Realmente era enloquecedor. La obra tenía fuerza. Era una obra maestra, superior a cualquiera de ese tema.
—¿De quién es? —preguntó.
El hombrecillo movió la cabeza.
—No tengo la menor idea. No está firmado.
Miró a Keith de soslayo.
—Tengo el presentimiento de que podría ser la obra de un gran artista que no quiso firmar un trabajo tan inconformista como éste. A lo mejor vale una fortuna.
—¿De dónde lo sacó?
—Formaba parte de un lote completo. Una subasta de un almacén del este. Vendieron el local y querían deshacerse de toda la mercancía. Algunas cosas debían llevar allí cuarenta o cincuenta años. Compré cajas de libros y cartas que todavía no he podido examinar.
—¿Alguna otra pintura?
—No, ésta era la única.
El comerciante dirigió la mirada hacia el cuadro y asintió con la cabeza.
—¿Sabe? Pensándolo bien, quizá debería hacer lo que dije. Limpiarlo, ponerle un marco y colocarlo en el escaparate…
Keith miraba el cuadro: la enorme figura perruna se inclinaba hacia él y, por un momento, tuvo la absurda idea de que le estaba escuchando, esperando que le hablara. Sus ojos preguntaban, después ordenaban.
—Le daré los quinientos —dijo Keith.
El comerciante volvió la cabeza disimulando su satisfacción, al ver a Keith con el talonario y buscando torpemente un bolígrafo.
—¿A favor de quién lo extiendo?
—Santiago. Felipe Santiago.
Keith asintió, extendió el cheque y, arrancándolo del talonario, se lo entregó.
—Aquí tiene. ¿Necesita el Documento de Identidad?
—No, está conforme.
El hombrecillo levantó el cuadro.
—¿Dónde tiene el coche?
—Allí enfrente.
Fuera, sobre la acera, donde estaba aparcado el viejo Volvo de Keith, hubieron problemas de logística. El cuadro era demasiado grande para entrar en el maletero. Hicieron falta dos hombres para lograr introducirlo a través de la puerta. Finalmente, quedó sobre el suelo, apoyado en el asiento trasero. Allí asomaba mirando de reojo.
De camino hacia casa, al atardecer, Keith veía aquellos ojos rojos mirándole ferozmente a través del espejo retrovisor.
Esa noche, los ojos de la criatura perruna observaban a Keith reflejando el fuego de la chimenea. Había colocado el cuadro sobre una gran mesa en su habitación de trabajo y parecía adaptarse extrañamente a aquel ambiente. La luz del fuego oscilaba sobre la gigantesca figura y las máscaras de la tribu Ibo colgadas en la pared. Bailaba sobre las figurillas de jade y marfil alineadas en la estantería de una vitrina china. De la repisa de la chimenea colgaba una cabeza que, movida por la corriente de aire que ascendía por el tiro, parecía inclinarse en una reverencia. Keith no estaba seguro de que aquella figura fuera auténtica, pero aquel hombre del Ecuador había jurado que era una cabeza de Jíbaro genuina y que había pagado una pequeña fortuna por ella.
La pintura, sin embargo, sí parecía auténtica y el comerciante no había mentido sobre su edad. La capa de mugre y suciedad que cubría toda la superficie, desde luego habría necesitado décadas para acumularse. Y ahora, antes de pensar en enmarcarla y colgarla, debía dedicarse a la limpieza.
Existían líquidos y productos para ese cometido, pero Keith había aprendido por experiencia propia que el mejor método era agua y un jabón corriente.
Pacientemente empezó a trabajar, usando un trapo de franela y frotando con cuidado.
Poco a poco aparecía una superficie nacarada y brillante, y la criatura inclinada emergía en un destacado relieve sobre un fondo de sombras. El color de la piel se convertía en una mezcla de pálidos ocres y verdes, y los ojos destelleaban con una intensidad nueva. Se descubrían detalles hasta el momento ocultos; unos diminutos ácaros negros adheridos a los velludos antebrazos, fragmentos de husnea humana en la superficie de la cabeza de la víctima y pequeños trozos de carne entre los devoradores colmillos.
—¡Dios mío!
Keith se volvió sobresaltado por el sonido de una voz estridente.
—Waverly —dijo—. ¿Cómo has entrado aquí?
Era un hombre alto, con barba. Se dirigió hacia él sonriendo. Al menos sonreía, pensó Keith, aunque la barba y las gafas oscuras casi ocultaban su expresión.
—Como se suele entrar —contestó Simon Waverly moviendo la cabeza—. Deberías aprender a cerrar la puerta. Y arreglar ese timbre. He estado llamando durante más de cinco minutos.
—Perdona. No te oí.
Keith le enseñó la palangana sobre la mesa llena de agua jabonosa.
—Como te dije por teléfono estoy limpiando un necrófago. Es un necrófago, ¿verdad?
Su amigo miró curiosamente el cuadro a través de los oscuros cristales de las gafas, después dejó escapar un silbido de sorpresa.
—No es un necrófago —dijo—. Es el necrófago. ¿Sabes qué has comprado? El modelo de Pickman.
—¿Qué?
Simon Waverly asintió con la cabeza.
—¿No te acuerdas?… Pickman, el artista excéntrico que hizo todas esas pinturas extrañas de demonios desenterrando las tumbas de los cementerios de Boston y saliendo por agujeros para atacar a la gente en los túneles del metro. Finalmente desapareció y un amigo suyo encontró un cuadro en su sótano, un gran retrato de una cosa como ésta. Junto con el cuadro había otro que representaba la misma criatura. Pero no era un dibujo… Era un retrato del natural.
—¿De dónde has sacado esa absurda idea?
—Lovecraft.
—¿Quién?
Las gafas oscuras de Waverly ocultaron su sorpresa.
—¿Quieres decir que no sabes quién es H. P. Lovecraft?
—Nunca he oído hablar de él.
—¡Caramba! ¿Quién lo hubiera creído? —dijo Waverly suspirando—. Olvidaba que eres un lector poco aficionado a la fantasía. Me desconcierta, conociendo tu gusto por lo morboso.
—Soy un coleccionista, no un bibliófilo —dijo Keith.
—Es decir, que tienes el dinero suficiente para comprar las cosas que nosotros, pobres miserables, tenemos que contentarnos con leer.
Waverly rió entre dientes.
—Al menos, por tu afición a lo misterioso y sobrenatural deberías estar al corriente de quién es Howard Phillips Lovecraft. Da la casualidad de que es uno de los más grandes escritores modernos de terror, y El Modelo de Pickman es uno de sus mejores relatos. Por lo menos yo siempre pensé que lo era —dijo Waverly con su suave voz—. Pero ahora no estoy tan seguro.
—¿Seguro de qué?
—De que aquella fuera una historia de ficción.
Waverly miró otra vez al cuadro.
—Juraría que esta es la pintura tal como él la describió. Realmente alguien ha trabajado para reproducir lo que Lovecraft había narrado… Un verdadero trabajo de amor, aunque ese no sea el nombre apropiado, ¿verdad?
Waverly rió entre dientes.
—Los artistas se inspiran en los sitios más abominables, pero este supera cualquier cosa que me haya podido topar. ¿Quién lo hizo?
—No sé —dijo Keith—. No está firmado.
—Es un trabajo magnífico —dijo Waverly señalando al cuadro—. La forma en que se matizan los colores de la carne…
Keith cogió el trapo y empezó a limpiar la base del cuadro con movimientos circulares.
—Estará todavía mejor cuando termine de quitarle la suciedad. Mira cómo brillan esas pezuñas. Antes no había reparado en ellas. Y el primer plano también destaca. Ya no está todo entre sombras, puedes ver la…
—¿Ver qué?
—¡Waverly, mira esto! Hay una firma, aquí en la esquina, a la izquierda.
Waverly miraba, negando con la cabeza.
—No lo veo. Malditas gafas… Desde la operación de cataratas no puedo soportar la luz del día. ¿Qué dice?
—Upton. Y una inicial. Creo que es una R.
Keith asintió.
—Sí, eso es. R. Upton.
Waverly silbó de nuevo con sorpresa y Keith se volvió hacia él rápidamente.
—¿Qué ocurre? —dijo.
—El Modelo de Pickman —susurró Waverly—. En la historia el nombre completo del artista era Richard Upton Pickman.
Más tarde, mucho más tarde, los dos hombres tomaban café sentados en la cocina de Keith. Soplaba el viento de Santa Ana, el viento de las montañas, batiendo los postigos de las ventanas. Pero ni Keith ni Waverly advertían el ruido. El silencio, cuando se está pensando, puede ser más molesto que cualquier ruido.
—No saquemos una conclusión precipitada —dijo Keith—. Consideremos las distintas posibilidades.
—¿Qué posibilidades?
—Coincidencia, por ejemplo. Upton es un nombre corriente. Y no sabemos si la inicial significa Richard… Podría ser Roy, Roger, Raymond, Robert, Ralph o cualquier otro entre docenas de nombres. Todo lo que tenemos es «R. Upton» y eso sólo no prueba nada.
—Estás olvidando una cosa —murmuró Waverly—. El nombre solo puede que no sea una prueba decisiva, pero ocurre que está escrito en una pintura, justamente la pintura que Lovecraft describió. Y esa coincidencia no puede ser casual.
—Entonces es una broma. Algún artista leyó la historia y quiso divertirse.
Waverly movió la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no se ajustó al relato firmando «Richard Upton Pickman»?
—Has dado en el clavo —dijo Keith con el ceño fruncido—. Y piensa en ello, la pintura está hecha con demasiada destreza para haber sido realizada únicamente con la intención de bromear. Si no fuera por el tema que representa, se podría decir que está hecha con sumo cariño y sensibilidad.
—El tema que representa es extraordinario —dijo Waverly—. Es una obra maestra.
—Entonces sólo hay una respuesta. Es el homenaje de un artista, un sincero tributo inspirado en la historia de Lovecraft.
—Supón que fue al revés —observó Waverly hablando despacio y suavemente—. Supón que Lovecraft se inspiró en la pintura para escribir su novela.
Keith hizo una mueca.
—Estás dejando correr demasiado la imaginación. De todas formas no importa, porque nunca sabremos…
—No estés tan seguro —dijo Waverly tirándose de la barba pensativamente—. ¿No mencionaste algo de que el comerciante tenía otras cosas de ese lote que compró?
—Sí, pero no había más pinturas. Sólo algunas cajas de libros y cartas que aún no había examinado.
—Bueno, entonces quisiera examinarlas yo mismo.
Los ojos de Waverly destelleaban tras las gafas oscuras.
—Supón que esas cosas fueran propiedad del artista. Quizá encontremos una pista, algo que pueda darnos la respuesta. ¿Por qué no llamas a ese tipo y le preguntas si podemos revisar el material?
—¿A esta hora? —dijo Keith poniendo la taza de café sobre la mesa—. Es medianoche pasada.
—Mañana, entonces —dijo Waverly levantándose—. Tengo que ir a Long Beach, pero estaré de vuelta antes de que anochezca. Podemos encontrarnos para cenar e ir a verlo después. Arregla una cita para mañana noche.
—Lo intentaré. Pero no creo que quiera tener abierto hasta tan tarde.
—Le pagaste quinientos dólares por un cuadro, ¿recuerdas?
Waverly esbozó una sonrisa bajo la barba.
—Estará esperándonos con los brazos abiertos.
Al día siguiente, por la tarde, el viento de Santa Ana todavía soplaba fuerte, golpeando el parabrisas del Volvo, mientras Keith conducía por la autopista en dirección a Alvarado.
A su lado iba Waverly mirando por la ventana. Cuando el coche giró en dirección al sur, advirtió que el viento había barrido de las calles a la gente que habitualmente paseaba por allí. Había pocas figuras en las aceras y, sorprendentemente, poco tráfico para esa hora de la noche. Las tiendas estaban cerradas, quedando South Alvarado oscuro y desierto.
Cuando el coche de Keith se detuvo frente a la tienda de Santiago, el lugar también se encontraba a oscuras.
—No veo que esté esperándonos con los brazos abiertos —murmuró Keith.
Waverly se encogió de hombros.
—Cuando hablaste con él, te dijo que estaría aquí a las nueve. Probablemente hay alguna avería eléctrica.
Los dos hombres bajaron del coche y fueron hasta la puerta, y la hallaron cerrada. Dentro del escaparate descansaba un gran cartel sobre el vidrio. Su mensaje era claramente visible: CERRADO - VISITENOS EN OTRA OCASION.
Keith frunció el ceño irritado.
—Bueno, se ha retrasado un poco —dijo Waverly—. Esperemos unos minutos.
En la calle había basura esparcida que se arremolinaba con el viento, bailando al ritmo de su gemido.
—No me gusta esto —dijo Keith—. Ha estado soplando durante tres días.
—Es normal en esta época del año.
La suave voz de Keith era tan inexpresiva como su rostro.
—Relájate.
—Me destroza los nervios.
Keith paseaba inquieto de arriba a abajo, ante la puerta de la tienda.
—Apenas me ha dejado dormir en toda la noche. Vivir allí arriba, en las montañas, es enervante. Cada vez que golpea el postigo de una ventana me da un sobresalto. Y no me puedo sacar de la cabeza esa pintura, esa forma en que mira la criatura y se inclina hacia delante, como si estuviera a punto de saltar del cuadro y agarrarme por la garganta.
—¿No fue esa la razón por la que la compraste? Creía que te gustaban ese tipo de cosas.
—Y me gustan. Pero esto es diferente. Hay algo que hace que parezca… real.
—Por Dios, Eliot, era un retrato del natural.
—¿Qué?
Waverly rió entre dientes.
—Solamente citaba la última línea de El Modelo de Pickman. Deberías leer la historia. De hecho, deberías leer toda la obra de Lovecraft. Y leer sobre él también. Recuérdame que te preste alguno de sus libros.
—No estoy seguro de querer que lo hagas.
—Vamos, hombre… ¿Dónde está tu curiosidad intelectual? ¿La has dejado en el callejón?
—No me gustan los callejones. Y menos con el viento de Santa Ana soplando de esta forma y un monstruo esperándome al final —dijo Keith sonriendo tímidamente—. No me hagas caso, estoy nervioso.
Se detuvo y miró su reloj.
—¿Dónde demonios está Santiago? Son casi las nueve y media.
Cuando Keith se volvió para examinar la desierta calle, Waverly fue de nuevo hasta la puerta de la tienda.
—Espera un momento.
Keith levantó la mirada.
—Quizá esté dentro —dijo Waverly tratando de ver a través de los cristales—. La puerta del fondo del pasillo… Debe conducir al cuarto trasero. Mira, se ve luz por debajo.
—Claro, debe haber entrado por la puerta trasera.
Waverly sacudió el tirador de la puerta, después golpeó el cristal, pero no hubo respuesta.
—No nos oye —dijo—. Vayamos por detrás.
Keith lo miró irónicamente.
—Acabo de decirte que no me gustan los callejones.
Waverly se rió de nuevo, ruidosamente.
—Bueno, no habrá ningún monstruo esperándote. Eso te lo garantizo. Vamos.
Le indicó el estrecho pasadizo junto a la pared del edificio y se adentró en él. Keith, en las sombras, caminaba torpemente detrás. En la intensa oscuridad siguió a Waverly, de mala gana, hasta llegar al final del callejón.
Efectivamente, allí había una puerta trasera y un haz de luz se filtraba por debajo. En el callejón había aparcada una vieja camioneta, que alguna vez debió haber sido blanca, con la inscripción en la puerta: F. Santiago - Antigüedades.
—¿Qué te dije? —señaló Waverly—. Aquí está su coche. Y no hay monstruos a la vista.
Caminaron hasta la maciza puerta de madera y el eco de su llamada retumbó en todo el callejón, apagándose después con el gemido del viento.
Levantó de nuevo la mano para llamar y entonces se detuvo.
—No está cerrada —dijo Waverly girando el picaporte.
Y la puerta se abrió, oscilante.
Keith entró.
—¿Señor Santiago?
Al ver la luz se volvió hacia Waverly frunciendo el entrecejo.
—¡Mira!
El cuarto trasero de la tienda estaba vacío. Sin embargo, la desnuda bombilla del techo estaba encendida, por lo que dedujeron que alguien había estado allí recientemente. La silla volcada; los cajones del escritorio tirados en el suelo, su contenido formando montañas de papel arrugado; el archivo apoyado contra la pared, saqueado; en el rincón una confusión de cajas vacías… Todo estaba silencioso, pero con muestras inequívocas de registro y robo.
—Han entrado a robar —murmuró Waverly.
—¿Pero dónde está Santiago?
Mientras Waverly hablaba, Keith empezó a cruzar la habitación, dirigiéndose a la puerta cerrada que comunicaba con la parte delantera de la tienda. Antes de llegar encontró otra pequeña puerta a su derecha. Estaba ligeramente entornada, y Keith titubeó al colocar la mano en el picaporte.
—Espera.
Waverly, a su lado, le hizo un gesto indicándole que tuviera cuidado. Keith advirtió que había tomado un viejo abrecartas de metal de la basura esparcida por el suelo, y lo empuñaba como si fuera un arma.
—Déjame ir delante —dijo Waverly.
Empujó la puerta y ésta se abrió.
Entonces se quedó sin habla.
Keith, desde atrás, intentaba ver en el interior del minúsculo baño. No había luz, pero la ventana del fondo estaba abierta.
Y, cautelosamente, se inclinó en el umbral de la puerta, reconociendo la silueta de Santiago.
Ignorando a Waverly, entró en la habitación y tocó el hombro de Santiago. El cuerpo cayó de costado sobre el suelo, a la vez que Keith lanzaba un grito.
Porque Felipe Santiago estaba muerto. Su cabeza estaba destrozada, como si hubiera sido arrancada a mordiscos, y en ella el rostro ya no existía.
—El Peligro Oculto —murmuró Waverly—. El Peligro Oculto.
—¿De qué estás hablando? —dijo Keith entrando silenciosamente en el estudio de Waverly.
—De un relato de Lovecraft. Un hombre y un reportero amigo suyo investigan un pueblo abandonado, donde los habitantes han sido asesinados por alguna cosa, que parece que se esconde en madrigueras, bajo las montañas. Se desencadena una tormenta y se refugian en una cabaña. En la oscuridad, el reportero se asoma por la ventana para mirar la tempestad en la noche. Finalmente su compañero advierte que lleva un buen rato inmóvil. Le toca el hombro y…
Waverly se interrumpió encogiéndose de hombros.
—Ya sabes el resto.
—Yo no sé nada —dijo Keith—. Sigo pensando que deberíamos llamar a la policía, en vez de hablar tanto.
—Otra vez con lo mismo —dijo Waverly suspirando—. Si lo hubiéramos hecho, ni tú ni yo podríamos estar aquí ahora. Estaríamos sentados en el banquillo, detenidos por sospechosos, y esperando las preguntas del fiscal del distrito. Preguntas que ninguno de los dos podría contestar.
—Pero seguramente la policía vería que no tenemos ninguna relación con la muerte de Santiago.
—La policía suele ser bastante miope en estos asuntos. E incluso aunque la acusación no cayera sobre nosotros, estaríamos obligados a declarar como testigos. Tú dices que no te gustan los callejones, bueno pues yo soy alérgico a las celdas de la cárcel.
Waverly movió la cabeza.
—Cuando encuentren el cuerpo de Santiago se va a formar un buen lío. Esas cosas causan gran sensación y ninguno de los dos necesitamos ese tipo de publicidad. Es mejor que no nos compliquemos.
Keith desvió la vista hacia las estanterías de libros alineadas en la pared del estudio.
—Pero ya lo estamos —dijo con un tono cansado—. La cuestión es que no entiendo cómo nos hemos metido en ello. Dices que ese hombre, Lovecraft, escribió una historia en la que alguien asomaba la cabeza por la ventana y se la destrozaban a mordiscos. Y ahora ocurre en la vida real…
Waverly le interrumpió con un gesto de impaciencia.
—No tenemos por qué asumir eso. Me imagino que el informe de la investigación mostrará que Santiago fue golpeado repetidas veces en la cabeza con algún instrumento cortante que desfiguró sus facciones.
—Pero ¿por qué? Aparentemente el móvil fue el robo. Quien quiera que lo haya hecho no tenía necesidad de asesinarlo. E incluso, si lo mató accidentalmente, no había razón para acuchillarle la cara de esa forma, ni para asomarlo por la ventana siguiendo la pauta de la historia.
Waverly se tiró de la barba.
—La naturaleza copia al arte —dijo—. ¿O es el arte el que copia a la naturaleza? Ahora tenemos dos ejemplos… La muerte de Santiago y tu cuadro. Ambas relacionadas directamente con H. P. Lovecraft.
—Pero Lovecraft no está relacionado con Santiago.
—Yo creo que sí lo está.
Waverly buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un trozo de papel amarillento y arrugado. Lo desdobló y lo puso sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó Keith.
—Algo que encontré en el suelo del cuarto trasero cuando cogí el abrecartas —le dijo Waverly—. No tuve oportunidad de mirarlo detenidamente hasta que veníamos de camino hacia aquí. Estabas demasiado concentrado conduciendo y demasiado afectado para que te lo mostrara… y cuando vi lo que era, pensé que era mejor no decirte nada. Pero ahora creo que debes verlo.
Le alargó el papel a Keith. Éste miró el trozo de hoja arrugado y escrito con una letra diminuta y peculiar. Era una intrincada escritura difícil de leer. Keith levantó el papel hacia la luz y descifró el mensaje lentamente.
C/ Bernes, 10
Providence, R. I.
13 de Octubre de 1929
Querido Upton:
Te escribo bastante perturbado. Considerando lo que me revelaste en Boston —verbalmente, y sobre todo visualmente— me parece de vital importancia que nos veamos, tan pronto como sea posible. Realmente quisiera ver la otra obra a que te referiste. Nunca hubiera podido soñar, ni en las más insólitas pesadillas, la existencia de tal…
La caligrafía terminaba abruptamente en el borde dentado del fragmento roto y Keith levantó la vista encontrándose con la impasible mirada de Waverly.
—Querido Upton —dijo Waverly lentamente—. ¿Te convences ahora? El artista existió y Lovecraft lo conocía.
—Pero no hay firma. ¿Cómo sabes que Lovecraft escribió la carta?
—Está su dirección. Y quien haya visto su letra alguna vez, la reconocerá en el acto.
Levantándose, Waverly se dirigió a la estantería y tomó un pequeño volumen de tapas amarillas, que estaba cubierto de polvo. Keith distinguió el título: Acotaciones. Y la ilustración de la portada. Representaba una vieja casa rodeada por una cerca. Sobre un fondo de maleza, surgía una criatura barbuda que se inclinaba hacia adelante, mirando recelosamente la casa.
Waverly abrió bruscamente el libro, mostrando una página en la que aparecía la reproducción de una hoja de papel con anotaciones hechas a mano.
—Mira esto —dijo—. Un plano de la planta baja del estudio de Lovecraft. Con fecha del 2 de mayo de 1924, dibujado por él mismo.
Waverly pasó las páginas buscando otras fotografías-esquemas, hechos a tinta, de una casa, con una anotación debajo; una tarjeta postal; un mapa dibujado a mano; un ejemplar de la página de un relato corregido.
Keith miraba escépticamente a su compañero.
—Admito que la letra es parecida, pero no debes olvidar la posibilidad de falsificación.
—Mira este papel.
Waverly sostenía el papel arrugado bajo la luz.
—Amarillento y roto. ¿Ves como la tinta ha perdido el color? Esta carta fue escrita hace más de cincuenta años, cuando Lovecraft todavía no era importante ni conocido. ¿Por qué alguien iba a querer falsificar su letra entonces?
—Quizá lo han hecho recientemente —dijo Keith—. Alguien cogió un papel viejo… Algún bromista.
—No se trata de ninguna broma. No hay nada gracioso en un asesinato salvaje y pervertido.
Waverly, impresionado, parpadeando bajo las gafas oscuras, se apartó de la intensa luz de la lámpara.
—El asesino, o asesinos, tenían el firme propósito de matar.
—¿Para robar el almacén?
—No estaban interesados en las antigüedades; querían esas cartas que Santiago trajo del viejo almacén de Boston. Y querían deshacerse de él antes que revelara lo que sabía o de dónde provenía aquello. ¿Recuerdas que su fichero y su escritorio habían sido registrados? Supongo que buscaban recibos, cheques, facturas de pedidos… Cualquier cosa que indicara el origen de aquella compra. Y esas cajas que vimos, debían contener el material que estaban buscando.
—¿Qué clase de material?
—Creo que buscaban los efectos personales de Upton, sus libros y una colección de cartas que había recibido. Cartas como esta de H. P. Lovecraft.
Waverly levantó de nuevo el trozo de papel.
—Debieron romper parte de la carta y, al caer entre las cosas tiradas por el suelo, no pudieron verla.
Keith arrugó la frente.
—No me lo puedo creer. ¿Por qué iban a robar unos libros viejos y la correspondencia de un artista del que nunca nadie oyó hablar?
—Puede que para evitar que se hable de él —dijo Waverly—. Encontraremos la respuesta.
Keith se levantó bruscamente, pasando la mano por su rostro cansado.
—Me voy a casa.
—¿No prefieres quedarte aquí? Arriba tengo una habitación disponible.
—No, me iré.
—¿Seguro que estás en condiciones de conducir?
Keith echó una mirada a través de la ventana.
—Tan temprano no encontraré tráfico. Iré perfectamente.
Waverly le condujo por el recibidor hasta la puerta de la calle.
—Llámame esta noche. Decidiremos cuál será nuestro próximo paso.
Keith negó con la cabeza.
—No quiero dar ningún paso más.
—Ahora no podemos dejarlo.
—Claro que podemos —dijo Keith con voz firme—. Yo abandono aquí. No quiero oír nada más. No quiero saber nada más.
Abrió la puerta y atravesó el umbral. Fuera ya se había hecho de día.
—Todo lo que quiero es olvidar este absurdo asunto. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.
Keith caminó hasta su coche dando grandes zancadas, mientras Waverly lo observaba alejarse.
Ya en dirección a su casa, conducía con decisión, con la firme determinación de superar el cansancio. Circulaba por las calles vacías a través de la ciudad, por las intrincadas callejas, hasta llegar a la cima de la colina, sobre el desfiladero.
Sólo después que hubo aparcado el coche en el garaje y abierto la puerta principal, se permitió el placer de relajarse.
Era agradable estar de nuevo en la tranquilidad del hogar, pensó Keith mientras atravesaba el pasillo hacia el dormitorio. Los acontecimientos de las últimas doce horas parecían un mal sueño, una pesadilla de la que al fin había logrado despertar, sano y salvo.
Al pasar frente al cuarto de trabajo miró a través de la puerta, y no le quedó ni rastro de la agradable sensación.
El estudio estaba oscuro. Nada había sido alterado, todo permanecía en su sitio, pero la mesa donde reposaba el cuadro estaba vacía. La pintura había desaparecido.
A lo lejos, el crepúsculo cubría de sombras las montañas, mientras Keith señalaba la ventana del estudio.
—Debieron entrar por aquí —dijo—. ¿Ves? Aquí en la cerradura hay muestras de que ha sido forzada.
Waverly asintió. Sus ojos tenían una seria expresión detrás de las gafas.
—¿Estás seguro de que no se han llevado nada más?
—Absolutamente.
Keith señaló las figuras de jade y marfil de la vitrina.
—Esas cosas representan una pequeña fortuna, pero no falta una sola pieza —dijo moviendo la cabeza—. ¿Quién habrá sido y cómo supieron que la pintura estaba aquí?
Waverly se apartó de la ventana.
—La respuesta es obvia. Son los mismos que fueron a la tienda de Santiago y cogieron el archivador de facturas. Debieron ver que las compras del día incluían la pintura. Encontrarían tu cheque con la dirección.
Keith frunció el ceño.
—No perdieron el tiempo, ¿eh?
—Menos mal que cuando vinieron aún estabas en mi casa —dijo Waverly—. Después de lo que le sucedió a Santiago…
De repente se calló.
—¿Has leído los periódicos?
—No, pero vi las noticias en la televisión. La policía encontró el cuerpo esta mañana, después que un repartidor entró por la puerta trasera de la tienda. El informe no menciona nada que no supiéramos ya, sólo que están investigando.
—No has tenido nunca problemas con el FBI, ¿verdad? —preguntó Waverly.
—Claro que no.
—Yo tampoco. Así que nuestras huellas no están registradas. Estamos a salvo.
—¿A salvo?
Keith miró hacia la mesa donde había estado el cuadro.
—No creo que pueda volver a sentirme a salvo.
—Lo estarás cuando descubramos que hay detrás de todo esto.
Keith negó con la cabeza.
—Te dije que quería poner punto final. Dejemos que lo arregle la policía. Y aún creo que deberíamos decirles lo que sabemos.
—¿Decirles qué? ¿Que descubriste un asesinato la noche pasada y no lo denunciaste, pero que ahora alguien te ha robado un retrato de un necrófago y quieres recuperarlo?
—Entonces pongamos fin al asunto. Tal como sugerí.
—Ya es demasiado tarde para eso. El que lo hizo sabe quién eres.
Waverly respiró profundamente.
—No quiero parecer un alarmista, pero si yo fuera tú, me largaría de aquí unos cuantos días. Toma una habitación en un motel y mantente alejado un tiempo. No creo que vuelvan, ya que tienen la pintura, pero nunca se sabe.
—Exactamente. No sabemos nada de esas personas, o persona si es que es una sola, y ni siquiera tenemos una pista.
—Creo que podemos encontrarla.
Waverly fue hasta una silla y levantó un pequeño paquete que había sobre el asiento. Lo llevó a la mesa y lo desenvolvió. Aparecieron media docena de libros.
—Traje esto. Puedes leerlos en el motel. Pero por favor, ten cuidado. No se te ocurra estropearlos. Algunos de estos ejemplares son muy valiosos.
Keith fue hacia la mesa y examinó los libros leyendo los títulos.
—El Extraño y los Otros, Más Allá de la Pared del Sueño…
—La colección de relatos de Lovecraft —dijo Waverly—. Acotaciones es ese de las tapas amarillas que viste anoche. El resto son memorias y biografías: la de Camp, Lovecraft; la de Long, El Soñador de la Noche; y la de Conover, Lovecraft al fin. Te aconsejo que primero leas la ficción y después las biografías.
—¿Pero de qué me servirá?
—Los buscadores de horror frecuentan lugares muy extraños —dijo Waverly—. Eso es lo que Lovecraft escribió en uno de sus relatos, y creo que te convencerás de que tiene razón. En alguna parte de su obra, o de su experiencia personal, puede estar la respuesta que estamos buscando.
—Prefiero no encontrar la respuesta.
—No es una cuestión de preferencias —dijo seriamente Waverly—. Nuestra supervivencia depende de que descubramos qué hay detrás de todo esto. Lee esos libros, amigo mío. Lee como si tu vida dependiera de ello. Porque depende.
El motel tenía todo lo que Keith despreciaba: un estilo sombrío y funcional, simulando una comodidad de plástico, y una modernidad impersonal. Pero durante los tres días siguientes apenas se apercibió de ello. Con la ayuda de los libros que Waverly le había prestado, estaba explorando un nuevo mundo.
En Nueva Inglaterra, hacia el año 1890, había nacido Howard Philips Lovecraft, hijo único de una familia adinerada, cuya fortuna iba disminuyendo. Su padre murió cuando él tenía ocho años. Creció al lado de su madre, cuyas excentricidades fueron transformándose en una grave enfermedad mental. Su débil salud le llevó a refugiarse en la lectura, convirtiéndose en un autodidacta. Durante su juventud se sentía alejado de la sociedad contemporánea e identificado con el pasado, siendo muy influenciado por la forma de pensar y la estética del siglo dieciocho. También estaba profundamente interesado en la ciencia moderna; creó una revista de astronomía y formó parte de una asociación de prensa amateur. Pronto empezó a mantener correspondencia con otros escritores.
Y cuando Lovecraft inició su carrera de escritor, eligió el campo de la fantasía. Su primera poesía estaba construida en un estilo clásico, su primera prosa tenía elementos comparables a la obra de Dunsany.
Pero hacia 1920, tras la muerte de su madre, se fue a vivir con dos ancianas tías. Debido a que la herencia se iba agotando, se vio obligado a entrar en un nuevo mundo. Se convirtió en un escritor fantasma, corrigiendo los trabajos de otros, que entonces empezaban a publicar sus historias.
Paulatinamente fue atreviéndose a entrar en sociedad. El solitario noctámbulo de las calles de Providence, viajó entonces a la costa del Atlántico, en busca de antiguas leyendas, y estableció su residencia en Nueva York. Pero después de pocos años, en los que se casó y separó de una importante mujer de negocios, se retiró nuevamente a Providence. Allí continuó corrigiendo trabajos, reanudó la correspondencia y redactó sus propios libros, hasta que el cáncer interrumpió su carrera en 1937.
En vida de Lovecraft, sus cuentos fueron poco conocidos, apareciendo sólo en algunas revistas sensacionalistas. Ningún editor importante se aventuró a publicar una novela o una colección de sus cuentos, ni entonces ni póstumamente. Dos jóvenes escritores, August Derleth y Donald Wandrei, finalmente fundaron una editorial para publicar El Extraño y los Otros y Más Allá de la Pared de los Sueños, que en ediciones reducidas se vendieron por correo. La fama eludió a Lovecraft incluso después de muerto; las escasas revistas se vendían lentamente.
Pero, poco a poco, se fueron reimprimiendo los relatos en antologías. Derleth se hizo cargo del negocio y dio a conocer los libros de otros escritores que habían formado parte del «Círculo de Lovecraft», que mantenían correspondencia con él. De este modo, por fin, empezó a conocerse. La obra de un hombre, a quien sus amigos llamaban HPL, se extendió, convirtiéndose en una especie de clásico del «underground». Las viejas revistas y los primeros libros de sus historias alcanzaron precios fabulosos como material de coleccionistas. Finalmente, en los años 60, Lovecraft se convirtió en un escritor consagrado, y en los 70 acaparó la atención de la crítica.
Todo esto, lo aprendía Keith de las biografías, que a pesar del consejo de Waverly, leyó antes de abordar los libros de ficción. Y mientras se adentraba en el mundo privado de Lovecraft, iba encontrando elementos con los que se identificaba.
Keith había sido también hijo único y apenas conoció a su padre; en su caso por divorcio. También había elegido una vida introvertida, pasando por un corto matrimonio y una amistosa separación. Afortunadamente su salud era buena y su herencia le permitía vivir tal como deseaba, viajando mucho y permitiéndose coleccionar los objetos curiosos y grotescos de los que se encaprichaba. Bajo condiciones similares, quizá, la vida de Lovecraft presentaba un paralelismo con la suya. Leyendo, Keith empezó a experimentar un sentimiento de empatía con Lovecraft.
Pero había otros aspectos que no podía entender. Las tres biografías eran demasiado distintas entre sí. Willis Conover escribió las memorias de un hombre con el que mantenía correspondencia cuando era un admirador joven. Era la figura de un abuelo erudito y amable. Lovecraft al fin, era el Lovecraft de los años 30.
La de Long, El Soñador de la Noche, se concentraba en los años 20 y en los años de Nueva York, cuando los dos pasaban el tiempo juntos. Su HPL alto, delgado y enjuto, era la figura de un padre, pintado con los cálidos colores de un afecto reminiscente.
La amplia biografía de Camp presentaba aún a otro HPL. Nunca se conocieron, pero Lovecraft: una Biografía era un estudio profundo de toda la trayectoria de su vida y su forma de vivir. Su descripción de Lovecraft estaba hecha con todo detalle. Era un análisis de sus excentricidades y sus manías que consideraba el factor psicológico responsable de sus fantasías.
Tomando los tres libros juntos eran paradójicos y contradictorios. Y los tres admiraban la brillante literatura negra de Lovecraft.
Keith leyó la produccion poética de sus principios, pero enseguida se sintió atrapado por los temas más tenebrosos. Los horrores de la decadencia en las viejas ciudades de Nueva Inglaterra. Y la decadencia aún más aterradora de sus habitantes.
Lovecraft narraba anécdotas imaginarias en sus cuentos. La más inquietante era la de la bruja que se aparecía en la ciudad de Arkham, sede de la Universidad de Miskatonic. En su biblioteca se encontraba un raro ejemplar del Necronomicón, un libro de magia negra que contenía revelaciones sobre los poderes del mal que se extendía controlando el universo.
En las profundidades de los bosques, más allá de la ciudad, vivía un extraño ermitaño que había nacido en el siglo dieciocho, consiguiendo prolongar su vida por medio del canibalismo. En las solitarias montañas cercanas al pueblo de Dunwich, un excéntrico campesino, que practicaba la brujería, entregó una joven retrasada a un extraño ser, produciéndose unos espantosos descendientes, mitad humanos y mitad monstruos.
Otros extraños híbridos se escondían en el puerto abandonado de Innsmouth. Estos provenían de las uniones entre los marineros de aquel lugar y unas criaturas que habitaban en las profundidades de los océanos en Polinesia, las cuales eran adoradas por los nativos. Paulatinamente, los descendientes endogámicos de aquellas uniones anormales iban perdiendo sus características humanas, convirtiéndose en ictioides y batracios. Al final desarrollaban las branquias y se adaptaban al mar. Pero mientras tanto, se escondían entre los escombros de las casas de la ciudad olvidada, sirviendo a extraños dioses de los Mares del Sur y matando a los intrusos que accidentalmente descubrían su existencia.
En el reino de Lovecraft, visitantes alados provenientes de otros planetas frecuentaban las desérticas colinas de Vermont y las cimas de sus montañas. Ayudados por aliados humanos, conspiraban contra la humanidad. Otros hombres crearon una secta, extendida por todo el mundo, para servir al Cthulhu, uno de los Grandes Diablos que había gobernado la tierra en la antigüedad y ahora dormía bajo el mar, en la ciudad hundida de R’lyeh. Cuando la actividad volcánica sacó a Cthulhu de las profundidades, se deslizó fuera de su tumba de piedra, dispuesto a reinar e imponer su fuerza. Entonces, casualmente, fue aparentemente destruido y quedó sumergido bajo el mar, en la ciudad de piedra. Pero todavía vivía esperando el día en que sus seguidores encontraran el conjuro que había de sacarlo de las profundidades.
Toda la última parte de la obra de Lovecraft versaba sobre este tipo de leyendas sobre una raza de monstruos que una vez gobernaron la Tierra y fueron expulsados. Y en el más allá esperaban la ayuda de los aliados humanos que los adoraban con ritos de magia negra. Los mitos de Cthulhu se revelaban a un mundo cuya civilización era absurda y efímera. El hombre moderno, enfrascado en un progreso inútil, no podía escapar del poder de los Grandes Diablos que una vez gobernaron y pronto volverían a gobernar.
Durante tres días Keith vivió en aquel mundo, en el tenebroso mundo de sueños de la vida de Lovecraft y en el mundo de las pesadillas de sus historias.
Entonces una llamada de Waverly le devolvió a su propio hogar y a la realidad.
—Bueno ¿qué piensas ahora de Lovecraft?
Waverly se acomodó en su silla, con una copa de coñac en la mano, mientras contemplaba el atardecer a través de la ventana del estudio de Keith.
—Tiene una terrible imaginación —dijo Keith encogiéndose de hombros—. De eso no me cabe la menor duda.
—¿Ninguna?
—¿Qué quieres decir?
—Suponte que no todo lo que escribió fuera invención.
Waverly se inclinó hacia adelante.
—Suponte que estaba tratando de prevenirnos.
—¿Contra qué? No me digas que crees en necrófagos.
—Hay alguien que sí cree —dijo señalando a la mesa vacía—. Alguien robó tu cuadro. Alguien mató al comerciante que te lo vendió.
—¿Es eso lo que dice la policía?
—La policía no dice nada.
Waverly se tiró de la barba.
—No se ha vuelto a comentar nada de la historia del asesinato, ni una línea en tres días, y no creo que se hable más de ello. El asesino no dejó huellas. Si no hubiéramos encontrado ese trozo de papel…
—Eso no prueba nada. Ni sobre el asesinato ni sobre el cuadro —Keith tomó un trago de coñac.
—Muchos artistas pintan monstruos, pero eso no quiere decir que existan en la realidad. Mucha gente se presta a extrañas formas de adoración; debe haber incluso algunas misteriosas sectas clandestinas, como la de los relatos de Lovecraft. Pero lo que ellos adoran es una superstición pura y simple.
—No creo que sea pura ni que sea simple —dijo Waverly alcanzando la botella de coñac y rellenando su copa—. Ni que Lovecraft lo sea. Todos sus biógrafos están de acuerdo en que era un materialista estricto. Estoy convencido de que escribió fantasías para encubrir los hechos.
—¿Qué hechos?
—El entrecruzamiento de razas.
Waverly afirmó con la cabeza.
—Lovecraft tenía una actitud puritana respecto al sexo, y eso se nota en sus historias. Incluso en los primeros cuentos, su morbosa aversión por lo «extraño» aparece como algo diabólico en la mezcla de castas, algo que desvaloriza las actitudes civilizadas y rebaja la humanidad al nivel infrahumano.
—¿Recuerdas la raza degenerada que describe en El Peligro Oculto y en Las Ratas en las Paredes? —siguió diciendo Waverly—. En Arthur Jermyn habla de la descendencia de un simio y un hombre, pero creo que en realidad se refiere a algo peor. Después, en El Modelo de Pickman, habla abiertamente de los necrófagos, esas criaturas que se deleitan con la muerte y presumiblemente son nacidas de uniones necrofílicas.
»Pero todo eso es solamente el preludio de un terror real, no la unión entre un ser superior y uno inferior, de un hombre con un animal, de un vivo y un muerto, sino algo mucho más espantoso, la unión entre un hombre y un monstruo.
»Piensa en Wilbur Watheley y su hermano gemelo, en El Horror de Dunwich, hijos de Yog-Sothoth y de una mujer. Piensa en los aldeanos de La Sombra sobre Innsmouth, adorando a los dioses Kanaka de Polinesia con ritos sexuales, sembrando una raza de seres que habitaban sobre la Tierra hasta adquirir «el rostro de Innsmouth», ojos de pez y cara de rana. Entonces podían llegar hasta el mar para encontrarse con el Gran Cthulhu de las profundidades. —Waverly dio un trago de su copa—. Eso es lo que Lovecraft trataba de decirnos en sus historias, que existen monstruos entre nosotros.
Keith depositó su coñac en la mesa.
—Si Lovecraft creía realmente esas supersticiones absurdas, ¿por qué escribió novelas?
Waverly apreté los labios bajo la barba.
—Por eso que dices. Desde el principio de los tiempos ha habido acontecimientos similares. La mitología griega y la babilónica nos hablan de Hidra, Medusa, el Minotauro, hombres dragones con alas. En las leyendas africanas encontramos hombres-leopardo y hombres-leones; los esquimales hablan de criaturas peludas; los japoneses tienen su mujer-zorra; los tibetanos hablan del Yeti, el llamado Abominable Hombre de las Nieves; en Europa se conoce el hombre-lobo, el licántropo; nuestros indios temían al Gran Pie y a la serpiente humana que susurraba en los bosques. Siempre algunos tenían miedo y otros se convertían en adoradores, pero la mayoría continuaban hablando como tú lo haces. La voz de la razon que califica todo esto de superstición y a todos los que creen en ello, de ignorantes y dementes. Lovecraft sabía lo que le esperaba y no tenía ningún deseo de afrontarlo. Pero no pudo guardar silencio del todo y eligio esconderse tras una mascara de fantasía.
Keith parecía no creer lo que oía.
—Acabas de decir que Lovecratt sabía —murmuró—. Eso implica que tenía acceso a algún conocimiento prohibido y que pasó años investigando el tema.
—Exactamente —dijo Waverly.
—Pero eso es absurdo. La vida de Lovecraft está perfectamente documentada.
—No toda.
—¿Qué dices de las biografías que leí y de las memorias de Derleth y los demás?
—De Camp no conocía a Lovecraft personalmente. Long estuvo con él en Nueva York y en otras ocasiones, pero sólo percibió de Lovecraft lo que éste quiso revelarle de sí mismo. Conover lo vio dos veces únicamente y Derleth no lo conoció nunca. Ni los que se escribían con él, ni sus discípulos, sabían de él más que lo que oían o leían en las cartas que escribió. Los testimonios son inexactos. Y la cartas, ¿qué mejor forma para un hombre de esconder su verdadera personalidad, que a través de un muro de palabras? —decía Waverly hablando suavemente—. Te digo que andaba en algo y dentro de algo.
Keith arrugó la frente.
—¿Pero cómo empezó todo?
—Sabemos que HPL estaba fascinado por Nueva York y por sus leyendas históricas. Pasaba el tiempo con los anticuarios y los cronistas locales de las ciudades. Quizá ellos le dieron la pista. Empezó a visitar regiones remotas, pequeñas aldeas casi olvidadas, con sus casas de madera abandonadas, que con frecuencia describió en sus historias. Pero supongo que no tendría como única intencion el hacer turismo. Quizá estaba buscando algo. Algo que encontró en un viejo desván o en un sótano derruido. Un viejo diario, un manuscrito o incluso un libro.
—¿Crees que el Necronomicón existió en realidad?
—Yo no diría tanto —contestó Waverly negando con la cabeza—. Pero en Nueva Inglaterra existen auténticas sectas dedicadas a la brujería que usaban libros de magia negra. Si Lovecraft descubrio uno de esos, puede que empezase a pensar seriamente en las viejas leyendas y averiguara la verdad que había tras ellas.
Keith se sirvio otro coñac.
—¿Cuando crees que ocurrió todo eso?
—Debio empezar en 1926, después que su matrimonio se deshiciera, cuando dejó Nueva York para vivir nuevamente en Providence con sus dos ancianas tías. Había muchas cosas que ellas no sabían y que no podían ni imaginar. —Waverly aclaró su garganta, su voz enronquecida—. Todo ese asunto sobre HPL, un noctámbulo que vagaba por las calles. ¿Crees de verdad que deambulaba por ahí sin un proposito definido, o que tenía algún objetivo? Yo creo que sí lo tenía. Y fue entonces, por supuesto, cuando conoció a Upton, el Richard Upton Pickman de su historia.
Keith hizo un gesto para interrumpirlo.
—Todavía no sabemos si existió tal persona. Sólo porque encontraste un trozo de papel…
Waverly rió entre dientes, pero sus facciones permanecían inmoviles.
—Por culpa de ese papel he estado ocupadísimo durante tres días, llamando a gente del este. Te voy a decir lo que he averiguado. Antes que nada, existió un artista llamado Richard Upton. Nació en Boston en 1884. Murió en 1926.
—Supongo que vas a decirme que desapareció, en plena noche, en el sótano de una vieja mansión misteriosa.
—Nada de eso. Según las noticias de los periódicos del 20 de diciembre, volvió de un viaje, a Providence, y al llegar descubrió que su estudio había sido allanado y su colección de pinturas robada. Esa noche, después de denunciar el robo a la policía, se pegó un tiro.
—¿Motivo?
—No dejó ninguna nota. Las pinturas nunca fueron recobradas, y si la policía alguna vez se enteró de algo, nunca lo divulgó. —Waverly se inclinó hacia adelante—. Pero yo he descubierto algo que ellos no sabían. Una semana antes de que viajara a Providence, pintó un cuadro, empaquetó sus libros y correspondencia, y los envió a la Compañía de Almacenamientos y Depósitos. El material permaneció allí sin ser reclamado, probablemente olvidado, todos estos años. Hasta que Santiago lo compró.
—¿Cómo averiguaste todo eso?
—Te dije que tengo contactos. Beckman me sugirió que buscase en la guía de teléfonos de Boston y llamase a las casas de almacenamiento para indagar sobre una venta reciente a Santiago, y así es como obtuve la información.
—¿Beckman?
—Un librero que conozco en la ciudad. Especializado en ediciones originales y temas extraños. Naturalmente estaba interesado en algo relacionado con HPL. Él cree que es bastante posible que Santiago no hubiera comprado todo el material de Upton. Podría quedar algo en el almacén, incluyendo la correspondencia de Lovecraft. Actualmente esas cartas se venden a precios muy altos. De todas formas, estaba dispuesto a hacer un trato conmigo.
—¿Qué tipo de trato?
Waverly se levantó.
—Beckman me paga un viaje a Boston. Cualquier cosa que encuentre para comprar, Beckman la venderá e iremos a medias en las ganancias.
—¿Cuándo te vas?
—Hay un vuelo por la mañana.
Waverly fue hacia la puerta del estudio.
—Si vas a estar en casa, te llamaré mañana por la noche, alrededor de las ocho, y te diré lo que he averiguado.
—Estaré esperando —dijo Keith.
Salían de la oscuridad y las profundidades, brincando y arrastrándose, atraídos por el débil y misterioso pitido de una flauta invisible.
Los que brincaban eran humanos o humanoides. Bailaban a la luz oscilante de las hogueras en la solitaria cima de la montaña. Keith oía su canto rítmico y penetrante.
—¡Iaa! ¡Shub! ¡Niggurath! ¡La Cabra Negra de los Bosques con un joven de Mil Años!
Y después la respuesta, el zumbido que no era una voz humana o un sonido humano, ni siquiera la imitación del habla humana. Pero reconocía algunas de las palabras, Yog-Sothoth, Cthulhu, Azazoth, y su pronunciación surgía de unas figuras sombreadas que reptaban y se arrastraban en la solitaria noche, más allá del círculo de luz que producía el fuego.
No se veía con claridad a nadie y Keith se sentía agradecido por ello, pero las llamas destellearon por unos instantes, vislumbrándose las monstruosas montañas. Montañas que temblaban y se levantaban, tomando vida, con el movimiento de innumerables tentáculos viscosos; montañas cubiertas de abultados ojos, abriéndose y cerrándose espasmódicamente, y cientos de bocas abiertas de las que brotaban palabras terroríficas, como gruñidos y siseos en abrumadoras lenguas.
Keith sentía como si todas las montañas temblaran ante el terrible eco de esa respuesta gutural, y entonces la escena se desvaneció y nuevamente se encontró en su habitación. Se dio cuenta de que había estado soñando y que todavía soñaba que su cama se movía como si un terremoto la estuviera agitando.
Entonces, mientras continuaba su sueño, el movimiento cesó, pero el recuerdo de las criaturas persistía y con ellos el recuerdo de lo que había mencionado Waverly.
Llegó el terror y la decisión.
En su sueño, Keith imaginó que tomaba la guía telefónica de la mesilla de noche y buscaba torpemente entre las páginas hasta dar con el nombre de Beckman, Frederick T., libros raros. Imaginó que marcaba el número, escuchando el sonido lejano del timbre del teléfono, como levantaban el auricular en el otro lado y su propia voz murmurando.
—¿Señor Beckman?
Entonces oyó la respuesta, procedente de una voz profunda, retumbante y aterradora, pero claramente inteligible.
—Estúpido, Beckman está muerto.
Fue en ese momento cuando Keith abrió los ojos y se encontró sentado al borde de la cama, con el teléfono en la mano, escuchando el clic que indicaba que la conexión se había cortado. El clic que le hizo comprender que no había estado soñando.
A las 7.30 de la mañana Keith cogió el periódico en la puerta del jardín. Le llamó la atención el titular de una noticia en la primera página:
UN TERREMOTO DE INTENSIDAD 3,5
HA SACUDIDO LOS ANGELES
POCOS DAÑOS REGISTRADOS
Eso, al menos, había sido real. Keith leyó la noticia, una noticia familiar para los habitantes de Los Angeles, observando las usuales referencias a la falla de San Andrés y la situación del epicentro en la zona de Lancaster. Los sismólogos repetían la advertencia de que el terremoto podía ser la señal anticipada de un cataclismo, pero que también era un elemento corriente en otra clase de acontecimientos.
Keith leyó la noticia casi con alivio; hasta que volvió la página y encontró algo que realmente le hizo temblar. Era un corto titular, que parecía haber sido insertado en último momento:
LIBRERO DE GLENDALE ASESINADO
La Policía está investigando el asesinato de Frederick T. Beckman, de 59 años de edad, que fue apuñalado la pasada noche en su casa de Glendale, calle Whitsun, 1482. Un vecino informó al comisario de la policía, Charles McLoy, de que salían extraños ruidos de la casa de al lado. Presumiblemente, el asesino de Beckman entró por una ventana abierta del dormitorio y le atacó mientras dormía. Beckman, un vendedor de libros raros y manuscritos, guardaba su mercancía en una caja fuerte empotrada, que aparentemente está intacta.
Keith dejó caer el periódico con las manos temblorosas. Y continuó temblando al marcar el número de Waverly y escuchar el eco de los rings repetidos.
Obviamente Waverly ya había salido para tomar su avión a Boston, pero tal vez había tiempo de encontrarlo en el aeropuerto. Llamó a vuelos internacionales de Los Angeles para que llamaran a Waverly por los altavoces. Una voz amable le informó que el avión a Boston había salido, como estaba programado, hacía media hora.
Así que no podía hacer otra cosa que esperar.
No obstante, como primera medida, revisó las ventanas y cerró las puertas. Se sentía avergonzado de hacer eso en una mañana de sol radiante de un resplandeciente día de otoño. El clic de los cerrojos y pestillos al correrse le resultaba tranquilizador.
Tranquilizador, e inquietante. Porque el sonido le devolvía el recuerdo de otros clics. El clic del teléfono en el sueño, que no era un sueño. ¿O lo era?
Pasaron muchas horas hasta que Keith tuvo el valor de coger uno de los libros que Waverly le había prestado; una estropeada copia de El Extraño y los Otros.
Pasó las páginas hasta encontrar un cuento que no recordaba del todo bien: La Declaración de Randolph Carter. Era un breve relato de la excursión del narrador y su amigo Harley Warren a un viejo cementerio, en plena noche. El propósito de Warren era abrir una antigua tumba, que creía contenía extraños secretos, algo relacionado con cuerpos que nunca se deterioraban. Era uno de sus típicos cuentos de los comienzos, escrito con el estilo florido que Lovecraft empleaba entonces y con ciertas críticas reprobadoras que lo hacían muy ampuloso. Y sin embargo, los grandes excesos de imaginación evocaban una atmósfera de pesadilla; la sensación de estar ante la presencia de cosas que están por encima de la vida, o por encima de la muerte. Era un sentimiento que Keith había experimentado la noche anterior y ahora, recordándolo a la luz del día, sentía miedo nuevamente.
Se obligó a sí mismo a seguir leyendo, hasta el punto en que la gran losa de un sepulcro se movía, revelando una escalera de piedra, que conducía a un oscuro agujero. Fue entonces cuando el compañero del narrador, Warren, descendió solo llevando consigo un teléfono portátil para comunicarse. Warren desapareció en la oscuridad, arrastrando el cable del transmisor. Arriba esperaba el narrador, hasta que el clic de la señal le avisó que cogiera su receptor-transmisor y escuchase.
Keith se sentía casi incapaz de seguir leyendo. La voz de Warren conmocionada hablando de los espantosos hallazgos en la fosa, su creciente alarma mientras seguía y después la frenética advertencia pidiendo al narrador que cerrara de nuevo la tumba y huyera para salvar su vida.
De repente, la voz de Warren se cortó. Cuando el narrador lo llamó, oyó un clic en la línea, y el sonido de otra voz profunda, retumbante y aterradora que decía:
—Estúpido, Warren está muerto.
Beckman está muerto.
Eso era lo que la voz había dicho a Keith, y no había sido una pesadilla. La pesadilla se producía ahora, al darse cuenta de que no había sido un sueño.
Keith, temblando, dejó el libro sobre la mesa. Estúpido…
Quizá fuera estúpido después de todo. Esa voz existía y probablemente pertenecía al asesino de Beckman. Pero Beckman había muerto, apuñalado en su propia cama, no en una fosa imaginaria, bajo una tumba imaginaria, víctima de un monstruo imaginario.
Su asesino era humano y la elección de esas palabras no había sido accidental. Obviamente el asesino conocía la obra de Lovecraft.
¿Pero qué clase de hombre podía matar a sangre fría a un viejo librero inofensivo, y después contestar tranquilamente al teléfono, parafraseando burlonamente un cuento? ¿Qué impulso demente le inspiraría tan truculento humor?
Truculento. El Modelo de Pickman. Una secta mundial, que guardaba los secretos de los antiguos dioses-monstruos y estaba consagrada a su retorno.
Waverly estaba convencido y no era ningún tonto. ¿Sabría algo más que aún no le había contado? ¿Tendría Beckman conocimiento de ello, conocimiento que sólo podía borrarse con la muerte?
Si fue así, si alguien sospechó que Beckman sabía algo y lo eliminó, quizá Waverly estaría en peligro también. ¿Qué podría encontrar en Boston o qué lo encontraría a él?
No había respuestas para esas preguntas. Sólo silencio. Silencio en una casa vacía, silencio que Keith rompía, de vez en cuando, con la estúpida charla de un melodrama de televisión o con el frenesí artificial de los programas concurso. En las noticias de la noche no ofrecieron ninguna información esclarecedora sobre el terremoto, ni mencionaron nada respecto a la muerte de Beckman.
Keith se sintió por ello singularmente agradecido, así como se sintió agradecido por el simple sonido de las voces de los locutores, informando sobre la situación de los políticos y de las figuras deportivas. La trivialidad de las noticias era, en cierto modo, tranquilizadora; una forma de recordar la vida, el mundo real que estaba siguiendo su curso acostumbrado… A tres minutos de noticias de actualidad seguían tres minutos de publicidad.
El tiempo pasaba y la oscuridad se hacía más intensa. Keith apagó el televisor y encendió las luces. De repente, se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. Entró en la cocina y se preparó un desayuno, a la hora de la cena.
Estaba terminando cuando el teléfono sonó.
—Keith, ¿va todo bien?
Se sintió aliviado al escuchar la voz de Simon Waverly.
—Por supuesto, ¿y tú cómo estás?
—Un poco cansado… He estado corriendo todo el día, pero ya he regresado al hotel. He llegado en un buen momento porque Oliphant me ha dicho que mañana van a empezar una verdadera demolición.
—¿Oliphant?
—El propietario del almacén. El tipo lo heredó de su tío y no parece saber mucho del negocio. Se mostraba desconfiado hasta que me identifiqué. Entonces cooperó. Me pasé toda la tarde allí.
—¿Encontraste algo?
—Según el inventario, Santiago compró el lote completo del material de Upton. Tuve un presentimiento y le pedí que me dejara ver el lugar donde había estado almacenado. No te puedes imaginar qué porquería; el viejo tío lo tuvo descuidado durante años. Y por supuesto, estaba lleno de ratas. Parecía como si hubieran estado acumulando papeles para usarlos como nidos. Allí es donde lo encontré, en un rincón, y si no hubiera estado cubierto por un plástico, probablemente habría sido destrozado.
—¿De qué estás hablando?
—Ya lo verás. Te lo he mandado por correo certificado urgente. Lo recibirás por la mañana.
—¿No me vas a decir lo que es? ¿Por qué todo ese misterio?
La suave voz de Waverly sonaba como un murmullo.
—Tengo mis razones. Oliphant dijo que había recibido llamadas de sujetos desconocidos, preguntando por el material de Upton, queriendo saber quién lo había comprado. Naturalmente no les dio la información, pero así como nosotros lo sabemos, alguien puede también averiguarlo.
—¿Le dijiste lo que sospechabas?
—No del todo. Sólo lo suficiente para que se convenciera de que mis razones eran válidas. Dijo que creía que el que había llamado, intentaría entrar en el almacén, pero que llamaría a una patrulla de la policía para asustarlos. Se ve que en varias ocasiones advirtió extraños andamios en el aparcamiento, como si estuvieran vigilando el lugar. Por supuesto, todo eso podría haberlo imaginado, pero nunca se sabe. De modo que, por si alguien me está espiando, he pensado que sería mejor mandarte la cosa inmediatamente, en vez de correr el riesgo de tenerla conmigo.
Keith dudó un momento, respirando después profundamente.
—Quizá es una buena idea, después de lo que le sucedió a tu amigo Beckman.
—¿Beckman?
—Fue asesinado la noche pasada.
Keith le contó el asesinato y su propia experiencia.
Cuando terminó, hubo un largo rato de silencio en el otro extremo de la línea. Finalmente habló Waverly.
—No debemos seguir hablando de esto, al menos hasta que yo llegue. Reservaré mi pasaje de vuelta para mañana a mediodía, de modo que estaré allí por la tarde. Te llamaré entonces.
—Muy bien.
—Mientras tanto, quiero que me prometas dos cosas. La primera que no te moverás hasta que yo te llame.
—De acuerdo. ¿Qué más?
—Respecto a mi envío. Firma el comprobante cuando llegue, pero no lo abras hasta que estemos juntos.
—¿Alguna razón especial?
—Te lo explicaré cuando nos veamos. Entonces lo entenderás. Y Keith…
—¿Sí?
—Ten cuidado.
Keith tuvo mucho cuidado; cuidado de revisar bien las puertas y las ventanas; cuidado de escuchar cualquier ruido extraño por la noche. Pero todo parecía seguro y silencioso. Y cuando por fin, agotado, se retiró a descansar, sorprendentemente logró dormir toda la noche sin ninguna pesadilla que lo perturbara.
Por la mañana, mantuvo la vigilancia, abriendo la puerta de la calle sólo una vez a mediodía, para atender la llamada del cartero.
Se sintió aliviado al firmar el comprobante y recibir el sobre de manila que Waverly le había mandado desde Boston. Inmediatamente lo puso en el bolsillo de su chaqueta, a pesar de las tentaciones de romper el cierre y examinar su contenido. Waverly debía tener buenas razones para querer que esperase y dentro de pocas horas estarían juntos.
Había muchas preguntas que deseaba hacerle y las ideas que se le ocurrían eran confusas. Sentía como si él mismo hubiera estado viviendo todos sus años dentro de un sobre; moviéndose por la vida con un estilo particular, tratándose únicamente con los pocos afortunados, cuyos recursos los separaban de relaciones y situaciones desagradables. Pero, desde hacía una semana, aquello que le protegía se había agrietado de alguna forma y de repente se encontraba expuesto a… ¿Qué?
Ciertamente a la realidad no. Los últimos acontecimientos no coincidían en ningún concepto con la realidad, tal como él la interpretaba. Pero quizá, mucha gente, rica o pobre, se sentía también encerrada en sobres, dentro de reducidos límites bidimensionales que estrechaban su visión, impidiendo cualquier atisbo del mundo exterior o de lo que realmente les estaba ocurriendo. Pasando apresuradamente por la vida, de una forma mecánica que no podían imaginar ni comprender. Dirigidos y manejados por seres cuya existencia no era un sueño, que viajaban a través del espacio y del tiempo a destinos inimaginables.
Pero ahora, fuera de la protección del sobre, la vista reducida se ampliaba, revelando perspectivas ilimitadas. Y aquel trozo de papel en el que estaba grabada la sensatez se encontraba expuesto a fuertes vientos que soplaban desde los abismos, más allá de las estrellas.
Keith movió la cabeza. Esos pensamientos no conducían a nada; ya era hora de que se fiara de su sentido común. Debía haber una explicacion lógica para lo que estaba ocurriendo y esperaba que Waverly pudiera dársela. En caso contrario, iría a la policía.
Una vez tomó esa decisión se sintió aliviado. Pasó la tarde dedicado a las tareas cotidianas. Llamó a su corredor, comprobó el estado de su cuenta bancaria, hizo los arreglos necesarios para mandar el Volvo a revisar, telefoneó a una agencia de servicio doméstico para que fueran a limpiar la casa el jueves… Después hizo balance de lo que había en el frigorífico y congelador y apuntó lo que necesitaba comprar.
La naturaleza prosaica de tales actividades tenía una influencia apaciguante y, por la noche, volvió a ser el mismo de siempre. Preparo y tomó la cena, limpió la mesa, puso los platos y utensilios en el lavavajillas. Luego se invitó a sí mismo a una copa y se sento en el estudio a esperar la llamada de Waverly.
Allí, a la débil luz de la lámpara, las figurillas de jade y marfil le miraban silenciosamente de soslayo. Las máscaras de la tribu le observaban ferozmente; sus labios parecían cosidos formando una mueca que se burlaba de su pretensión de tener gustos e intereses corrientes.
Pero no era simple pretensión. A fin de cuentas ¿no reaccionaba todo el mundo ante los aspectos sobrenaturales y fantásticos de la existencia? Los artistas que ideaban esas grotescas figuras, los primitivos artesanos que tallaron esas máscaras, incluso los envilecidos salvajes que reducían cabezas humanas; todos ellos estaban motivados por impulsos de la imaginación que buscaba una forma de expresarse. Él coleccionaba objetos extraños que satisfacían su afición por lo fantástico.
Tales impulsos no estaban restringidos a los artistas, artesanos o coleccionistas. Toda la humanidad participaba de esa necesidad de dejar volar la imaginación, aunque sus vías de escape fueran simplemente contemplar una pintura, la televisión o un libro de cómics. Incluso los ignorantes sentían atracción por lo desconocido. Nadie que participara de la condición humana, aunque fuera humildemente, era insensible al eterno enigma de la vida y la muerte. Hay algo en todos nosotros que se siente atraído por lo extraño, lo sobrenatural, lo inexplicable. Y eso propicia su poder sobre nuestras mentes. Son los realistas obstinados, los escépticos que se burlan de lo misterioso, quienes son más vulnerables a la locura.
Keith observó su colección con una nueva consciencia. Aquellos objetos que había ido acumulando, no eran precisamente la expresión de una afición excéntrica; representaban la necesidad de rodearse de símbolos terroríficos hasta que el miedo se convirtiese en algo familiar. Una vez aceptaba que formaban parte de aquel lugar, dejaban de inquietarle. En cierto modo era algo mágico, un medio de superar temores internos. De la misma forma, Waverly exorcizaba sus demonios personales leyendo fantasía, y Lovecraft, ahora se daba cuenta claramente, lo había hecho escribiendo.
Keith estaba poniendo hielo a su copa, cuando el teléfono sonó escandalosamente. Cogió el supletorio y sonrió tranquilizado al oír la voz de Waverly.
—Buenas noches. ¿Llegó el paquete?
—¿El sobre? Sí, está aquí.
—Estupendo. ¿No lo habrás abierto?
—No.
—Buen chico. Perdona que me retrasara en llamar; he tenido problemas.
—Se te oye como si estuvieras resfriado.
—Estaba lloviendo en Boston y, estúpido de mí, no llevé la gabardina. Pero eso no es importante. Lo malo es este maldito pie…
—¿Qué ha ocurrido?
—Tropecé cuando bajaba la escalerilla del avión. Me he roto el dichoso tobillo.
—¡Dios Santo!
—Me lo merezco por ir tan de prisa. Las azafatas llamaron una ambulancia y me llevaron a la consulta del doctor Holton. Me hizo una radiografía y lo enyesó, trayéndome a casa él mismo. No me puedo mover sin muletas, pero Holton va a mandarme una enfermera que me cuidará durante unos días.
—Así que no podemos vernos esta noche.
—No te preocupes. Estoy bien. Ven y trae el sobre.
—Podemos vernos mañana. Necesitarás descanso.
—Mira, creo que he encontrado la respuesta a todo esto y quiero que la oigas antes que me quede sin voz. ¿Cuánto tardarás?
—Dame una hora.
—Te esperaré.
El aire caliente de la noche era agobiante y apenas corría viento. Keith se desabrochó la chaqueta mientras conducía por Melrose. Giró hacia el sur por una calle transversal. Entre las sombras de la maleza surgían unos viejos bungalows de madera que parecían cajas.
La casa de Waverly era más grande y estaba mejor cuidada que las de sus vecinos, bien situada tras el camino y rodeada por un seto. Pero en la oscura noche sin luna, no parecía más atractiva que las construcciones que la rodeaban. Keith aparcó detrás de una furgoneta blanca, desconcertado por su presencia, hasta que recordó que Waverly había mencionado una enfermera.
Por eso, estaba prevenido cuando, al llamar a la puerta, le contestó una voz extraña pidiéndole que entrara.
En el vestíbulo se encontró con un joven negro, sonriente, vestido con una bata blanca.
—Señor Keith —dijo el enfermero—. Soy Frank Peters.
—Encantado de conocerlo.
Keith bajó la voz.
—¿Cómo está el paciente?
—Un poco molesto. Ha estado tomando unas pastillas para el dolor que le dejó el doctor, pero está pasando un mal rato con la garganta. He telefoneado para que le trajeran un medicamento para la tos. Ahora que está usted aquí bajaré a recogerlo a la farmacia.
—Buena idea.
—Le está esperando en el estudio. Trate de que no hable demasiado.
Keith empezó a atravesar el pasillo mientras el joven salía por la puerta.
—Hasta luego —dijo.
El estudio estaba bastante oscuro y Keith tardó un poco en adaptar su vista; la luz de la lámpara estaba baja y Waverly se encontraba en un gran sillón colocado en un extremo.
Su pie descansaba sobre un cojín y estaba encerrado en un yeso. A pesar del sofocante calor llevaba una bata de lana de manga larga y un pañuelo en el cuello, pero la parte de su pálido rostro que no estaba cubierto por la barba, no presentaba ninguna muestra de transpiración.
Saludó a Keith con la cabeza.
—Gracias por venir —dijo—. Tienes muy buen aspecto.
—Perdona pero no puedo devolverte el cumplido —dijo Keith examinando a su anfitrión—. Parece como si te hubieran maltratado. Estás en un estado horrible.
—No importa, ahora que has venido me sentiré bien. Sírvete una copa si quieres.
—No, gracias.
Keith se sentó en una silla junto al escritorio.
—No estaré mucho rato. Se supone que tienes que descansar.
—Entonces seré breve.
Waverly miró a su visitante tras las gafas oscuras.
—¿Trajiste el paquete?
Keith extrajo de su chaqueta el sobre marrón.
—Bien —dijo Waverly mostrando su aprobación—. Ahora puedes abrirlo. Aquí estás a salvo.
Tomando un abrecartas de encima del escritorio, Keith cortó el sobre y sacó una amarillenta tela impermeable, cerrada por un extremo. Waverly miraba inalterable el abrecartas y el plástico, de donde salió un trozo de papel de cuaderno doblado.
Colocando el trozo de papel sobre la mesa, Keith lo desdobló y examinó.
—¿Y bien? —preguntó Keith suavemente.
—Es una especie de mapa.
Keith frunció el ceño.
—No puedo descifrar los detalles. La tinta está desteñida. ¿Te importa si subo la lámpara?
—Los detalles no son importantes —dijo Waverly negando con la cabeza—. Lo que quisiera saber es… ¿Reconoces la letra?
Keith echó una mirada. Después levantó la vista con sorpresa.
—¡Es de Lovecraft!
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. Nadie podría imitar su caligrafía. Vi algunas muestras en ese libro que me prestaste, Acotaciones. ¿No había también allí un mapa?
—Sí. Un plano de calles de Arkham.
Waverly aclaró su garganta y rió ásperamente.
—¿Te imaginas dibujar una cosa así, inventar todos esos nombres de calles y rotularlos como si realmente existieran? El hombre tiene un extraño sentido del humor.
—¿Crees que lo hizo solamente por gastar una broma a los lectores?
—Claro —dijo Waverly mirando fijamente a Keith a través de los oscuros lentes—. ¿Recuerdas la carta que escribió autorizando a otro autor para que lo usara como un personaje en una historia? También incluía la firma de testigos imaginarios, en alemán, árabe y chino. Después HPL completó la falsificación escribiendo un corolario al autor de la otra obra en el que lo asesinaba. Incluso usó su casa de Providence como escenario del relato, precisamente para que pareciese más auténtico. Lovecraft era un bromista empedernido y esmerado. Una vez te das cuenta de eso, puedes explicártelo todo.
—No te sigo —dijo Kecith, cogiendo el trozo de papel para inspeccionarlo más detenidamente. Las palabras de Waverly le confundían.
—El cuadro que compraste… fue pintado por Upton, pero no inspiró el relato de Lovecraft. Creo que fue al contrario. Primero fue la historia, y después HPL hizo que Upton ilustrara lo que había escrito. ¡Cómo debió reírse imaginando que nos iba a engañar! Por algún tiempo casi nos ha hecho creer en esos necrófagos y en los morbosos disparates que inventó de la mitología de Cthulhu.
Waverly rió de nuevo.
—¿No te das cuenta? Es una broma.
Bajo el techo de madera, el aire estaba cargado. De algún lugar del pasillo llegaba el débil sonido de unos pasos; probablemente Peters había vuelto de la farmacia con la medicina.
Keith no hizo caso del ruido, mirando fijamente a la figura sentada entre las sombras.
—Estás olvidando una cosa —dijo—. Santiago y Beckman fueron asesinados. Eso no puede ser una broma.
—Sí, puede ser.
La voz de Waverly se volvió de repente aguda y penetrante.
—Peters… ¡Trae el mapa!
El hombre negro avanzó hacia él desde la puerta. Ya no sonreía y sostenía un revólver en la mano.
—Démelo —dijo.
Keith dio un paso hacia atrás, peco Peters cayó sobre él, apuntando con el arma y listo para disparar.
—Démelo —murmuró el negro.
Entonces, la mano que sostenía el revólver empezó a temblar.
Se produjo un estruendo y toda la habitación tembló; las paredes, el techo, el suelo. Keith sintió que la casa se estremecía con un rugido que se confundía con el grito que salió de la garganta del negro, al empezar a caer las maderas del techo.
Keith se volvió, agarró el mapa y cruzó la puerta, corriendo.
Entonces el ruido se intensificó, el techo empezó a derrumbarse y Keith perdió el conocimiento.
Cuando nuevamente abrió los ojos, todo estaba silencioso. Silencioso y oscuro, y muy tranquilo.
Un terremoto. Predijeron que ocurriría y había ocurrido.
Keith se movió cautelosamente sintiendo un gran alivio al descubrir que podía mover las piernas sin dolor. Tenía una sensación entumecedora en el oído izquierdo, debía haberse golpeado con uno de los tablones del techo. Sobre su pecho, habían caído grandes pedazos de yeso; los apartó y se sentó. En la mano derecha todavía estrechaba el arrugado mapa.
Pero el negro ya no sostenía el revólver. Estaba tendido junto a Keith, atrapado por una gran viga, con la cabeza aplastada.
Keith se levantó, apartándose de aquella vista nauseabunda. Trató de abrirse paso entre los escombros del suelo, buscando a Simon Waverly entre las sombras del rincón de la habitación.
Milagrosamente, el sillón no había sido dañado. Pero estaba vacío o casi vacío.
A través de las tinieblas, Keith consiguió ver las cosas que descansaban sobre el asiento; tres objetos aprisionados por una chapa de metal.
Tres objetos inconfundibles: la cara y las manos de Simon Waverly.
La pesadilla no terminaba.
Continuaba en la calle, donde las figuras aturdidas salían tambaleándose de los bungalows parcialmente derruidos. O luchaban frenéticamente por recobrar lo que acababan de perder.
Conmocionado por el golpe, Keith advirtió que la camioneta blanca ya no estaba aparcada frente a la casa de Waverly. Pero el Volvo estaba allí, aparentemente ileso. Colocó la llave en el contacto y el coche inmediatamente se puso en marcha.
Keith conducía en la noche que no era ni oscura ni tranquila. Las casas destrozadas, envueltas en llamas, iluminaban el camino en medio de la ciudad, que gritaba de dolor.
No estaba solo. El tráfico se incrementaba constantemente debido a que otros conductores escapaban de los incendios o de las explosiones producidas por los escapes de gas. Las tuberías de agua se habían reventado e inundado Melrose, y Keith rodeó la zona hasta encontrar un paso seguro. En la Avenida Fontain giró hacia el oeste. Tuvo que desviarse varias veces para evitar golpear a los que corrían, o caminaban fatigosamente, o simplemente estaban de pie en la calle aturdidos y sin saber qué hacer.
La Avenida Highland estaba colapsada por los vehículos que se dirigían hacia el norte para coger la autopista. En La Brea las sirenas zumbaban, provenientes de los coches de policía, ambulancias y bomberos, compitiendo en sus urgentes carreras.
Pero mientras avanzaba hacia el oeste, iba encontrando menos evidencias de la violenta destrucción. Aparentemente el terremoto había pegado más fuerte en el centro de la ciudad y Keith, silenciosamente, rezaba para que su zona hubiera escapado de los temblores más intensos.
No supo cuánto tiempo tardó en atravesar el desfiladero. El Volvo empezó a ascender por las montañas, y él estaba empapado de sudor. Pero allí, habían pocos signos visibles de los efectos del terremoto. Las casas permanecían firmes en su sitio, en la falda de la montaña, y sólo algunos árboles habían caído bloqueando parcialmente la carretera. Keith conducía evitándolos, sintiéndose agradecido de que no hubieran señales de incendios, y de que los alaridos de las sirenas se hubieran reducido a un eco distante.
Cuando por fin llegó, suspiró aliviado. La casa parecía intacta. Aparcó el Volvo y entró, olfateando posibles escapes de gas. Al no detectar ninguno encendió la luz del vestíbulo y descubrió que funcionaba. La curiosa sensación de aturdimiento persistía, pero hizo el esfuerzo de dar una vuelta para inspeccionar los posibles daños.
Algunos vasos de los armarios de la cocina se habían roto, pero el contenido del frigorífico estaba como lo dejó. La cocina eléctrica no presentaba ningún problema y el grifo del fregadero funcionaba normalmente. Sólo unas grietas en la parte alta de la pared evidenciaban el impacto del terremoto.
En el estudio, las figurillas de la vitrina se habían volcado, pero Keith no se molestó en revisarlas. Algunas de las máscaras colgaban torcidas de la pared y la cabeza reducida se hallaba en el suelo.
Desde allí sonreía con una mueca burlona en sus ojos vacíos. Y de repente, se superpuso otra imagen a su visión: una horrible y pálida máscara de carne y hueso, la cara de Simon Waverly.
Después el aturdimiento desembocó en pánico. Keith fue hasta el armario de los licores y hurgó en él hasta que encontró la botella de coñac.
Se la llevó al dormitorio, donde encendió la luz para asegurarse de que no se había producido ningún desperfecto. Dejando caer los zapatos, se sentó en la cama, desenroscó el tapón de la botella y, por primera vez en su vida, bebió para olvidar.
Debía ser casi medianoche cuando se despertó con la cabeza a punto de estallar y muerto de sed. Una aspirina y un vaso de agua calmaron su malestar físico, pero la sensación de pánico permanecía.
Salió del baño, fue hasta la mesilla de noche y cogió el teléfono. Había empezado a marcar el número de la policía, cuando advirtió que la línea estaba cortada. Aparentemente el terremoto había dejado fuera de servicio aquella zona.
Se dirigió a la sala y encendió el televisor Comprobó que funcionaba, y pronto la agradable imagen de un locutor llenó la pantalla. Se felicitó a sí mismo por encontrar tan rápidamente una emisión de noticias. Después pensó que todos los canales locales debían estar ofreciendo continuamente reportajes sobre los desastres ocurridos la noche pasada.
Durante la hora siguiente averiguó lo necesario para poder reconstruir con coherencia los pormenores de la tragedia. Un terremoto, de 7,1 de la escala Richter, había sacudido la ciudad.
Los efectos más graves se habían sentido en el centro comercial, donde los grandes fragmentos de vidrios de las ventanas se habían desmoronado desde los altos edificios, destrozando los escaparates de las tiendas. Afortunadamente, el núcleo de la ciudad estaba prácticamente desierto a esa hora, y pocos murieron o fueron heridos en las calles. Pero el pánico predominó en los teatros, cuando caían los accesorios y las lámparas de araña; la multitud quedó aplastada en las salidas de emergencia. Algunos hospitales fueron escenarios de tragedias y la destrucción de casas particulares fue bastante importante. El distrito de Los Angeles había sido declarado oficialmente zona catastrófica y la Guardia Nacional estaba prestando ayuda, buscando las víctimas de los escapes de gas o de las caídas de tendidos eléctricos.
Keith bajó el volumen y entró en la cocina para hacerse un café. La cabeza le dolía de nuevo, probablemente debido a los golpes de los escombros al caer.
El pensar en ello, trajo consigo lo que hasta el momento había conseguido rehuir: el recuerdo de todos los acontecimientos ocurridos en la casa de Waverly.
Y con el recuerdo vino el entendimiento.
Aquellos momentos finales en el estudio de Waverly eran paralelos al cuento de Lovecraft El Frecuentador de la Oscuridad.
Incluso la situación tenía sus similitudes. El narrador del cuento de Lovecraft se veía implicado en una situación parecida con su amigo Henry Akeley. Éste era un sabio que creía que unas criaturas procedentes de otros planetas se escondían en las montañas de Vermont, cerca de su casa. Le contaba por carta sus temores al narrador y lo invitaba a que lo visitase, trayendo consigo una fotografía y una grabación, que le había mandado como prueba. Cuando el narrador llegaba, se encontraba con un extraño que afirmaba ser amigo de Akeley. Al entrar en la casa, el supuesto sabio enfermo le aguardaba en la oscuridad para susurrarle. Finalmente, se daba cuenta de que aquel no era su amigo, sino un aliado humano de las criaturas aladas, que le habían llevado hasta allí para apoderarse de las pruebas. El narrador conseguía escapar, pero antes de salir, descubría con espanto un rostro humano y unas manos, reposando sobre el asiento que había ocupado el supuesto amigo.
Desde luego, habían diferencias. En el cuento, eran las criaturas aladas las que suplantaban al sabio muerto, con un terrible disfraz, hecho con manos y rostros humanos.
Keith movió la cabeza. Estaba seguro de no haber sido engañado por ningún monstruo del espacio, susurrándole con una voz que imitaba a la humana. Pero usando el relato de Lovecraft como modelo, parecia inquietamente simple pensar lo que realmente había ocurrido.
Quien fuera el que vigilase el almacén de Boston, se había enterado de la presencia de Waverly y del descubrimiento que había hecho allí. Su teléfono del hotel debió ser intervenido, y así pudieron saber del envío del hallazgo a Keith.
Quizá habían seguido a Waverly en el avión a Los Angeles; más probablemente, pasaron la información a alguien de allí que aguardaría su llegada. Keith recordó al hombre negro y la camioneta. ¡Qué fácil debió ser! Escondidos en la oscuridad del gran aparcamiento, sacar el arma junto a Waverly y, sin que éste se diera cuenta, derribarlo de un golpe. Después meterían el cuerpo en la camioneta que había visto esperando.
Luego vino la llamada a Keith. La voz ronca imitando la de Waverly, inventando la historia de un accidente y pidiéndole que fuera a la casa con el sobre.
El resto encajaba perfectamente: el negro haciéndose pasar por enfermero, y su cómplice, fingiendo ser Waverly, para obtener el sobre.
Pero ¿por qué no lo habían matado inmediatamente? ¿Por qué esa interpretacion elaborada y las falsas explicaciones dadas por el susurrador?
Una posible razón le vino a la cabeza. Keith recordaba que la voz del teléfono había hablado de un «paquete» en lugar de un sobre. De modo que no estaban seguros de lo que Waverly había encontrado en el almacén; seguramente no conocían con exactitud qué sabía Keith del descubrimiento. Por eso el negro se fue, o fingió que se iba, dando a Keith la oportunidad de abrir el sobre y así descubrir su reacción. Antes de matarlo debían asegurarse de que no había dado la noticia del descubrimiento a alguien más.
Una vez seguros de eso, el negro estaría preparado para actuar. Pero el terremoto, que le había derribado dándole muerte, y el aturdimiento de Keith, ofrecieron la oportunidad de escapar al impostor de Waverly. Probablemente pensaría que Keith también estaba muerto; en todo caso, había huido en la camioneta. Naturalmente, el miedo que provocó su marcha repentina, hizo que olvidara el contenido del sobre. Pero ¿qué persona podía concebir y llevar a cabo el múltiple asesinato de Santiago, Beckman y Waverly? ¿Se trataría realmente de algún tipo de secta como las descritas en los cuentos de Lovecraft, adoradores de seres malvados que secretamente sobrevivían en la Tierra?
Keith llevó su taza de café a la sala, mientras pensaba en una respuesta más racional.
¿Sería una broma, no perpetrada por Lovecraft, como torpemente había sugerido el susurrador, sino por algún fanático y desequilibrado admirador de su obra?
Keith recordó historias recientes de asesinatos rituales, llevados a cabo por satanistas que, supuestamente enviados por el diablo, cometían las mayores atrocidades. Podía ser típico de fanáticos transtornados apropiarse de elementos novelescos y tramar asesinatos para copiar los de los cuentos. ¿No había mencionado Waverly, alguna vez, una sociedad llamada «La Orden Esotérica de Dagon», nombre usado por unos ocultistas, de cara de pez, en La Sombra sobre Innsmouth? Humanos que se unían con monstruos submarinos y su descendencia adquiría «el rostro de Innsmouth». Los mitos de Cthulhu de Lovecraft atraían a un cierto sector de la juventud inquieta; había un grupo de rock llamado H. P. Lovecraft. Las drogas alucinógenas podían potenciar la intensidad de las fantasías imaginadas e inspirar a adictos desequilibrados a traducirlas en espantosas realidades.
Ninguna respuesta, sin embargo, explicaría la pintura de El Modelo de Pickman o la existencia del artista Upton, el prototipo auténtico del personaje de la historia. El cuadro había sido pintado en 1926. Antes que Lovecraft hubiera escrito sobre la secta de Cthulhu, y antes de que hubiera nacido ningún miembro de la actual contra-cultura.
Había otra posibilidad. En las cartas y conversaciones, Lovecraft hacía alusión frecuentemente a la fuente de los argumentos de sus historias: sus propios sueños. Toda su vida había estado sometido a intensas pesadillas, más allá de la pared del sueño.
¿Qué yacía realmente detrás de la pared? ¿Había vagado por otras dimensiones, por un universo paralelo? ¿Podía haber viajado a través del tiempo y del espacio en sus sueños, viajado para ser testigo de un pasado cercano? ¿Sabía lo que ocurriría y lo había trasladado a sus novelas, cambiando ambientes y personajes?
Era una hipotesis fantástica y, aunque no podía aceptarla, se enfrentó a una alternativa final y todavía más aterradora.
Se comparó a sí mismo con él. ¿Pero era posible tal comparación? ¿Se parecía Keith a los personajes típicos de las historias de Lovecraft?
Recordó a los narradores de tales historias: introvertidos, imaginativos, bastante neuróticos. Frecueutemente dudaban de la validez de sus propias experiencias, admitiendo que podían haber estado alucinados o locos.
¿Era esa la verdadera respuesta? ¿Era todo esto el producto de una interpretación errónea y paranoica de los sucesos normales? ¿Qué había ocurrido realmente en todo lo que Keith recordaba?
Se había producido un terremoto, de eso no cabía duda, y él había recibido un golpe en la cabeza, en casa de Waverly. Pero quizá, el golpe la había dañado, por lo cual estaría aún desorientado e imaginando los acontecimientos ocurridos.
No era una teoría agradable, pero al menos era posible bajo el punto de vista médico y, si era verdad, habría algún remedio para su situación. Mucho mejor que dirigirse a dioses-monstruos o a oscuras hermandades dedicadas a devolverlos a la vida. De forma curiosa, esa solución ofrecía cierta comodidad, una sensación de seguridad potencial.
Entonces, Keith metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y cuando la sacó y encontró la respuesta, toda la comodidad y seguridad se desvanecieron.
Allí estaba la prueba de que la noche anterior no había sido una fantasía: era el mapa de Lovecraft de…
—El sur del Pacífico…
Apenas pudo percibir la frase que pronunciaba el comentarista de la televisión. Rápidamente subió el volumen y escuchó.
—… donde, según las últimas noticias recibidas, se produjo un terremoto de actividad igual o superior al que sufrimos aquí la noche anterior. Aunque la sacudida se sintió en Australia y Nueva Zelanda, se han registrado pocos daños. Los sismólogos indican que las erupciones volcánicas submarinas están centradas en una zona del océano, al sur de la isla de Pitcairn y al sudeste de Tahití, cerca de la conjunción de 45° de latitud sur y l25° de longitud oeste.
Keith miró otra vez el mapa, examinando los márgenes, donde se indicaban los grados longitudinales y latitudinales. Entonces, sus ojos buscaron el punto donde las líneas marcadas se intersectaban.
Incluso antes de encontrarlo, sabía lo que iba a ver. Bajo la gruesa cruz que marcaba la mancha, había garabateada una palabra: R’lyeh.
La salud ofrece ciertas ventajas, especialmente en las épocas de «stress». A pesar de la interrupción de la rutina de sus ocupaciones normales por las consecuencias desastrosas del terremoto, treinta y seis horas más tarde, había puesto sus asuntos en orden y tomado un jet de la Air France.
Había salido inmediatamente, llevando en la maleta lo que creyó necesario y hospedándose en el hotel Bel-Air. Allí se sintió a salvo de las instrusiones, mientras hizo los arreglos precisos con la agencia de viajes y visó el pasaporte. Su banco le había enviado el saldo solicitado y, siguiendo sus recomendaciones, había encargado a una agencia inmobiliaria cerrar la casa y de los gastos de mantenimiento durante su ausencia. Al marchar, se quedó suficientemente satisfecho de su seguridad.
Las últimas catástrofes habían provocado la cancelación de muchos planes de vacaciones y, una vez a bordo, se encontró ocupando la sección de primera clase, con un solo compañero de vuelo.
El otro viajero era un inglés de mediana edad, cuyo retraimiento era tan característico como su tez rojiza, la corbata rayada de colegial y el catálogo de la subasta de Sotheby, que miraba atentamente.
Pero la amabilidad persistente de la azafata dio sus resultados. Cuando tomaban la tercera bebida, ya habían entrado en una animada conversación e intercambiaban presentaciones.
El hombre de Briton se llamaba Abbott —Mayor Ronald Abbott, del Quinto Regimiento Real de Fusileros de Northumberland—, entonces retirado y residente en Tahití.
—Pero sólo durante seis meses al año —dijo—. No puedo estar más tiempo sin sacar el certificado de ciudadanía. Los franceses no permiten a nadie entrar en sus reservas privadas.
—¿Ha oído hablar del terremoto? —preguntó Keith—. ¿Cree que han habido muchos daños allí?
Abbott negó con la cabeza.
—Nada serio. Azotó las aguas miles de millas hacia el sur y el este. Siempre cabe la posibilidad de una oleada, pero no han habido noticias al respecto. Estoy convencido de que encontrará Papeete completamente seguro para los turistas. Va de vacaciones ¿no es cierto?
—No exactamente.
Keith miró a la azafata que les ofrecía una bebida, agradeciéndole la interrupción. Pero eso, más los efectos de la latitud y la fatiga, le incitó a que soltara la lengua. Antes de que se diera cuenta, estaba debatiendo sobre su misión y, aunque trataba de no dar detalles sobre su naturaleza o sus motivos, hablaba abiertamente de sus apresurados preparativos para la marcha.
—Suena como si estuviera a punto de desbordarse el vaso —comentó Abbott—. Esa prisa en salir.
Miró a Keith con perspicacia.
—¿No estaría metido en algún lío con la Justicia?
—No he cometido ningún desfalco, si es lo que está pensando. Pero tuve que irme inmediatamente, cuando descubrí… —Se interrumpió, estudiando aquel rostro impasible, poniendo cuidado en no apresurarse a confiar. Una cosa era cierta; necesitaría ayuda si intentaba llevar a cabo su propósito. Un hombre como Abbott podía ser un experto en las leyes y ordenanzas de la región. ¿Pero qué más podía saber?
Keith respiró profundamente y se lanzó.
—¿Por casualidad conoce la obra de un escritor llamado Lovecraft?
Abbott agitó el vaso.
—No. Me suena el nombre. ¿Es amigo suyo?
—No, pero hay algo que escribió, una historia que explica lo que tengo intención de hacer. Si pudiera contárselo…
—Déjeme echarle un vistazo —dijo Abbott.
—La olvidé —dijo Keith frunciendo el ceño—. Me temo que está con el equipaje.
—No importa. Ya me la dejará cuando tomemos tierra. Le echaré un vistazo rápido.
En el aeropuerto, después de la inspección de la aduana, Keith encontró El Extraño y los Otros y le indicó la historia en cuestión.
—La llamada de… ¿qué? —Abbott se detuvo confundido.
—Creo que se pronuncia «Cut-ul-ju» —dijo Keith—. De todas formas no importa. Léalo y ya me dirá su impresión.
Abbott asintió.
—¿Dónde se alojará?
—En el Royal Tahitian.
—De acuerdo. Le llamaré esta noche al hotel.
El Royal Tahitian era una antigua reliquia, de antes de que los jets provocaran la invasión de turistas. La estructura principal, vieja, irregular y totalmente fascinante, estaba rodeada por jardines espaciosos, llenos de casitas individuales. Allí se bailaba el tradicional tamaré.
Keith se dedicó a explorar el jardín, descubriendo un gigantesco falo de piedra, que bien podía haber servido como objeto de culto en tiempos antiguos. Al verlo, sonrió, poniéndose nuevamente serio al pensar qué otra cosa adorarían los polinesios en aquellos tiempos o qué adorarían aún algunos de ellos. No allí, desde luego, en un hotel de Papeete ni en ningún lugar cercano a la ruidosa carretera, con el tráfico de motocicletas y el sonido de los transistores.
Si persistían las viejas costumbres y creencias, se encontrarían en el interior, en las laderas de las montañas, donde hociqueaban los cerdos salvajes, y en los picos rocosos donde los grandes cangrejos corrían aprisa. Seguramente, algunos restos del pasado primitivo, quedarían en las islas exteriores, Moorea o Bora-Bora, o en la soledad de las Marquesas en el norte. Era difícil creer que esa gente sonriente y amistosa una vez había formado parte de una sociedad guerrera que practicaba el infanticidio, rituales caníbales y ceremonias mágicas de sexo. Pero eso pertenecía a la historia que todo el mundo conocía. Paralelamente debía existir también una historia oculta. Keith recordó a Kanakas, quien se había unido con las criaturas-pez en La Sombra sobre Innsmouth. Quizá debería haberle enseñado también aquel relato a Abbott, pero su confianza tenía un límite. Por eso, había corrido un riesgo calculado al mostrarle el otro cuento y, después de cenar en el comedor al aire libre, se encontró esperando impacientemente su llamada.
Pero Abbott se presentó personalmente, alrededor de las 9. Keith descubrió un hombre distinto. Había desaparecido el traje, la camisa y la corbata de colegial: llevaba unos pantalones cortos de un color fuerte y una camisa de rayas. Sus velludos y musculosos brazos estaban bronceados y su tez rojiza parecía deberse más a la permanencia al aire libre que a los efectos del alcohol.
Pero el cambio mayor se produjo en su forma de actuar. Asiendo el libro fuertemente con la mano derecha, condujo a Keith fuera del vestíbulo, hacia los jardines.
—¿Dónde está su bungalow? —murmuró—. Tengo que hablarle.
Keith le acompañó hasta allí y, una vez dentro, le ofreció una copa.
—No hay tiempo para eso.
Abbott dejó bruscamente el libro y dio un golpe sobre la tapa.
—Dios Santo… Amigo, usted ha venido aquí por algo.
—¿Quiere decir que lo ha entendido?
—Perfectamente. No es ficción, ¿verdad?
—Yo no dije eso.
—No hace falta. La cosa habla por sí sola.
Abbott abrió bruscamente el libro, pasando las páginas hasta encontrar la línea que buscaba.
—Incluso la situación es exacta: 47° 9’ de latitud sur, 126° 43’ de longitud oeste, y la fecha, 25 de marzo. Todo coincide.
—¿Coincide con qué?
—Todos estos años he estado husmeando por estos parajes. He aprendido un poco del dialecto y he puesto interés en mostrarme amistoso. Takita fue de gran ayuda.
—¿Takita?
—Mi esposa. No hubo ceremonia en la Iglesia Anglicana, pero puede llamarla así. Pobre muchacha… Murió hace años.
Durante unos instantes Abbott guardó silencio, después continuó.
—De todas formas, conocí a su gente. Su familia todavía vive en las islas Rapa. El abuelo, Dios sabe la edad que tenía, pero aparentaba más de noventa, contaba algunos cuentos curiosos. No sólo las típicas supersticiones de los nativos, sino cosas que juraba que habían ocurrido. Ese terremoto que Lovecraft mencionaba, sucedió realmente. Y se habló mucho de una especie de criatura, o criaturas, que vivían en el fondo del mar.
—¿Podemos visitarlo?
—Difícilmente. Lo mató un burro hace años.
Abbott dejó el libro.
—No importa… Después de leer esto, tengo una idea bastante clara de lo que anda buscando. ¿Le gustaría salir y echar un vistazo por los alrededores?
—Eso es más o menos lo que tenía pensado —dijo Keith, asintiendo con la cabeza—. ¿Cree que podría conseguir cooperación de las autoridades locales?
—Es difícil. El territorio está fuera de la jurisdicción de Francia y ya sabe como son los burócratas. Si no le entendí mal, por culpa de ellos no habló con sus propios amigos.
—Exactamente —dijo Keith frunciendo el ceño—. Pero hay que hacer algo rápidamente, y necesitaré ayuda.
—No tiene más que pedirla.
—Estaba pensando que si pudiera sobrevolar esta zona…
Abbott negó con la cabeza.
—No hay ningún avión que pueda hacer el recorrido.
—¿Y alquilar un barco?
—Le costaría una fortuna, con la tripulación y todo lo demás.
—Eso no es problema.
—Puede ser un poco difícil obtener la autorización —dijo Abbott frunciendo los labios—. Lo mejor seria elegir Pitcairn como base, decirles a los franchutes que está trabajando en un libro sobre los descendientes del Arquero Cristiano y los amotinados del Bounty. Así podrá justificarse.
Keith se inclinó hacia adelante.
—¿Hay alguien a quien recomendaría para este viaje?
—Preguntaré por los alrededores. Quizás haya alguien disponible en el puerto. Necesitaremos un patrón que sepa mantener la boca cerrada. Y esos tipos no se encuentran fácilmente —explicó Abbott, mirando seriamente a Keith—. Pero antes de que vayamos más lejos, será mejor que me cuente el resto. Usted no vino aquí únicamente por curiosidad. Suponga que encuentra lo que está buscando. ¿Entonces qué?
Keith dudó.
—No estoy seguro. Pero si fuera posible hacerse con algunos explosivos, cargas de profundidad, quizá…
—Qué ingenuo —sonrió Abbott—. Desde luego, no espere encontrar ese tipo de cosas en el mercado. Hay toda clase de armamento y municiones en el arsenal local, pero meter la mano en esas propiedades, puede ser difícil. Tendrá que soltar algunos billetes.
Keith movió la cabeza negativamente.
—No me gustaría que corriese ningún riesgo.
—Todo el asunto es arriesgado. Falsificar los papeles del barco, sobornar al personal militar, manejar las cargas de profundidad encendidas —dijo Abbott sonriendo irónicamente—. Una forma de tonificar un hígado lento. Si no le importa, me gustaría participar en el asunto.
—¿Vendrá conmigo?
—Estoy cansado de mi vida solitaria y usted va a necesitar alguien que sepa hacer estallar esas cargas. Hace años, yo era un experto en eso, en Nam. Hice el servicio en Harbor como artificiero. —Entonces se puso serio—. Además, si hay alguna posibilidad de que lo que sospechamos sea cierto, debemos ponernos a trabajar.
—Puede ser peligroso.
Abbott se encogió de hombros.
—Francamente, creo que es usted un inconsciente. Creo que lo somos los dos. Pero con su permiso, lo primero que voy a hacer mañana es ponerme manos a la obra.
Pasaron tres días hasta completar los preparativos. Abbott no era amigo de dar detalles de sus progresos por teléfono. Varias veces invitó a Keith a su casa, en la playa, al otro extremo de la isla. Pero Keith pensaba que era mejor evitar idas y venidas para no atraer la atención, de modo que al fin acudió en persona al hotel para darle los datos. Había hecho los arreglos necesarios para el viaje con el dinero que Keith había sacado del banco y los cheques de viaje.
El cuarto día, se pusieron en camino. El mar estaba en calma, y eso era una suerte. Porque el Okishuri Maru era un viejo buque pesado, y el capitán Sato, tal como Abbott había predicho, no parecía estar muy pendiente de manejar el barco. Sin embargo, nadie podía negar su experiencia en la navegación, y Abbott parecía satisfecho de haber dejado el asunto en sus manos.
Keith veía poco a los ocho hombres de la tripulación y no hacía ningún esfuerzo por comunicarse con ellos cuando éstos hacían su trabajo en cubierta.
—No hablan inglés —dijo Abbott—. Son bastante perezosos, pero es lo mejor que podía encontrarse con tan poco tiempo. No quería gente del lugar, por razones obvias. Estos chicos son de fuera, de Tuamota. Sato eligió al camarero y al cocinero; asegura que son de toda confianza y que todo lo que tenemos que hacer es confiar en ellos. Por lo menos, lo que cocinan es comestible.
—¿Qué sabe el capitán Sato? —preguntó Keith, mientras tomaba el café y una copa de coñac, en la primera noche.
—Algo más de lo que me gustaría —Abbott bajó la voz—. No tiene nada de tonto. Al principio, debió creer que pensábamos hacer algún tipo de contrabando y no mostró ninguna alarma. Pero cuando metimos a bordo las cargas de profundidad, sospechó algo extraño. Tuve que contarle una historia increíble de que tú eras un oceanógrafo y hacías explotar las cargas para sacar raros especímenes de las profundidades del mar.
—¿Se lo tragó?
—Es difícil decirlo. Pero sabe que estamos metidos en algo ilegal, y ha puesto el precio de acuerdo con ello. Cuando descubra lo que realmente estamos buscando tendrás que soltar más dinero del acordado.
—Si es que encontramos algo.
Keith echó una mirada al exterior por la portilla de la cabina, viendo los rayos de sol de la tarde estriando la superficie plana del agua con reflejos multicolores.
—¿Sabe? Nunca imaginé que esto sería tan tranquilo. Es difícil creer que pueda haber algo dañino y menos aún lo que describió Lovecraft.
Fue en la mañana del quinto día cuando la tranquilidad de Keith se desvaneció.
Cuando Abbott golpeó la puerta del camarote y le animó a salir a cubierta, la vista que se presentó ante sus ojos, lo dejó sin habla.
Temblando miró lo que aparecía en la proa, por estribor. Era terriblemente familiar y, por un momento, creyó estar experimentando un déjà vu. Entonces se dio cuenta de que observaba lo que Lovecraft había descrito en su historia tan exacta y claramente: la punta de una cima surgiendo entre la niebla de las profundidades del océano, sobre la que se elevaba una masa montañosa de mampostería, que emergía como un monolito formado por gigantescos bloques de piedra cubiertos de limo verde.
R’lyeh era real.
Los morenos tripulantes farfullaban y señalaban desde la cubierta. El capitán Sato apareció en el puente frunciendo el entrecejo a causa del sol. Miraba de soslayo aquella increible estructura inmensa, elevándose sobre la superficie del océano, inclinada en un ángulo que desafiaba la gravedad y la cordura.
Contemplando aquel horror de las profundidades, reconoció su poder, el poder de dar a conocer su existencia a través de los sueños de los hombres de todo el mundo. Había sido durante el sueño cuando Lovecraft lo vio tiempo atrás y ahora aparecía para hacer presente su advertencia.
Y la secta también era real; la secta cuyas plegarias e invocaciones habían originado el temblor, la erupción tanto tiempo esperada, que había alzado una vez más el oscuro R’lyeh de las profundidades, donde el Gran Cthulhu dormía inmortal y eterno transmitiendo sus mandatos.
Mandatos. Keith era vagamente consciente de que Abbott estaba tras él, gritando órdenes al capitán Sato. La lancha fue arriada por fin.
—Asegúrate de llevar las cargas —dijo Keith—. Si podemos encontrar la entrada para tirarlas…
Abbott asintió precipitadamente. Después transmitió las instrucciones a Sato.
Keith continuaba mirando la ciudadela ciclópea, que gradualmente tomaba una forma inteligible, en la inmensa escalinata de piedra que presentaba ángulos sin significado ni uso para el andar humano, y que conducía hasta una enorme puerta. Incluso a esa distancia podía ver las esculturas de extrañas formas, esparcidas por la superficie; tentaculadas, retorcidas y absolutamente aterrorizantes. Y al otro lado de la puerta se hallaba la realidad que representaban.
—¿Estás bien?
Abbott le zarandeó por el hombro.
Keith bajó la vista y comprobó que la lancha flotaba bajo el barco, ya preparada. Entonces asintió con la cabeza.
—Vamos entonces.
Abbott descendió por la escala de cuerda y Keith le siguió torpemente hasta llegar al bote. Desamarraron y Sato se situó en el timón.
Una vez más, los ojos de Keith volvieron a la musgosa montaña, festoneada por algas marinas y coronada por la terrible masa de piedra.
—Mira —dijo—. No tiene base. Fíjate en todas esas piedras sesgadas, como de otra dimensión, y aún así encajan.
Abbott asintió, impaciente.
—No hay tiempo para lecciones de geometría. Vamos a popa.
La lancha se movía lentamente detrás de la parte inferior del pico que sobresalía. El capitán gritaba órdenes y Keith advirtió que los hombres que componían la tripulación no mostraban ningún miedo. Pero ellos no sabían lo que tenían delante, esperando escondido en la oscuridad, tras la gran puerta, sobre aquellas extrañas escaleras oblicuas.
Una vez fuera del bote, Keith resbaló por la pendiente mientras seguía a Abbott. Sabía que la tripulación venía detrás, transportando las cargas de profundidad, pero no se volvió para comprobarlo. Su corazón latía con fuerza, no sólo por el ejercicio, sino también por lo que esperaba encontrar.
Por fin, él y Abbott llegaron hasta la gran puerta, adornada por molduras de piedra que no tenían ningún punto de apoyo.
Entonces hizo memoria.
—¿Recuerdas la historia? —murmuró Keith—. Es como un panel que se balancea en la cúspide.
Abbott trepó por uno de los costados tallados y presionó la superficie fangosa del dintel de piedra, en un punto alto. La puerta se movió hacia adentro, mostrando, por la abertura abismal, la oscura profundidad del interior.
Al abrir, salió un olor de corrupción que aturdía los sentidos, un hedor tan irresistible por su intensidad, que Keith a punto estuvo de desmayarse.
Tomó aliento e intentó recuperar el control. Entonces vio que el capitán Sato y la tripulación habían subido y se encontraban tras él con las manos vacías.
Miró con el ceño fruncido a Abbott.
—Las cargas de profundidad… ¿Dónde están?
—En el maldito arsenal, en Papeete —dijo Abbott—. ¿No creerías de verdad que me iba a apropiar de ellas? Ya hemos tenido bastantes problemas, sin necesidad de hacerlo. Si hubieras venido a mi casa, como yo quería, nos hubiéramos ahorrado el viaje. —Se encogió de hombros—. De todas formas, habría tenido que venir para abrir la puerta.
Keith, paralizado, se volvió hacia Sato. Al hacerlo, oyó un ruido, como de chapoteo, proveniente de la oscuridad abismal, al otro lado de la gigantesca puerta.
Sato también lo oyó, pero su expresión no se alteró. Unicamente inclinó la cabeza. El piloto, un corpulento nativo de piel oscura, se acercó para escudriñar a Keith, con unos ojos que no pestañeaban.
El capitán Sato señaló al hombre con un gesto.
—Él pertenece a Cthulhu.
La tripulación pululaba alrededor de Keith, cogiéndole con manos pegajosas, para levantarlo y conducirlo hacia la boca abierta a que conducía la puerta adornada con figuras demoníacas, donde algo estaba ascendiendo.
A Keith le fue imposible mirar lo que acechaba abajo. Sus ojos se cerraron y sintió que se adentraba en la oscuridad.
La última imagen que captó, fueron los ojos de pez de los hombres de la tripulación. Había reconocido demasiado tarde la apariencia de Innsmouth.