Sammy entró en casa. Era pasada la medianoche, estaba tan sobrio como una losa y en los bolsillos tenía billetes para el Broadway Limited y el City of Los Ángeles. Había una luz encendida en la sala de estar y vio que Joe se había quedado dormido en el sillón con uno de sus viejos volúmenes polvorientos sobre la Cábala o lo que fuera —el volumen 4 de las Leyendas de los judíos de Ginzberg— colocado sobre su regazo como si fuera una tienda de campaña. Había una botella medio vacía de Piels sobre un posavasos de rafia en la mesa de pino que tenía al lado. Cuando entró Sammy, Joe se movió un poco y se revolvió en la silla, levantando una mano para protegerse los ojos de la luz de la bombilla. Despedía un olor rancio y soñoliento a cerveza y ceniza.
—Eh.
—Eh —dijo Sammy. Fue con Joe y le puso una mano en el hombro. Le masajeó los músculos de la espalda: eran duros y nudosos—. ¿Todo el mundo está bien? ¿Tommy está bien?
—Hum. —Joe asintió y cerró otra vez los ojos. Sammy apagó la luz. Fue al sofá, cogió una manta de punto de color melocotón y mostaza, una de las pocas cosas que había cosido su madre y el único recordatorio visible de ella en esta vida, la llevó al sillón y se la echó por encima a Joe, con cuidado de tapar los calcetines con la punta naranja que Joe llevaba en los pies.
Luego Sammy recorrió el pasillo y entró en el dormitorio de Tommy. Bajo la luz oblicua que entraba del pasillo, vio que Tommy se había movido en sueños hasta el extremo de la cama y tenía la cara aplastada contra la pared. Había tirado las mantas con las piernas. Llevaba un pijama de color azul químico con ribetes blancos en las solapas y los puños (naturalmente, Sammy tenía otro idéntico). Tommy tenía un sueño muy movido e incluso después de que Sammy le apartara la cabeza de la pared, el chico siguió resoplando y moviéndose, y su respiración era tan rápida que casi parecía el jadeo de un perro. Sammy empezó a taparlo con las mantas. Luego lo dejó y simplemente se quedó allí de pie mirando a Tommy, queriéndolo y sintiendo el habitual estremecimiento de vergüenza, al ver dormir al niño, que quería decir que se sentía un padre, o mejor dicho, feliz de serlo.
Había sido un padre indiferente, quizá mejor que el suyo, pero eso no era decir gran cosa. Cuando Tommy todavía era un pececillo desconocido dentro de Rosa, Sammy había decidido que aquel niño nunca se sentiría desatendido, que nunca lo abandonaría, y hasta ese momento, hasta esa noche, había conseguido mantener su promesa, aunque algunas veces —por ejemplo, la noche en que había decidido aceptar el empleo en Gold Star Comics— le había resultado difícil. Pero lo cierto era que, a pesar de toda su buena intención, si uno no contaba las horas en que el niño estaba durmiendo, se había perdido la mayor parte de su infancia. Como muchos niños, suponía Sammy, Tommy había llevado a cabo la mayor parte de su crecimiento mientras su padre estaba ausente, en los intervalos entre las escasas horas que pasaban juntos. Sammy se preguntaba si la indiferencia que él había achacado a su padre no era después de todo el rasgo peculiar de un hombre sino una característica universal de todos los padres. Tal vez los «jóvenes pupilos» que asignaba rutinariamente a sus héroes —una tendencia que desde aquel día iba a pasar a formar parte de la historia de los cómics y nunca lo iba a abandonar durante el resto de su vida— no representaba la expresión de un error de su naturaleza sino de un deseo más profundo y universal.
El doctor Fredric Wertham era un idiota. Era obvio que Batman no intentaba corromper a Robin, ni de forma consciente ni inconsciente. Intentaba hacerle de padre, y por extensión reemplazar a todos los padres ausentes, indiferentes y desaparecidos de los niños lectores de cómics de América. Ahora Sammy querría haber tenido la presencia de ánimo para decirle al subcomité que añadir un ayudante a un héroe disfrazado de cómic garantizaba un aumento del veintidós por ciento en su circulación.
Pero ¿qué importaba aquello? Era mejor no haber presentado ninguna resistencia. Ya se había terminado. No tenía más opción que liberarse a sí mismo.
Y sin embargo no conseguía salir del dormitorio de Tommy. Se quedó allí junto a la cama durante cinco minutos largos, recordando la historia de aquel dormitorio, desde los días en que un bebé había dormido boca abajo en el centro de una cuna de metal esmaltado, con las piernas encogidas bajo el cuerpo y el trasero enfundado en un fardo abultado de pañales. Recordó una racha de lo que Rosa había llamado «los terrores nocturnos», cuando Tommy tenía dos o tres años, en que el niño se despertaba noche tras noche gritando como si lo estuvieran despellejando y cegado por el horror de lo que fuera que acababa de ver en sueños. Habían intentado aliviarlo dejando encendida una lamparilla, dándole el biberón, cantándole, pero al final había resultado que lo único que le aliviaba era que Sammy se metiera con él en la cama. Sammy acariciaba el pelo del chico hasta dolerle la muñeca y escuchando su respiración tumultuosa, hasta que los dos se quedaban dormidos. Aquel fue el punto álgido de su carrera como padre. Y también había tenido lugar en plena noche, mientras el niño dormía.
Se sacó los zapatos y se metió en la cama. Se dio media vuelta, se tumbó de espaldas y juntó las manos debajo la cabeza para que le sirvieran de almohada. Tal vez podía quedarse allí un rato antes de ir a buscar su maleta al garaje. Reconoció que había cierto peligro de quedarse dormido —había sido un día muy largo y estaba agotado—, lo cual estropearía su plan de marcharse aquella noche, antes de que su partida suscitara ninguna discusión. Y no estaba lo bastante seguro de su decisión como para darle a Rosa o a Joe o quien fuera la oportunidad de intentar disuadirlo. Pero le resultó muy agradable tumbarse junto a Tommy y escucharlo de nuevo mientras dormía, después de tanto tiempo.
—Hola, papá —dijo Tommy, aturdido y en tono perplejo.
—Oh —dijo Sammy—. Eh, hijo.
—¿Has cazado al mono?
—¿De qué mono hablas, hijo? —dijo Sammy.
Tommy dibujó un círculo con la mano, impaciente por tener que explicarlo todo de nuevo.
—El mono que tiene el chisme ese. La espátula.
—No —dijo Sammy—. Lo siento. Continúa suelto.
Tommy asintió.
—Te he visto en la tele —dijo. Parecía cada vez más despierto.
—¿Sí?
—Has estado bien.
—Gracias.
—Pero estabas un poco sudoroso.
—Estaba sudando como un cerdo, Tom.
—¿Papá?
—¿Sí, Tom?
—Me estás aplastando un poco.
—Lo siento —dijo Sammy. Se apartó unos centímetros de Tommy. Se quedaron así. Tommy se dio la vuelta con un gruñido de fastidio o de exasperación.
—Papá, eres demasiado grande para esta cama.
—Muy bien —dijo Sammy, sentándose—. Buenas noches, Tom.
—Mmm noches.
Sammy recorrió el pasillo hasta el dormitorio. A Rosa le gustaba dormir muy a oscuras, con las persianas bajadas y las cortinas cerradas, y Sammy tuvo que buscar a tientas y tropezar varias veces para encontrar el armario. Rápidamente sacó una maleta de cuero blanco ajado y la llenó con ropa que fue sacando del perchero y de la cajonera empotrada. Metió ropa de verano: camisas de popelina y trajes de textura tropical, un chaleco, camiseta, calzoncillos largos, calcetines y ligas, un bañador, un cinturón marrón y uno negro. Lo metió todo en la maleta de forma apresurada y descuidada. Cuando terminó, apagó la luz y salió de nuevo del dormitorio, cegado por las formas geométricas borrosas parecidas a dibujos de alfombras persas que le llenaban los ojos. Regresó por el pasillo, felicitándose por no haber despertado a Rosa, y regresó arrastrándose a la cocina. Pensó en hacerse un sándwich. Ya tenía la mente ocupada en la redacción de la nota que planeaba dejar.
Cuando llegó a pocos pasos de la cocina, sin embargo, olió humo.
—Ya me lo has vuelto a hacer —dijo.
Rosa estaba sentada allí, en albornoz, con su vaso de agua caliente con limón, su cenicero y las ruinas de un pastel entero delante. La luminiscencia nocturna de Bloomtown, los faros de los coches que pasaban, el brillo de la carretera estatal, y el resplandor difuso que la ciudad situada a sesenta millas proyectaba en las nubes bajas, entraba por las cortinas de algodón moteado y se posaba sobre la tetera, el reloj y el grifo que goteaba en el fregadero.
—Llevas una maleta —dijo Rosa.
Sammy miró la maleta, como para confirmar su información.
—Cierto —dijo, sonando un poco sorprendido incluso a sus propios oídos.
—Te marchas.
Sammy no respondió.
—Supongo que tiene sentido —dijo ella.
—¿Verdad que sí? —dijo él—. O sea, piénsalo.
—Si eso es lo que quieres. Joe iba a intentar convencerte para que te quedaras. Tiene algunos planes. Y por supuesto, está Tommy.
—Tommy.
—Le vas a romper el corazón.
—¿Eso es pastel? —dijo Sammy.
—Por alguna razón, he hecho tarta de chocolate y queso —dijo Rosa—. Con baño de merengue.
—¿Estás borracha?
—Me he bebido una botella de cerveza.
—Te gusta hacer pasteles cuando estás borracha.
—¿Por qué será? —empujó por encima de la mesa los restos caídos de la tarta de chocolate y queso, con baño de merengue—. Por alguna razón —dijo—, también me da por comérmelos todos.
Sammy fue al cajón de la cocina y sacó un tenedor. Cuando se sentó no tenía nada de hambre, pero luego dio un bocado al pastel y antes de poder contenerse se había comido todo el que quedaba. El azúcar le crujía y el merengue se le fundía entre los dientes. Rosa se levantó y le sirvió un vaso de leche, luego se sentó detrás de él mientras se lo bebía, despeinándole el pelo de la nuca.
—No lo has dicho —dijo Sammy.
—¿Qué es lo que no he dicho?
—Lo que tú quieres que haga.
Se apoyó en ella y reclinó la cabeza en su vientre. De pronto estaba cansado. Había planeado marcharse enseguida, hacer que su marcha fuera fácil, pero ahora se preguntó si no debería esperar a la mañana.
—Ya sabes que quiero que te quedes —dijo ella—. Confío en que lo sepas. Maldita sea, Sammy, nada me gustaría más.
—Para demostrar algo, ¿no es verdad?
—Sí.
—Que nadie puede decirnos cómo hemos de vivir y que puede haber de todo y que se metan en sus malditos asuntos. ¿Te refieres a eso?
Ella dejó de acariciarle el pelo. Le parecía haber oído cierto matiz de sarcasmo en su voz, aunque él no tenía ninguna intención de ser sarcástico y de hecho la admiraba por lo que estaba y siempre había estado dispuesta a hacer por él.
—Lo que pasa —dijo Sammy— es que creo que tengo otra cosa que demostrar.
Se oyó un carraspeo. Se giraron y vieron que Joe estaba en el umbral, con todo el pelo alborotado, la boca abierta y parpadeando como si no se quisiera creer lo que estaba viendo.
—¿Se va? ¿No te vas, verdad?
—Una temporada —dijo Sammy—. Como mínimo.
—¿Adónde vas?
—Pensaba en Los Ángeles.
—Sammy —dijo Joe, dando un paso hacia Sammy que resultaba vagamente amenazador—. Maldita sea, no puedes.
Sammy retrocedió un poco y levantó un brazo como para defenderse de su viejo amigo.
—Tranquilo, Joe. Aprecio tus sentimientos, pero yo…
—No son sentimientos, idiota. Después de que te fueras esta mañana, he ido a Empire Comics y les he hecho una oferta. Para comprarlos. Y Shelly Anapol ha aceptado.
—¿Qué? ¿Una oferta? Joe, ¿estás loco?
—Dijiste que tenías ideas. Dijiste que yo te había estimulado otra vez.
—Sí, y lo has hecho, pero no sé. Por Dios, ¿cómo has podido ir y hacer eso sin preguntarme primero?
—Es mi dinero —dijo Joe—. No tienes nada que decir al respecto.
—Ajá —dijo Sammy. Y luego—. Ajá. Bien. —Se desperezó y bostezó—. Tal vez pueda escribir los argumentos desde allí y enviártelos por correo. Ya veremos. Ahora estoy demasiado cansado para esto, ¿de acuerdo?
—Bueno, pero esta noche no te vas, Sam. No seas loco. No hay tren en el que irte ahora.
—Por lo menos quédate hasta la mañana —dijo Rosa.
—Supongo que puedo dormir en el sofá —dijo Sammy.
Rosa y Joe se miraron, sorprendidos y alarmados.
—Sammy, Joe y yo no estamos… ¿Todo esto no será porque…? No hemos…
—Ya lo sé —dijo Sammy—. El sofá ya me va bien. Ni siquiera tenéis que cambiar las sábanas.
Rosa dijo que aunque Sammy pudiera estar totalmente preparado para vivir como un vagabundo, de ninguna forma iba a empezar su nueva carrera en casa de ella. Fue al armario de la ropa de cama, sacó sábanas limpias y una funda de almohada. Dejó a un lado el montón de sábanas usadas de Joe y colocó las limpias, metiéndolas bien, alisándolas y doblando la manta para dejar al descubierto el reverso de la sábana floreada con un doblez perfectamente en diagonal. Sammy permaneció a su lado, dando la paliza sobre lo apetecible que le resultaba aquella cama después del día que había tenido. Cuando ella lo dejó sentarse, dio una palmada al cojín, se quitó los zapatos y por fin se tumbó con el suspiro de felicidad de un hombre dolorido que entra en una bañera de agua caliente.
—Todo esto me resulta muy extraño —dijo Rosa. Tenía la funda de almohada llena de las sábanas sucias de Joe en una mano, como una bolsa, y con la otra se secaba las lágrimas.
—Ha sido extraño desde el principio —dijo Sammy.
Ella asintió. Luego le dio el hato de sábanas sucias a Joe y se marchó por el pasillo. Joe se quedó un momento junto al sofá, mirando a Sammy con expresión perpleja, como si intentara recorrer hacia atrás todos los pasos, uno por uno, del hábil truco de sustitución que Sammy acababa de llevar a cabo.
Cuando la familia se despertó a la mañana siguiente, muy temprano, la cama del sofá estaba deshecha, las sábanas estaban dobladas en la mesilla del café con la almohada apoyada encima y hacía mucho que Sammy y su maleta se habían marchado. En lugar de una nota u otro gesto de despedida, solamente había dejado, en el centro de la mesilla de café, la pequeña tarjeta de visita que le habían dado en 1948, cuando había comprado la parcela en donde ahora estaba la casa. Estaba doblada y arrugada y sucia de haber pasado muchos años en la cartera de Sammy. Cuando Rosa y Joe la cogieron vieron que Sammy había cogido un bolígrafo y, apretando mucho sobre la cartulina, había tachado el nombre de la familia únicamente teórica impreso encima de la dirección, y en su lugar había escrito, precintadas en un rectángulo negro y envueltas por el grueso lazo de la y, las palabras KAVALIER Y CLAY.