Al final resultaron ser ciento dos. Lo dijo el hombre de la empresa de mudanzas. Él y su socio acababan de terminar de amontonar las últimas en el garaje, alrededor del cajón que contenía el polvillo que quedaba del Gólem de Praga, encima y al lado del mismo. Joe había salido de la casa para firmarlo todo. Miró a Tommy con una cara un poco rara, como despeinada por el viento o algo parecido, y ruborizada. Tenía los faldones de la camisa por fuera y saltaba de un pie a otro porque iba en calcetines. La madre de Tommy miraba desde la puerta de la casa. Se había quitado toda la ropa de ir a la ciudad y se había vuelto a poner el albornoz. Joe firmó y puso sus iniciales en los impresos allí donde era necesario y los empleados de mudanzas se metieron en su camión y regresaron a la ciudad. Luego Joe y Tommy entraron en el garaje y se quedaron mirando las cajas. Al cabo de un momento, Joe se sentó en una de ellas y encendió un cigarrillo.
—¿Cómo te ha ido en la escuela?
—Hemos visto a papá en la tele —le dijo Tommy a Joe—. El señor Landauer ha traído su tele a la clase.
—Ajá —dijo Joe, mirando a Tommy con una expresión extraña.
—Estaba, bueno, sudaba mucho —dijo Tommy.
—Oh, no lo creo.
—Todos los niños han dicho que parecía sudoroso.
—¿Y qué más han dicho?
—Eso es lo que han dicho. ¿Puedo leer tus cómics?
—Por supuesto —dijo Joe—. Son tuyos.
—¿Quieres decir que me los puedo quedar?
—Eres el único que los quiere.
Al ver las cajas amontonadas como mampostería, el niño tuvo una idea. Se construiría un Nido para el Bicho[32]. Cuando Joe volvió a la casa, Tommy empezó a arrastrar y a empujar las cajas de un lado para otro, y al cabo de una hora había conseguido que el espacio vacío ya no estuviera en los márgenes sino en el centro, consiguiendo de ese modo un refugio en el corazón del montón.
Una choza india de pino nudoso y astillado, con el techo abierto para dejar que entrara la luz de la lámpara del techo, abierto por un pasadizo estrecho cuya entrada estaba camuflada con un montón de tres cajas fácilmente desplazable. Cuando terminó, se puso de cuatro patas y se arrastró boca abajo por el Tubo de Acceso Secreto hasta la Celda Interior del Nido del Bicho. Allí se quedó sentado, mordiendo un lápiz, leyendo cómics y rindiendo tributo inconsciente en su iglú solitario a los túneles de hielo en los que su padre había sufrido tiempo atrás.
Mientras estaba sentado, mordiendo la arandela metálica de su lápiz, despertando un dolor amargo y electromagnético en el empaste de una de sus muelas, el Bicho se dio cuenta de que una de las cajas que formaban las paredes de su Nido era algo distinta a las demás: ennegrecida por el tiempo, alfombrada de astillas y más alargada que las demás cajas salidas del refugio secreto de Joe. Se puso de rodillas y se acercó lentamente a la caja. La reconoció. La había visto mil veces los años anteriores a la llegada de las cosas de Joe; debajo de una lona al fondo del garaje, junto con un puñado de otros trastos antiguos, como por ejemplo un tocadiscos autorreversible Capehart fabuloso pero lamentablemente difunto y una caja inexplicable llena de peines. El cajón tenía una tapa de listones, toscamente sujeta por unos nudos de alambre grueso y un broche del mismo alambre retorcido, atado con un trozo de cuerda verde. En los costados tenía impresas, o tal vez estampadas a fuego, varias palabras francesas y el nombre de Francia. Supuso que alguna vez debía de haber guardado botellas de vino.
A cualquier niño, pero sobre todo a uno cuya crónica estaba contenida en el sonido de una habitación llena de adultos que se callaban de golpe, el contenido de la caja de vino, petrificada por el polvo y las inclemencias del clima hasta formar una unidad sólida de olvido, le habría parecido un tesoro. Con precisión de arqueólogo y recordando que después tendría que volver a ponerlo todo tal como lo había encontrado, fue separando las distintas capas, una tras otra, inventariando los restos de su prehistoria que habían sobrevivido por azar.
1) Un ejemplar del primer número de Radio Comics, metido dentro de una carpeta escolar de celofán verde traslúcido. Tenía las páginas amarillentas y al sostenerlas en la mano le parecieron infladas. Era la misma fuente, el corazón latente del olor a manta vieja que exudaba la caja.
2) Otra carpeta de celofán verde, está llena de viejos recortes de prensa, noticias y anuncios sobre el abuelo de Tommy, el famoso forzudo de vodevil conocido como la Poderosa Molécula. Recortados de periódicos de todo el mundo, con tipografía excéntrica y un estilo de redacción vagamente apelmazado y difícil de entender, lleno de jerga oscura y de alusiones a canciones y celebridades olvidadas. Unas cuantas fotografías de un hombre diminuto en taparrabos, cuyo cuerpo musculoso tenía un aspecto compacto y rellenito, como el de Buster Crabbe.
3) Un dibujo, doblado y arrugado, del Gólem, más fornido y con un aspecto más rústico que el de la epopeya de Joe, calzado con botas de clavos y caminando por una calle iluminada por la luna. El trazo, aunque reconocible como el de Joe, era más vacilante e inseguro, más parecido al de Tommy.
4) Un sobre con una entrada de cine rota y una fotografía amarilla y granulada, recortada de un periódico, de la glamourosa actriz mexicana Dolores del Río.
5) Una caja de hojas de carta sin usar de Kavalier y Clay, de antes de la guerra, con el membrete consistente en un retrato de grupo de los diferentes personajes, con superpoderes y sin ellos —Tommy solamente reconoció con certeza al Escapista, el Monitor y Polilla Luna— que el equipo de Kavalier y Clay había creado en aquella época.
6) Un sobre de papel Manila con una fotografía de gran tamaño en blanco y negro de un hombre atractivo con un cabello que brillaba como un casquete de cromo moldeado. Su boca era una línea nítida y fina, pero sus ojos tenían un matiz jocoso, como si estuviera a punto de sonreír. Tenía la mandíbula cuadrada y un hoyuelo en la barbilla. En la esquina inferior derecha de la foto había la siguiente inscripción escrita en letras amplias y rizadas: «Al hombre que me soñó, con afecto». Y una firma: «Tracy Bacon».
7) Un par de gruesos calcetines de lana con la punta de color naranja, dentro de una funda de cartón con dos franjas de color naranja brillante impresas. Entre las franjas había el dibujo esquemático de un fuego animado en una chimenea de casa de campo y la palabra «Calentitos» en grandes letras de color naranja.
Y por fin, dobladas y arrugadas y olvidadas en el fondo de la caja, una tira de cuatro fotografías de fotomatón, de su madre y Joe: sonrientes, sorprendidos por el flash; sacando la lengua y poniendo ojos saltones; con las mejillas y las sienes pegadas; y por fin besándose, dándose un beso heroico y con los ojos entrecerrados, como dos actores en un póster de cine. En las fotos parecían absurdamente delgados y jóvenes y tan estereotipadamente enamorados que resultó obvio incluso para Tommy, un chico de once años que nunca antes en su vida había mirado a dos personas y había pensado de forma consciente: Estas dos personas están enamoradas. Como por arte de magia, oyó sus voces, su risa y luego oyó que giraba el pomo de la puerta y sus goznes chirriaban. Rápidamente empezó a colocar de nuevo las cosas que había sacado de la caja.
Oyó que sus labios se unían y se separaban con un ruido húmedo. El ruido de sus dientes al chocar o de los botones de su ropa.
—Tengo que trabajar —dijo por fin su madre—. Estoy haciendo «Ridiculizada por el amor».
—Ah —dijo él—. Tu autobiografía.
—Calla.
—¿Y si te hago la cena? —dijo él—. Para que puedas seguir trabajando.
—Eh, eso estaría muy bien. Sería algo inédito. Mejor será que tengas cuidado. Me puedo acostumbrar.
—Pues acostúmbrate.
Estas dos personas están enamoradas.
—¿Has hablado ya con Tommy? —dijo ella.
—Más o menos.
—¿Más o menos?
—No he encontrado el momento.
—Joe. Se lo tienes que decir.
A Tommy se le cayó de la mano la carpeta llena de recuerdos de la carrera de la Poderosa Molécula. Las fotografías y los recortes salieron revoloteando por todas partes, y cuando intentó recogerlos, se golpeó contra la caja y la tapa cayó al suelo con un crujido de astillas.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Tommy? Oh, Dios mío, Tommy, ¿estás ahí?
Se sentó en la cavidad oscura de su santuario, sujetando el puñado de fotografías contra su pecho.
—No —dijo al cabo de un momento, consciente de que era incuestionablemente lo más patético que había dicho en su vida.
—Déjame —oyó que decía Joe. Se oyó cómo alguien arrastraba unas cajas, un gruñido y la cabeza de Joe se asomó a la Celda Interior. Había reptado boca abajo por el pasadizo. Se apoyó en los codos con los brazos debajo del pecho. De cerca, tenía la cara manchada y el pelo lleno de pasto de Cuaresma y dientes de león.
—Eh —dijo—. Hola.
—Hola.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—O sea —dijo Joe— que tal vez has oído unas cuantas cosas.
—Sí.
—¿Puedo entrar? —Era su madre.
—Me parece que no hay sitio, Rosa.
—Seguro que sí.
Joe miró a Tommy:
—¿Tú qué crees?
Tommy se encogió de hombros y asintió. Así pues, Joe se metió hasta el fondo y se quedó allí encogido, embutido más bien, contra la pared de la celda, con las caderas pegadas a las de Tommy. Apareció la cabeza de la madre de Tommy, con el pelo recogido a toda prisa y de mala manera con un pañuelo, y los labios asomando bajo el carmín. Tommy y Joe extendieron sus manos respectivas y tiraron de ella. Ella se sentó, suspiró y dijo en tono jovial «Bien», como si todos acabaran de colocarse sobre una manta a la sombra en la orilla de un arroyo iluminado por el sol.
—Estaba a punto de contarle una historia a Tom —dijo Joe.
—Ajá —dijo Rosa—. Pues adelante.
—No es algo que yo… Estoy más acostumbrado a hacerlo… Ya sabes, con dibujos. —Tragó saliva, hizo crujir los nudillos y respiró hondo. Dejó escapar una pequeña sonrisa y se sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa—. Tal vez tendría que dibujarlo, ja, ja.
—Ya he visto las fotos —dijo Tommy.
Su madre se inclinó para mirar junto con Joe a las dos personas que habían sido una vez.
—Oh, Dios mío —dijo—. Me acuerdo. Fue la noche en que llevamos a tu tía al cine. En el vestíbulo del Loew’s de Pitkin Avenue.
Todos se movieron un poco para estar más cerca y Tommy se tumbó con la cabeza en el regazo de su madre. Ella le acarició el pelo y él escuchó mientras Joe soltaba un discurso nada convincente sobre las cosas que uno hace cuando es joven y los errores que uno comete y del hermano muerto del que Tommy había tomado su nombre, aquel niño desafortunado e inimaginable, y contaba que por entonces todo había sido distinto, porque estaban en guerra, tras lo cual Tommy señaló que también había habido hasta hacía poco una guerra en Corea, y Joe respondió que era verdad, y fue entonces cuando él y Rosa se dieron cuenta de que Tommy ya no escuchaba nada de lo que estaban diciendo.
Simplemente estaba allí tumbado, en el Nido del Bicho, cogiendo la mano de su padre mientras su madre le apartaba los rizos de la frente.
—Creo que lo hemos arreglado —dijo Joe por fin.
—Muy bien —dijo Rosa—. ¿Tommy? ¿Qué te parece? ¿Has entendido todo lo que te hemos dicho?
—Creo que sí —dijo el chico—. Salvo una cosa.
—¿El qué?
—¿Qué pasa con papá?
Su madre suspiró y le dijo que ahora iban a tener que encargarse de aquello.