En toda su vida hasta aquella tarde, Sammy solamente se había emborrachado una vez, en aquella casa enorme situada en una playa azotada por el viento de Nueva Jersey, la noche antes del ataque a Pearl Harbor, la primera vez que se vio entre hombres primero hermosos y luego perversos. Aquella vez, igual que ahora, era algo que había hecho básicamente porque era lo que se esperaba de él. Después de que el actuario lo liberara de su juramento, se giró, sintiendo que el contenido de su cabeza se había vaciado como el licor de un huevo de Pascua escurriéndose por un agujerito, para observar aquella sala perpleja de americanos con los ojos como platos. Pero antes de tener la oportunidad de ver si —extraños y amigos por igual— apartaban la vista o se lo quedaban mirando fijamente, si tenían las bocas abiertas de horror o de sorpresa o bien si asentían con afectación presbiteriana o con complacencia urbana, puesto que todo el tiempo habían sospechado que Sammy albergaba aquel deseo oscuro de corromper menores y de deambular por su majestuosa mansión con un joven ayudante, vestidos con las mismas chaquetas de esmoquin; en otras palabras, antes de tener oportunidad de empezar a desarrollar la noción de quién y qué iba a ser en adelante, Joe y Rosa lo envolvieron en una combinación de abrigos y periódicos arrugados digna de un secuestro y lo sacaron a toda prisa de la Sala 11 del Tribunal. Lo arrastraron por delante de los cámaras de la televisión y de los fotógrafos de la prensa, bajaron las escaleras, cruzaron Foley Square y llegaron a una brasería, subieron al bar, donde lo colocaron con esmero de floristas delante de un vaso de bourbon con hielo, como siguiendo un conjunto establecido de protocolos a seguir, conocido por cualquier persona civilizada, en caso de que un miembro de la familia fuera identificado públicamente como un homosexual de toda la vida, en la televisión, por parte de miembros del Senado de Estados Unidos.
—Y otro para mí —le dijo Joe al barman.
—Que sean tres —dijo Rosa.
El barman se quedó mirando a Sammy con una ceja arqueada. Era un irlandés más o menos de la edad de Sammy, corpulento y medio calvo. Miró por encima del hombro hacia la televisión que había en un estante por encima de la barra. Aunque únicamente estaban dando un anuncio de cerveza Ballantine, la televisión estaba sintonizada en el canal 11, la WPIX, la cadena que había estado transmitiendo las vistas. El barman volvió a mirar a Sammy, con un malicioso brillo irlandés en los ojos.
Rosa hizo bocina con las dos manos.
—¡Hola! —dijo—. Tres bourbon con hielo.
—Ya lo he oído —dijo el barman, cogiendo tres vasos de debajo de la barra.
—Y apague esa televisión, ¿quiere?
—¿Por qué no? —dijo el barman, sonriendo de nuevo en dirección a Sammy—. El programa ya se ha terminado.
Rosa sacó un paquete de cigarrillos de su bolso y sacó uno del paquete.
—Hijos de puta —dijo—. Hijos de puta. Hijos de la gran puta.
Lo dijo varias veces más. Ni Joe ni Sammy parecieron capaces de añadir nada. El barman les trajo sus copas, se las terminaron en un momento y pidieron otra ronda.
—Sammy —dijo Joe—. Lo siento mucho.
—Sí —dijo Sammy—. Bueno. No pasa nada. Estoy bien.
—¿Cómo estás? —dijo Rosa.
—No lo sé, creo que estoy bien de verdad.
Aunque tenía tendencia a atribuir su percepción al alcohol, Sammy se dio cuenta de que parecía no haber ninguna emoción, por lo menos ninguna que él pudiera nombrar o identificar, detrás del asombro que le había producido su desenmascaramiento repentino y su incredulidad ante la forma en que había tenido lugar. Asombro e incredulidad: un par de bastidores pintados en un decorado detrás del cual había un desierto inmenso y desconocido de arenisca, lagartos y cielo.
Joe pasó una mano por los hombros de Sammy. Al otro lado de Sammy, Rosa se apoyó en él, puso la cabeza sobre la mano de Joe y suspiró. Se quedaron sentados de aquella manera, apoyados los unos en los otros.
—No puedo evitar fijarme en que no he percibido demasiado asombro en vosotros dos —dijo Sammy por fin.
Rosa y Joe se incorporaron, miraron a Sammy y luego se miraron entre ellos por detrás de su espalda. Se ruborizaron.
—¿Batman y Robin? —dijo Rosa, asombrada.
—Eso es una mentira asquerosa —dijo Sammy.
Se bebieron otra ronda y luego alguien, Sammy no estaba seguro de quién, dijo que era mejor que volvieran a Bloomtown, puesto que las cajas de Joe llegaban hoy y Tommy tenía que llegar a casa dentro de un par de horas. Hubo un movimiento general de abrigos y pañuelos, pintalabios, billetes de un dólar y el hielo vertido de una copa, y en algún momento Rosa y Joe parecieron darse cuenta de que estaban en la puerta de la brasería y que Sammy no estaba con ellos.
—Los dos estáis demasiado borrachos para conducir —les dijo Sammy cuando volvieron a por él—. Coged el tren en Penn Station. Yo llevaré el coche a casa más tarde.
Entonces fue la primera vez que miraron a Sammy con algo parecido a la duda, la desconfianza y la compasión que él había temido ver en sus caras.
—Dejadme tranquilo —dijo—. No me voy a tirar con el coche al puto East River. Ni nada parecido.
Joe y Rosa no se movieron.
—Os lo juro, ¿de acuerdo?
Rosa volvió a mirar a Joe y Sammy se preguntó si acaso lo que les preocupaba no era solamente que pudiera hacerse daño. Tal vez les preocupaba que tan pronto como se fueran él se iría a Times Square y trataría de ligar con un marinero. Y entonces Sammy se dio cuenta de que al fin y al cabo podía hacerlo.
Rosa se le acercó de nuevo y le dio un enorme abrazo tambaleante que estuvo a punto de hacerle caer de su taburete. Ella le susurró al oído, con el olor a tapón de corcho quemado en el aliento cálido.
—No nos pasará nada malo —dijo ella—. A ninguno.
—Ya lo sé —dijo Sammy—. Vamos, marchaos. Me voy a quedar aquí hasta que se me pase la borrachera.
Sammy se pasó la hora siguiente mirando su copa, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos y los codos sobre la barra. El sabor marrón oscuro y cáustico del bourbon, que al principio le había parecido insoportable, ahora le parecía indistinguible del sabor de su propia lengua, del de sus pensamientos y del corazón que latía imperturbable en su pecho.
No estaba seguro de qué le hizo ponerse a pensar en Bacon. Tal vez fue el recuerdo revivido de aquella noche de alcohol en Pawtaw en 1941. O tal vez no fue más que la arruga rosada que rodeaba el cuello fornido del barman. Con el paso de los años, Sammy se había arrepentido de prácticamente todo acerca de su relación con Bacon salvo del hecho de que, hasta ahora, había sido un secreto. La necesidad de sigilo y ocultamiento era algo que siempre había considerado una condición necesaria tanto de aquel amor como de las sombras, cada una de ellas más tenue y furtiva que la anterior, que había proyectado tras de sí. En verano de 1941 habían podido perderlo casi todo, o eso parecía, por culpa de la vergüenza y la ruina del desenmascaramiento. Sammy no podía saber entonces que llegaría un día en que vería aquellas cosas que su amor mutuo había puesto en jaque —su carrera en los cómics, la relación con su familia y su lugar en el mundo— como los muros de una prisión, como una torre asfixiante y oscura de la cual no había posibilidad de escape. Hacía mucho tiempo que Sammy había dejado de apreciar la seguridad que un día había sido tan reticente a poner en peligro. Ahora había sido desenmascarado, junto con Bruce y Dick, con Steve y Bucky, junto con Oliver Queen (¡qué obvio!) y Speedy, y esa seguridad se había esfumado para siempre. Y no quedaba nada que lamentar salvo su propia cobardía. Recordó su despedida de Tracy en Penn Station la mañana de Pearl Harbor, en el compartimento de primera clase de la Broadway Limited. Su farsa de una silenciosa y ordinaria despedida masculina, el apretón de manos, la palmada en el hombro, ajustando y modulando cuidadosamente su conducta aunque no había nadie mirando, tan minuciosamente sintonizados con el peligro de lo que se arriesgaban a perder que no podían permitirse ver lo que tenían.
—Eh, señorita —le dijo el barman en un tono de amenaza no del todo burlón—. En este bar no se permite llorar.
—Lo siento —dijo Sammy. Se secó los ojos con la punta de la corbata y se sorbió la nariz.
—Le he visto esta tarde en la tele —dijo el barman—. ¿Verdad que sí?
—¿De veras?
El barman sonrió.
—¿Sabe? Siempre sospeché de Batman y Robin.
—¿Ah, sí?
—Sí. Gracias por sacarme de dudas.
—Eh, tú —dijo una voz detrás de Sammy. Sintió una mano en el hombro, se giró y se encontró a sí mismo mirando a la cara de George Debevoise Deasey. El bigote pelirrojo se había descolorido y ahora era del color de una rodaja de manzana oxidada. Debajo de las gruesas lentes, tenía los ojos legañosos y llenos de venas rojas. Pero Sammy se dio cuenta de que estaban inflamados por el mismo brillo de malicia e indignación.
Sammy se escurrió de su taburete y medio se posó, medio se cayó al suelo. No estaba tan sobrio como debería.
—¡George! ¿Qué haces…? ¿Estabas allí? ¿Lo has visto?
Deasey no pareció oír a Sammy. Su mirada se dirigía al barman.
—¿Sabes por qué tienen que follarse entre ellos? —le preguntó Deasey al tipo. A Sammy le pareció que había desarrollado un ligero temblor de la cabeza que le daba un aire más quejumbroso que nunca.
—¿Cómo dice?
—Digo: ¿Sabes por qué Batman y Robin tienen que follarse entre ellos? —Sacó su billetera y cogió un billete de diez dólares, con aire despreocupado, haciendo tiempo para soltar su chiste.
El barman negó con la cabeza, con una media sonrisa, esperando algo gracioso.
—No, ¿por qué? —dijo.
—Porque no pueden irse a tomar por el culo como tú. —Deasey dejó el billete sobre la barra—. Y ahora, ¿por qué no haces algo útil y me pones un whisky de centeno con agua y otra de lo que él esté tomando?
—Eh —dijo el barman—. No voy a aguantar esa clase de lenguaje aquí.
—Como quieras —dijo Deasey, perdiendo interés de repente en la conversación. Se subió al taburete de al lado de Sammy y dio una palmada en el asiento que Sammy acababa de dejar vacío. El barman languideció unos segundos al frío del vacío repentino en la conversación en el que Deasey le había dejado, luego se movió y cogió dos vasos vacíos del estante.
—Siéntese, señor Clay —dijo Deasey.
Sammy se sentó, un poco atemorizado de George Deasey, como siempre.
—Sí, he estado ahí, para responder su pregunta —dijo Deasey—. Resulta que he venido un par de semanas a la ciudad y he visto que actuaba usted.
George Deasey había dejado el mundo de los cómics durante la guerra y nunca había vuelto a él. Un viejo amigo de la escuela lo había reclutado para alguna clase de trabajo en la inteligencia y Deasey se había trasladado a Washington, se había quedado allí al terminar la guerra y había hecho cosas con gente como Bill Donovan y los hermanos Dulles, cosas que, las pocas veces que Sammy se había encontrado, no se había negado a explicar pero tampoco había explicado. Seguía vistiendo de forma pintoresca, con uno de sus trajes a lo Woodrow Wilson, de franela gris con cuello de clérigo y pajarita con dibujos bordados. Durante unos minutos, mientras esperaban que el barman les trajera sus copas —se tomó su tiempo— y se las bebían, Deasey no dijo nada. Y por fin:
—Es un barco que se hunde —dijo—. Tendría que dar las gracias de que lo hayan tirado por la borda.
—El único problema es que no sé nadar —dijo Sammy.
—Oh, bueno —dijo Deasey en tono despreocupado. Se terminó su copa y le hizo una señal al barman para que le pusiera otra—. Dígame, ¿es cierto que ha regresado mi viejo amigo el señor Kavalier? ¿Es posible que sea verdadera la historia fantástica que me han contado?
—Bueno, no iba a tirarse de verdad —dijo Sammy—. Si eso es lo que le han contado. Y no fue él quien escribió la carta. Fue… Mi hijo. Es una larga historia. Pero ahora está viviendo en mi casa —dijo Sammy—. En realidad, creo que él y mi mujer…
Deasey levantó una mano.
—Por favor —dijo—. Ya he oído bastantes detalles desagradables acerca de su vida privada hoy, señor Clay.
Sammy asintió. No iba a discutir eso.
—Ha sido tremendo, ¿eh? —dijo.
—Oh, usted ha estado bien, supongo. Pero el pornógrafo me ha parecido extremadamente conmovedor. —Deasey se giró hacia Sammy y se relamió, como si se estuviera preguntando si debía abandonar el tono burlón—. ¿Cómo lo lleva usted?
Sammy intentó una vez más decidir cómo se sentía.
—Cuando esté sobrio —dijo—, probablemente me quiera suicidar.
—Para mí es el pan de cada día —dijo Deasey.
El barman le puso delante con brusquedad otro vaso de whisky de centeno.
—No lo sé —dijo Sammy—. Sé que tendría que sentirme muy mal. Avergonzado o qué sé yo. Sé que tendría que sentirme como ese gilipollas —señaló al barman con el pulgar— intentaba que me sintiera. Y supongo que así es como me he estado sintiendo más o menos durante los diez últimos años de mi vida.
—Pero no se siente así.
—No. Me siento… No sé cuál sería la palabra apropiada. Supongo que aliviado.
—Yo llevo mucho tiempo en el negocio de los secretos, Clay —dijo Deasey—. Créame, un secreto es una cadena muy pesada. No simpatizo mucho con esas proclividades de usted. De hecho, las encuentro bastante repugnantes, sobre todo cuando lo imagino a usted personalmente entregándose a ellas.
—Muchas gracias.
—Pero no me sorprendería si al final resultara que el senador Estes C. Kefauver y sus colegas le acabaran de dar a usted su llave de oro.
—Dios mío —dijo Sammy—. Creo que tiene usted razón.
—Por supuesto que la tengo.
Sammy no podía siquiera imaginar cómo era vivir un solo día que no estuviera alimentado o deformado por una mentira.
—Señor Deasey, ¿ha estado usted alguna vez en Los Ángeles?
—Una vez. Me pareció que allí podría ser extremadamente feliz.
—¿Por qué no vuelve?
—Soy demasiado viejo para ser feliz, señor Clay. A diferencia de usted.
—Sí —dijo Sammy—. Los Ángeles.
—¿Y qué haría usted allí, si puede saberse?
—No lo sé. Tal vez intentar trabajar en televisión.
—La televisión, sí —dijo Deasey dejando bien patente su desdén—. Sí, a usted se le daría muy bien.