Esa mañana Joe había salido de casa muy temprano.
Durante horas después de decir buenas noches a Rosa y a Sammy, y bastante después de que se fueran a la cama, Joe se había quedado despierto en el sofá de la sala de estar, atormentado por sus pensamientos y por la risita breve y ocasional del tanque del retrete al otro lado del pasillo. Había dispuesto reintegros mensuales para pagar el alquiler de las oficinas de Cremas Evanescentes Kornblum, S.A., y durante mucho tiempo no se había permitido a sí mismo considerar la suma total de dinero que tenía guardada. La variedad de planes grandiosos y hogareños que había intentado sufragar tiempo atrás era extravagante —había derrochado de forma desmesurada con la imaginación— y después de la guerra, el dinero siempre le parecía una deuda que tenía y que no podía pagar. Había declarado quiebra en el nivel de los planes: una casa para su familia en Riverdale o Westchester, un piso para su viejo profesor Bernard Kornblum en un bonito edificio del Upper West Side. En sus fantasías, se encargaba de que su madre obtuviera los servicios de un cocinero, tuviera abrigo de pieles, tiempo libre para escribir y para ver tan pocos pacientes como deseara. El estudio de su madre en la gran casa Tudor tenía una ventana en saliente y pesados tablones, que pintaba de blanco porque odiaba las habitaciones oscuras. Tenía mucha luz y no estaba nada recargado, con alfombras Navajo y cactus en macetas. Para su abuelo había un guardarropa entero de trajes, un perro y un tocadiscos Panamuse como el de Sammy. Su abuelo se sentaba en el conservatorio con tres amigos de su edad y cantaba canciones de Weber con el acompañamiento de sus flautas. Para Thomas había lecciones de equitación, lecciones de esgrima, viajes al Gran Cañón, una bicicleta, una colección de enciclopedias y —el objeto más codiciado a la venta en las páginas de los cómics— un rifle de aire comprimido, para que Thomas pudiera disparar a los cuervos, las marmotas o (lo más probable, dada la amabilidad del chico) a latas, cuando salieran de la ciudad, los fines de semana, a la casa de campo de Putnam County que Joe iba a comprar.
Aquellos planes lo avergonzaban casi tanto como le entristecían. Pero la verdad era que, mientras estaba allí tumbado fumando, en calzoncillos. A Joe lo atormentaba, más que las ruinas de sus sueños fatuos, la idea de que incluso ahora, en la misteriosa factoría de insensatez que era más o menos sinónimo de su corazón, se estaba trabajando para producir toda una línea nueva de pamplinas. No podía parar de tener ideas —diseños de trajes y decorados, nombres de personajes, argumentos— para una serie de cómics basada en la haggadah y el folklore judíos. Parecía que llevaran todo el tiempo allí, esperando un golpecito de Sammy para salir dando tumbos de forma caótica. La idea de gastarse los 974 000 dólares que continuaban creciendo de forma constante en el Stage Crafts Credit Union del East Side para sacar a flote la recién reformada sociedad de Kavalier y Clay lo turbaba tanto qué empezó a dolerle el estómago. No, turbación no era una forma sincera de explicarlo. Lo que sentía era excitación.
Sammy había acertado con los héroes con calzoncillos largos en 1939. Joe tenía la sensación de que también acertaba en 1954. William Gaines y su EC Comics habían trabajado todos los géneros convencionales del cómic salvo uno —los cómics románticos, el western, las historias bélicas, el crimen, lo sobrenatural, etcétera— y les habían insuflado emociones más oscuras, argumentos menos infantiles, bocetos elegantes y entintados tenebrosos. El único género que habían omitido o evitado (salvo para ridiculizarlo en las páginas de Mad) era el de los superhéroes disfrazados. ¿Y si la misma clase de transformación —no estaba seguro de que aquello fuera lo que Sammy tenía en mente, pero después de todo, el dinero era suyo— se intentara con el superhéroe disfrazado? ¿Y si trataban de hacer historias sobre superhéroes disfrazados que fueran más complejos, menos infantiles y tan falibles como los ángeles?
Por fin se quedó sin cigarrillos y renunció a dormir aquella noche. Se volvió a poner la ropa, cogió un plátano de la fuente de la encimera y salió fuera.
Todavía no eran las cinco de la mañana y las calles de Bloomtown estaban desiertas, las casas eran oscuras, furtivas y prácticamente invisibles. Una brisa salada y continua venía procedente del mar, a ocho millas de allí. Más tarde, traería la lluvia esporádica y la oscuridad que el señor Al Button intentaría disipar encendiendo los faros pálidos de su furgoneta, pero por el momento no había nubes, y el cielo, que de día en aquella localidad de casas de un piso, arbolitos raquíticos y jardines estériles podía parecer tan insoportablemente alto e inmenso como el cielo sobre alguna pradera devastada de Nebraska, se entregaba ahora a Bloomtown como una bendición, llenando el vacío de velvetón azul oscuro y estrellas. El ladrido de un perro a dos manzanas de allí le puso a Joe la piel de los brazos de gallina. Había estado en el Atlántico y en las costas del mismo muchas veces desde el hundimiento del Arca de Miriam. La cadena de asociaciones que relacionaba en la mente de Joe a Thomas con la masa de agua que se lo había tragado se había disipado hacía mucho tiempo. Pero de vez en cuando, sobre todo si, como sucedía ahora, ya tenía a su hermano en mente, el olor a mar podía desplegar el recuerdo de Thomas como una bandera. Sus ronquidos, el soplido casi animal de su respiración procedente de la otra cama. Su aversión a las arañas, a las langostas y a cualquier cosa que se arrastrara como una mano sin cuerpo. Una fotografía manoseada de él con siete u ocho años, con albornoz a cuadros y alpargatas, sentado junto a la enorme Phillips de los Kavalier, con las rodillas pegadas al pecho, los ojos fuertemente cerrados, balanceándose de delante a atrás mientras ponía toda su voluntad en escuchar una ópera italiana u otra.
Aquel albornoz, con las costuras de las solapas de grueso hilo negro; aquella radio, con las líneas góticas y el dial, como un atlas del éter, con nombres de capitales del mundo impresas; aquellos mocasines de cuero con sus tipis bordados en el empeine: nunca más volvería a ver nada de todo aquello. El pensamiento era banal, y sin embargo, como pasaba de vez en cuando, lo cogió por sorpresa y lo decepcionó profundamente. Era absurdo, pero subyaciendo su experiencia del mundo, en algún estrato profundo precambriano, estaba la esperanza de que algún día —¿pero cuándo?— regresaría a los capítulos iniciales de su vida. Todo estaba allí —en alguna parte— esperándolo. Regresaría a las escenas de su infancia, a la mesa de desayuno del apartamento junto al Graben, al esplendor oriental del vestuario de la Militär und Civilschwimmschule. No como un turista entre sus ruinas, sino de verdad. No por medio de algún sortilegio, sino simplemente por medios naturales. No era una convicción racional y ni siquiera creía en ella en serio, pero de alguna forma estaba presente, como un error temprano y fundamental en su comprensión de la geografía —como por ejemplo que el Quebec estaba al oeste de Ontario— que ninguna corrección ni experiencia posterior podía eliminar del todo. Se dio cuenta ahora de que aquella clase de convicción fútil pero imposible de erradicar estaba en el núcleo de su incapacidad para desprenderse del dinero que llevaba tantos años ahorrando en el Stage Crafts Credit Union del East Side. En alguna parte en su corazón, o dondequiera que fuera que aquellos errores se alimentaban y se cuidaban, creía que alguien —su madre, su abuelo, Bernard Kornblum— todavía podía aparecer a pesar de todo. Aquellas cosas pasaban todo el tiempo. Gente que supuestamente había sido fusilada en el gueto de Lodz o había muerto de tifus en el campo de deportación de Zehlendorf aparecían de pronto como propietarios de tiendas de alimentación en Sao Paulo o llamando a la puerta de un cuñado en Detroit pidiendo limosna, más viejos, debilitados —cambiados hasta resultar irreconocibles o asombrosamente inalterados—, pero vivos.
Volvió a entrar en casa, se anudó la corbata, se puso una chaqueta y cogió las llaves del coche de su gancho en la cocina. No estaba seguro de adónde iba a ir, al principio, pero el olor del mar permanecía en su nariz y tenía una vaga idea de coger el coche, conducir hasta Fire Island en una hora y volver antes de que nadie se diera cuenta de que se había marchado.
La idea de conducir también lo excitaba. Desde la primera vez que lo había visto, el coche de Sammy y Rosa le había llamado la atención. La marina había enseñado a Joe a conducir y se había puesto a ello con su aplomo de costumbre. Sus momentos más felices durante la guerra habían sido tres breves viajes que había hecho al volante de un jeep en Bahía de Guantánamo. Hacía doce años de aquello. Confiaba en acordarse todavía.
No tuvo problema en encontrar el camino a la ruta 24, pero por alguna razón no vio el desvío de East Islip, y antes de reconocerlo ya estaba de camino a la ciudad. El coche olía al pintalabios de Rosa y a la crema capilar de Sammy y también conservaba cierto aroma residual a sal y lana del invierno. Durante mucho rato no encontró a casi nadie en la carretera, y al cruzarse con otros viajeros tuvo una vaga sensación de agradable intimidad con ellos mientras se adentraban siguiendo la luz de sus faros en la oscuridad del oeste. En la radio, Rosemary Clooney estaba cantando Hey There y cuando cambió de emisora se la volvió a encontrar cantando This Ole House. Abrió la ventanilla y empezó a oír ocasionalmente un ruido de hierbas y de insectos nocturnos y a veces el mugido de un tren. Joe soltó el volante y se dejó llevar por las secciones de cuerda de aquellas canciones de éxito y por el rugido del motor Champion de ocho cilindros en línea. Al cabo de un rato se dio cuenta de que había conducido muchas millas sin pensar en nada, y mucho menos en qué iba a hacer exactamente cuando llegara a Nueva York.
Al acercarse al puente de Williamsburg —no del todo seguro de cómo había conseguido llegar allí— experimentó un momento extraordinario de optimismo y de gracia. Ahora había mucho más tráfico, pero el cambio de marchas iba muy suave y aquel coche pequeño y robusto cambiaba de carril con habilidad. Cogió el puente que cruzaba el East River. Sentía cómo el puente zumbaba bajo las ruedas y notaba a su alrededor toda la obra de ingeniería, las fuerzas, tensiones y remaches que conspiraban para mantenerlo en vilo. Al Sur, pudo vislumbrar el puente de Manhattan, con su aire parisino, refinado, elegante, con las faldas levantadas para revelar sus patas de acero en punta, y más allá, el puente de Brooklyn, como un haz enorme de fibras musculares trenzadas. En la dirección opuesta estaba el puente de Queensboro, como un par de enormes zarinas de hierro con las manos unidas para bailar. Y delante suyo, la ciudad que lo había amparado y se lo había tragado y le había reportado una modesta fortuna se cernía, pardusca y gris, engalanada con guirnaldas y boas de una sustancia gris y neblinosa, un compuesto de niebla portuaria, rocío primaveral y de los humos que la propia ciudad expelía. La esperanza había sido su enemiga, una debilidad que tenía que controlar a cualquier precio, y había sido así durante tanto tiempo que tardó un momento en admitir que él la había dejado instalarse de nuevo en su corazón.
En Union Square West se detuvo delante del edificio Workingman’s Credit, sede del Stage Crafts Credit Union del East Side. Por supuesto, no había dónde aparcar. El tráfico se empezó a acumular detrás del Studebaker mientras Joe patrullaba en busca de un sitio, y cada vez que aminoraba la marcha empezaba de nuevo la fanfarria furiosa de bocinas. Un autobús vino rugiendo desde detrás de él, y las caras de sus pasajeros se lo quedaron mirando desde las ventanillas o bien se burlaron de su ineptitud con sus expresiones indiferentes. En su tercera vuelta a la manzana Joe aminoró una vez más delante del edificio. La acera allí estaba pintada de rojo oscuro. Joe se detuvo, intentando decidir qué hacer. Dentro de la mole mugrienta y magnífica del edificio Workingman’s Credit, en las oficinas oscuras iluminadas con montantes del banco Crafts Union, su cuenta yacía profundamente dormida bajo años de intereses y polvo. Lo único que tenía que hacer era entrar y decir que quería retirar dinero.
Alguien golpeó su ventanilla con los nudillos. Joe dio un respingo y pisó el acelerador. El coche avanzó unos centímetros antes de que pudiera pisar el freno y se detuvo con una especie de eructo desagradable de los neumáticos.
—¡Uau! —gritó el policía, que había venido a preguntarle a Joe qué pretendía reteniendo el tráfico de la Quinta Avenida de aquella forma, a la hora de más tráfico de la mañana. De un salto se apartó del coche, a la pata coja, agarrándose la bota izquierda reluciente con las dos manos.
Joe bajó la ventanilla.
—¡Me ha atropellado el pie! —dijo el policía.
—Lo siento mucho —dijo Joe.
El policía volvió a poner el pie en la acera, con cuidado, luego volvió a apoyar su peso considerable sobre él de forma gradual.
—Creo que no pasa nada. Me ha atropellado la punta donde no llega el pie. Ha tenido suerte.
—He cogido prestado el coche a mi primo —dijo Joe—. Tal vez no lo conozco tan bien como debo.
—Sí, bueno, no se puede parar ahí, joven. Lleva diez minutos. Tiene que marcharse.
—Eso es imposible —dijo Joe. No podía llevar mucho más de uno o dos a lo sumo—. Diez minutos.
El policía se dio unos golpecitos con el dedo en el reloj.
—He mirado el reloj en cuanto se ha parado.
—Lo siento, agente —dijo Joe—. No consigo decidir qué tengo que hacer en este momento. —Señaló con el pulgar al edificio Workingman’s Credit—. Tengo mi dinero ahí —dijo.
—Por mí como si tiene la nalga izquierda ahí —dijo el policía—. Tiene que largarse, caballero.
Joe empezó a discutir, pero mientras lo hacía se dio cuenta de que, en cuanto el policía había golpeado su ventanilla, había sentido un alivio enorme. La decisión había sido tomada por él. No podía aparcar allí. No podría sacar el dinero hoy. Tal vez no fuera tan buena idea después de todo. Puso el coche en marcha.
—Muy bien —dijo—. Me voy.
Mientras intentaba encontrar el camino de vuelta a Long Island, consiguió perderse de veras en Queens. Casi llegó a los viejos terrenos de la vieja Feria Mundial antes de ver su equivocación y dar media vuelta. Al cabo de un rato, se sorprendió a sí mismo conduciendo por una extensión verde y enorme de cementerios, que reconoció como Cypress Hills. Las lápidas y los monumentos salpicaban las colinas como ovejas en un cuadro de Claude Lorrain. Había estado una vez allí, hacía muchos años, poco después de volver a la ciudad. Era la noche de Halloween y un grupo de chicos de la trastienda de Tannen lo habían convencido para unirse a ellos en su visita anual a la tumba de Harry Houdini, que estaba enterrado allí en un cementerio judío llamado Machpelah. Se habían llevado sándwiches, petacas y termos llenos de café y habían pasado la noche cotilleando sobre la vida amorosa sorprendentemente arrebatada de la señora Houdini después de que muriera su marido y esperando a que se apareciera el espíritu del misteriarca, tal como Houdini habría prometido que haría si resultaba ser posible. Al amanecer el día de Todos los Santos, habían bromeado y silbado y habían fingido estar decepcionados por el hecho de que Houdini no hubiera aparecido, pero al menos en el caso de Joe —y él sospechaba que no había sido el único— aquel fingimiento únicamente había servido para enmascarar la decepción real que sentía. Joe no creía en absoluto en el más allá, pero deseaba creer con todas sus fuerzas. Un viejo chiflado cristiano había intentado reconfortar a Joe en la biblioteca pública de Halifax diciéndole, en tono tranquilizador, que había sido Hitler y no los aliados quien había liberado a los judíos. Desde la muerte de su padre —desde el día en que había oído por primera vez en la radio una información sobre el gueto prodigioso de Terezin—, Joe no había estado tan próximo al consuelo. Lo único que habría tenido que hacer, para encontrar alivio en las palabras del cristiano, era creer en ellas.
No tuvo muchos problemas para encontrar de nuevo Machpelah —estaba señalado por un edificio funerario fastuoso de un modo lúgubre de diseño vagamente inspirado en el Oriente Próximo que a Joe le recordó la casa del padre de Rosa—, entró en su recinto con el coche y aparcó. La tumba de Houdini era la más grande y espléndida del cementerio, completamente desproporcionada en relación a la modestia, e incluso la austeridad, de las demás losas y lápidas. Era una estructura curiosa, como un balcón espacioso despegado de la fachada de un palacio, una balaustrada de mármol en forma de letra «C», con columnas como pies de letra en ambos lados que sostenían un banco largo y bajo. Las columnas tenían inscripciones en inglés y hebreo. En el centro, encima de la inscripción lacónica HOUDINI, un busto del difunto mago fruncía el ceño, con cara de acabar de lamer una batería. Una curiosa estatua de una mujer vestida con una túnica y llorando estaba posada sobre el banco, con los brazos extendidos sobre el mismo en una especie de eterno desvanecimiento de pena. A Joe le pareció torpe e inquietante. Había ramilletes y coronas de flores desperdigados en varios estados de descomposición y muchas de las superficies estaban llenas de piedrecitas, dejadas por la familia, supuso Joe, o por admiradores judíos. Los padres y los hermanos y hermanas de Houdini estaban todos enterrados aquí: todo el mundo salvo su difunta esposa, Bess, a quien no se había admitido porque era católica y no había querido convertirse. Se preguntó qué habría puesto en las lápidas de sus padres si hubiera tenido oportunidad. Solamente los nombres y las fechas ya resultaban bastante extravagantes.
Empezó a recoger las piedras que la gente había dejado y las fue colocando cuidadosamente en la barandilla, por llamarla de algún modo, del balcón, formando líneas y círculos y estrellas de David. Se dio cuenta de que alguien había metido una notita en una fisura del monumento, entre dos piedras, y luego vio otros mensajes diseminados, allí donde había una ranura o una grieta. Los fue sacando, desenrollando las cintas rojas y viendo lo que había escrito la gente. Todos parecían ser mensajes dejados por devotos del espiritismo y estudiantes del más allá que ofrecían disculpas póstumas al gran desacreditador por haber impugnado la Verdad que a día de hoy seguro que había descubierto ya. Al cabo de un rato, Joe se sentó en el banco, a una distancia segura de la estatua de la mujer que lloraba. Respiró hondo, negó con la cabeza y extendió una mano imaginaria en busca de algún residuo espiritual de Harry Houdini o de Thomas Kavalier o de quien fuera. No, puede que la esperanza lo volviera a vencer, pero nunca sería capaz de creer.
Por fin se hizo una almohada con su abrigo y se acostó encima del banco de mármol. Oía el ronroneo del tráfico en la Interborough Parkway y el chirrido intermitente de los frenos de un autobús en Jamaica Avenue. Los sonidos parecían corresponderse exactamente con el cielo gris pálido al que Joe estaba mirando, oscurecido por moretones azules ocasionales. Cerró un momento los ojos, solamente para escuchar un momento el cielo. En un momento dado, oyó unos pasos en la hierba tras su espalda. Se incorporó y miró el campo de color verde resplandeciente —por alguna razón, ahora brillaba el sol— y las colinas con sus rebaños de ovejas blancas, y vio que se acercaba su viejo profesor Bernard Kornblum, con su chaqué. Tenía las mejillas irritadas y una mirada brillante y severa. Llevaba la barba atada en una redecilla.
—Lieber Meister —dijo Josef, extendiendo ambas manos hacia él. Las dos manos cruzaron el aire que las separaba hasta unirse como las agujas en forma de zíngaras danzantes del puente de Queensboro—. ¿Qué tengo que hacer?
Kornblum resopló con las mejillas peladas y negó con la cabeza, poniendo los ojos un poco en blanco como si aquella fuera una de las preguntas más estúpidas que le habían hecho nunca.
—Por el amor de Dios —dijo—. Vete a casa.
Cuando Joe llegó a la puerta del 127 de Lavoisier Driver, prácticamente fue derribado. Rosa se le colgó del cuello con un brazo y con la otra mano le dio un puñetazo bastante fuerte en el brazo. Tenía la mandíbula apretada y Joe se dio cuenta de que estaba conteniendo las ganas de llorar. Tommy se apretó contra él un par de veces, como un perro, y se apartó de él como si estuviera avergonzado, dándose con el armario del tocadiscos y volcando un jarro de caléndulas secas. Después, los dos empezaron a hablar al mismo tiempo. ¿Dónde has estado? ¿Por qué no has llamado? ¿Qué hay en el cajón? ¿Te apetece un poco de pudding de arroz?
—He ido a dar una vuelta con el coche —dijo Joe—. Por el amor de Dios. —Comprendió que habían creído que los había vuelto a abandonar, ¡y que había robado el coche familiar! Se avergonzó de ser capaz de despertar semejantes sospechas en ellos—. He ido en coche a la ciudad. ¿Qué cajón? ¿Qué…?
Joe lo reconoció al instante, con la misma falta de sorpresa que si hubiera estado soñando. Había estado viajando en su interior, en sueños, desde otoño de 1939. Su compañero de viaje, su otro hermano, había sobrevivido a la guerra.
—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Tommy—. ¿Es un truco?
Joe se acercó al ataúd. Extendió la mano en su dirección y le dio un empujoncito. Se movió un par de centímetros y luego se asentó de nuevo sobre su extremo.
—Es algo condenadamente pesado —dijo Rosa—. Sea lo que sea.
Así fue como Joe comprendió que algo iba mal. Recordaba muy bien que el cajón era muy ligero con el Gólem dentro cuando Kornblum y él lo habían sacado del 26 de Nicholasgasse, como un ataúd lleno de pájaros o como un esqueleto. Le pasó por la cabeza la idea terrorífica de que nuevamente pudiera haber un cuerpo en el interior junto con el Gólem. Acercó un poco la cara al cajón. Vio que en algún momento alguien había cerrado con un candado el panel de observación que Kornblum había fabricado para engañar a la Gestapo y a la guardia de fronteras.
—¿Por qué lo hueles? —dijo Rosa.
—¿Es comida? —dijo Tommy.
Joe no quería decirles qué era. Se daba cuenta de que estaban medio locos de curiosidad, ahora que habían visto cómo reaccionaba al ver el cajón, y que como era natural estaban esperando no solamente que les dijera qué había en el cajón sino que se lo enseñara sin más demora. Aquello era lo que no quería hacer. El cajón era el mismo, no le cabía duda, pero su contenido misteriosamente pesado podía ser cualquier cosa. Podía ser algo muy, muy malo.
—Tommy le ha dicho al tipo que lo ha traído que eran tus cadenas —dijo Rosa.
Joe intentó pensar en la sustancia u objeto más absolutamente anodino que pudiera contener el cajón. Se planteó decirles que era un montón de viejos exámenes de la escuela. Luego se dio cuenta de que en realidad las cadenas no resultaban en absoluto interesantes.
—Es verdad —dijo—. Debes de ser clarividente.
—¿Son tus cadenas de verdad?
—Solamente un montón de chatarra.
—¡Uau! ¿Podemos abrirlo ahora? —dijo Tommy—. Me muero de ganas de verlas.
Joe y Rosa entraron en el garaje a buscar la caja de herramientas de Sammy. Tommy hizo el gesto de seguirlos, pero Rosa le dijo:
—Quédate aquí.
Encontraron la caja de herramientas enseguida, pero ella no lo dejó volver a la casa.
—¿Qué hay en el cajón? —dijo ella.
—¿No te crees que sean cadenas? —Sabía que no era bueno para decir mentiras.
—¿Por qué sospechas que sean cadenas?
—No sé lo que hay dentro —dijo Joe—. No es lo que había antes.
—¿Y qué había antes?
—El Gólem de Praga.
Siempre había sido difícil dejar sin respuesta a Rosa. Simplemente se hizo a un lado, mirándolo, para dejarlo pasar. Pero él no volvió a la casa, al menos no de inmediato.
—Déjame preguntarte una cosa —dijo Joe—. Si tuvieras un millón de dólares, ¿se los darías a Sammy para que pudiera comprar Empire Comics?
—¿Sin el Escapista?
—Supongo que ha de ser así.
Ella estuvo un minuto pensando una respuesta, durante el cual Joe pudo ver cómo gastaba el dinero de una docena de maneras. Por fin negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo ella aunque le dolía admitirlo—. El Escapista era como las joyas de la corona.
—Eso pensaba yo.
—¿Por qué se te ha ocurrido eso?
Joe no contestó. Llevó la caja de herramientas a la sala de estar y con la ayuda de Rosa y de Tommy, consiguió bajar el cajón al suelo. Levantó el candado, lo sopesó y le dio dos golpecitos con el índice. Las ganzúas que le había dado Kornblum —la única reliquia de aquella época que todavía poseía— estaban en su maleta de viaje. Era un cerrojo bastante barato y con poco esfuerzo no había duda de que sería capaz de sacarlo. Dejó caer el cerrojo de nuevo sobre el picaporte y sacó una palanca de la caja de herramientas.
Al hacerlo, se le ocurrió por primera vez preguntarse cómo habría conseguido encontrarlo el Gólem. Su reaparición en la sala de estar de una casa de Long Island había parecido extrañamente inevitable en un primer momento, como si hubiera sabido durante todo aquel tiempo que lo estaba siguiendo, y ahora finalmente lo hubiera encontrado. Joe examinó una de las etiquetas pegadas al cajón y vio que solamente hacía unas semanas que había cruzado el Atlántico. ¿Cómo había sido capaz de encontrarlo? ¿Qué había estado esperando? ¿Quién podía estar siguiendo sus movimientos?
Fue al lado del cajón opuesto al candado y hundió los dientes de la palanca en la ranura del cierre, justo debajo de la cabeza de un clavo. El clavo crujió, se oyó un ruido seco como de una articulación descoyuntándose y la tapa se desprendió de una pieza como si la hubieran empujado desde dentro. Al instante el aire se llenó de un olor verde y mareante a barro y espuma de río, con un hedor a verano cargado de ternura y de pesar.
—Tierra —dijo Tommy, mirando ansiosamente a su madre.
—Joe —dijo Rosa—. No son… No son cenizas, ¿verdad?
Toda la caja estaba llena, con una profundidad de veinte centímetros, de un polvillo fino, de color gris paloma opalescente, que Joe reconoció de sus excursiones de niño al lecho cenagoso del Moldava. Se lo había limpiado de los zapatos un millar de veces y se lo había sacudido del culo de los pantalones. Las especulaciones de quienes temían que el Gólem se desintegraría, al alejarlo de las orillas del río que lo había engendrado habían resultado ciertas.
Rosa fue a arrodillarse al lado de Joe. Ella le pasó el brazo por el hombro.
—¿Joe? —dijo.
Ella lo atrajo hacia sí y él no opuso resistencia. Simplemente se dejó, y ella lo abrazó.
—Joe —dijo ella, al cabo de un momento—. ¿Estás pensando en comprar Empire Comics? ¿Tienes un millón de dólares?
Joe asintió.
—Y un cajón de tierra —dijo.
—¿Tierra de Checoslovaquia? —dijo Tommy—. ¿Puedo tocarla?
Joe asintió. Tommy hundió el dedo en la tierra, como si fuera una bañera de agua, luego hundió la mano entera hasta la muñeca.
—Es blanda —dijo—. Da una sensación agradable. —Empezó a mover la mano dentro de la tierra, como si buscara algo. Estaba claro que no iba a renunciar fácilmente a aquella caja de trucos.
Era extraño, pensó Joe, que el cajón pesara mucho más ahora que cuando el Gólem estaba intacto. Se preguntó si habían añadido más tierra, tierra adicional, a la carga original, pero aquello le parecía improbable. Luego se acordó de que Kornblum, aquella noche, había citado algún aforismo paradójico sobre gólems, algo en hebreo que venía a decir que era el alma antinatural del Gólem lo que lo hacía tan pesado. Descargado de ella, el Gólem de tierra era ligero como el aire.
—Ups —dijo Tommy—. Eh. —Frunció el ceño. Había encontrado algo. Tal vez la ropa del gigante se había quedado en el fondo del cajón.
Sacó un rectángulo pequeño y manchado de papel con algunas palabras impresas en un lado. A Joe le resultó familiar.
—Emil Kavalier —leyó Tommy—. Endikron… Endikrono…
—Es de mi padre —dijo Joe. Cogió la vieja tarjeta de visita de la mano de Tommy, recordando su tipografía arácnida y su central telefónica desaparecida. Debía de haber estado oculta, mucho tiempo antes, en el bolsillo del traje enorme de Alois Hora. Metió la mano y sacó un puñado del limo de color perla, cavilando, tamizándolo con los dedos, preguntándose en qué momento el alma del Gólem había vuelto a su cuerpo, o si era posible que hubiera más de un alma encarnada en aquella tierra que pesaba tanto.