QUINCE

El día después de que el Escapista, el Maestro de la Fuga, a quien ninguna cadena podía atar y ningunas paredes podía aprisionar, fue condenado a desaparecer por el Tribunal de Apelación del Estado de Nueva York, una furgoneta blanca de reparto de dimensiones modestas se detuvo delante del 127 de Lavoisier Drive. En sus costados, en letras azules como de etiqueta de botella de cerveza ponía: TRANSPORTE EN CARRO FUERTE - LICENCIADO BUTTON S.A. NUEVA YORK. La inscripción trazaba un arco encima de un ramillete pintado de florecillas azules. Ya eran casi las cinco de una tarde gris de abril, y aunque todavía había bastante luz, la furgoneta tenía las luces encendidas, como en un séquito funerario. Había estado lloviendo a rachas todo el día, y al acercarse el atardecer, el cielo encapotado pareció descender sobre Bloomtown como una manta, formando pliegues grises sobre las casas. Los troncos esbeltos de los arces jóvenes, los sicomoros y los robles de los pantanos de los jardines vecinos parecían blancos, casi fosforescentes, sobre el fondo de la oscuridad de la tarde.

El chófer apagó el motor, luego los faros y salió de la cabina. Soltó el grueso pestillo de la parte trasera de la furgoneta, echó la barra a un lado y abrió las portezuelas con un chirrido metálico. Era un hombre improbablemente diminuto para el trabajo que hacía, fornido y patizambo, vestido con un mono azul brillante. Rosa lo miró desde una de las ventanas delanteras de la casa y lo vio observar su carga con lo que parecía una expresión perpleja. Si tenía que hacer caso a la descripción de Sammy, suponía que las ciento dos cajas de cómics y los demás trastos que Joe había acumulado debían de causar una fuerte impresión incluso en un encargado de mudanzas veterano. Pero tal vez el tipo únicamente estaba intentando decidir cómo demonios iba a meter todas aquellas cajas en la casa él solo.

—¿Qué está haciendo? —dijo Tommy. Estaba al lado de Rosa frente a la ventana de la sala de estar. Acababa de comerse tres cuencos de pudding de arroz y el aliento le olía a leche infantil.

—Probablemente se está preguntando cómo va a meter toda esa mierda en esta caja de zapatos —dijo Rosa—. No me puedo creer que Joe se las haya apañado para no estar aquí en este momento.

—Has dicho «mierda».

—Lo siento.

—¿Yo puedo decir «mierda»?

—No. —Rosa llevaba un delantal salpicado de salsa y tenía en la mano una cuchara de madera embadurnada de la misma salsa roja—. No me puedo creer que quepa todo dentro de una furgoneta tan pequeña.

—Mamá, ¿cuándo vuelve Joe?

—Estoy segura de que está al caer. —Era probablemente la cuarta vez que lo decía desde que Tommy había regresado de la escuela—. Estoy haciendo chile con carne y pudding de arroz. No se lo querrá perder.

—Le encanta tu comida.

—Siempre le gustó.

—Dice que si nunca más vuelve a ver una chuleta de cerdo, por él encantado.

—Yo nunca haría chuletas de cerdo.

—El bacon es cerdo y nosotros comemos bacon.

—El bacon en realidad no es cerdo. En el Talmud hay un pasaje que lo dice.

Salieron al porche.

—¿Kavalier? —dijo el hombre, haciendo rimar el apellido con su equivalente francés.

—Como Maurice Chevalier —dijo Rosa.

—Traigo un paquete.

—Eso es un eufemismo, ¿no?

El hombre no contestó. Se subió en la parte trasera de su furgoneta y desapareció un momento. Primero salió una rampa de madera de la furgoneta, como una lengua, se extendió en dirección al Buick de los vecinos y se posó finalmente en el suelo. Después hubo un montón de estruendo, como si el hombre estuviera arrastrando un barril de cerveza. Por fin salió, forcejeando por la rampa con una carretilla cargada con un cajón de madera alargado.

—¿Qué es eso? —dijo Rosa.

—Nunca lo he visto en el apartamento de Joe. ¡Uau, debe de ser parte de su equipo! Parece un, oh, cielos, ¡es un cajón para fugas! Oh, caramba. ¿Crees que va a enseñarme a escaparme de él?

Ni siquiera sé si va a volver, pensó ella.

—No sé qué es lo que va a hacer, cariño.

Cuando Joe y Sammy volvieron de la ciudad la noche anterior con la noticia de la defunción del Escapista, los dos parecían meditabundos, y hablaron muy poco antes de irse a sus camas respectivas. Sammy parecía inseguro, casi arrepentido, con Joe: le hizo unos huevos revueltos, le preguntó si estaban demasiado líquidos, si estaban demasiado secos, se ofreció a hacerle unas patatas fritas. Joe hablaba en monosílabos, casi en tono cortante, o eso le pareció a Rosa. Fue a acostarse en el sofá sin haber intercambiado más de una veintena de palabras con Rosa o Sam. Ella vio que algo había pasado entre los dos hombres, pero como ninguno de ellos dijo nada al respecto, dio por sentado que debía de tratarse simplemente de la desaparición de su criatura. Tal vez se habían enzarzado en recriminaciones por todas las oportunidades perdidas.

Ciertamente, la noticia había sido un shock para Rosa. Aunque no lo había leído con asiduidad desde la época de Kavalier y Clay —Sammy no quería cómics de Empire en la casa— seguía echando un vistazo a Radio Comics o a Las aventuras del Escapista de vez en cuando, matando media hora en un quiosco de la estación Grand Central o mientras esperaba que le prepararan una receta en el drugstore de Spiegelman. Hacía mucho que el personaje había caído en la irrelevancia cultural, pero por lo que ella sabía, los títulos que él protagonizaba se continuaban vendiendo. Había dado por sentado, de forma más o menos inconsciente, que la jeta heroica del Escapista siempre iba a estar, en fiambreras, en toallas de playa, en cajas de cereales y hebillas de cinturón y en esferas de despertador, incluso en la Mutual Television Network[31], provocándola con la riqueza y la satisfacción inimaginable que, aunque no se engañaba, nunca podía evitar pensar que ahora poseería Sammy si hubiera sido capaz de recoger los frutos del único momento irrefutable de inspiración que se le había concedido en su carrera llena de altibajos. Rosa había estado hasta muy tarde intentando trabajar, preocupándose por ambos, y luego había dormido hasta más tarde todavía que de costumbre. Para cuando se había despertado, no estaban ni Joe ni el Studebaker. Toda su ropa estaba en su maleta de mano y no había ninguna nota. A Sammy todo aquello le parecían buenas señales.

—Habría dejado una nota —dijo cuando ella lo llamó a la oficina—. Si lo hubiera hecho. O sea, si se hubiera marchado.

—La última vez tampoco hubo ninguna nota —dijo Rosa.

—No creo que nos hubiera robado el coche.

Pero todas sus cosas estaban allí y Joe no. Parecía que les había hecho un truco de sustitución, el viejo cambiazo.

—Supongo que tendremos que meterlo en el garaje —dijo ella.

El empleado pequeño y recio de mudanzas empujó el cajón hacia su puerta delantera, resoplando y haciendo muecas y casi aplastando los pensamientos. Cuando llegó frente a Rosa y Tommy empujó la carretilla hacia delante para hacerla descansar sobre su soporte. El cajón se tambaleó y pareció considerar la posibilidad de volcarse antes de asentarse con un temblor sobre su extremo.

—Pesa una tonelada —dijo, flexionando los dedos como si le dolieran—. ¿Qué hay dentro, ladrillos?

—Probablemente cadenas de hierro —explicó Tommy con aire de entendido—. Y no sé, candados y cacharros.

El hombre asintió:

—Un cajón de cadenas de hierro —dijo—. Normal. Encantado de conocerla. —Se limpió la mano en la pechera de su mono y se la ofreció a Rosa—. Al Button.

—¿Es usted licenciado de verdad? —dijo Rosa.

—Es el nombre de la empresa —dijo Al Button en tono genuinamente compungido— está un poco anticuado. —Hurgó en su bolsillo trasero y sacó un fajo de formularios y papeles de calco, luego se sacó un bolígrafo del bolsillo de la pechera y lo destapó—. Necesito su autógrafo aquí.

—¿No tengo que revisar cada cosa a medida que las va trayendo? —dijo Rosa—. Es lo que hicimos cuando nos mudamos de Brooklyn a aquí.

—Puede revisar esto si quiere —dijo, señalando el cajón con la barbilla mientras le hacía la entrega a Rosa—. Es lo único que le traigo hoy.

Rosa comprobó el recibo y vio que solamente había un artículo, descrito escuetamente como Cajón de madera. Miró las demás hojas de papel, pero no eran más que calcos de la primera.

—¿Dónde está el resto?

—Esto es lo único que yo sepa —dijo Button—. Tal vez usted sabe más que yo.

—Se supone que de la ciudad han salido más de cien cajas. Del Empire State. Joe, el señor Kavalier, organizó el envío ayer por la tarde.

—Esto no viene del Empire State, señora. Lo he recogido esta mañana de la Penn Station.

—¿De la Penn Station? Espere un minuto. —Volvió a examinar los impresos y las copias de papel carbón—. ¿Quién envía esto? —El nombre del consignador no se leía, pero parecía que empezaba con «K». La dirección, sin embargo, era un apartado de correos de Halifax, Nueva Escocia. Rosa se preguntó si Joe había llegado tan lejos en su periodo de trotamundos, después de la guerra, y se había dejado allí su cajón de lo que fuera.

—Nueva Escocia —dijo ella—. ¿A quién conoce Joe en Nueva Escocia?

—¿Y cómo ha sabido que está aquí? —dijo Tommy.

Era una muy buena pregunta. Solamente la policía y unos pocos empleados de Pharaoh sabían que Joe estaba en casa de los Clay.

Rosa firmó la entrega, luego Al Button empujó el cajón y lo metió en la sala de estar, donde Rosa y Tommy lo ayudaron a bajarlo de la carretilla y a subirlo a la alfombra de pelo corto.

—Un cajón lleno de cadenas —repitió Button estrechando la mano de Rosa con la suya áspera y callosa—. Jesús, María y José.

Después de que se marchara, cerrando su camioneta y alejándose con su aire funerario, Rosa y Tommy se quedaron en la sala de estar examinando el cajón de madera. Era casi medio metro más alto que Rosa y casi el doble de ancho. Estaba tallado en una sola pieza de pino, lleno de nudos y sin barnizar salvo por la abrasión de su viaje, de color amarillo oscuro y sucio como los dientes de un animal. De alguna forma se notaba, al verlo, que había venido de muy lejos, que había sido tratado sin delicadeza y expuesto a los elementos, y que sobre él se habían derramado cosas innobles. Había sido usado como mesa, tal vez como cama y como parapeto. Tenía rozaduras negras y las esquinas y los bordes estaban erizados de astillas Por si aquello no era bastante señal de largos viajes, también estaban sus abundantes etiquetas: sellos de aduanas y calcomanías de compañías de transporte, adhesivos de cuarentenas e impresos de reclamación y certificados de peso. En algunas partes había distintas capas y pedazos de nombres de lugares, colores e inscripciones a mano todos mezclados. A Rosa le recordó un collage cubista, una obra de Kurt Schwitters. Claramente, Halifax no era el punto de origen del cajón. Rosa y Tommy intentaron rastrear su origen, arrancando las capas de sellos y adhesivos, al principio tímidamente y luego con menos contemplaciones a medida que retrocedían de Halifax a Helsinki, a Murmansk, a Memel, a Leningrado, de vuelta a Memel, a Vilnius, Lituania, y por fin, rascando con la punta de un cuchillo de cocina un carbúnculo particularmente recalcitrante de papel adhesivo situado en el centro aproximado de lo que parecía la tapa del cajón, a:

—Praga —dijo Rosa—. Increíble.

—Ya ha llegado —dijo Tommy, y Rosa no entendió a qué se refería hasta que oyó el ruido del Studebaker parando frente a la casa.