—Noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete. Noventa y siete.
—Ciento dos.
—Yo he contado noventa y siete.
—Has contado mal.
—Vamos a necesitar un camión.
—Ya te lo decía yo.
—Un camión y luego un puto almacén.
—Siempre he querido un almacén —dijo Joe—. Siempre ha sido el sueño de mí.
Aunque Joe prefería no precisar cuántos cómics poseía realmente, metidos en cajas de madera de pino de su propia fabricación —colecciones completas de Action y Detective, de Blackhawk y del Capitán América, de El crimen no vale la pena y de La justicia atrapa al culpable, de Clásicos Ilustrados y de Historias Ilustradas de la Biblia, de Whiz y Wow y Zip y Zoot y Smash y Crash y Pep y Punch, de Historias Asombrosas y Emocionantes y de Relatos Tremendos y Populares—, no había nada impreciso en la carta que había recibido de los abogados que representaban a Realty Associates Securities Corporation, los propietarios del Empire State. Cremas Evanescentes Kornblum, S.A., había sido desahuciada por violar los términos de su contrato de alquiler, lo cual quería decir que las noventa y siete o las ciento dos cajas de madera llenas de cómics que Joe había acumulado —junto con el resto de sus pertenencias— debían ser trasladadas o despachadas.
—Pues tíralas —dijo Sammy—. ¿Dónde está el problema?
Joe suspiró. Aunque todo el mundo los veía como basura —incluso Sammy Clay, que había pasado la mayor parte de su vida adulta haciéndolos y vendiéndolos—, Joe amaba sus cómics: por su separación de colores tosca, por su papel mal cortado, sus anuncios de rifles de aire comprimido y de clases de baile y de cremas antiacné, por el olor a sótano que despedían los más viejos, los que habían estado guardados durante los viajes de Joe. Por encima de todo, los amaba por los dibujos y las historias que contenían, por las inspiraciones y elucubraciones de quinientos niños mayores soñando durante quince años con todas sus fuerzas, convirtiendo sus inseguridades y engaños, sus educaciones públicas y sus perversiones sexuales, en algo que solamente la sociedad más cegata podía negar que se trataba de arte. Los cómics habían mantenido su cordura durante su estancia en el pabellón psiquiátrico de Guantánamo. Durante todo el otoño y el invierno siguientes a su regreso al continente, que Joe había pasado temblando en una cabaña alquilada en Chincoteague, Virginia, con el viento filtrándose por las rendijas de los tablones, medio intoxicado por el olor a pelo quemado de una vieja estufa eléctrica, lo único que le había ayudado a vencer de una vez por todas la necesidad de morfina con que había vuelto del Polo fueron diez mil cigarrillos Old Gold y un montón de Aventuras del Capitán Marvel (incluyendo la increíble lucha épica de veinticuatro meses entre el Capitán y una oruga telepática empeñada en conquistar el mundo llamada Señor Mente).
Después de perder a su madre, su padre, su hermano y su abuelo, a los amigos y rivales de su juventud, a su querido maestro Bernard Kornblum, su ciudad, su historia —su hogar—, a Joe le parecía que la acusación habitual que se hacía a los cómics, el hecho de que ofrecían una simple evasión fácil de la realidad, era en realidad un poderoso argumento a su favor. A lo largo de su vida se había escapado de cuerdas, cadenas, cajones, sacos y cajas, de esposas y grilletes, de países y regímenes, de los brazos de una mujer que lo amaba, de un avión estrellado y de la adicción al opio y de todo un continente helado decidido a acabar con su vida. La evasión de la realidad era, en su opinión —sobre todo después de la guerra—, un desafío que valía la pena. Durante el resto de su vida recordaría la media hora de paz que había pasado leyendo un ejemplar de Betty y Veronica encontrado en los lavabos de una estación de servicio: tumbado con el cómic a los pies de un abeto, en un bosque iluminado por los rayos sesgados del sol a las afueras de Medford, Oregón, completamente absorto en aquel mundo de colores primarios lleno de chistes malos, trazos gruesos de tinta, farsa shakespeariana y del misterio profundo, casi oriental, de las dos chicas-diosas de cintura de avispa y dientes grandes, siempre enredadas en su amistad teñida de animadversión. En aquella época lo acompañaba siempre el dolor de su pérdida —aunque nunca habría hablado de ella en esos términos—, como una bola fría y lisa alojada en su pecho, justo debajo del esternón. Durante aquella media hora pasada a la sombra de los pinos de Oregón, leyendo Betty y Veronica, la bola de hielo se había derretido sin que él se diera cuenta. Aquello sí que era magia, no los engaños del tipo con sombrero de copa que hace desaparecer cartas, ni los trucos arriesgados y brutales del escapista, sino la magia genuina del arte. El hecho de que semejante hazaña de evasión, nada fácil de ejecutar, tuviera que soportar un desprecio tan universal era una señal de lo hecho polvo y arruinado que estaba aquel mundo —la realidad— que se había tragado su hogar y a su familia.
—Ya sé que crees que no es más que porquería —dijo—. Pero precisamente tú no deberías pensarlo.
—Sí, sí —dijo Sammy—. De acuerdo.
—¿Qué estás mirando?
Sammy había ido alejándose poco a poco hasta entrar en el despacho de la señorita Smyslenka y ahora estaba desatando uno de los portafolios amontonados. A las nueve de aquella mañana, de camino a las oficinas de Pharaoh, había dejado aquí a Joe para que iniciara el laborioso proceso de borrar sus propias huellas. Ahora ya casi eran las ocho de la tarde y Joe había estado todo el día arrastrando, empaquetando y volviendo a empaquetar sin pausa. Le dolían los hombros, tenía las yemas de los dedos llenas de rasguños y no se encontraba bien. Le había desorientado regresar allí, encontrarlo todo tal como lo había dejado y luego tener que empezar a desmantelar sus cosas. Y le había dolido la mirada de Sammy en el momento en que había entrado y lo había visto todavía ocupado, terminando la tarea. Sammy se había mostrado agradablemente sorprendido, no por ver el trabajo acabado, pensó Joe, sino al comprobar que seguía allí. Todos pensaban —los tres— que Joe los iba a abandonar de nuevo.
—Estoy echando otro vistazo a estas páginas que has dibujado —dijo Sammy—. Son estupendas, tengo que admitirlo. Tengo muchas ganas de leerlas.
—No creo que te gusten. Probablemente no le gusten a nadie. Son demasiado oscuras.
—Lo parecen.
—Demasiado oscuras para un cómic.
—¿Esto es el principio? Caramba, menuda viñeta página. —Con el abrigo echado sobre el brazo, Sammy se agachó en el suelo junto al montón de portafolios de cartón negro que habían comprado aquella mañana en Pearl Paints para que Joe pudiera empaquetar sus cinco años de trabajo. Su voz se volvió oscura y turbia— ¡El Gólem! —Negó con la cabeza, estudiando la viñeta página (había cuarenta y siete viñetas página en total) que encabezaba el primer capítulo del cómic de 2256 páginas que Joe había dibujado durante su época en Cremas Evanescentes Kornblum. Acababa de empezar a trabajar en el capítulo 48, el último, cuando Tommy lo delató a las autoridades.
Joe había llegado a Nueva York en otoño de 1949 con una intención doble: empezar a trabajar en una historia larga sobre el Gólem, que se le había estado ocurriendo, viñeta a viñeta y página a página, en sus sueños, mientras comía o en los largos trayectos en autobús por el sur y el noroeste, desde que había salido de Chincoteague hacía tres años. Y gradualmente, meticulosamente, al principio incluso a hurtadillas, su otra meta era volver a ver a Rosa. Había restablecido unos cuantos contactos tentativos con la ciudad —alquilar una oficina en el Empire State, reanudar sus visitas a la trastienda de Louis Tannen, abrir una cuenta en Pearl Paints— y luego se había instalado para llevar a cabo su doble plan. Pero aunque había iniciado de forma rápida y satisfactoria la obra que confiaba que transformaría la visión y el entendimiento de la gente de aquella forma de arte que en 1949 solamente él veía como un medio de expresión personal tan potente como un tema de Cole Porter en manos de Lester Young o como un melodrama sobre un rico infeliz en manos de Orson Welles, le costó mucho más volverse a colocar, incluso poco a poco, en la órbita de Rosa Saks Clay. El Gólem iba muy bien: absorbía todo su tiempo y su atención. Y a medida que profundizaba cada vez más en los poderosos temas recurrentes de Praga y sus judíos, de la magia y del asesinato, de la persecución y de la liberación, de una culpa que no podía ser expiada y de una inocencia que no tenía nada que hacer, a medida que soñaba, noche tras noche frente a su mesa de dibujo con la historia larga y alucinada de un niño díscolo y antinatural, Josef Gólem, que se sacrificaba a sí mismo para salvar y redimir el pequeño mundo iluminado por farolas cuya seguridad le había sido encomendada, Joe llegó a creer que la obra —al contar aquella historia— lo estaba ayudando a curarse. Toda la pena y el asombro oscuro que nunca había sido capaz de expresar, ni antes ni después, ni a un psiquiatra de la marina, ni a un fugitivo como él en algún hotel barato cerca de Orlando, Florida, ni a su hijo, ni a ninguna de las pocas personas que quedaban para amarlo cuando finalmente regresara al mundo, todo ello quedaba inscrito en los ángulos vertiginosos y las composiciones descarnadas, en los sombreados y las enormes franjas de sombra, en las viñetas distendidas, fracturadas y finamente molidas de su cómic monstruoso.
En algún momento, había empezado a decirse a sí mismo que su plan no era meramente doble sino que tenía dos etapas: que cuando terminara con El Gólem estaría listo para ver otra vez a Rosa. La había dejado —había escapado de ella— lleno de pena, de rabia y de un espasmo irracionalmente acusatorio. Sería mejor, se dijo a sí mismo —¿no era cierto?— que regresara a ella purgado de todo aquello. Pero aunque al principio su explicación pudiera tener algún mérito, en 1953, cuando Tommy Clay lo vio por casualidad en la tienda de magia, hacía mucho tiempo que la capacidad de Joe para curarse a sí mismo se había agotado. Necesitaba a Rosa —su amor, su cuerpo, pero sobre todo, su perdón— para completar el trabajo que sus lápices habían iniciado. El único problema era que, para entonces, tal como le había explicado a Rosa, ya era muy tarde. Había esperado demasiado. Las sesenta millas de Long Island que lo separaban de Rosa parecían más infranqueables que la cordillera de un millar de millas que separaba la estación Kelvinator de Jotunheim y que las tres manzanas de Londres que separaban a Wakefield de su esposa.
—¿Hay guión de alguna clase? —dijo Sammy, dando la vuelta a otra página—. ¿Qué es esto, es como una película muda?
No había bocadillos en ninguna viñeta, no había más palabras que las que aparecían como parte de los dibujos —los letreros de edificios y carreteras, las etiquetas de botellas y los membretes de las cartas de amor que aparecían en la trama— y las dos palabras ¡El Gólem! que aparecían en la viñeta inicial de cada capítulo, cada vez con una caligrafía distinta, las siete letras y los signos de admiración convertidos ahora en una hilera de casas, ahora en una escalera, ahora en nueve marionetas, en nueve manchas de sangre parecidas a arañas, en las largas sombras de nueve mujeres atormentadas y devastadas. En un momento dado Joe había tenido la intención de pegar bocadillos y de llenarlos de texto, pero nunca había tenido valor para estropear de aquella manera las viñetas.
—Hay un guión. En alemán.
—Esto tendría que ser un exitazo.
—No lo va a ser en absoluto. No se va a poner a la venta. —En los cinco años que había pasado trabajando en El Gólem había pasado algo paradójico: cuanto más había puesto en el cómic de sí mismo, de su corazón y sus penas, cuanto más convincente era su demostración del poder del cómic como vehículo de expresión personal, menos dispuesto estaba a mostrarlo a los demás, a exponer el que se había convertido en registro secreto de su duelo, de su culpa y su retribución. El mero hecho de que Sammy estuviera hojeándolo ya le ponía nervioso—. Vamos, Sammy, ¿me oyes? Será mejor que nos vayamos.
Pero Sammy no lo estaba escuchando. Iba pasando lentamente las páginas del primer capítulo, descifrando la acción del flujo de imágenes mudas que recorrían las páginas. Joe notó un extraño calor en el vientre, debajo del diafragma, mientras miraba cómo Sammy leía su libro secreto.
—Su-supongo que podía intentar explicarte… —empezó a decir.
—No, tranquilo, lo voy entendiendo. —Sammy hurgó sin mirar en el bolsillo de su abrigo y se sacó la cartera. Cogió unos cuantos billetes de uno y de cinco—. Escucha —dijo—. Creo que me voy a quedar aquí un rato. —Levantó la vista—. ¿Podrías comer algo?
—¿Vas a leer esto ahora?
—Claro.
—¿Todo?
—¿Por qué no? He dedicado quince años de mi vida a escalar un montón de basura de dos millas. Puedo dedicar un par de horas a un metro de genialidad.
Joe se rascó un costado de la nariz, sintiendo que la calidez del halago de Sammy se extendía por sus piernas y le llenaba la garganta.
—Muy bien —le dijo por fin—. Puedes leerlo. Pero tal vez puedas esperar a llegar a casa, ¿no?
—No quiero esperar.
—Me han desahuciado.
—Que los jodan.
Joe asintió y cogió el dinero de Sammy. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no dejaba que su primo le diera órdenes de aquella forma. Descubrió que, igual que en el pasado, le gustaba bastante.
—Ah, y Joe —dijo Sammy, sin levantar la vista del montón de páginas. Joe esperó—. Rosa y yo hemos hablado. Y ella, hum, nosotros pensamos que no pasa nada si quieres… O sea, que creemos que Tommy tiene que saber que tú eres su padre.
—Ya veo. Sí, supongo que tienes… Ya hablaré con él.
—Podemos hacerlo entre todos. Podemos hacer que se siente un día. Contigo. Con su madre y conmigo.
—Sammy —dijo Joe—. No sé si tengo que decirlo, ni cuál es la forma correcta de decirlo, pero… Gracias.
—¿Por qué?
—Sé lo que hiciste. Sé que te costó algo. No me merezco un amigo como tú.
—Bueno, me gustaría poder decir que lo hice por ti, Joe, porque soy muy buen amigo. Pero la verdad es que en aquel momento yo estaba tan asustado como Rosa. Me casé con ella porque no quería ser, bueno, marica. Y resulta que parece que lo soy. Tal vez nunca lo hayas sabido.
—En cierta forma, tal vez sí.
—Es así de simple.
Joe negó con la cabeza.
—Puede que sea por eso que te casaste con ella —dijo—. Pero eso no explica por qué has seguido con ella. Tú eres el padre de Tommy, Sammy. Creo que lo mismo o más todavía que yo.
—Hice lo más fácil —dijo Sammy—. Inténtalo y verás. —Devolvió su atención al bastidor que tenía en las manos, parte de la larga secuencia final del primer capítulo que ofrecía una breve historia de los gólems a través del tiempo—. O sea —dijo— que fabrican una cabra.
—Hum, sí —dijo Joe—. El rabino Hanina y el rabino Oshaya.
—Una cabra Gólem.
—Con tierra.
—Y luego… —el dedo de Sammy fue siguiendo el hilo del episodio por toda la página—. Después de tomarse tantas molestias… Porque parece que es peligroso, eso de hacer un Gólem.
—Lo es.
—Y después de todo… ¿van y se lo comen?
Joe se encogió de hombros.
—Tenían hambre —dijo.
Sammy dijo que sabía cómo se sentían, y aunque pareció que lo había dicho en sentido literal, Joe tuvo una repentina visión de Sammy y Rosa, los dos arrodillados junto a un crisol parpadeante, trabajando para fabricar algo que los pudiera alimentar con los materiales que tenían a mano.
Fue al vestíbulo y se sentó en la barra del drugstore del Empire State, en su taburete de siempre, aunque por una vez sin las habituales gafas oscuras, la barba falsa ni la gorra de vigilante calada más abajo de las cejas, hasta las órbitas de los ojos. Pidió un plato de huevos fritos y una chuleta de cerdo, como siempre. Se reclinó en el asiento e hizo crujir los nudillos. Vio que el camarero le miraba raro. Se levantó y, en un gesto teatral, se trasladó dos taburetes más allá, hasta sentarse junto a la ventana que daba a la calle Treinta y tres, donde todo el mundo pudiera verlo.
—La hamburguesa, que sea con queso.
Mientras escuchaba el chisporroteo del corte de carne blanquecino sobre la parrilla, Joe miró por la ventana y meditó sobre lo que Sammy acababa de revelarle. Nunca había pensado mucho en los sentimientos que durante unos pocos meses, en el otoño y el invierno de 1941, habían unido a su primo y a Tracy Bacon. En la pequeña medida en que lo había pensado, Joe había dado por sentado que el coqueteo juvenil de Sammy con la homosexualidad no había sido más que eso, un extraño devaneo nacido de una combinación de exuberancia y soledad que había muerto de repente, con Bacon, en algún lugar de las islas Solomon. A Joe le había parecido que la forma repentina en que Sammy se había lanzado, tras el alistamiento de Joe, a casarse con Rosa —como si llevara todo aquel tiempo esperando, atormentado por una impaciencia sexual al mismo tiempo mal reprimida y sumamente convencional—, determinaba el final decisivo del breve experimento de Sammy con la rebeldía juvenil. Sammy y Rosa habían tenido un hijo, se habían trasladado a los suburbios, habían sentado la cabeza. En la nítida fantasía de Joe habían vivido muchos años como marido y esposa enamorados, con el brazo de Sammy alrededor de los hombros de ella, con el brazo de ella rodeando el antebrazo de Sammy, enmarcados en un enrejado de rosas americanas enormes y rojas. Solamente ahora, mirando el tráfico parado en la calle Treinta y tres, fumando al mismo tiempo que daba cuenta de una hamburguesa con queso y de un vaso de ginger ale, comprendió toda la verdad. No solamente Sammy nunca había querido a Rosa: no era capaz de quererla, más que con el afecto medio burlón y fraternal que siempre había sentido hacia ella, una estructura modesta y nada adecuada para ser ocupada de forma permanente, sepultada desde hacía mucho tiempo bajo las pesadas zarzas de la deuda moral y ahogada por la hiedra de la frustración y la culpa. Solamente ahora Joe entendía el sacrificio que había hecho Sammy, no solamente por Joe o por Rosa o por Tommy, sino para sus propios fines: no era un mero gesto galante sino un acto deliberado y consciente de emparedado de sí mismo. Joe estaba horrorizado.
Pensó en las cajas de cómics que había acumulado en el piso de arriba, en los dos cuartuchos donde, durante cinco años, se había acurrucado en el falso fondo de la vida de la que Tommy lo había liberado, y luego, a su vez, en los miles y miles de viñetas, amontonadas en bastidores o colocadas en hileras en páginas apolilladas de cómics, que él y Sammy habían llenado durante la última docena de años: cajas rebosantes de los materiales en estado bruto, de los pedazos de chatarra con los cuales, cada uno de ellos a su modo, habían intentado construir sus diversos gólems. Tanto en la literatura como en el folklore, la importancia y la fascinación de los gólems —desde el del rabino Loew hasta el de Victor von Frankenstein— residía en su falta de alma, en su fuerza incansable e inhumana y en su asociación metafórica con una ambición humana desmesurada, y en la facilidad aterradora con que se ponían bajo el control de sus creadores a la vez horrorizados y fascinados. Pero a Joe le parecía que ninguna de aquellas razones —y mucho menos la hubris faustiana— estaba entre las razones verdaderas que de vez en cuando impelían a los hombres a arriesgarse y fabricar gólems. La fabricación de un gólem, para él, era un gesto de esperanza, ofrecido sin esperanza, en épocas de desesperación. Era la expresión del anhelo de que unas pocas palabras mágicas y cierta habilidad manual pudieran producir algo —un objeto basto, estúpido y poderoso— exento de las crueles restricciones, de las penurias, las brutalidades y los inevitables fracasos de la Creación del universo. En el fondo, era la expresión de un deseo vano de escapar. De liberarse, como el Escapista, de las cadenas de la realidad y de la camisa de fuerza de las leyes físicas. Harry Houdini había pasado por los Palladium y los Hippodrome del mundo encumbrado por todo un cargamento de cajas y cajones, lleno de cadenas, piezas de hierro, bastidores y atrezzo de colores brillantes, movido todo el tiempo solamente por un mismo deseo nunca realizado: asomar la cabeza fuera de los límites de este mundo de rígidas leyes físicas y meterla en el misterioso mundo de espíritus que había más allá. Los artículos de prensa que Joe había leído sobre la próxima investigación del Senado sobre cómics siempre citaban la «evasión» entre la letanía de consecuencia injuriosas de su lectura y explicaban con detalle el efecto pernicioso en las mentes jóvenes de satisfacer el deseo de evasión. Como si pudiera haber un servicio más noble o necesario en la vida.
—¿Desea algo más? —preguntó el camarero, mientras Joe se limpiaba la boca y tiraba su servilleta al plato.
—Sí, un sándwich de huevo frito —dijo Joe—. Con extra de mayonesa.
Una hora después de marcharse, llevando una bolsa de papel marrón con el sándwich de huevo frito y un paquete de Pall Mall, porque sabía que para entonces Sammy se habría quedado sin cigarrillos, Joe volvió por última vez a la suite 7203. Sammy ya se había quitado la chaqueta y los zapatos. Su corbata estaba hecha un lío a su lado en el suelo.
—Tenemos que hacerlo.
—¿Hacer el qué?
—Te lo digo en un minuto. Creo que ya casi he terminado. ¿He terminado casi?
Joe se inclinó para ver cuánto había avanzado Sammy. El Gólem parecía haber llegado a la escalera retorcida y mal construida, toda madera astillada y clavos sobresalientes —casi parecía, de forma deliberada, algo salido de Segar o de Fontaine Fox— que había de llevarlo a las puertas en ruinas del Cielo.
—Ya casi has terminado.
—Se va más deprisa cuando no hay texto.
Sammy le cogió la bolsa a Joe, la desenrolló y miró dentro. Sacó el sándwich envuelto en papel de aluminio y luego el paquete de cigarrillos.
—Me inclino a tus pies —dijo, dando golpecitos con un dedo al paquete. Rasgó el cierre y sacó uno con los labios.
Joe fue hasta un montón de cajas y se sentó. Sammy encendió el cigarrillo y pasó —de forma algo distraída para el gusto de Joe— la última docena aproximada de páginas. Dejó su cigarrillo encima del sándwich todavía envuelto en aluminio y volvió a guardar las páginas en el último portafolio. Se devolvió el cigarrillo a la boca, desenvolvió el sándwich y mordió un cuarto, masticando mientras fumaba.
—¿Y bien?
—Bueno —dijo Sammy—. Te has montando un rollo muy judío.
—Ya lo sé.
—¿Qué te ha pasado? ¿Has tenido una recaída?
—Como una chuleta de cerdo todos los días. —Joe buscó en una caja cercana y sacó un libro sin sobrecubierta con las páginas ablandadas y el lomo agrietado.
—Mitos y leyendas del antiguo Israel —leyó Sammy—. Por Angelo S. Rappoport. —Hojeó el libro, mirando de reojo a Joe con cierto grado de escepticismo respetuoso, como si creyera que había encontrado el secreto de la salvación de Joe, que ahora se veía obligado a poner en duda—. ¿Ahora te interesan estas cosas?
Joe se encogió de hombros.
—Son todo mentiras —dijo con timidez—. Supongo.
—Me acuerdo de cuando llegaste a Nueva York. Del primer día que fuimos al despacho Anapol. ¿Te acuerdas?
Joe dijo que por supuesto que se acordaba de aquel día.
—Yo te di un cómic de Superman, te dije que hicieras un superhéroe para nosotros y tú dibujaste al Gólem. Y yo pensé que eras un idiota.
—Y lo era.
—Y lo eras. Pero eso fue en 1939. En 1954, no creo que el Gólem te convierta en idiota. Déjame preguntarte una cosa. —Buscó una servilleta a su alrededor, luego se cogió la corbata y se limpió los labios relucientes—. ¿Has visto lo que Bill Gaines está haciendo en EC?
—Sí, claro.
—Lo que hacen no es para niños. Tienen a los mejores dibujantes. Tienen a Crandall. Sé que siempre te ha gustado.
—Crandall es el mejor, sin duda.
—Y lo que están haciendo lo leen los adultos. Los adultos. Es oscuro. Y también creo que es perverso, pero mira a tu alrededor. Estamos viviendo en una época perversa. ¿Has visto The Heap?
—Me encanta The Heap.
—The Heap, vamos, hombre, ¿eso es un personaje de cómic? Es básicamente, no sé, un montón inteligente de barro y hierbas y, no sé, de sedimentos. Con esa boca. Lo rompe todo. Pero se supone que es un héroe.
—Ya veo lo que dices.
—Lo que digo es lo siguiente. Es 1954. Hay un montón de porquería que pasa por un héroe. Y a los chavales les parece genial. Imagina qué van a pensar del Gólem.
—Quieres publicar esto.
—Quizá no tal como está.
—Ah.
—Es espantosamente judío.
—Cierto.
—¿Quién se imaginaba que conocías este rollo? Se llama la Cábala, ¿no? Y todos estos ángeles y… ¿Es eso lo que son, ángeles?
—En su mayoría.
—Estoy pensando en lo siguiente. Todo esto tiene algo. No solamente el personaje del Gólem. Tus ángeles… ¿tienen nombres?
—Está Metatrón. Uriel. Miguel. Rafael. Samael. Es el malo.
—¿El de los colmillos?
Joe asintió.
—Ese me gusta. ¿Sabes que tus ángeles se parecen un poco a superhéroes?
—Bueno, es un cómic.
—Eso es lo que estoy pensando.
—¿Superhéroes judíos?
—Bueno, los superhéroes son todos judíos. ¿No crees que Superman es judío? Viene del viejo mundo, se cambia el nombre. Clark Kent. Hay que ser judío para elegir ponerse ese nombre.
Joe señaló el montón de portafolios abultados en el suelo entre ellos:
—Pero la mitad de los personajes de este cómic son rabinos, Sammy.
—Muy bien, pues aligerémoslo.
—¿Quieres que volvamos a trabajar juntos?
—Bueno… La verdad… No lo sé. Solamente estoy diciendo lo que me pasa por la cabeza. Esto es buenísimo. Me da ganas de… volver a hacer algo. Algo de lo que pueda estar un poco orgulloso.
—Puedes estar orgulloso, Sammy. Has hecho un gran trabajo. Siempre te lo he dicho, todo el tiempo.
—¿Qué quieres decir con eso de «todo el tiempo»? Has estado fuera desde Pearl Harbor.
—Me imaginaba que te lo decía.
—No me extraña que no captara el mensaje.
Luego, asustándolos a los dos, alguien dio un golpecito seco y dubitativo. Alguien estaba llamando al marco de la puerta abierta del pasillo.
—¿Hay alguien? —dijo una voz de oboe, vacilante y extrañamente familiar para Joe.
—Benditas sean las radios enanas —dijo Sammy—. Mira quién hay.
—Me he enterado de que os encontraría aquí, chicos —dijo Sheldon Anapol. Entró en la sala y le estrechó la mano a Sammy, luego se acercó a Joe arrastrando los pies. Se le había caído casi todo el pelo, pero seguía igual de corpulento, y su mandíbula, que colgaba más que nunca, estaba fruncida en una mueca desafiante. Pero a Joe le pareció que su mirada brillaba, que estaba llena de ternura y remordimientos, como si no estuviera viendo a Joe sino los doce años que habían transcurrido desde su último encuentro—. Señor Kavalier.
—Señor Anapol.
Se dieron la mano y Joe se vio completamente envuelto en el abrazo feroz y rancio del hombretón.
—Majadero hijo de puta —dijo después de soltar a Joe.
—Sí —dijo Joe.
—Tienes buen aspecto, ¿cómo estás?
—No estoy mal.
—¿Qué fue todo ese narrishkeit del otro día, eh? Me dejaste en muy mal lugar. Tendría que estar furioso contigo. —Se volvió hacia Sammy—. Tendría que estar furioso con él, ¿no te parece?
Sammy carraspeó.
—Sin comentarios —dijo.
—¿Cómo está usted? —le preguntó Joe—. ¿Qué tal el negocio?
—Una pregunta mordaz, como siempre, viniendo de vosotros. Qué os puedo decir. El negocio no va bien. En realidad, va muy, muy mal. Como si la televisión no fuera bastante problema. Ahora tenemos hordas de lunáticos baptistas en Alabama, o en algún sitio de mierda, haciendo montañas de cómics y pegándoles fuego porque son una ofensa a Jesús o a la bandera americana. ¡Pegándoles fuego! ¿Podéis creerlo? ¿Para qué hicimos la guerra, si cuando se termina se ponen a quemar cómics en las calles de Alabama? Y luego este doctor Fredric Tocapelotas Wertham, con ese libro suyo. Ahora viene el comité del Senado a la ciudad… ¿te has enterado?
—Me he enterado.
—Se han acordado de mí —dijo Sammy.
—¿Te han convocado? —Anapol proyectó el labio hacia delante—. A mí no.
—Un descuido —sugirió Joe.
—¿Por qué te convocan a ti? No eres más que el director de una editorial de quinta fila, y me tendrás que perdonar.
—No lo sé —admitió Sammy.
—Quién sabe, tal vez tienen algo contra ti. —Se sacó el pañuelo del bolsillo y se secó la frente—. Dios, qué chaladura. Nunca tendría que haber dejado que me convencierais para dejar los artículos de broma. Nadie me ha obligado nunca a hacer una montaña de cojines chillones y pegarles fuego, os lo aseguro. —Fue hasta el sillón solitario—. ¿Os importa que me siente? —Se sentó y dejó escapar un largo suspiro. Pareció arrancar de forma mecánica y teatral, pero al final llevaba un cargamento asombroso de infelicidad—. Dejadme que os cuente algo más —dijo—. Me temo que no he venido solamente para saludar a Kavalier. Me ha parecido que tenía que… Que os lo tenía que decir.
—¿Decir el qué? —dijo Sammy.
—¿Os acordáis de aquel pleito que teníamos? —dijo Anapol.
Al día siguiente —21 de abril de 1954— el Tribunal de Apelación del Estado de Apelación emitiría por fin un fallo en relación al caso de National Periodical Publications contra Empire Comics, S.A. Desde el principio, el pleito había ido de un tribunal a otro, se habían propuesto y rechazado acuerdos y se había tejido una madeja de revocaciones y maniobras legales demasiado complicada y tediosa para sacarla en estas páginas. En el ramo, por lo general se consideraba que el caso de la National carecía de fuerza. Aunque tanto Superman como el Escapista compartían los disfraces ajustados y el extraño impulso de ocultar sus verdaderas naturalezas bajo la apariencia de seres mucho más débiles y falibles, una legión de otros personajes aparecidos en los cómics desde 1938 compartía las mismas cualidades y rasgos. O en todo caso, las habían compartido hasta que aquellos personajes, uno tras otro y en lotes al por mayor, habían acabado desapareciendo en la gran quema de superhéroes que había tenido lugar tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque era cierto que la National también había comprado al Capitán Marvel de la Fawcett y al Wonder Man de Victor Fox gracias a los tribunales, seguía habiendo montones de forzudos a quienes les gustaba llevar a cabo sus proezas, incluyendo volar, vestidos con algún tipo de calzoncillos —Amazing Man, Master Man, Blue Beetle, el Cóndor Negro y Namor— y a quienes se les había permitido trabajar sin ser molestados y sin que la National perdiera en apariencia ningún ingreso. De hecho, muchos aseguraban que los grandes avances en la hegemonía de Superman en el mercado habían sido favorecidos por los sucesores y los imitadores de la National —Hourman, la Mujer Maravilla, el Dr. Fate, Starman y Linterna Verde—, muchos de los cuales solamente eran distorsiones o malas imitaciones del original. Y lo que es más, tal como siempre decía Sammy, el propio personaje de Superman representaba una amalgama de ideas que aquellos tipos habían robado a otra gente, sobre todo a Philip Wylie, autor de Hugo Dann, el héroe sobrehumano a prueba de balas de su novela Gladiator; a Edgar Rice Burroughs, cuyo héroe huérfano, el joven Lord Greystoke, se convierte al crecer en Tarzán, el noble protector de un mundo de seres inferiores; y a la tira cómica de Lee Falk The Phantom, cuyo héroe del mismo nombre había sido el primero en llevar calzoncillos largos de colores para combatir el crimen. En la mayoría de sus detalles, el Maestro de la Fuga —un artista de variedades humano, vulnerable y dependiente de su equipo de ayudantes— se parecía muy poco al hijo de Krypton. Con el paso de los años, una serie de jueces, entre ellos el gran Learned Hand[29], había intentado, no siempre en tono totalmente burlón, esclarecer aquellas diferencias sutiles y cruciales. Incluso se había llegado a una definición del término superhéroe[30]. Al final, sabiamente, el jurado en pleno del Tribunal de Apelación, anulando el veredicto del Tribunal Supremo del estado, se volvería en contra de la opinión dominante en el ramo de los cómics y fallaría a favor de los demandantes, sellando la condena del Escapista.
Resultó, sin embargo, que para cuando llegara la noticia del fallo del tribunal, los acontecimientos ya se le habrían adelantado, como cuando la noticia del Tratado de Gante llegó al general Lambert en Biloxi.
—Hoy —dijo Anapol— he matado al Escapista.
—¿Qué?
—Lo he matado. O digamos que se ha jubilado. He llamado a Louis Nizer y le he dicho, Nizer, tú ganas. A fecha de hoy, el Escapista se jubila oficialmente. Me rindo, lo dejo. Firmo su pena de muerte.
—¿Por qué? —dijo Joe.
—Llevo unos años perdiendo dinero con los títulos del Escapista. El material seguía teniendo cierto valor, ya sabéis, por los acuerdos de cesión de licencias, así que tenía que seguir publicándolo, solamente para que la marca siguiera en vigor. Pero las cifras de circulación llevan tiempo cayendo en picado. Los superhéroes han muerto, chicos. Olvidaos de ellos. Ninguno de nuestros éxitos —Piloto salvaje, Fauces de horror, Corazones y flores o Bobby Sox— son cómics de superhéroes.
Joe se había enterado de lo mismo por Sammy. La época del superhéroe disfrazado había terminado. The Angel, The Arrow, The Comet y The Fin, Snowman, Sandman, Hydroman, el Capitán Courageous, el Capitán Flag, el Capitán Freedom, el Capitán Midnight, el Capitán Venture y el Mayor Victory, The Flame, Flash y The Ray, el Monitor, The Guardian, The Shield y The Defender, Linterna Verde, The Red Bee, The Crimson Avenger, The Black Hat y The White Streak, Cat-Man y The Kitten, Star-Spangled Kid y Stripesy, Dr. Mid-Nite, Mr. Terrific, el Ametrallador, Mr. Scarlet y Mrs. Victory, Doll Man, The Atom y Minimidget, todos habían caído bajo las cuchillas giratorias de la trilladora de los gustos cambiantes, unos lectores cada vez mayores, la llegada de la televisión, un mercado saturado y el enemigo invencible que había arrasado Hiroshima y Nagasaki. De los grandes héroes de los años cuarenta, solamente los inquebrantables de la National —Superman, Batman, la Mujer Maravilla y unos pocos de sus cohortes— continuaban luchando con regularidad o con cierto peso comercial, e incluso ellos habían tenido que sufrir la humillación de ver sus ventas de los años de guerra recortados a más de la mitad, de estar de segundones en títulos donde antes habían sido cabezas de cartel, o de que una serie de guionistas cada vez más desesperados les impusieran diversos accesorios y cacharros para llamar la atención, desde quince sabores y colores distintos de kriptonita hasta batiperros, batimonos y un pequeño incordio con orejas de duende y poderes mágicos conocido como el batichiquitín.
—Ha muerto —dijo Sammy con asombro—. No puedo creerlo.
—Creedlo —dijo Anapol—. Toda la industria ha muerto después de estas vistas judiciales. Sois los primeros en oírlo, chicos. —Se puso de pie—. Y por eso me rindo.
—¿Se rinde? ¿Quiere decir que vende Empire?
Anapol asintió.
—Después de llamar a Louis Nizer, he llamado a mi abogado y le he dicho que empezara a preparar los papeles. Quiero que algún capullo se lo quede antes de que se hunda el techo. —Miró los montones de cajas que había a su alrededor—. Mirad este sitio —dijo—. Siempre has sido un guarro, Kavalier.
—Es verdad —dijo Joe.
Anapol se dirigió a la salida, luego se dio media vuelta.
—¿Os acordáis de aquel día? —dijo—. ¿Cuando llegasteis con aquel dibujo del Gólem y me dijisteis que me ibais a hacer ganar un millón de pavos?
—Y lo hicimos —dijo Sammy—. Mucho más de un millón.
Anapol asintió.
—Buenas noches, chicos —dijo—. Buena suerte.
Cuando se hubo marchado, Sammy dijo.
—Ojalá tuviera un millón de dólares —lo dijo con cariño, viendo algo invisible y maravilloso delante suyo.
—¿Por qué? —dijo Joe.
—Compraría Empire.
—¿En serio? Creía que odiabas los cómics. Te avergüenzas de ellos. Si tuvieras un millón de dólares, podrías hacer cualquier otra cosa que se te antojara.
—Sí —dijo Sammy—. Tienes razón. ¿Qué estoy diciendo? Lo que pasa es que me has trastornado con este rollo tuyo del Gólem. Siempre has tenido la capacidad de enredar mis prioridades así.
—¿En serio? ¿La tengo?
—Siempre conseguías que me pareciera bien creer en todas estas chorradas.
—Yo creo que estaba bien —dijo Joe—. Creo que ninguno de los dos tendría que haberlo dejado.
—Estabas frustrado —dijo Sammy—. Querías poner tus manos encima de unos cuantos alemanes de verdad.
Joe se quedó callado tanto rato que pudo sentir cómo su silencio empezaba a hablar con Sammy.
—Ajá —dijo por fin.
—¿Has matado alemanes?
—Uno —dijo Joe—. Fue un accidente.
—¿Y cómo…? ¿Cómo te sentiste…?
—Me sentí el peor hombre del mundo.
—Hum —dijo Sammy. Había vuelto al último capítulo de El Gólem y se había quedado mirando una viñeta en la que se revelaba que el badajo de la campana de las jambas del Paraíso era una calavera humana sonriente.
—Tiene gracia lo del Escapista —dijo Joe, sintiendo ganas de que Sammy lo abrazara pero frenado por la idea de que era algo que nunca había hecho—. O sea, no es gracioso, pero vaya.
—Sí lo es, ¿no?
—¿Estás triste?
—Un poco —Sammy levantó la vista de la última página de El Gólem y frunció los labios. Parecía estar enfocando con una linterna algún rincón oscuro de sus sentimientos, para ver si quedaba algo por allí—. No tanto como cabría esperar. Ya sabes. Ya hace mucho tiempo. —Se encogió de hombros—. ¿Y tú qué?
—Igual que tú. —Dio un paso hacia Sammy—. Hace mucho tiempo.
Rodeó los hombros de Sammy con el brazo, algo incómodo, y Sammy agachó la cabeza, y los dos se balancearon un poco hacia atrás y hacia delante, recordando en voz alta aquella mañana de 1939 en que habían llevado al Escapista y a su séquito de aventureros a la oficina de Sheldon Anapol en el edificio Kramler, Sammy silbando Frenesí y Joe con el embeleso y la furia del puñetazo imaginario que acababa de propinarle en la mandíbula a Adolf Hitler.
—Aquel fue un buen día —dijo Joe.
—Uno de los mejores —dijo Sammy.
—¿Cuánto dinero tienes?
—Un millón no, eso seguro —Sammy se escurrió del abrazo de Joe. Guiñó los ojos y de pronto adoptó una expresión calculadora que recordaba a Anapol—. ¿Por qué? ¿Cuánto tienes tú, Joe?
—No llega a un millón —dijo Joe.
—¿No llega? ¿Quieres decir que tú…? Oh. Aquel dinero.
Todas las semanas durante dos años desde 1939, Joe había guardado dinero en el fondo destinado a mantener a su familia cuando llegaran a América. Preveía que llegarían con problemas de salud y que sería difícil conseguirles trabajo. Por encima de todo, quería comprarles una casa, una casa no adosada con su propio jardín en alguna parte del Bronx o de Nueva Jersey. Quería que nunca tuvieran que volver a compartir techo con nadie. A finales de 1941, estaba ingresando más de mil dólares cada vez. Desde entonces, aparte de los diez mil dólares que había invertido en condenar a quince niños a yacer para siempre en medio de los sedimentos de la Dorsal Medio Atlántica, apenas lo había tocado. De hecho, la cuenta había crecido, incluso en su ausencia, gracias a los royalties del programa de radio del Escapista, que se había estado emitiendo hasta 1944, y a los dos pagos abultados que había recibido como participación en el acuerdo para el serial de Parnassus Pictures.
—Sí —dijo—. Todavía lo tengo.
—Está…
—Ahí metido —dijo Joe—. En la Stage Crafts Credit Union del East Side. Desde… Bueno, desde que se hundió el Arca de Miriam. El 6 de diciembre de 1941.
—Doce años y cuatro meses.
—Ahí metido.
—Eso también es mucho tiempo —dijo Sammy.
Joe se mostró de acuerdo.
—Supongo que en realidad no hay ninguna razón para dejarlo allí —dijo.
La idea de volver a trabajar con Sammy era muy atractiva. Acababa de pasar cinco años dibujando un cómic, haciendo una pausa de vez en cuando, lo justo para leer uno o dos cómics. Llegado aquel punto, se consideraba a sí mismo el artista de cómic más grande de toda la historia mundial. Podía dilatar un episodio crucial de la historia de un personaje durante diez páginas, hacer sus viñetas cada vez más estrechas hasta que el tiempo se detuviera por completo y que sin embargo la acción continuara avanzando movida por el impulso irreversible de la vida misma. O podía desplegar un solo instante sobre dos páginas en una sola viñeta gigante llena de bailarinas, equipo de laboratorio, caballos, árboles y sombras, soldados y juerguistas borrachos en una fiesta. Cuando la atmósfera lo requería, podía hacer viñetas que eran más que medias tintas; eran completamente negras, y sin embargo tenían algo visible y nítido, la acción era inconfundible y las expresiones de los personajes eran claras. Con su oído extranjero, había estudiado y había entendido, como siempre han hecho los grandes artistas de cómic, el poder de las onomatopeyas escritas —de palabras inventadas como snik, plish y doit— apropiadamente caligrafiadas, para darle realismo a una navaja, a un charco de agua de lluvia o a una media corona cayendo en el fondo de la taza de hojalata vacía de un ciego. Y sin embargo, se habían quedado sin temas para dibujar. Su Gólem ya estaba acabado, o prácticamente lo estaba, y por primera vez en años se encontraba a sí mismo —igual que en todos los niveles de su vida y sus emociones— preguntándose qué iba a hacer a continuación.
—Tú crees que yo podría —empezó—, que yo sería capaz.
Por encima de todo, lo que quería era hacer algo por Sammy. Le horrorizaba ver lo derrotado y lo infeliz que Sammy había terminado. Menuda hazaña sería hurgar en la manga oscura de su pasado y sacar algo que alterara por completo el estado de Sammy. Algo que lo salvara, que le devolviera la vida. De un plumazo, y guiado por los misterios arcanos de la Liga, podría darle una llave de oro a Sammy; podría añadir a la cadena un acto de liberación, como la que le había sido conferida a él y que todavía no había transferido a nadie.
—Sé que debería —continuó Joe. Su voz se volvió ronca mientras hablaba y las mejillas le ardieron. Estaba llorando. No tenía ni idea de por qué—. Oh, tendría que librarme de todo ese dinero.
—No, Joe. —Ahora fue Sammy el que rodeó a Joe con el brazo—. Ya entiendo que tú no quieras tocar ese dinero. O sea, creo que lo entiendo. Creo que… Bueno, creo que representa algo que no quieres olvidar nunca.
—Me olvido todos los días —dijo Joe. Intentó sonreír—. ¿Sabes? Los días pasan y no me acuerdo de no olvidarme.
—Quédate tu dinero —dijo Sammy en tono gentil—. No necesito ser dueño de Empire Comics. Es lo último que necesito.
—No… No podría, Sammy. Me gustaría poder, pero no puedo.
—Ya lo entiendo, Joe —dijo Sammy—. Quédate con tu dinero.