Con treinta y cinco años, y con arrugas incipientes en los rabillos de los ojos y la voz ronca por culpa de los cigarrillos, Rosa Clay era, en todo caso, más guapa que la chica que Joe recordaba. Había renunciado a su batalla fútil y equivocada contra la complexión amplia de su cuerpo. La expansión general de su carne rosácea había suavizado la protuberancia dramática de su nariz, la longitud equina de su mandíbula y la erupción de sus pómulos. Sus muslos tenían grandeza y sus caderas eran capaces, y en aquellos primeros días, un gran incentivo para el amor renacido de Joe fue el vislumbre de sus pechos pálidos y pecosos, sobresaliendo de la parte superior de sus sostenes con una amenaza tentadora pero ficticia de desbordarlos, que le propiciaron una de las batas de estar en casa de ella o un encuentro casual por la noche delante del baño del pasillo. Durante sus años de ausencia había pensado muchas veces en Rosa, pero de alguna forma, al cortejarla o abrazarla con la imaginación, se había olvidado de incluir las pecas de las que estaba tan prodigiosamente salpicada y ahora estaba asombrado por su abundancia. Surgían y se emborronaban sobre su piel con la misma cadencia inescrutable de las estrellas en el firmamento. Invitaban a ser tocadas con tanta urgencia como la textura del terciopelo o el brillo de un pedazo de moaré.
Sentado a la mesa del desayuno o tumbado en el sofá, Joe miraba cómo Rosa hacía sus tareas domésticas, con un trapeador o una bolsa de lona llena de pinzas y con la falda luchando para contener el balanceo firme de sus caderas y nalgas, y sentía como si en su interior una cuerda de violín se estuviera tensando sobre su llave. Porque, al parecer, seguía enamorado de Rosa. Su amor por ella habría sobrevivido intacto a la edad de hielo, como las bestias de épocas extintas que siempre acababan descongeladas en las páginas de los cómics y arrasando las calles de Metrópolis, de Gotham y de Empire City. Era un amor que, al descongelarse, desprendía un intenso olor a mastodonte venido del pasado. Le sorprendió encontrar aquellos sentimientos de nuevo: no porque hubieran sobrevivido tanto tiempo sino por su innegable intensidad y fuerza. Un hombre enamorado a los veinte se siente más vivo de lo que se sentirá nunca más, y encontrándose de nuevo en posesión de aquel tesoro enterrado, Joe vio con más claridad que nunca que en la última docena de años había sido en mayor o menor medida un hombre muerto. Su huevo frito y su chuleta de cerdo diarios, su colección de barbas y bigotes falsos, los baños apresurados con una esponja en el fregadero, aquellos elementos habituales y no cuestionados de su existencia reciente, ahora le parecían los rasgos del comportamiento de una sombra, las impresiones dejadas por una extraña novela leída bajo la influencia de una fiebre alta.
El regreso de sus sentimientos por Rosa —de su juventud— después de una ausencia tan larga tendría que haberle regocijado, pero Joe se sentía terriblemente culpable. No quería ser un visitante habitual de mirada brillante, sombrero ascot y al volante de un Fiat como los que aparecían en las historias de Rosa, un destrozahogares. En los últimos días, era cierto, había visto disiparse todas sus ilusiones sobre el matrimonio de Sammy y Rosa (que, como solemos hacer con las oportunidades perdidas, Joe había idealizado a lo largo de los años). El sólido vínculo suburbano que había imaginado por las noches, desde la distancia, medio compungido y medio satisfecho, de cerca demostró ser bastante más complejo y problemático de lo habitual. Pero fuera cual fuera el estado de las cosas entre ellos, Sammy y Rosa estaban casados, y llevaban así unos cuantos años. Estaba claro que eran una pareja. Hablaban de forma parecida, usaban términos de jerga doméstica —«el monstruo de los calcetines», «la caja tonta»—, se adivinaban el pensamiento, terminaban las frases del otro y se hacían callar de forma amistosa. A veces los dos se ponían a hablar con Joe al mismo tiempo, le contaban versiones paralelas y complementarias de la misma historia y Joe se perdía en la complejidad marital vagamente tediosa de su conversación. Sammy hacía té para Rosa y se lo llevaba a su estudio. Ella le planchaba la camisa con precisión severa todas las noches antes de irse a dormir. Y los dos habían desarrollado un sistema notable para producir cómics en pareja (aunque casi nunca colaboraban abiertamente en una historia como Clay y Clay). Sammy aportaba productos del inagotable stock de ideas baratas, eficaces y fiables con que Dios lo había aprovisionado al nacer y después Rosa le explicaba un argumento, aportando un flujo continuo de refinamientos que ninguno de ellos parecía comprender que procedían de ella. Y Sammy repasaba las páginas de las historias de Rosa con ella, viñeta a viñeta, criticando sus dibujos cuando eran demasiado elaborados, convenciéndola para que mantuviera el trazo simple y grueso, estilizado y poco paciente para el detalle que era su fuerte. Rosa y Sam no estaban mucho juntos —salvo en la cama, un lugar que seguía siendo fuente de un gran misterio e interés para Joe—, pero cuando lo estaban, parecían estar muy unidos.
Así pues, era impensable que Joe se interpusiera y reclamara lo que su amor resucitado le pedía. Pero no podía pensar en nada más, y por eso rondaba por la casa en un estado continuo de vergüenza inflamada. En el hospital en Cuba, había sentido cierta pasión mezclada con gratitud por una de las enfermeras, una guapa exmujer de sociedad de Houston conocida como Alexis de Texas, y había pasado un mes atroz en medio del calor árido de bahía de Guantánamo intentando contenerse y no tener una erección cada vez que ella pasaba para limpiarlo con la esponja. Ahora le pasaba lo mismo con Rosa. Pasaba todo su tiempo refrenando sus pensamientos, aplastándolos. Le dolía la articulación de la mandíbula.
Además, le parecía que ella lo evitaba, que vetaba de antemano los avances impertinentes que él no se atrevía a llevar a cabo, y eso le hacía sentirse todavía más canalla. Después de su conversación inicial en la cocina, a él y a Rosa parecía costarles encontrar el momento de iniciar otra. A él le preocupaba tanto la torpeza de sus propios intentos para entablar charlas triviales que no conseguía percibir la reticencia de ella cuando estaban a solas. Cuando por fin la notó, atribuyó el silencio de Rosa a la animosidad. Durante días, recibió la ducha fría de la rabia imaginaria de ella, una rabia totalmente merecida. No solamente por haberla dejado embarazada y en la estacada para poder irse a la búsqueda fallida de una venganza imposible. Sino por no haber vuelto, no haberla telefoneado ni escrito una línea, y por no haber pensado nunca en ella —él imaginaba que eso era lo que ella imaginaba— en todos sus años de ausencia. La propagación del silencio como un gas entre ellos únicamente excitaba más su vergüenza y su lujuria. A falta de intercambio verbal, se volvió hiperconsciente de las demás señales de ella: el revoltijo de sus cremas y lociones en el baño, su delicada ropa interior colgando de la barra de la cortina de la ducha, el tintineo irritado de su cucharilla en la taza de té procedente del garaje y los mensajes escritos en la cocina con orégano, bacon y cebollas cocinadas en manteca.
Por fin, cuando ya no pudo aguantarlo más, decidió que tenía que decir algo, pero lo único que se le ocurría era «Por favor, perdóname». Presentaría una disculpa formal, tan larga y abyecta como hiciera falta, y se sometería a la compasión de ella. Lo meditó, lo planeó y ensayó lo que iba a decir, y cuando pasó por casualidad delante de ella en el pasillo, simplemente lo soltó.
—Escucha —dijo él—. Lo siento.
—¿Qué has hecho?
—Quiero decir que lo siento todo.
—Oh. Eso —dijo ella—. Bien.
—Ya sé que debes de estar enfadada.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y se lo quedó mirando, con la frente lisa y los labios fruncidos en una mueca de duda. Joe no podía leer la expresión de su mirada porque no paraba de cambiar. Por fin, Rosa se miró los brazos pecosos, sonrosados y ruborizados.
—No tengo derecho a estarlo.
—Herí tus sentimientos. Te abandoné. Dejé que Sammy hiciera mi trabajo.
—No te recrimino eso —dijo ella—. En absoluto. Y él tampoco, creo que en realidad no. Los dos entendemos por qué te fuiste. Y lo entendimos entonces.
—Gracias —dijo Joe—. Tal vez un día me lo puedes explicar.
—Lo malo es que luego no volviste, Joe. Te tiraste por la borda o lo que fuera que hicieras.
—Eso también lo siento.
—Aquello me resultó muy difícil de entender.
Él le cogió la mano, asombrado de su propia osadía. Ella se la dejó coger durante nueve segundos, luego la reclamó de vuelta. Sus ojos adoptaron un matiz de reproche.
—No sabía cómo volver a vosotros —dijo él—. Pasé años intentándolo, créeme.
A él le sorprendió encontrar de pronto los labios de ella sobre los suyos. Joe le puso la mano en uno de sus grandes pechos. Cayeron de lado sobre la pared revestida de madera, haciendo que se cayera de su gancho una foto de Ethel Klayman. Joe empezó a buscar con la mano la cremallera de los vaqueros de ella. El broche de metal se le clavó en la muñeca. Estaba seguro de que Rosa se iba a bajar los vaqueros y él se le iba a echar encima, allí mismo, en el pasillo, antes de que Tommy volviera de la escuela. Pero se equivocaba por completo. No era la rabia lo que Rosa había interpuesto entre ellos, sino el cristal de un anhelo inexpresable igual que el de él. Un instante más tarde volvían a estar los dos de pie en medio del pasillo: las diversas sirenas y señales luminosas de bombardeo que se habían desencadenado a su alrededor parecían haberse apagado de pronto. Ella volvió a colocar todo lo que habían revuelto, se subió la cremallera de los vaqueros y se arregló el pelo. Tenía el pintalabios corrido por las mejillas.
—Hum —dijo ella—. Tal vez todavía sea pronto.
—Lo entiendo —dijo él—. Por favor, avísame. —Quería que sonara paciente y cooperador, pero de alguna forma le salió abyecto. Rosa se echó a reír. Lo abrazó y él le limpió la pintura de labios corrida.
—¿Cómo lo hiciste, por cierto? —dijo ella. Tenía las puntas de los dientes manchadas de té—. Quiero decir, escaparte del barco en medio del océano.
—Nunca llegué a embarcar —dijo Joe—. Me fui en un avión la noche antes.
—Había documentos. No sé, certificados médicos. Sammy me enseñó fotocopias.
Sonrió con un aire misterioso a lo Cavalieri.
—Siempre fiel al código —dijo ella.
—Fui muy hábil.
—Estoy segura de que sí, querido. Siempre fuiste un chico listo.
Joe le dio un beso en la raya del pelo. El pelo de Rosa despedía el intrigante olor a cerilla del té Lapsang que a ella le gustaba.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Joe.
Rosa tardó en contestar. Se soltó y se alejó de Joe, con la cabeza inclinada a un lado, arqueando una ceja: una mirada provocadora que él recordaba bien de su primera época juntos.
—Tengo una idea —dijo Rosa—. ¿Por qué no intentas pensar dónde vamos a poner tus malditos cómics?