DOCE

Con un lápiz Ticonderoga afilado detrás de la oreja y un cuaderno amarillo apoyado en el pecho, Sammy se metió en la cama con ella. Llevaba un pijama de algodón almidonado —blanco con raya vertical fina de color lima y cabezas de ciervo doradas dibujadas en sentido diagonal— en el que todavía quedaba un rastro de olor a vapor de la plancha de Rosa. Normalmente Sammy introducía bajo el cobertor de su cama una transcripción olfativa de su día en la ciudad, un registro intenso de Vitalis, Pall Mall, de mostaza alemana, del olor rancio del respaldo de cuero de su silla del despacho y de la membrana chamuscada de medio centímetro de café del fondo del termo de la empresa, pero esa noche se había duchado, y sus mejillas y su cuello trajeron el olor penetrante a menta del jabón Lifebuoy. Trasladó su peso relativamente liviano desde el suelo del dormitorio a la superficie del colchón con el usual recitado de gruñidos y suspiros. A veces Rosa tenía ganas de preguntar si había alguna causa específica para aquellos espectáculos asombrosos, pero nunca la había: sus gruñidos eran o bien una reacción musical involuntaria al efecto de la gravedad, como el «canto» de ciertas rocas cargadas de humedad sobre las que había leído en Ripley’s, desencadenado por los primeros rayos del sol matinal. O quizá no era nada más que la inevitable descarga nocturna, después de quince horas ignorándolas y reprimiéndolas, de todas las frustraciones del día. Ella esperó el tortuoso proceso mediante el cual Sammy efectuaba un reordenamiento global de la mucosidad en sus pulmones y su garganta. Notó cómo colocaba las piernas y alisaba el cubrecama encima de ellas. Por fin ella dio media vuelta y se apoyó en un codo.

—¿Bien? —dijo ella.

Dado todo lo que había pasado aquel día, había muchas respuestas distintas posibles a su pregunta. Sammy podría haber dicho: «Parece que nuestro hijo no es, al fin y al cabo, un delincuente corrompido por los cómics y perpetrador de novillos sacado de los capítulos más sórdidos de Seducción de los inocentes». O, por milésima vez, con la mezcla habitual de asombro y hostilidad: «Tu padre es todo un personaje». O bien, tal como ella ansiaba y temía oír: «Bueno, ya lo tienes aquí».

Pero Sammy se limitó a sorberse los mocos una vez más y dijo:

—Me gusta.

Rosa se incorporó un poco más.

—¿De verdad?

Sammy asintió, juntando las manos detrás de la cabeza.

—Es muy inquietante —continuó, y ella se dio cuenta de que todo aquel tiempo había conocido la respuesta que iba a recibir, o más bien había sabido que aquella era la línea que él iba a elegir en respuesta a su invitación abierta a llenarla de anhelo y temor. Rosa estaba, como siempre, ansiosa por conocer la opinión de Sammy sobre su trabajo, y también se sentía agradecida porque su marido quisiera considerar las cosas entre ellos, durante un poco más, de acuerdo con el viejo calendario, tan lleno de lagunas y errores de cálculo como estaba—. Parece que la Bomba en realidad es la Otra Mujer.

—La Bomba es sexy.

—Eso es lo inquietante —dijo Sammy—. En realidad, lo inquietante es que puedas pensar algo así.

—Mira quién habla.

—Le has dado una figura humana a la Bomba. Una figura de mujer.

—Lo he sacado de la Enciclopedia World Book de Tommy. No me lo he inventado.

Sammy encendió un cigarrillo y se quedó mirando la cabeza de la cerilla hasta que estuvo a punto de quemarse los dedos. La apagó de una sacudida.

—¿Se ha vuelto loco? —dijo.

—¿Tommy o Joe?

—Durante los últimos diez años ha llevado una vida secreta. Lo digo en serio. Con disfraces. Nombres falsos. Me ha dicho que solamente una docena de personas sabían quién era. Nadie sabía dónde vivía.

—¿Quién lo sabía?

—Un puñado de esos magos. Ahí es donde Tommy lo vio por primera vez. En la trastienda de Louis Tannen.

—En la tienda de magia de Louis Tannen —dijo ella. Aquello explicaba la intensidad del apego de Tommy, que siempre la había irritado, por aquel cuartucho apolillado de trucos y engaños trillados, que, cuando ella lo había visitado, la había deprimido. «Parece obsesionado por ese lugar», le había comentado una vez su padre. Ahora remontó todo el rastro de mentiras que Tommy había ido desplegando durante los últimos diez meses. Las listas de precios cuidadosamente mecanografiadas, todas falsas. Tal vez el propio interés por la magia había sido absolutamente falso. Y el simulacro perfecto de su firma, en aquellas espantosas notas de excusa que Tommy perpetraba: por supuesto, era Joe el que las había llevado a cabo. La firma de Tommy era burda y enmarañada: su trazo todavía era poco firme. ¿Cómo no se le había ocurrido antes que el chico nunca podría haber llevado a cabo una falsificación como aquella?—. Nos estaban haciendo un enorme juego de manos. El parche en el ojo era, ¿cómo llamaba Joe a esas cosas?

—Una distracción.

—Una mentira para ocultar otra mentira.

—Le he preguntado a Joe por Orson Welles —dijo Sammy— Welles lo sabía.

Ella señaló el paquete de cigarrillos y Sammy le dio uno. Ahora Rosa estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando a Sammy. Le dolía el estómago. Eran los nervios. Los nervios y el impacto de años y años de fantasías acumuladas hundiéndose de golpe, cayendo como una hilera de bastidores pintados. Ella no solamente había imaginado a Joe aplastado por un camión en una carretera solitaria, sino ahogado en las ensenadas remotas de Alaska, muerto a tiros por el Ku-Klux-Klan, metido en un cajón de una morgue del Medio Oeste con una etiqueta, asesinado en un motín carcelario y en cualquiera de una lista de situaciones suicidas desde el ahorcamiento hasta la defenestración. No podía evitarlo. Tenía una imaginación catastrófica: un aire de fatalidad inminente oscurece incluso una buena parte de su obra más optimista. Rosa había adivinado la presencia de la violencia en la historia de la desaparición de Joe (aunque había pensado erróneamente que estaba al final y no al principio de la historia). Cada vez se oían más noticias de suicidas —aquejados de la «culpa del superviviente», como se la llamaba— entre los parientes afortunados de quienes habían muerto en los campos de exterminio. Siempre que Rosa oía o leía sobre un caso parecido, no podía evitar imaginar a Joe haciendo lo mismo mediante el mismo método: normalmente las pastillas o la horrible ironía del gas. Y todos los relatos de los periódicos sobre muertes trágicas en el interior del país —sin ir más lejos, el día anterior había leído sobre un hombre que se había tirado desde un acantilado en San Francisco— los volvía a redactar mentalmente con el nombre de Joe en el primer párrafo. Ataques de osos, de abejas, despeñamientos de autobuses escolares llenos de niños (con Joe al volante): el recuerdo de Joe subyacía a todos aquellos relatos. Ninguna tragedia resultaba demasiado barroca o parecía demasiado lejana como para que ella no pusiera a Joe en ella. Y desde hacía varios años, vivía a diario con el dolor de saber —saber— más allá de toda fantasía, que Joe nunca iba a regresar a casa. Pero ahora no podía asumir la idea aparentemente simple de que Joe Kavalier, con su vida secreta y todo eso, estaba dormido en su sofá, en su sala de estar, bajo una vieja manta de punto de Ethel Klayman.

—No —dijo ella—. No creo que se haya vuelto loco. ¿Sabes? Es que no sé si hay una reacción cuerda a lo que él… A lo que le ha pasado a su familia. Tu reacción y la mía… Te levantas, vas al trabajo, juegas un rato a la pelota con el niño el domingo por la tarde en el jardín. ¿Acaso eso es cuerdo? ¿Continuar plantando en el jardín y dibujando cómics y haciendo las mismas chorradas de siempre como si no hubiera pasado nada?

—Tienes razón —dijo Sammy, dando la impresión de que nada de todo aquello le interesaba lo más mínimo. Se acercó las rodillas al pecho y apoyó el cuaderno en ellas. El lápiz empezó a susurrar. Había puesto punto y final a la conversación. Por lo general, tendía a evitar preguntas del tipo: «¿Acaso estamos cuerdos?» y «¿Tienen sentido nuestras vidas?». La necesidad de eludir cuestiones era obvia e intensa en el caso de ambos.

—¿Qué es eso? —dijo ella.

Extraño Planeta —Sammy no levantó el lápiz del cuaderno—. El protagonista es un explorador de la galaxia. Se dedica a hacer mapas de sus confines remotos. Un día aterriza en un planeta. —Hablaba sin mirarla y sin interrumpir el lento avance por las líneas pautadas de las gruesas letras de imprenta que iba escribiendo, regulares y claras, como si su mano fuera una máquina de escribir. Le gustaba explicarle sus argumentos, trenzando con meticulosidad lo que en su mente crecía en forma de mechones salvajes—. Encuentra una enorme ciudad dorada. Nunca ha visto nada igual. Y lo ha visto todo. Las ciudades-panal de Deneba. Las ciudades nenúfar de Lyra. Los habitantes de ese planeta son hermosos humanoides dorados de tres metros. Digamos que tienen unas alas enormes. Le dan la bienvenida al cosmonauta Jones. Le enseñan su ciudad. Pero algo les ronda la cabeza. Están preocupados. Tienen miedo. Hay un edificio, un palacio inmenso que no le permiten ver. Una noche nuestro héroe se despierta en su cama enorme y toda la ciudad está temblando. Oye un bramido terrible, como si una bestia inmensa y monstruosa hubiera montado en cólera. Gritos. Extraños destellos eléctricos. Y todo viene del palacio. —Arrancó la página que había llenado, la dobló y la emborronó toda. Luego continuó—. Al día siguiente todo el mundo actúa como si no hubiera pasado nada. Le dicen que debe de haberlo soñado. Naturalmente nuestro héroe tiene que averiguar qué pasa. Es explorador. Forma parte de su trabajo. Así que se cuela en aquel único palacio desierto y gigantesco y lo explora. En la torre más alta, a una milla de altura, se encuentra con un gigante. De siete metros de altura, con unas alas enormes, dorado como los demás pero con el pelo revuelto y una barba larga. Encadenado. Con unas cadenas atómicas gigantes.

Rosa esperó mientras Sammy esperaba a que le preguntara por el resto.

—¿Y bien? —dijo ella por fin.

—Ese planeta es el paraíso —dijo Sam.

—No estoy segura de…

—Es Dios.

—Vale.

—Dios es un loco. Hace como un billón de años que perdió el juicio. Justo antes de, ya sabes, de crear el universo.

Ahora le tocó a Rosa decirlo.

—Me gusta. ¿Y qué hace Dios? Supongo que se come al cosmonauta.

—Pues sí.

—Lo pela como si fuera un plátano.

—¿Quieres dibujarlo?

Ella le puso una mano en la mejilla. Todavía estaba templada y húmeda de la ducha y el tacto de su barba incipiente era agradable. Se preguntó cuánto tiempo hacía que no le tocaba la cara.

—Sam, vamos. Déjalo un momento —dijo ella.

—Tengo que terminar esto.

Ella le cogió el lápiz y detuvo su avance mecánico. Él se resistió un momento. Hubo un pequeño crujido de astillas y el lápiz empezó a doblarse. Finalmente se partió por la mitad, en sentido longitudinal. Ella le dio su mitad, con la mina de grafito brillando como el mercurio de un termómetro.

—Sammy, ¿cómo has conseguido que lo suelten?

—Ya te lo he dicho.

—Mi padre ha llamado a la madre del alcalde —dijo Rosa—. Y ella ha sido capaz de manipular el sistema penal de Nueva York. Y lo ha hecho por su profundo amor a René Magritte.

—Por lo visto sí.

—Y una mierda.

Sammy se encogió de hombros, pero Rosa sabía que estaba mintiendo. Llevaba años mintiéndole todo el tiempo y con la aprobación de ella. Todo era la misma mentira continua, de las más profundas que se pueden decir en un matrimonio: de las que nunca necesitan decirse porque nunca son cuestionadas. De vez en cuando, sin embargo, pequeños bloques de hielo como aquel se desgajaban y zarpaban a la deriva, recordatorios del continente errático de mentiras y de los puntos ciegos de sus mapas.

—¿Cómo es que lo han soltado? —dijo Rosa. Nunca antes había insistido tanto para sonsacarle la verdad. A veces se sentía como Ingrid Bergman en Casablanca, casada con un hombre con contactos en el submundo. Las mentiras eran para protegerlo no solamente a él sino también a ella.

—He hablado con el agente que lo detuvo —dijo Sammy, mirándola fijamente—. El detective Lieber.

—Has hablado con él.

—Me ha parecido un tipo decente.

—Qué suerte.

—Vamos a comer juntos.

Sammy había estado comiendo, esporádicamente, con una docena aproximada de hombres en los últimos doce años. Sus apellidos casi nunca salían a colación en la conversación: siempre se llamaban solamente Bob o Jim o Pete o Dick. De vez en cuando uno de ellos aparecía en los márgenes de la conciencia de Rosa, permanecía allí seis meses o un año, como una vaga mezcolanza de consejos para invertir, opiniones y chistes de moda con traje gris y luego desaparecía tan de repente como había llegado. Rosa siempre daba por sentado que aquellas amistades de Sammy —las únicas relaciones que merecían aquel nombre desde que Joe se había alistado— no iban más allá de una mesa en Le Marmitón o en Laurent. Era uno de sus presupuestos fundamentales.

—Bueno, pues entonces tal vez papá también te pueda ayudar con el comité del Senado —dijo Rosa—. Apuesto a que Estes Kefauver es un gran fan de Max Ernst.

—Tal vez deberíamos conseguir a Max Ernst en persona —dijo Sammy—. Necesito toda la ayuda que pueda conseguir.

—¿Están llamando a todo el mundo? —dijo Rosa.

Sammy negó con la cabeza. Intentaba no mostrarse preocupado pero ella se daba cuenta de que lo estaba.

—He hecho algunas llamadas —dijo—. Parece que Gaines y yo somos los únicos autores de cómics a los que todo el mundo sabe que han llamado.

Bill Gaines era el editor y pontífice de EC Comics. Era un tipo desaliñado y brillante, excitable y voluble del mismo modo que Sammy —cuando se trataba de trabajo— y que, igual que Sammy, albergaba ambiciones. Sus cómics tenían pretensiones literarias y luchaban por encontrar lectores que apreciaran su ironía, su humor y su particular liberalismo moral al mismo tiempo extravagante y beato. También eran asombrosamente truculentos. Abundaban los cadáveres, los desmembramientos y los apuñalamientos explícitos. La gente horrible que le hacía cosas terribles a sus amigos y seres queridos. A Rosa nunca le habían gustado mucho Gaines ni sus cómics, pero adoraba a Bernard Krigstein, uno de los habituales de EC, refinado y elegante tanto en el papel como en persona y un atrevido manipulador de viñetas.

—Algunos de tus cómics son muy violentos, Sammy —dijo ella—. Están muy cerca del límite.

—Tal vez el problema no sean los apuñalamientos y las vivisecciones —dijo Sammy. Y luego, relamiéndose, dijo—. Al menos, no solamente.

Ella esperó.

—Hay, bueno, más o menos, hay un capítulo entero sobre mí en Seducción de los inocentes.

—¿En serio?

—Parte de un capítulo. Bastantes páginas.

—¿Y nunca me lo habías dicho?

—Dijiste que no querías leer ese mamarracho. Me imaginé que no lo querías saber.

—Te pregunté si el doctor Wertham te mencionaba. Y tú dijiste… —Ella intentó recordar qué le había contestado exactamente—. Me dijiste que habías mirado y que no estabas en el índice.

—Bueno, no por mi nombre —dijo Sammy—. Eso es lo que quería decir.

—Ya veo —dijo Rosa—. Pero resulta que hay todo un capítulo que habla de ti.

—No de mí personalmente. Ni siquiera me identifica por mi nombre. Solamente habla de historias que yo escribí. Del Leñador. Del Rectificador. Pero no solamente mías. También habla mucho de Batman. Y de Robin. Hay cosas sobre la Mujer Maravilla. Dice que es un poco… Un poco hombruna.

—Ajá. Ya veo. —Todo el mundo lo sabía. Aquello era lo que hacía que su secreto peculiar, su mentira, fuera tan irónica. Nadie lo decía ni lo cuestionaba, y sin embargo a nadie le pasaba por alto. Había rumores en el vecindario. Rosa nunca los había oído, pero a menudo los notaba, los olía en el aire de una sala de estar en la que ella y Sam acababan de entrar—. ¿Sabe el Senado que tú escribiste esas historias?

—Lo dudo mucho —dijo Sammy—. Todas estaban firmadas con seudónimo.

—Pues ya está.

—No me pasará nada. —Cogió el cuaderno de nuevo, luego se dio la vuelta y revolvió el cajón de la mesilla de noche en busca de otro lápiz. Pero cuando se volvió a meter bajo las sábanas, se quedó sentado, dando golpecitos con la goma del lápiz en el cuaderno.

—¿Crees que se quedará una temporada? —dijo él.

—No. Hum. Tal vez. ¿Queremos que se quede? —dijo ella.

—¿Todavía le quieres? —Sammy intentó cogerla con la guardia baja, estilo abogado. Pero ella no tenía intención de ir tan lejos, todavía no, ni tampoco a hurgar tan adentro en los rescoldos de su amor por Joe.

—¿Y tú? —dijo ella, y luego, antes de que Sammy pudiera considerar en serio la cuestión, continuó—. ¿Todavía me quieres?

—Ya sabes que sí —dijo él de inmediato. Y ciertamente, ella lo sabía—. No hace falta que lo preguntes.

—Y no hace falta que tú me lo digas —dijo ella. Lo besó. Fue un beso escueto de hermana. Luego ella apagó su lamparilla y se giró en dirección a la pared. El susurro del lápiz se reanudó. Rosa cerró los ojos, pero no pudo relajarse. Tardó muy poco en darse cuenta de que había olvidado lo único de lo que quería hablar con Sammy: Tommy.

—Tommy sabe que tú lo adoptaste —dijo ella—. Según Joe. —El lápiz se detuvo. Rosa siguió mirando la pared—. Sabe que su padre de verdad es otra persona. No sabe quién.

—Entonces Joe no se lo ha dicho.

—¿Lo haría?

—No —dijo Sammy—. Supongo que no.

—Tenemos que decirle la verdad, Sam —dijo Rosa—. Ha llegado la hora. Es la hora.

—Ahora estoy trabajando —dijo Sammy—. No quiero seguir hablando de esto.

Ella supo por experiencia que lo decía en serio. La conversación había llegado oficialmente a su fin. ¡Y ella no le había dicho nada de lo que quería decirle! Le puso una mano en su hombro cálido y la dejó allí un momento. De nuevo, al tocar su piel sintió una pequeña ráfaga de recuerdos.

—¿Y qué hay de ti? —dijo ella, justo antes de quedarse dormida—. ¿Te vas a quedar una temporada?

Pero si hubo respuesta, ya no la oyó.