Rose Saxon, la reina de los cómics románticos, estaba trabajando en su bastidor en el garaje de su casa de Bloomtown, Nueva York, cuando su marido la telefoneó desde la ciudad para decirle que, si le parecía bien, le traería a casa al amor de su vida, al que prácticamente ya daba por muerto.
La señorita Saxon estaba trabajando en el texto de una nueva historia, que pretendía empezar a bosquejar aquella noche, después de que su hijo se fuera a dormir. Era la historia principal para el número de junio de Kiss Comics. Pensaba titularla «La bomba destruyó mi matrimonio». Estaba basada en un artículo que había leído en Redbook sobre las dificultades cómicas de estar casado con un físico nuclear empleado por el gobierno en unas instalaciones de alto secreto en el desierto de Nuevo México. No es que Rosa escribiera simplemente sus viñetas sino que las proyectaba, una tras otra, en la máquina de escribir. Con el paso de los años, los guiones de Sammy no se habían vuelto menos detallados sino más libres. Nunca se molestaba en decirle al dibujante qué tenía que dibujar. Rosa no podía funcionar de aquella forma. Odiaba trabajar con guiones de Sammy. Necesitaba tenerlo todo planificado de antemano —el storyboard, como lo llamaban en Hollywood—, plano a plano, por decirlo de alguna forma. Sus guiones eran una serie minuciosamente numerada de planos maestros, los scripts de rodaje para epopeyas de a diez centavos que, con su diseño elegante y austero, sus perspectivas alargadas y su profundidad de campo, se parecían de alguna forma, tal como ha señalado Robert C. Harvey[27], a las películas de Douglas Sirk. Trabajaba con una pesada Smith-Corona, escribiendo con una lentitud tan absorta que cuando la llamó su jefe y marido, al principio no oyó el teléfono que sonaba.
Rosa se había iniciado en los cómics poco después del retorno de Sammy al negocio después de la guerra. Tras ocupar el despacho del director en Gold Star, la primera maniobra de Sammy había sido despedir a muchos de los incompetentes y alcohólicos que había en plantilla. Era un paso arriesgado y necesario, pero le dejó con una carestía grave de artistas y en particular de entintadores.
Tommy había empezado a ir al jardín de infancia, y Rosa estaba empezando a entender el horror de su destino, el puro sinsentido de su vida cuando su hijo no estaba en casa, cuando un día Sammy llegó a la hora de comer, agobiado y lleno de prisas, con un puñado de bastidores de dibujo, un frasco de tinta Higgins y un puñado de pinceles del n.° 3, y le suplicó a Rosa que lo ayudara haciendo lo que pudiera. Ella se pasó la noche entera despierta trabajando en las páginas —era alguna historieta espantosa de superhéroes de Gold Star, La granada humana o El semental fantasma— y consiguió terminar el trabajo para la hora en que Sammy se marchó a trabajar la mañana siguiente. Había empezado el reinado de la Reina.
Rose Saxon había surgido lentamente, prestando su pincel al principio solamente de forma ocasional, sin firmar ni salir en los créditos, a una historia o una portada que dibujaba sobre la mesa de la cocina. Rosa siempre había tenido un trazo firme, buen pulso y buen gusto para sombrear. Era un trabajo hecho en situaciones de crisis irreflexivas —siempre que Sammy estaba atascado o le faltaba personal—, pero al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que había empezado a desear intensamente los días en que Sammy le daba algo que hacer.
Luego una noche, mientras estaban en cama, hablando en la oscuridad, Sammy le dijo que entintaba mucho mejor que los mejores profesionales que podía permitirse contratar en Gold Star. Le preguntó si alguna vez había considerado la posibilidad de coger los lápices. De hacer los bocetos. De dibujar y escribir historietas de cómic. Le explicó que por entonces Simon y Kirby estaban teniendo un éxito considerable con un tipo nuevo de historias que se habían inventado, basándose en parte en series adolescentes como Archie y A Date with Judy y en parte en los pulps sobre romances reales (el último de los viejos géneros pulp en ser exhumado y resucitado en forma de cómic). Se llamaba Romance juvenil. Estaba dirigido a mujeres y contaba historias sobre mujeres. Hasta entonces las mujeres habían sido dejadas de lado como lectoras de cómics. Sammy creía que quizá podrían divertirse con historias escritas y dibujadas por una de ellas. Rosa había aceptado la propuesta de Sammy al instante, con un arrebato de gratitud cuyo poder seguía intacto todavía hoy.
Ella sabía lo que había comportado para Sammy regresar a los cómics y aceptar el trabajo de director en Gold Star. Había sido el único momento en el curso de un matrimonio largo e interesante en que Sammy había estado a punto de seguir a su primo al mundo de los hombres fugados. Había maldecido, había gritado y le había dicho cosas odiosas a Rosa. La había culpado de su penuria y de su degradación y de la inconclusión perpetua de Desilusión americana. Si no tuviera una mujer y un hijo que mantener, un hijo que ni siquiera era suyo… Había llegado al punto de hacer una maleta y salir de la casa. Cuando regresó la tarde siguiente, fue en calidad de director editorial de Publicaciones Gold Star, S. A. Había permitido que la vida lo empujara por el último tramo de escaleras y había subido de una vez por todas en el cuarto de los misterios que era la vida de un hombre normal. Y se había quedado allí. Años más tarde, Rosa encontraría un billete en un cajón, con fecha en aquel momento terrible, para un asiento en un vagón de segunda en el Broadway Limited: otro tren a la costa en el que Sammy no había subido.
La noche en que le había ofrecido la posibilidad de dibujar «un cómic para chatis», Rosa sintió que le estaba dando una llave de oro, una llave maestra para entrar en sí misma, una escapatoria al tedio de su existencia como ama de casa y madre, primero en Midwood y luego en Bloomtown, capital autoproclamada del sueño americano. Aquella sensación perdurable de gratitud hacia Sammy era una de las fuerzas sustentantes de su vida en común, algo a lo que podía recurrir, algo a lo que agarrarse igual que Tom Mayflower agarraba su llave talismán siempre que las cosas se ponían feas. Y la verdad era que su matrimonio había mejorado desde que empezó a trabajar para Sammy. Ya no parecía un matrimonio tan amañado. Se volvieron colegas, compañeros de trabajo, socios de una forma desigual pero bien definida que ayudaba a no mirar muy de cerca el armario cerrado con llave que seguía en el centro de la situación.
El resultado más inmediato de la oferta de Sammy había sido Chicas trabajadoras, «historias atroces pero reales tomadas de las vidas febriles de muchachas de carrera». Debutó en las últimas páginas de Spree Comics, por entonces el título que peor vendía de toda la producción de Gold Star. Después de tres meses de aumento continuo de las ventas, Sammy había trasladado Chicas trabajadoras al frente del cómic y había permitido que Rosa lo firmara con su seudónimo más conocido[28]. Unos meses más tarde, Chicas trabajadoras era lanzado como título propio, y poco después, Gold Star, liderado por tres «cómics románticos de Rose Saxon», empezó a dar algún beneficio por primera vez desde el principio de la guerra. Desde entonces, mientras Sammy se trasladaba de Gold Star a la dirección de Olympic Publications y luego a Pharaoh House, Rosa, en una campaña incansable y (en su mayor parte) financieramente exitosa para retratar el corazón de aquella criatura mítica, la Chica Americana, a quien ella despreciaba y envidiaba a partes iguales, había llenado las páginas de Mal de amores, Romance, Loca de amor y ahora de Kiss con toda la fuerza y la frustración de doce años de añoranza y ausencia de amor.
Después de que Sammy colgara, Rosa se quedó un momento con el teléfono en la mano, intentando entender lo que acababa de oír. De alguna forma —resultaba un poco confuso— su hijo, mientras hacía novillos, había conseguido encontrar a su padre verdadero. Joe Kavalier iba a ser traído de vuelta, vivo, de su escondite secreto en el Empire State («igual que el Hombre de Bronce», había dicho Sammy). E iba a dormir en su casa.
Sacó sábanas limpias del armario empotrado del pasillo y las llevó al sofá donde, al cabo de pocas horas, Joe Kavalier iba a acostar su cuerpo bien recordado e inimaginable. Allí donde el pasillo daba a la sala de estar, pasó por delante de una especie de átomo en forma de estrella con un espejo en el núcleo y se vio el pelo. Dio media vuelta, entró en el dormitorio que compartía con Sammy, dejó el montón de sábanas de olor agradable y se empezó a arrancar toda la gama de chatarra, material de oficina y chismes diversos que usaba para mantenerse el pelo recogido cuando estaba en casa. Se sentó en la cama, se levantó, fue a su armario y se quedó allí, con la imagen de su guardarropa llenándola de duda y de un regocijo vago que identificó, como por arte de magia, con Joe. Hacía tiempo que había dejado de ser consciente de sus vestidos, faldas y blusas. Eran expresiones memorizadas de algodón y rayón que recitaba a diario. Ahora le parecían, hasta la última falda, horriblemente sensatas y aburridas. Se quitó la camiseta y los vaqueros con dobladillo. Encendió un cigarrillo y entró en la cocina en ropa interior, con la mata de su pelo suelto colgando alrededor de la cabeza como una corona de plumas.
En la cocina sacó una sartén, derritió media taza de mantequilla y la espesó con harina. A la pasta resultante le añadió leche, poco a poco, luego sal, pimienta y cebolla en polvo. Sacó el roux del fuego y puso un cazo de agua para hacer fideos. Luego fue a la sala de estar y puso un disco en el equipo de música. No tenía ni idea de qué disco era. Cuando la música empezó no la oyó y tampoco se dio cuenta cuando terminó. Le asombró ver que no había puesto las sábanas en el sofá. Tenía el pelo delante de la cara. Se dio cuenta de que le había caído ceniza en el roux y que se había limitado a removerla con la cuchara, como si fuera perejil seco. Sin embargo, se había olvidado de poner el perejil seco. Y por alguna razón, iba en sujetador.
—Muy bien —se dijo a sí misma—. ¿Y qué? —El sonido de su voz la tranquilizó y la ayudó a concentrarse—. Joe no conoce los suburbios. —Aplastó el cigarrillo en un cenicero que tenía forma de ceja arqueada en gesto de sorpresa—. Vístete.
Volvió a entrar en el dormitorio y se puso un vestido azul, hasta las rodillas, con la cintura blanca y el cuello de algodón moteado. Varias voces contradictorias e insidiosas se levantaron a su alrededor en aquel momento para decirle que el vestido la hacía parecer gorda, moderna, matronil, y que tenía que llevar pantalones anchos. Las ignoró. Se cepilló el pelo hasta que le salía disparado de la cabeza en todas direcciones como la crin de un diente de león, luego se lo peinó hacia atrás, se lo recogió en la nuca y se lo ató allí con un broche de plata. Cierta perplejidad regresó a ella cuando consideró la cuestión del maquillaje, pero enseguida decidió que solamente se pintaría los labios, dos líneas de color ciruela, no especialmente bien aplicadas, y fue a la sala de estar a hacer la cama en el sofá. Para entonces el agua del cazo estaba hirviendo y ella le sacudió un paquete ronroneante de macarrones encima. Luego empezó a rayar encima de un cuenco un pedazo de queso amarillo como un autobús escolar. Macarrones con queso. Como plato, le parecía que existía en el mismo centro de su vergüenza por la vida que llevaba. Pero era el plato favorito de Tommy y tenía ganas de recompensar a su hijo por la hazaña que había llevado a cabo. Y de alguna forma dudaba que Joe —¿realmente había estado encerrado en una oficina del Empire State desde la década de 1940?— fuera sensible al mensaje socioeconómico inherente en aquel cuadrado burbujeante marrón y dorado o en su cazuela blanca Corning con una flor azul en el costado.
Llegarían dentro de dos horas. Volvió a su mesa y se sentó a trabajar. Era lo único sensato que se le ocurría. La tristeza, la irritación, la duda, la preocupación o cualquier otra emoción turbulenta que pudiera robarle el sueño, el hambre o en casos extremos la capacidad para hablar de forma coherente o para salir de la cama, desaparecían casi por completo cuando estaba explicando una historia. Aunque no había contado tantas a lo largo de los años como Sammy, por el hecho de trabajar de forma exclusiva en el mundo de las historias románticas, quizá las contaba con mayor intensidad. Para Rosa (que desde el principio y de forma exclusiva entre las pocas mujeres que trabajaban en el ramo, no solamente había dibujado sino que gracias a la indulgencia de su marido editor también había escrito el guión de casi todas sus historias), contar la historia de la guapa Nancy Lambert —una chica americana corriente de una pequeña isla en Maine que ponía toda su confianza ingenua en las manos traicioneras del atractivo y brillante Lowell Burns, animal social y físico nuclear— era un acto que no solamente absorbía toda su atención y su pericia sino también todos sus sentidos y recuerdos. Sus pensamientos eran los de Nancy. Sus propios nudillos se volvían blancos cuando Nancy se enteraba de que Lowell la había vuelto a engañar. Y poco a poco, a medida que poblaba y desarrollaba el mundo que estaba construyendo a base de filas y columnas de viñetas en bastidores de dibujo de once pulgadas por quince, el pasado de Nancy se fue transformando en el de ella. Las lenguas de terciopelo de los ciervos mansos de Maine le habían lamido las manos de niña. El humo de las hogueras de hojas secas en otoño, las luciérnagas escribiendo sus alfabetos sobre el firmamento estival, la columna de humo salado que se elevaba de las almejas asadas, el crujido del hielo en las ramas de los árboles en invierno, todas aquellas sensaciones se amontonaban en el corazón de Rosa con una nostalgia casi insoportable mientras ella, viendo la horrible floración de la bomba roja en que se había convertido su Otra Mujer, consideraba la posible destrucción de todo lo que había conocido, desde la amable señorita Pratt en la vieja escuela de la isla hasta la imagen del viejo bote de pesca de su padre entre las barcas que regresaban al atardecer con las redes llenas de langostas. En aquellos momentos, no es que inventara sus argumentos o diseñara sus personajes: los recordaba. Sus páginas, aunque olvidadas por todo el mundo salvo unos pocos coleccionistas, conservaban una impronta de la fe de la autora en su creación, esa locura encantadora que es lo bastante rara en cualquier forma de arte pero que en el mundo de los cómics, con sus colaboraciones forzosas y su búsqueda incansable del denominador común más bajo, resultaba desconocida.
Todo esto explica por qué Rosa, que al llamarla por teléfono Sammy había sido víctima del pánico y la confusión, se olvidó tan pronto de Josef Kavalier cuando se sentó a trabajar. A solas en su estudio improvisado del garaje, fumó, escuchó a Mahler y a Fauré en la WQXR y se perdió en las tribulaciones y en los contornos armoniosos de la pobre Nancy Lambert, como cualquier otro día en que no tuviera noticias de las ausencias escolares de su hijo ni la visitaran espectros de la historia profundamente sepultada de su corazón. No fue hasta que oyó el chirrido del Studebaker en el camino de entrada que levantó la vista de su trabajo.
Los macarrones con queso resultaron ser un gesto superfluo. Tommy ya estaba dormido cuando llegó a casa. Sammy entró en casa cargando con el chico en brazos.
—¿Ha cenado?
—Un dónut.
—Eso no es una cena.
—Se ha bebido una coca-cola.
Estaba profundamente dormido, con las mejillas ruborizadas, roncando entre dientes y enfundado misteriosamente en una sudadera extragrande de la Liga Atlética de la Policía.
—Te has roto las costillas —le dijo Rosa a Joe.
—No —dijo Joe—. Solamente tengo magulladuras. —Tenía un verdugón enorme en la mejilla, tapado parcialmente por un trozo cuadrado de gasa y esparadrapo. Le relucían las aletas de la nariz, como si hubiera estado sangrando hacía poco.
—Apártate —dijo Sammy entre dientes—. No quiero que se me caiga.
—Déjame —dijo Joe.
—Tus costillas…
—Déjame.
Quiero ver esto, pensó Rosa. De hecho, no había nada en la vida que quisiera ver más.
—¿Por qué no se lo dejas? —le dijo a Sammy.
Así que Sammy, conteniendo la respiración, poniendo cara de dolor y frunciendo el ceño, dejó al niño dormido en brazos de Joe. La cara de Joe se tensó de dolor, pero lo soportó y sostuvo a Tommy, mirándole la cara con un cariño alarmante. Rosa y Sammy se quedaron mirando ardientemente cómo Joe Kavalier miraba a su hijo. Luego, en el mismo momento, cada uno de ellos pareció darse cuenta de que estaba haciendo lo mismo que el otro, se sonrojaron y sonrieron, llevados por las corrientes de la duda, la vergüenza y la satisfacción que animaban todos los procedimientos de su familia inventada en el juzgado.
Joe carraspeó, o tal vez gruñó de dolor.
Ellos lo miraron.
—¿Dónde está su cuarto? —dijo Joe.
—Oh, perdona —dijo Rosa—. Jesús. ¿Estás bien?
—Estoy bien.
—Es por aquí.
Ella lo acompañó por el pasillo hasta el dormitorio de Tommy. Joe dejó al chico encima del cubrecama, que tenía letreros de tabernas coloniales dibujados y proclamas de esquinas raídas impresas en letras abultadas de la época de la guerra de Independencia. Ya hacía tiempo que el deber y el placer de desnudar a su hijo no recaían en Rosa. Llevaba años forzándolo a alcanzar la madurez, la independencia y una competencia general impropia de su edad, como si confiara hacerlo rebotar como una piedra hasta el otro lado del traicionero estanque de la infancia, y ahora se dejó conmover por lo que quedaba de niño en él, en sus labios fruncidos y en el lustre febril de sus párpados. Se inclinó, le desató los cordones y le quitó los zapatos. Tenía los calcetines pegados a los pies pálidos y sudados. Joe le cogió los calcetines y los zapatos. Rosa desabotonó los pantalones de pana de Tommy, se los sacó por las piernas, luego le tiró de la camisa y la sudadera hasta que su cabeza y sus brazos se perdieron dentro de los mismos. Dio una especie de tirón lento y experimentado y la parte superior de su hijo quedó liberada.
—Muy hábil —dijo Joe.
Por lo visto a Tommy lo habían atiborrado de helado y refrescos en la comisaría para hacerlo hablar. Ahora habría que lavarle la cara. Rosa fue a buscar una toalla. Joe la siguió al baño, llevando los zapatos en una mano y el par de calcetines hechos una bola en la otra.
—Tengo cena en el horno.
—Tengo mucha hambre.
—¿Te has roto algún diente?
—Por suerte, no.
Era absurdo; estaban charlando sin más. La voz de Joe era la de siempre, resonante pero con cierto matiz agudo de fagot. El extravagante acento Habsburgo seguía allí, sonaba doctoral y no del todo genuino. En la sala de estar, Sammy le había dado la vuelta al disco que ella había puesto antes. Ahora Rosa lo reconoció: eran el New Concepts of Artistry in Rhythm de Stan Kenton. Joe la siguió de vuelta al dormitorio y ella limpió la dulce resina epóxica que Tommy tenía en los labios y los dedos de bebé. Un caramelo Charms Pop sin envoltorio que el niño se había metido, después de chuparlo, en el bolsillo de los pantalones, le había dejado una mancha pegajosa en la cavidad lisa y sin pelo de la cadera. Rosa se la limpió. Tommy estuvo murmurando y estremeciéndose mientras ella lo limpiaba. En un momento dado sus ojos se abrieron, conscientes y alarmados, y Rosa y Joe intercambiaron una sonrisa: lo habían despertado. Pero el niño volvió a cerrar los ojos, y con Joe sosteniéndolo y Rosa tirando, le pusieron el pijama. Joe lo levantó, gruñendo de nuevo, mientras Rosa apartaba el cubrecama. Luego lo arroparon. Joe le apartó el pelo de la frente.
—Qué grande es —dijo.
—Tiene casi doce años —dijo Rosa.
—Sí, ya lo sé.
Ella le miró las manos, que él tenía pegadas a los costados. Todavía sostenía los zapatos del niño.
—¿Tienes hambre? —dijo ella, en voz baja.
—Mucha hambre.
Cuando salieron de la habitación, Rosa se giró a mirar a Tommy y tuvo el impulso de dar media vuelta, meterse en la cama con él y quedarse allí un rato sintiendo aquella añoranza profunda, aquella sensación de echarlo de menos desesperadamente que la invadía siempre que lo tenía dormido en brazos. Cerró la puerta a su espalda.
—Vamos a cenar —dijo ella.
No fue hasta que estuvieron los tres sentados a la mesa de la cocina que ella pudo mirar bien a Joe. Tenía un aspecto más pesado. Su cara parecía haber envejecido menos que la de Sammy o, Dios lo sabía, menos que la de ella, y su expresión, mientras asimilaba las imágenes y los olores extraños de la confortable cocina de su casa modelo Penobscott, conservaba algo del viejo Joe burlón que ella recordaba. Rosa había leído sobre el viajero a la velocidad de la luz del que hablaba Einstein, que volvía después de haber pasado varios años de su vida de viaje y descubría que todo el mundo al que había conocido y querido estaba encorvado o criando malvas. Le parecía que Joe era aquel viajero y que acababa de llegar de un lugar lejano, hermoso e inimaginablemente vacío.
Mientras cenaban, Sammy le contó a Rosa cómo le había ido el día, desde que se había encontrado a los muchachos en la cafetería Excelsior hasta el momento en que Joe había saltado al vacío.
—Te podrías haber matado —dijo Rosa, disgustada y dándole una palmada en el hombro a Joe—. Muy fácilmente. Gomas elásticas.
—El mismo truco fue llevado a cabo con éxito por Theo Hardeen en 1921, desde el puente de Alejandro III —dijo Joe—. En ese caso las gomas elásticas fueron preparadas especialmente, pero yo estudié el caso y llegué a la conclusión de que las mías eran más fuertes y más elásticas.
—Pero se han roto —dijo Sammy.
Joe se encogió de hombros.
—Me equivocaba.
Rosa se rió.
—No digo que no me equivocara, solo digo que no me imaginaba que hubiera prácticamente ninguna posibilidad de matarme.
—¿No pensabas que era probable que te encerraran en la Isla de Rykers? —dijo Sammy—. Lo han detenido.
—¿Te han detenido? —dijo Rosa—. ¿Por qué? ¿Por «alterar el orden público»?
Joe hizo una mueca, al mismo tiempo avergonzado y molesto. Luego se sirvió otro cucharón de la cazuela.
—Por residencia ilegal —dijo Sammy.
—No pasa nada. —Joe levantó la vista del plato—. Ya he estado antes en la cárcel.
Sammy se giró hacia Rosa.
—No para de decir cosas así.
—Hombre misterioso.
—Me parece muy irritante.
—¿Has pagado la fianza? —dijo Rosa.
—Me ha ayudado tu padre.
—¿Mi padre? ¿Te ha ayudado?
—Por lo visto la anciana señora Wagner debe dos Magritte —dijo Sammy—. La madre del alcalde. Se han retirado los cargos.
—Dos Magritte de la última época —dijo Joe.
Sonó el teléfono.
—Yo lo cojo —dijo Sammy. Fue al teléfono—. Hola. Ajá. ¿Qué periódico? Ya veo. No. No hablará con usted. Porque ni loco va a hablar con un periódico de Hearst. No. No. Eso no es cierto en absoluto. —Por lo visto, el deseo de Sammy de dejar las cosas claras era mayor que su desprecio por el Journal American de Nueva York. Se llevó el auricular al comedor. Habían puesto un cable extralargo para que llegara hasta la mesa del comedor que Sammy usaba como escritorio siempre que trabajaba en casa.
Mientras Sammy arengaba al reportero del Journal American, Joe dejó su tenedor.
—Está muy bueno —dijo—. Ya ni siquiera me acuerdo de la última vez que comí algo así.
—¿Has tenido bastante?
—No.
Ella le volvió a servir de la fuente.
—Es el que más te ha echado de menos —dijo ella. Señaló con la cabeza en dirección al comedor, donde Sammy le estaba contando al reportero del Journal American que él y Joe eran quienes habían creado al Escapista, una noche fría de octubre de hacía un millón de años. El mismo día en que un chico había entrado dando tumbos por la ventana del dormitorio de Jerry Glovsky y había aterrizado, asombrado, a los pies de Rosa—. Contrató a detectives privados para encontrarte.
—Uno de ellos me encontró —dijo Joe—. Lo tuve que sobornar. —Dio un mordisco, luego otro y luego un tercero—. Yo también lo he echado de menos —dijo por fin—. Pero siempre me imaginaba que Sammy era feliz. Cuando estaba sentado allí por las noches a veces me acordaba de él. Leía sus cómics, siempre me daba cuenta de cuáles eran suyos, y pensaba, bueno, a Sammy le va bien. Debe de ser feliz. —Ayudó a bajar el tercer trago con un vaso de agua de seltz—. Es una decepción para mí darme cuenta de que no lo es.
—¿No lo es? —dijo Rosa, no tanto por mala fe como movida por la fuerza recalcitrante que una generación posterior habría denominado impulso de denegación—. No, tienes razón. La verdad es que no lo es.
—¿Qué pasa con el libro, Desilusión americana? A menudo he pensado en ello, de vez en cuando.
Rosa vio que su inglés se había deteriorado durante sus años en el monte, o donde fuera que hubiera estado.
—Bueno —dijo Rosa—. La terminó hace un par de años. Por quinta vez, si no me equivoco. Y la enviamos. Hubo algunas respuestas amables, pero en fin.
—Ya veo.
—Joe —dijo ella—. ¿Qué pretendías?
—¿Qué pretendía con qué? ¿Tirándome, quieres decir?
—Bueno, empecemos por eso.
—No lo sé. Cuando vi la carta en el periódico, ya sabes, supe que la había escrito Tommy. ¿Quién más podía ser? Y sentí, pues bueno, como soy yo el que le mencionó que… Pues quería… Quería que fuera… Real para él.
—¿Pero qué intentabas conseguir? ¿Pretendías avergonzar a Sheldon Anapol para que te diera más dinero o…?
—No —dijo Joe—. No supongo que esa fuera nunca la idea.
Ella esperó. Joe apartó su plato y cogió los cigarrillos de Rosa. Encendió dos a la vez, le pasó uno a ella, tal como solía hacer mucho, mucho tiempo atrás.
—No lo sabe —dijo al cabo de un momento, como si ofreciera una razón para tirarse desde lo alto del Empire State, y aunque ella no lo entendió de inmediato, por alguna razón la declaración hizo que el corazón empezara a latirle a toda prisa. ¿Acaso estaba ella ocultando tantos secretos, tantas clases distintas de conocimiento culpable a los hombres de su vida?
—¿Quién no sabe qué? —dijo ella. Extendió el brazo, como de forma casual, para coger un cenicero que había en la encimera justo detrás de la cabeza de Joe.
—Tommy. No sabe… Lo que yo sé. Lo de mí. Y él. Que yo…
El cenicero —rojo y dorado, con las palabras EL MOROCCO impresas en elegantes letras doradas— se cayó al suelo de la cocina y se rompió en una docena de pedazos.
—¡Mierda!
—No pasa nada, Rosa.
—¡Sí que pasa! ¡Se me ha caído el cenicero de El Morocco, maldita sea! —Se pusieron los dos de rodillas, en medio del suelo de la cocina, con los trozos del cenicero roto en medio de ambos.
—Pues muy bien —dijo ella, cuando Joe empezó a barrer los trozos con la palma de la mano—. Ya lo sabes.
—Ahora sí. Siempre lo he pensado, pero…
—¿Siempre lo has pensado? ¿Desde cuándo?
—Desde que me enteré. Me escribiste, ¿recuerdas? En la marina, en 1942. Había fotos. Me di cuenta.
—¿Has sabido desde 1942 que… —bajó la voz hasta convertirla en un susurro furioso—… que tenías un hijo, y nunca…?
De pronto la rabia acumulada le pareció peligrosamente satisfactoria, y estuvo a punto de liberarla, sin importarle las consecuencias para su hijo, su marido o su reputación en el vecindario, pero se contuvo en el último instante al ver el rubor intenso en las mejillas de Joe. Estaba allí sentado, con la cabeza inclinada, haciendo un montoncito con todos los trozos del cenicero. Rosa se levantó y fue al armario de las escobas en busca de una escoba y un recogedor. Barrió el cenicero y echó las piezas tintineantes al cubo de la basura.
—No se lo has dicho —dijo ella por fin.
Él negó con la cabeza gacha. Seguía arrodillado en medio del suelo de la cocina.
—Nunca hemos hablado casi mucho —dijo.
—¿Por qué no me sorprende?
—Y tú nunca se lo has dicho.
—Claro que no —dijo Rosa—. Por lo que él sabe, ese —bajó la voz y volvió a señalar con la cabeza en dirección al comedor— es su padre.
—Me parece que no.
—¿Cómo?
—Él me dijo que Sammy lo había adoptado. Que había oído algo así a hurtadillas. Tiene una serie de teorías interesantes sobre su padre verdadero.
—¿Y nunca te ha…? ¿Tú crees que…?
—A veces creo que ha estado intentando preguntármelo —dijo Joe—. Pero nunca ha llegado.
Ella le dio la mano y él se la cogió. Por un instante, la mano de Joe le pareció mucho más seca y callosa de lo que recordaba, y luego la sintió exactamente igual que antes. Se volvieron a sentar a la mesa de la cocina, delante de sus platos.
—Todavía no has dicho por qué lo hiciste —le recordó ella—. ¿Qué sentido tenía?
Sammy volvió a entrar en la cocina y colgó el teléfono, negando con la cabeza tras la profunda oscuridad periodística que acababa de pasar diez minutos intentando iluminar.
—Eso es lo que el tipo me estaba preguntando ahora mismo —dijo—. ¿Qué sentido tenía?
Rosa y Sammy se volvieron hacia Joe, que miró el centímetro de ceniza de la punta de su cigarrillo durante un momento antes de hacerla caer con un golpecito en la palma de su mano.
—Supongo que lo hice para esto —dijo—. Para mí volver a casa. Para terminar sentado aquí con vosotros, en Long Island, comiendo unos fideos que Rosa ha hecho.
Sammy levantó las cejas y dejó escapar un breve suspiro. Rosa negó con la cabeza. Le parecía que su destino era vivir entre hombres cuyas soluciones eran invariablemente más complicadas o extremas que los problemas que intentaban resolver.
—¿No podrías haber llamado? —dijo Rosa—. Estoy segura de que te habría invitado.
Joe negó con la cabeza y el color regresó a sus mejillas.
—No podía. A veces tenía ganas. Os llamaba y colgaba el teléfono. Escribía cartas pero no las mandaba. Y cuanto más esperaba, más difícil de imaginar me resultaba. No sabía cómo hacerlo, ¿lo veis? No sabía lo que pensabais de mí. Ni lo que sentíais de mí.
—Dios, Joe, eres un puto idiota —dijo Sammy—. Te queremos.
Joe puso la mano en el hombro de Sammy, se encogió de hombros y asintió como diciendo, sí, he actuado como un idiota. Y Rosa comprendió que aquello lo solucionaba todo entre ellos. Doce años de vacío, una declaración escueta, un encogimiento de hombros a modo de disculpa y aquellos dos ya se llevaban tan bien como antes. Rosa soltó un bufido que le hizo salir una bocanada de humo por la nariz y negó con la cabeza. Joe y Sammy se volvieron hacia ella. Parecían estar esperando que ella les trazara un plan de acción, un bonito y limpio argumento de Rose Saxon que pudieran seguir y en el que tuvieran escritas todas las líneas que deseaban decir.
—¿Y bien? —dijo ella—. ¿Qué hacemos ahora?
El silencio que siguió fue lo bastante largo para que tres o cuatro de los idiotas proverbiales de Ethel Klayman llegaran a este valle de lágrimas. Rosa veía un millar de respuestas posibles pasando por la mente de su marido y se preguntó cuál de ellas iba a ofrecer finalmente, pero resultó ser Joe el que habló.
—¿Hay postre? —dijo.