OCHO

Veintidós huérfanos del orfanato de St. Vincent of Paul se apiñaban en la azotea del edificio barrida por el viento, a trescientos metros de altura. El cielo estaba manchado de luz gris como una venda sucia de pomada. Las gruesas cremalleras metálicas de los abrigos de pana azul oscura de los niños —donadas el invierno anterior por unos grandes almacenes de Watertown, junto con veintidós ruidosos pares de chanclos— estaban subidas hasta arriba para protegerlos del frío de abril. Los dos tutores de los niños, el padre Martin y la señorita Mary Catherine Macomb, los rodeaban como un par de perros pastores feroces, intentando protegerlos con las voces y las manos. Los ojos del padre Martin estaban llenos de lágrimas por culpa de la fuerte brisa y los gruesos brazos de la señorita Macomb tenían la piel de gallina. No eran gente excitable, pero las cosas se había salido de madre y estaban gritando.

—¡Apartaos! —le decía todo el tiempo la señorita Macomb a los niños.

—Por el amor de Dios, hombre —le dijo el padre Martin al suicida—. Baje de ahí.

Los niños pestañeaban y ponían cara de perplejidad e indecisión. El submarino lento, pesado y oscuro de las vidas de las que ellos eran pasajeros acababa de salir repentinamente a la superficie. Se les había llenado la sangre de una especie de nitrógeno de asombro abrumador. Nadie sonreía ni se reía, aunque a menudo con los niños la diversión parece algo muy serio.

Encima del pesado parapeto de cemento del piso ochenta y seis, como un agujero brillante y desigual perforado en las nubes, había encaramado un hombre sonriente con máscara y un traje dorado y añil. El traje se pegaba a su cuerpo flaco, azul oscuro y con destellos de seda. El calzoncillo era dorado y en la pechera del jersey tenía un grueso aplique dorado, como la inicial de la chaqueta de un universitario condecorado, en forma de llave maestra. Llevaba un par de botas doradas blandas, un poco amorfas, con suelas de goma fina. El calzoncillo era rugoso y tenía una mancha blanca en el trasero, como si su dueño se hubiera apoyado en una puerta recién pintada. Los leotardos tenían carreras y estaban dados de sí en las rodillas; el jersey le venía grande en los codos y las suelas de goma de las botas endebles estaban agrietadas y manchadas de grasa. Su pecho amplio estaba rodeado por una cuerda fina, con miles de nudos diminutos, lazada debajo de los brazos y extendida a través de siete metros de terraza hasta el espolón de un rayo de sol ornamental que sobresalía del tejado del observatorio. Dio un tirón de la cuerda anudada y esta emitió una vibración en re bemol.

Estaba actuando para ellos, para los niños y para los policías reunidos a sus pies, que ahora maldecían, suplicaban y trataban de engatusarlo para que se bajara de allí. Estaba prometiendo una demostración de vuelo humano de las que todavía podían encontrarse, incluso en aquella época de disminución del superheroísmo, en las páginas de los cómics.

—Ya lo veréis —gritó—. El hombre puede volar.

Demostró la fuerza de la cuerda elástica, formada por ocho hebras entrelazadas, cada una de ellas compuesta de cuarenta gomas elásticas extralargas y extragruesas que había comprado en la tienda de materiales de oficina Reliant. Los policías desconfiaban, pero no estaban seguros de qué debían creer. El disfraz azul oscuro, con su símbolo en forma de llave y su extraño lustre hollywoodiense, afectaba a su juicio. Y luego estaban los modales profesionales de Joe, todavía notablemente tranquilos e industriosos después de tantos años en desuso. Parecía tener confianza absoluta en su capacidad para llevar a cabo el truco consistente en tirarse desde la azotea, caer un máximo de cincuenta y siete metros en dirección a la acera lejana, luego volver a ascender, arrastrado hacia el cielo por la goma elástica gigante, y aparecer sonriente a los pies de la policía.

—Los niños no podrán verme volar —dijo Joe, con un brillo perverso en la mirada—. Dejen que se acerquen al borde.

Los niños aceptaron el reto y trataron de avanzar. Horrorizados, la señorita Macomb y el padre Martin los contuvieron.

—¡Joe! —Era Sammy. Él y diversos policías, uniformados y de paisano, salieron dando tumbos y agitando los brazos a la terraza azotada por el viento. Los encabezaba un Tommy Clay de mirada cautelosa.

Cuando Joe vio al chico, a su hijo, unirse a la multitud abigarrada que se había reunido en la terraza del observatorio para contemplar cómo se cumplía una promesa precipitada e imaginaria, de pronto recordó un comentario que le había hecho una vez su profesor Bernard Kornblum.

—Solamente el amor —le había dicho el mago— puede forzar una pareja encajada de cerrojos Bramah de acero.

Había hecho aquel comentario al final de la última de las visitas regulares de Joe a su casa de la calle Maisel, mientras se untaba las mejillas irritadas con pomada de caléndula. Por lo general, Kornblum hablaba muy poco durante la última parte de sus lecciones: se quedaba sentado en la tapa del cajón de pino sin adornos que le había comprado a un fabricante local de ataúdes, fumaba y se distraía con un ejemplar de Di Cajt mientras Joe, dentro de la caja, permanecía encogido, amarrado y encadenado, dando bocanadas de vida con olor a serrín por la nariz y haciendo esfuerzos terribles y minuciosos. Kornblum permanecía sentado, sin más comentario que un ocasional estallido burlón de flatulencia, esperando los tres golpecitos desde el interior que significaban que Joe se había soltado de las esposas y las cadenas, había arrancado las tres cabezas de tornillo serradas de la bisagra situada a la izquierda de la tapa y estaba listo para salir. A veces, sin embargo, si Joe se demoraba especialmente, o si la tentación de un público literalmente cautivo resultaba demasiado fuerte, Kornblum empezaba a hablar, en su alemán tosco pero ágil, aunque nunca de otra cosa que no fuera trabajo. Rememoraba con placer actuaciones en las que, por mala suerte o por imprudencia, había estado a punto de morir. O bien recordaba, con un grado de detalle apostólico y tedioso, alguna de las tres ocasiones felices en que había tenido la suerte de ver actuar a su profeta, Houdini. Solamente en una ocasión, justo después de que Joe intentara su fatídica inmersión en el Moldava, la conversación de Kornblum se había alejado del sendero de la remembranza profesional para adentrarse en los márgenes frondosos y sombríos de la intimidad.

Kornblum le contó —su voz llegaba amortiguada a través del plafón de madera de pino de una pulgada de grosor y de la fina bolsa de lona dentro de la cual Joe estaba encogido— que había estado presente en el que nadie sabía, salvo los confidentes más íntimos del Rey de los Grilletes y los pocos cofrades astutos que lo habían presenciado, que había sido el momento del fracaso del más grande. Fue en 1906, dijo Kornblum, en el Palladium de Londres, después de que Houdini aceptara el reto público de liberarse de un par de esposas supuestamente inexpugnables. El reto lo había hecho el Mirror de Londres tras descubrir a un herrero en el norte de Inglaterra que, después de toda una vida de esfuerzo, había diseñado un par de esposas dotadas de una cerradura tan compleja y delicada que nadie, ni siquiera su nigromántico inventor, podía forzarla. Kornblum describió las esposas, dos gruesos aros de acero inflexiblemente soldados a un eje cilíndrico. Dentro de aquel eje rígido estaba el siniestro mecanismo del herrero de Manchester, y en aquel punto de su relato la voz de Kornblum adoptó un matiz de temor, incluso de horror. Era una variante del Bramah, un cerrojo notoriamente recalcitrante que solamente se podía abrir —y aun así con dificultad— con una llave tubular larga y arcana, llena de muescas intrincadas en un extremo. Diseñada en la década de 1760 por el inglés Joseph Bramah, había permanecido inmune a manipulaciones durante más de medio siglo antes de ser forzada por primera vez. El cerrojo que ahora afrontaba Houdini, en el escenario del Palladium, consistía en dos cilindros Bramah, uno encajado dentro del otro, y solamente podía abrirse con una doble llave grotesca que parecía algo así como las mitades plegadas de un telescopio, con un cilindro lleno de muescas sobresaliendo del interior de otro.

Bajo las miradas de cinco mil damas y caballeros entusiastas, entre ellos el joven Kornblum, al Misteriarca, vestido con chaqué negro y chaleco, le pusieron aquellos grilletes espantosos. Luego, limitándose a saludar con la cabeza a su mujer con cara inexpresiva y sin decir una palabra, se retiró a su cabina para emprender su tarea imposible. La orquesta empezó a tocar Annie Laurie. Veinte minutos más tarde, estalló una salva de vítores cuando la cabeza y los hombros del mago salieron de la cabina. Pero resultó que Houdini solamente quería echar un vistazo a las esposas, que todavía llevaba puestas, con un poco más de luz. Se volvió a meter dentro. La orquesta tocó la obertura de Los cuentos de Hoffmann. Quince minutos más tarde, la música se apagó entre vítores cuando Houdini salió de la cabina. Kornblum deseó con todas sus fuerzas que el maestro lo hubiera logrado, pero sabía perfectamente que cuando el primer cerrojo Bramah de un solo cilindro había sido forzado con éxito después de sesenta años, al cerrajero que lo había conseguido, un maestro americano llamado Hobbs, le había costado dos días enteros de esfuerzo continuado. Y ahora resultaba que Houdini, sudando, con una sonrisa mareada y el cuello de la camisa suelto y colgando por un extremo, solamente había salido —incomprensiblemente— para anunciar que, aunque le dolían las rodillas de estar agachado dentro de la cabina, todavía no había tirado la toalla. El representante del periódico, en aras de la deportividad, permitió que le llevaran un cojín, y Houdini volvió a meterse en el armario.

Cuando Houdini llevaba casi una hora dentro de la cabina, Kornblum empezó a notar la proximidad de la derrota. Incluso un público como aquel, tan firmemente puesto del lado de su héroe, solamente esperaría mientras la orquesta continuara interpretando, con aire de desesperación creciente, el ciclo de estándares y melodías populares de la jornada. Dentro de la cabina, estaba claro que el veterano de quinientos escenarios y diez mil hazañas también podía notarlo, a medida que empezaba a retroceder la marea de esperanza y buena voluntad que hasta entonces había inundado el patio de butacas. En un arriesgado despliegue de teatralidad, salió de nuevo, esta vez para pedir si el hombre del periódico consentiría sacarle las esposas solamente el tiempo suficiente para quitarse la chaqueta. Tal vez Houdini confiaba en averiguar algo viendo cómo las esposas se abrían y se cerraban de nuevo. Tal vez había calculado que aquella petición sería rechazada después de ser debidamente considerada. Cuando el caballero del periódico lamentó tener que rechazar la petición, entre silbidos y abucheos del público, Houdini llevó a cabo una hazaña menor que a su modo se contó entre los mejores espectáculos de su vida. Retorciéndose y contorsionándose, consiguió sacarse del bolsillo del chaleco un cortaplumas diminuto, luego lo agarró —y lo abrió— con los dientes. Se encogió de hombros y se retorció hasta ponerse el chaqué delante de la cara, en donde el cuchillo, todavía agarrado entre sus dientes, pudiera cortarlo, con tres largos tajos serrados, en dos mitades. Un cómplice le quitó las mitades rasgadas. Después de ver aquel despliegue de valor y frescura, el público se volvió a poner de su lado como si estuvieran unidos a él con grilletes. Y según explicó Kornblum, en medio del alboroto nadie vio la mirada que el mago le dirigió a su mujer, aquella mujer pequeña y silenciosa que había permanecido a un lado del escenario mientras pasaban los minutos y la orquesta tocaba y el público observaba el leve ondular de la cortina de la cabina.

Después de que el mago se reinstalara, ahora sin chaqueta, en su cabina oscura, la señora Houdini preguntó si no consentiría la amabilidad y la tolerancia del anfitrión de la velada traerle a su marido un vaso de agua. Llevaba una hora, al fin y al cabo, y como todo el mundo podía ver, las dimensiones reducidas de la cabina y la dificultad de los esfuerzos de Houdini se habían cobrado cierto precio. El espíritu deportivo prevaleció. Trajeron un vaso de agua y la señora Houdini se lo llevó a su marido. Cinco minutos más tarde, Houdini salió de la cabina por última vez, levantando las esposas sobre su cabeza como si fueran una copa de la amistad. El público sufrió una especie de doloroso orgasmo colectivo —una «Krise», como lo denominó Kornblum— de placer y alivio. Pocos vieron, mientras el mago era llevado en hombros por los árbitros y los notables presentes a través del teatro, que su cara estaba surcada por lágrimas de cólera, no de triunfo, y que sus ojos azules estaban inflamados de vergüenza.

—Estaba en el vaso de agua —aventuró Joe cuando consiguió soltarse finalmente del desafío más sencillo de la bolsa de lona y de un par de esposas de la policía alemana amañadas con perdigones—. La llave.

Masajeando las pulseras de piel magullada de las muñecas de Joe con su bálsamo especial, Kornblum asintió. Luego frunció los labios, se lo pensó de nuevo y finalmente negó con la cabeza. Dejó de frotar los brazos de Joe. Levantó la vista y su mirada buscó la de Joe, algo que no pasaba casi nunca.

—Fue Bess Houdini —dijo—. Ella conocía la cara de su marido. Ella pudo leer la huella del fracaso en su mirada. Pudo ir al hombre del periódico. Pudo suplicarle, con lágrimas en los ojos y el pecho ruborizado, que considerara la ruina de la carrera de su marido a cambio de nada más que un buen titular en el periódico del día siguiente. Pudo llevarle un vaso de agua a su marido, con los pasos comedidos y la cara solemne de una esposa. Lo que lo liberó no fue la llave —dijo—. Fue su mujer. No hay otra explicación. Era imposible incluso para Houdini —se puso de pie—. Solamente el amor puede forzar una pareja encajada de cerrojos Bramah de acero. —Se secó la mejilla irritada con el dorso de la mano, a punto, sintió Joe, de ofrecer un ejemplo semejante de liberación sacado de su propia vida.

—¿Y usted…? ¿Alguna vez…?

—Esto termina la lección de hoy —dijo Kornblum. Cerró de golpe la tapa de la cajita de pomada y buscó nuevamente la mirada de Joe, aquella vez no sin cierta ternura—. Ahora, vete a casa.

Después, Joe descubriría que había razones para poner en duda el relato de Kornblum. Supo que el famoso desafío londinense de las esposas del Mirror no había tenido lugar en el Palladium sino en el Hippodrome, y que no había sido en 1906 sino en 1904. Muchos comentaristas, entre ellos el amigo de Joe Walter B. Gibson, creían que toda la actuación, incluyendo las peticiones de luz, agua, tiempo y de un cojín, habían sido acordadas de antemano entre Houdini y el periódico. Algunos incluso llegaban a argumentar que el propio Houdini había diseñado las esposas, y que había dilatado con toda tranquilidad su estancia de supuesto forcejeo dentro de la cabina, igual que hacía Kornblum, leyendo el periódico o silbando jovialmente al son de la orquesta.

En cualquier caso, cuando vio a Tommy salir a la azotea más alta de la ciudad, con una sonrisita horrorizada en la cara, Joe sintió la verdad emocional, si no factual, de la afirmación de Kornblum. Hacía años que había regresado a Nueva York, en busca de una forma de volver a establecer contacto con la única familia que le quedaba en el mundo. Y sin embargo, el miedo y su ama de llaves, la costumbre, lo habían acabado emparedando en aquel gabinete misterioso de la planta setenta y dos del Empire State, donde había permanecido arrullado por una orquesta incansable de corrientes de aire y vientos con voz de violines, por el tañido de las sirenas para la niebla, los barcos a vapor melancólicos y el bajo continuo retumbante de los DC-3 que pasaban. Igual que Harry Houdini, Joe no había conseguido salir de la trampa que él mismo había creado. Pero ahora el amor de un niño lo había soltado y lo había hecho salir por fin, parpadeando, frente a las candilejas.

—¡Es una maniobra publicitaria! —gritó un viejo agente rubio a quien Joe reconoció como Harley, el jefe de la policía del edificio.

—Es un truco —dijo un hombre joven y fornido que estaba al lado de Sammy. Un policía de paisano, por su aspecto—. ¿Verdad que sí?

—Es una tocada gigante de pelotas —dijo Harley.

A Joe le asombró ver lo demacrada que estaba la cara de Sammy. Estaba pálido como la masa de pan, y a los treinta y dos años parecía haber adquirido finalmente los ojos hundidos de los Kavalier. No había cambiado mucho, y sin embargo su aspecto era completamente distinto. Joe sintió que estaba mirando a un hábil impostor. Luego salió del observatorio el padre de Rosa. Con su pelo teñido de rojo y esa eterna lozanía que tienen las mejillas de algunos hombres gordos, no parecía haber cambiado en absoluto, aunque por alguna razón iba vestido como George Bernard Shaw.

—Hola, señor Saks —dijo Joe.

—Hola, Joe. —Joe vio que Saks se apoyaba en un bastón con el pomo de plata, de una forma que sugería que el bastón no era (o no era solamente) una pose. Ahí tenía un cambio—. ¿Cómo estás?

—Yo bien, gracias —dijo Joe—. ¿Y usted?

—Estamos bien —dijo. Era la única persona en toda la terraza, incluyendo a los niños, que parecía sinceramente divertido por la imagen de Joe Kavalier, encaramado a lo más alto del Empire State con unos calzoncillos largos de color azul—. Todavía hundido en el escándalo y la intriga.

—Me alegro —dijo Joe. Sonrió a Sammy—. ¿Te has engordado?

—Un poco. Por el amor de Dios, Joe. ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

Joe volvió su atención al niño que lo había desafiado a aquello, a que se subiera a la cima de la misma ciudad en la que había permanecido enterrado. La expresión de Tommy era más bien neutra, pero estaba absorta en Joe. Parecía que le costaba creer lo que estaba viendo. Joe se encogió de hombros teatralmente.

—¿No habéis leído mi carta? —le dijo a Sammy.

Extendió los brazos detrás de la espalda. Hasta entonces había contemplado aquel truco con la frialdad de un ingeniero, lo había investigado, lo había hablado con los muchachos de la tienda de Taimen y había estudiado la monografía secreta de Sidney Radner sobre el abortado pero emocionante Salto del Puente de París de 1921[25]. Ahora, para su sorpresa, descubrió que ardía en deseos de volar.

—Decías que te ibas a matar —dijo Sammy—. No decías nada de que te fueras a convertir en un yo-yo humano.

Joe bajó los brazos. Sammy tenía razón. El problema, por supuesto, era que Joe no había escrito aquella carta. De haberlo hecho, con toda probabilidad no habría prometido suicidarse en público con un disfraz apolillado. Reconocía la idea como suya, por supuesto, filtrada por una imaginación descabellada que, por encima de todo —por encima de la mata de pelo negro del niño o de sus manos delicadas o de su mirada cándida, atormentada por la ternura y por un aire de decepción permanente—, a Joe le recordaba a su hermano muerto. Pero al llevar a la práctica el reto del niño, le habían parecido necesarios unos cuantos ajustes aquí y allí.

—La posibilidad de morir es pequeña —dijo Joe—. Pero por supuesto, existe.

—Y es la única forma de evitar que lo detengamos, señor Kavalier —dijo el policía de paisano.

—Lo tendré en cuenta —dijo Joe. Volvió a echar los brazos hacia atrás.

—¡Joe! —Sammy se adelantó medio paso vacilante en dirección a Joe—. ¡Maldita sea, sabes perfectamente que el Escapista no vuela!

—Ya se lo he dicho yo —dijo uno de los huérfanos con aire de entendido.

Los policías se miraron. Se estaban preparando para echar a correr hacia el parapeto.

Joe retrocedió y cayó al vacío. La cuerda emitió un zumbido que alcanzó un do agudo y claro. El aire a su alrededor pareció resplandecer, como cuando hace mucho calor. Se oyó el tañido de la cuerda al tensarse, luego un porrazo breve y amortiguado como de un trozo de carne cayendo sobre madera maciza y un débil gemido. El descenso continuó, la cuerda se volvió cada vez más fina, los nudos más separados y el zumbido alcanzó por fin las frecuencias ultrasónicas. Luego, silencio.

—¡Ooh! —el capitán Harley se dio una palmada en el pescuezo como si le hubiera picado una abeja. Miró hacia arriba, luego hacia abajo y luego se apartó rápidamente a un lado. Todo el mundo miró lo que tenía a los pies. En el suelo junto al capitán, floja y distendida, estaba la cuerda elástica, rematada por el nudo roto que había rodeado el pecho de Joe Kavalier.

Todas las advertencias y prohibiciones quedaron olvidadas. Niños y adultos corrieron al parapeto, y aquellos lo bastante esforzados o afortunados para subirse al mismo miraron hacia abajo al hombre que estaba abierto de brazos y piernas, como una letra «K» retorcida, sobre la cornisa saliente del tejado del piso ochenta y cuatro.

El hombre levantó la cabeza.

—Estoy bien —dijo. Dejó caer nuevamente la cabeza en la superficie de guijarros grises en la que había caído, y cerró los ojos.