Cuando salieron del ascensor en la planta setenta y dos, Tommy los llevó a la izquierda, los hizo pasar por delante de las puertas de una compañía de importación y de un fabricante de pelucas y por fin se detuvo ante una puerta en cuya superficie de cristal translúcido había pintadas las palabras CREMAS EVANESCENTES KORNBLUM, S.A. El niño se volvió para mirarlos, con una ceja levantada, para ver, pensó el capitán, si captaban la broma, aunque Lieber no estaba seguro de cuál era la broma. Luego Tommy llamó a la puerta. No respondió nadie. Llamó una vez más.
—¿Dónde está? —dijo.
—Capitán Harley.
Se giraron. Un segundo policía del edificio, Rensie, se había unido a ellos. Se llevó un dedo a la nariz como si estuviera a punto de transmitir alguna información delicada o embarazosa.
—¿Qué pasa? —dijo Harley con cautela.
—Nuestro amigo está ahí arriba —dijo Rensie—. El suicida. En la terraza del observatorio.
—¿Qué? —Lieber miró al niño, más perplejo de lo que él mismo consideraba apto para un detective.
—¿Con disfraz? —dijo Harley.
Rensie asintió.
—Uno azul muy bonito —dijo—. Nariz grande. Flaco. Es él.
—¿Cómo ha llegado hasta ahí?
—No lo sabemos, capitán. Se lo juro por Dios, estábamos vigilándolo todo. Teníamos un hombre en las escaleras y otro en los ascensores. No sé cómo ha llegado hasta ahí. Simplemente ha aparecido.
—Vamos —dijo Lieber, yendo hacia los ascensores—. Y traiga a su hijo —le dijo a Sammy Clay. Hacía falta una cornamusa para atarlos. El niño tenía la cara lívida, Lieber creía que de asombro. De alguna forma su broma se había vuelto realidad.
Entraron en el ascensor, con sus delicados galones y sus rayos de marquetería.
—¿Está en el parapeto? —dijo el capitán Harley. Rensie asintió.
—Esperen un minuto —dijo Sammy—. Estoy confundido.
Lieber admitió que él también se sentía un poco confuso. Había creído que el misterio de la carta al Herald Tribune estaba resuelto: era una broma inescrutable pero inofensiva urdida por un niño de once años. Sin duda, pensaba, él también había sido bastante inescrutable a esa edad. El niño buscaba llamar la atención: intentaba transmitir algo que nadie fuera de la familia podía entender. Luego, de alguna forma, había resultado que aquel primo tanto tiempo desaparecido, que hasta aquel momento Lieber había dado por sentado que estaba muerto, aplastado en un recodo de alguna carretera olvidada en las afueras de Mala Muerte, Wyoming, en realidad estaba escondido, de una forma u otra, en una suite de oficinas en el piso setenta y dos del Empire State. Y ahora parecía que el niño no era el autor de la carta en absoluto: el Escapista había mantenido su siniestra promesa a la ciudad de Nueva York.
Habían subido catorce pisos —con el ascensor especial expreso— cuando Rensie dijo en tono reticente:
—Hay huérfanos.
—¿Hay qué?
—Huérfanos —dijo Clay. Había rodeado el cuello de su hijo con el brazo en un despliegue paternal de reprobación disfrazada de solicitud. Era un abrazo que decía: «Espera a que te lleve a casa»—. ¿Por qué están…?
—Sí, sargento —dijo Harley—. ¿Por qué están ahí?
—Bueno, no daba la impresión, emmm, de que el señor del, emmm, traje azul fuera a aparecer —dijo Rensie—. Y esos chavalines han venido desde Watertown. Son diez horas en autobús.
—Un público. De niños —dijo Harley—. Es perfecto.
—¿Y tú qué? —le dijo Lieber al chico—. ¿También estás confuso?
El niño se quedó mirando y asintió lentamente.
—Debes tener sentido común, Tom —dijo Lieber—. Necesitamos que hables con ese tío tuyo.
—Primo carnal —dijo Clay. Carraspeó—. Es mi primo hermano.
—Tal vez puedas hablar con ese primo hermano de tu padre sobre esas gomas elásticas —dijo Rensie—. Porque yo no lo entiendo.
—Gomas elásticas —dijo el capitán Harley—. Y huérfanos. —Se frotó la mitad dañada de la cara—. Supongo que también hay una monja, ¿no?
—Un capellán.
—Muy bien —dijo el capitán Harley—. Bueno, no está mal.