El lunes siguiente, Tommy fue a nadar a la piscina del Centro de Recreo y Natación de la Comunidad de Bloomtown, que acababa de reabrir después de una alarma de polio. Cuando llegó a casa en su bicicleta, se encontró una carta esperándolo. Era un sobre comercial largo con la dirección impresa de la tienda de magia de Louis Tannen. No recibía correo a menudo y se dio cuenta de que su madre lo estaba mirando mientras abría la carta.
—Te están ofreciendo trabajo —aventuró. Se quedó junto a la encimera de la cocina, con el lápiz inclinado sobre una lista de la compra que estaba confeccionando. A veces a su madre le costaba hasta una hora y media redactar una lista relativamente simple. Tommy había heredado la tendencia estoica de su padre a hacer de tripas corazón, pero su madre jamás se decidía a acabar con una tarea que no le gustaba—. Louis Tannen ha muerto y te deja la tienda en su testamento.
Tommy negó con la cabeza, sin que las bromas de su madre consiguieran hacerlo sonreír. Estaba tan excitado que el pliego de papel, con su batiburrillo mecanografiado de términos grandiosos y exóticos le temblaba en las manos. Sabía que la carta formaba parte del plan, pero por un instante se olvidó de cuál era el plan. El placer lo había dejado perplejo.
—¿Entonces qué es?
Con audacia, y con el estómago encogido, Tommy le tendió la hoja de papel. Su madre se colocó sobre el puente de la nariz las gafas de leer que llevaba colgadas de una cadena de plata al cuello. Eran una novedad reciente que Rosa odiaba. Nunca se las llegaba a poner en la nariz, únicamente se las aguantaba delante de los ojos, como si quisiera tener lo mínimo posible que ver con ellas.
—¿El Jardín de los Pañuelos en Flor? ¿El Imperio de los Peniques? ¿El «Penndiente» Encantado? —frunció un poco los ojos al leer aquello.
—Son trucos —dijo Tommy, quitándole el papel para que no lo examinara demasiado de cerca—. Es una lista de precios.
—Ya lo veo —dijo ella, mirándolo a él—. «Penndiente» está mal escrito. Le han doblado la «n».
—Hum —dijo Tommy.
—¿Cuántos trucos necesitas, cariño? Te acabamos de comprar la caja demoniaca esa.
—Ya lo sé —dijo él—. Son ilusiones que me hago.
—Bueno, pues ilusiónate —dijo ella, quitándose de nuevo las gafas—. Pero no te quites el abrigo. Vamos a hacer la compra.
—¿Puedo quedarme en casa? Ya soy mayor.
—Hoy no.
—Por favor.
Tommy vio que su madre estaba a punto de acceder —hacía poco que ella había empezado a dejarlo solo en casa de forma experimental— y que lo único que la impedía decidirse era lo mucho que detestaba hacer la compra.
—¿Vas a obligarme a ir sola al corazón de las tinieblas?
Tommy asintió.
—¿Estarás bien?
Asintió de nuevo, temiendo que, si decía algo más, lo estropearía todo. Su madre vaciló un momento. Luego encogió un hombro, cogió su bolso y salió.
Tommy se sentó, con el papel y el sobre en las manos, hasta oír el murmullo del motor del Studebaker y el chirrido del parachoques trasero cuando su madre salió a la calle dando marcha atrás. Luego se levantó. Cogió las tijeras del cajón, fue al armario de la cocina y sacó una caja de cereales Post Toasties. Vio que su madre, como siempre, se había marchado sin la lista de la compra. Se fijó en que estaba escrita en el reverso de una página llena de dibujos —podrían haber sido para Kiss— que su madre había abandonado a medio hacer. Una chica rubia y guapa se escondía detrás de un viejo bote de remos varado y miraba furtivamente algo que la estaba haciendo llorar. Probablemente se trataría de su mejor amigo el médico que estaba besando a su mejor amiga la enfermera o algo parecido.
Tommy se llevó las tijeras y los cereales a su cuarto. En la bolsa de papel de cera no quedaba más que un dedo de migas y se las comió diligentemente. Como llevaba haciendo todas las mañanas durante la última semana, examinó el texto impreso en la parte de atrás de la caja, que describía los méritos científicamente formulados de los cereales en un tono solemne que ya se sabía de memoria. Cuando terminó, hizo una bola con la bolsa y la tiró a la papelera. Cogió las tijeras y cortó con cuidado la parte trasera de la caja. La puso plana sobre su mesa. Con un lápiz y una regla, se dedicó a contar cuántas veces aparecían las palabras «Post Toasties» y a rodearlas con un rectángulo. Luego cogió las tijeras y cortó las líneas que había trazado. Cogió el cartón con sus once agujeros rectangulares y lo colocó sobre la supuesta lista de trucos mágicos de la tienda de Tannen.
Así se enteró de que el 3 de diciembre tenía que coger el tren de las 10.04 h en la estación de Bloomtown del Long Island Railroad, llevando un parche que le llegaría, supuestamente como parte de un truco espurio llamado Doblones de a Ocho, en una segunda carta de Joe. Tommy tenía que sentarse al fondo del último vagón, cambiar en Jamaica Avenue, bajarse en la Penn Station y luego caminar dos manzanas hasta, precisamente, el Empire State. Tenía que coger el ascensor hasta el piso setenta y dos, ir a la suite 7203 y llamar a la puerta transmitiendo sus iniciales en código Morse. Si se encontraba con algún amigo de la familia o con cualquier otro adulto y le preguntaban adónde iba, tenía que señalarse el parche del ojo y decir simplemente «Al oftalmólogo».
Durante los siete meses siguientes, Tommy siguió la rutina establecida por aquella primera carta secreta de Joe. Salía de casa a las ocho cuarenta y cinco, como todos los días, e iniciaba el recorrido a pie hasta la escuela William Floyd Junior High, donde estaba en séptimo curso. En la esquina de Darwin Avenue, sin embargo, giraba a la izquierda en lugar de a la derecha, cruzaba el jardín de los Marchetti, atravesaba Rutherford Drive, y luego se demoraba lo que le apetecía (a menos que lloviera) paseando por la parte este a medio construir de Bloomtown hasta la nueva e insulsa estructura de bloques de hormigón y acero que había reemplazado a la vieja estación de Manticock. Pasaba el día con el primo Joe, en sus extraños aposentos a trescientos metros por encima de la Quinta Avenida, y se marchaba a las tres en punto. Luego, siguiendo nuevamente las instrucciones originales de Joe, paraba frente a la tienda de material de oficina Reliant de la calle Treinta y tres y escribía a máquina una excusa para dársela al director de la escuela, el señor Savarese, la mañana siguiente, en una hoja de papel donde Joe ya había estampado una imitación perfecta de la firma de Rosa Clay.
Los primeros meses, a Tommy le encantaban sin reservas sus excursiones a Nueva York. Los protocolos de capa y espada, el riesgo de ser capturado y la vista vertiginosa desde las ventanas del apartamento de Joe no podrían haber sido mejor ideados para seducir la mente de un chico de once años que pasaba largos periodos del día fingiendo ser la identidad secreta de un insecto humanoide con superpoderes. Le encantaba, en primer lugar, el trayecto a la ciudad. Como tantos niños solitarios, su problema no era la soledad en sí, sino el hecho de que nunca lo dejaban a solas para disfrutarla. Siempre había adultos bienintencionados que intentaban alegrarlo, corregirlo o aconsejarle; que lo sobornaban, lo intentaban engatusar o lo intimidaban para que se mostrara amistoso, para que hablara un poco o tomara un poco el aire. Los profesores siempre estaban pinchándolo e intentando ganárselo con sus datos y sus principios, cuando lo único que él necesitaba era que le dieran un montón de libros de texto y lo dejaran solo. Y lo peor de todo eran los demás niños, que por lo visto no podían jugar sin incluirlo a él en el caso de los juegos crueles y lo excluían de forma ostentosa cuando se trataba de juegos inocentes. La soledad de Tommy había encontrado una expresión extrañamente feliz en el vaivén y el ruido sordo de los trenes de Long Island, en el aire rancio de los calefactores, en el olor a harina de avena tibia de los cigarrillos, en la vista árida y sin elementos de interés que se veía desde las ventanillas, en las horas dedicadas enteramente a sí mismo, a su libro y sus fantasías. También le encantaba la ciudad en sí. Yendo y viniendo del apartamento del primo Joe, se atiborraba de perritos calientes y de tarta de cafetería, adivinaba el precio de los encendedores y los gorros de los escaparates y seguía los percheros con ruedas llenos de abrigos y pantalones de los vendedores. Había marineros y boxeadores profesionales. Había vagabundos, tristes y amenazantes, y había señoras con chaquetas ribeteadas y perros en el bolso. Tommy sentía cómo las aceras zumbaban y temblaban cuando los trenes pasaban por debajo. Oía hombres renegando y cantando ópera. Los días soleados, su campo visual estaba tachonado de destellos de los faros cromados de los taxis, de las hebillas de los zapatos de señora, de las placas de los policías, de los brazos de los carros de los vendedores callejeros de comida, de los bulldogs que adornaban los capós de las furgonetas de mudanzas furiosas. Aquello era Gotham City, Empire City y Metrópolis. Sus cielos y sus tejados hervían de hombres con disfraces y capas, acechando en busca de malhechores, saboteadores y comunistas. Tommy era el Bicho, patrullando en solitario por Nueva York, ascendiendo del subsuelo como una cigarra, saltando con sus poderosas patas traseras por la Quinta Avenida en persecución del Doctor Odio o del Intruso, avanzando sin ser visto como una hormiga por entre los rebaños apresurados de color gris y negro de humanos con maletines, cuyas toscas existencias mamíferas había jurado proteger y defender, antes de infiltrarse finalmente en la guarida secreta elevada de uno de sus aliados justicieros enmascarados, a quien a veces llama el Águila, pero que más a menudo, en la fantasía de Tommy, era conocido por el alias de Secretman.
Secretman vivía en una suite de oficinas con cuatro ventanas que daban a Bloomtown y Greenland. Tenía una mesa, una silla, una mesa de dibujo, un taburete, un sillón, una lámpara de pie, un complejo aparato de radio adornado con metros de antenas ramificadas y un armarito especial cuyas docenas de cajones poco profundos estaban llenos de plumas, lápices, tubos de pintura retorcidos y gomas de borrar. No había teléfono. Tampoco cocina, nevera ni cama.
—Es ilegal —le dijo el primo Joe a Tommy en su primera visita—. No se puede vivir en un edificio de oficinas. Por eso no le puedes decir a nadie que vivo aquí.
Ni siquiera entonces, antes de descubrir la profundidad y el alcance de los poderes superhumanos de ocultamiento de Secretman, Tommy acabó de creerse aquella explicación. Desde el principio, y aunque no podría haberlo expresado —a su edad, tanto el nombre como la experiencia de la tristeza no le eran exactamente ajenos, pero sí estaban latentes y todavía no detectados—, notó que a Joe le pasaba o le había pasado algo. Pero estaba demasiado excitado por el estilo de vida de su primo, y con la oportunidad que representaba para él, como para pensar con demasiado detenimiento en aquel problema. Vio que Joe iba a una puerta situada en el otro extremo de la habitación y la abría. Era un armario de suministros. Había montones de papel, frascos de tinta y otro material de oficina. También había un catre plegado, un hornillo eléctrico, dos cajas de ropa, una bolsa de lona para la colada y un fregadero pequeño de porcelana.
—¿No hay conserje? —preguntó Tommy en su segunda visita, después de haber pensado un poco en el tema—. ¿Ni vigilante?
—El conserje pasa a las doce menos cinco de la medianoche, y yo me aseguro de que todo está en orden antes de que pase. El vigilante y yo ya somos viejos amigos.
Joe respondió todas las preguntas de Tommy sobre los detalles de su vida y le enseñó todo el trabajo que había hecho desde que había dejado la industria del cómic. Pero no quiso decirle a Tommy cuánto llevaba refugiado en el Empire State ni por qué estaba allí, ni tampoco por qué mantenía en secreto su regreso. No quiso decir por qué nunca salía de sus aposentos más que para comprar aquellos artículos que no le podían traer a su puerta, a menudo con gafas de sol y una barba postiza, o para visitar regularmente la trastienda de Tannen, ni por qué había hecho una excepción una tarde de julio y había ido hasta Long Island. Aquellos eran los misterios de Secretman. De todas formas, aquellas cuestiones se le habían ocurrido a Tommy solamente de forma fragmentaria e inarticulada. Después de las primeras dos visitas, y durante los días siguientes, simplemente no cuestionó la situación. Joe le enseñaba trucos con cartas, trucos con monedas y con pañuelos, agujas e hilo. Comían sándwiches que les subían de la cafetería de abajo. Se saludaban y se despedían con apretones de mano. Y mes tras mes, Tommy guardaba los secretos de Secretman, aunque todo el tiempo le afloraban a los labios e intentaban escapar.
Antes del día en que todo salió a la luz, a Tommy solamente lo habían pillado dos veces. La primera vez había llamado la atención de un revisor de Long Island Railroad con nistagmo que enseguida traspasó la tosca superficie de la historia de Tommy. Como resultado de aquello, Tommy pasó gran parte del mes de noviembre de 1953 encerrado en su dormitorio. Pero en la escuela —formaba parte de su castigo que continuaran enviándolo a la escuela durante el mes que pasó castigado— consultó a Sharon Simchas, que estaba casi ciega de un ojo. Le envió a su primo una carta de explicación a la atención de Louis Tannen. El jueves siguiente al levantamiento del castigo, partió de nuevo hacia Manhattan, esta vez equipado con el nombre y la dirección del médico de Sharon, una de las tarjetas de visita del médico y un diagnóstico plausible de estrabismo. El revisor de ojos temblorosos, sin embargo, no volvió a aparecer.
La segunda vez que lo pillaron fue un mes antes del salto del Escapista. Tommy se acomodó en su asiento al fondo del último vagón y abrió su ejemplar de Houdini habla de magia de Walter B. Gibson. El primo Joe se lo había dado la semana anterior. Estaba firmado por el autor, el creador de La Sombra, con quien Joe seguía jugando a cartas de vez en cuando. Tommy se había quitado los zapatos, llevaba puesto el parche y tenía medio paquete de chicles Black Jack en la boca. Oyó un ruido de tacones y levantó la vista a tiempo de ver cómo su madre, vestida con su abrigo de piel de foca, entraba corriendo en el vagón, sin aliento y aplastándose su mejor sombrero negro en la cabeza con una mano. Estaba en la otra punta de un vagón relativamente lleno y tenía a un hombre alto tapándole el campo de visión. Se sentó sin ver a su hijo. Tommy tardó un momento en asimilar aquel golpe de suerte. Miró el libro que tenía en el regazo. La bola de chicle de color gris oscuro estaba en medio de un charquito de saliva en la página de la izquierda: se le había caído de la boca. Se la volvió a meter y se tumbó sobre la pareja de asientos que tenía al lado, con la cara oculta por la capucha de su abrigo y detrás del parapeto de su libro. Sus remordimientos se veían acrecentados por el conocimiento de que Harry Houdini idolatraba a su madre y estaba claro que jamás la habría engañado o le habría ocultado nada. En Elmont, el revisor pasó a comprobar su billete y Tommy se incorporó sobre un codo. El revisor lo miró con escepticismo y aunque Tommy nunca lo había visto antes, se tocó el parche con un dedo y trató de imitar la despreocupación de su primo Joe.
—Al oftalmólogo —dijo.
El revisor asintió y le marcó el billete. Tommy volvió a tumbarse.
En la estación de Jamaica Avenue, esperó a que el vagón se vaciara del todo y salió corriendo al andén. Cogió el tren a Penn Station justo cuando se estaban cerrando las puertas. No tuvo tiempo de ver en qué vagón se había metido su madre. La idea de esperar otro tren no se le ocurrió hasta varios minutos más tarde, cuando se la sugirió —después de soltarle la oreja— su madre.
Chocó con ella, casi literalmente. Olió su perfume un instante antes de que se le metiera en el ojo una esquina de su bolso de imitación de carey.
—¡Oh!
—¡Au!
Retrocedió tambaleándose. Su madre lo agarró por la capucha del abrigo y lo arrastró hacia ella. Luego cerró la mano con fuerza y lo levantó un par de centímetros del suelo, como un mago sosteniendo por las orejas al conejo que estaba a punto de hacer desaparecer. Las piernas de Tommy hicieron girar los pedales de una bicicleta invisible. Su madre tenía colorete en las mejillas y los ojos pintados de negro como una chica de las que dibujaba Milton Caniff.
—¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no estás en la escuela?
—Nada —dijo él—. Yo solo… Solo…
Miró a su alrededor. Naturalmente, el resto de pasajeros los estaban mirando. Su madre lo levantó un poco más y acercó su cara a la de ella. El perfume que emanaba de ella se llamaba Emboscada. Lo tenía en una bandeja de espejo en su tocador, bajo una capa de polvo. Tommy no recordaba la última vez que se lo había olido.
—No puedo… —empezó, pero no pudo terminar la frase porque le entró la risa—. Quítate ese maldito parche —dijo. Lo dejó en el suelo de nuevo y le quitó el parche. Tommy parpadeó. Ella le volvió a tapar el ojo con el parche. Sin soltarle la capucha de su Mighty Mac, lo llevó al fondo del vagón y lo hizo sentarse en un asiento. Tommy estaba seguro de que iba a empezar a gritarle, pero una vez más su madre lo sorprendió: se sentó a su lado y lo abrazó. Se balanceó hacia delante y hacia atrás, agarrándolo fuerte.
—Gracias —dijo Rosa, con la voz ronca y áspera, tal como sonaba la mañana después de una partida de bridge en que se hubiera fumado un paquete de cigarrillos—. Gracias.
Su madre le acarició la cabeza y Tommy notó que tenía las mejillas mojadas. Se reclinó en el asiento.
—¿Qué pasa, mamá?
Ella abrió el bolso y sacó un pañuelo.
—De todo —dijo—. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Cómo es que no paras de hacer esto? ¿Otra vez vas a la tienda de Tannen?
—No.
—No mientas, Tommy —dijo ella—. No empeores las cosas todavía más.
—Muy bien.
—No puedes hacer esto. No puedes saltarte la escuela siempre que quieras e ir a la tienda de magia de Tannen. Tienes once años. No eres un gamberro.
—Ya lo sé.
El tren se estremeció y los frenos chirriaron. Estaban entrando en la estación de Pennsylvania. Tommy se puso de pie y esperó a que ella lo levantara y lo sacara a rastras del tren, a que lo llevara al otro lado del andén, de vuelta a la estación de Jamaica y luego a casa. Pero su madre no se movió. Se quedó allí sentada, mirándose los ojos en el espejito de la polvera, negando consternada con la cabeza al ver el desastre que había provocado su llanto.
—¿Mamá? —dijo.
Ella levantó la vista.
—No veo ninguna razón para estropear esta ropa y este sombrero solamente porque hayas preferido ver una mujer serrada por la mitad a estudiar fracciones —dijo ella.
—¿Quieres decir que no estoy castigado?
—Se me ocurre que podemos pasar el día en la ciudad. Los dos. Podemos comer en Schrafft’s. Incluso ir al teatro.
—¿O sea que no me vas a castigar?
Ella negó con la cabeza, una vez, con aire desdeñoso, como si aquella cuestión la aburriera. Luego le cogió la mano.
—No veo ninguna razón para contarle esto a tu padre, ¿verdad, Tommy?
—No, señora.
—Tu padre ya tiene bastantes preocupaciones sin esto.
—Sí, señora.
—Vamos a guardar este pequeño incidente en secreto.
Tommy asintió, pero en los ojos de su madre había una expresión suplicante que lo ponía nervioso. Sintió un deseo repentino y ansioso de que lo castigaran de nuevo. Se volvió a sentar.
—Pero si vuelves a hacer esto —añadió—, te quitaré todas las cartas, las varitas y las demás tonterías y las tiraré a la incineradora.
Tommy se reclinó en el asiento y se relajó un poco. Tal como le había prometido, su madre lo llevó a comer a Schrafft’s. Ella comió pimientos rellenos y él un sándwich Monte Cristo. Pasaron una hora en Macy’s y luego entraron a ver Una rubia fenómeno en el Trans-Lux de la calle Cincuenta y dos. Cogieron el tren de vuelta de las 4.12 h. Para cuando llegó su padre, Tommy ya estaba dormido, y cuando la mañana siguiente Sam entró a despertarlo para ir a la escuela, el chico no le dijo nada. El encuentro en el tren se escurrió por las grietas de su familia. Una vez, mucho después, él reunió el coraje para preguntarle a su madre qué estaba haciendo en aquel tren con rumbo al centro de la ciudad, vestida con su ropa más elegante, pero ella se limitó a llevarse un dedo a los labios y se puso a escribir otra de aquellas listas que siempre se dejaba en casa.
El día en que todo cambió, Tommy y el primo Joe estaban sentados en el vestíbulo de las oficinas de Cremas Evanescentes Kornblum, donde había un falso mostrador de recepción. Tommy estaba sentado en un enorme sillón de orejas cubierto con una tela basta parecida a la harpillera, verde como una mesa de billar, con las piernas colgando y bebiendo una lata de refresco de vainilla. Joe estaba tumbado en el suelo con los brazos cruzados bajo la cabeza. A Tommy le daba la impresión de que ninguno de ellos había dicho una palabra desde hacía mucho rato. Durante sus visitas, a menudo pasaban ratos muy largos sin decir gran cosa. Tommy leía su libro y el primo Joe trabajaba en el cómic que llevaba dibujando, según contaba, desde que se había instalado en el Empire State.
—¿Cómo está tu padre? —dijo Joe de pronto.
—Bien —dijo Tommy.
—Siempre dices lo mismo.
—Ya lo sé.
—Supongo que le preocupa el libro ese del doctor Wertham, ¿no? Seducción de los inocentes.
—Le preocupa mucho. Van a venir unos senadores de Washington.
Joe asintió.
—¿Está muy ocupado?
—Siempre está ocupado.
—¿Cuántos títulos saca?
—¿Por qué no vas y se lo preguntas tú mismo? —dijo Tommy, en tono involuntariamente cortante.
Joe guardó un instante de silencio. Luego dio una calada larga a su cigarrillo.
—Tal vez lo haga —dijo—. Un día de estos.
—Creo que tendrías que hacerlo. Todo el mundo te echa mucho de menos.
—¿Tu padre ha dicho que me echa de menos?
—Bueno, no, pero es así —dijo Tommy. Recientemente había empezado a preocuparse por Joe. En los meses transcurridos desde su incursión en Long Island, admitía haber salido del edificio cada vez menos, como si las visitas de Tommy se hubieran convertido en un sustituto de la experiencia normal en el mundo exterior—. Puedes volver a casa conmigo en el tren. No pasaría nada. Tengo una cama extra en mi dormitorio.
—Una de esas con ruedas.
—Sí.
—¿Y puedo usar tu toalla de los Dodgers de Brooklyn?
—¡Sí, claro! O sea, si quieres.
Joe asintió.
—Tal vez lo haga, un día de estos —dijo de nuevo.
—¿Por qué te pasas todo el tiempo aquí?
—¿Por qué me preguntas siempre lo mismo?
—Bueno, ¿no te…? ¿No te preocupa estar en el mismo edificio que ellos? ¿Que la gente de Empire Comics? ¿Después de lo mal que te trataron y todo eso?
—No me preocupa en absoluto. Me gusta estar cerca de ellos. Del Escapista. Y nunca se sabe. Uno de estos días tal vez me ponga a molestarlos.
Al decir aquello se incorporó, poniéndose de repente de rodillas.
—¿Qué quieres decir?
Joe desdeñó la pregunta con un gesto de su cigarrillo, envolviéndola en una nube de humo.
—Da igual.
—Dímelo.
—Olvídalo.
—Odio que la gente haga eso —dijo Tommy.
—Sí —dijo Joe—. Yo también. —Dejó el cigarrillo sobre el suelo de cemento sin revestir y lo pisó con la punta de su chanclo de goma—. Para serte sincero, nunca he terminado de decidir lo que quiero hacer. Me gustaría avergonzarlos de alguna forma. Arruinar la imagen de Sheldon Anapol. Tal vez me disfrace del Escapista y… ¡me tire desde lo alto de este edificio! Solamente tengo que imaginar una forma de simular que me he tirado y me he matado. —Dejó escapar una ligera sonrisa—. Pero claro está, sin llegar a matarme.
—¿Puedes hacer eso? ¿Y si no funcionara y te quedaras, no sé, aplastado como una tortita en la calle Treinta y cuatro?
—Eso los dejaría avergonzados —dijo Joe. Se palpó la pechera—. ¿Dónde he dejado…? Ah.
Aquel fue el momento en que todo cambió. Joe fue a su mesa de dibujo a coger su paquete de Old Golds y tropezó con la cartera de la escuela de Tommy. Cayó hacia adelante, agitando los brazos de forma frenética, pero antes de poder agarrarse a algo, se dio con la frente en la esquina de su mesa de dibujo con un ruido inquietante de madera. Solamente pronunció una sílaba rota y luego cayó de bruces al suelo. Tommy se quedó sentado, esperando que su primo soltara una maldición o se pusiera boca arriba o echara a llorar. Pero Joe no se movió. Estaba boca abajo con su larga nariz doblada contra el suelo, los brazos extendidos hacia delante, inmóvil y en silencio. Tommy se levantó del sillón y fue a su lado. Le cogió de la mano. Todavía estaba caliente. Lo agarró de los hombros y tiró de él, meneándolo un par de veces y haciéndolo girar como un tronco. Tenía un cortecito en la frente, junto a la cicatriz pálida en forma de luna creciente de una vieja herida. El corte parecía profundo, aunque había poca sangre. El pecho le subía y le bajaba, muy débilmente pero de forma continua, y le salía aire de la nariz. Estaba sin sentido.
—Primo Joe —dijo Tommy, sacudiéndolo—. Eh. Despierta. Por favor.
Entró en la otra habitación y abrió el grifo. Mojó un trapo viejo con agua fría y se lo llevó a Joe. Con cuidado, frotó la parte no herida de la frente de Joe. No pasó nada. Puso la toalla sobre la cara de Joe y frotó vigorosamente. Joe continuaba respirando. Una constelación de conceptos imprecisos para Tommy, estados comatosos y trances y ataques de epilepsia, empezó a angustiarlo. No tenía ni idea de qué podía hacer por su primo, de cómo revivirlo o ayudarlo, y ahora el corte empezaba a sangrar más abundantemente. ¿Qué tenía que hacer? Su primer impulso fue ir a buscar ayuda, pero le había jurado a Joe que nunca le revelaría a nadie su presencia. Con todo, Joe era inquilino del edificio, ilegal o no. Su nombre tenía que aparecer en algún contrato o documento. La administración del edificio sabía que estaba allí. ¿Serían capaces de ayudarlo o estarían dispuestos a hacerlo?
Luego Tommy recordó una excursión a aquel edificio que había hecho en segundo curso. En una de las plantas inferiores había una enfermería enorme: un hospital en miniatura, lo había llamado el guía. Y recordaba a una enfermera joven y guapa con gorro y zapatos blancos. Ella sabría qué hacer. Tommy se levantó y se dirigió a la puerta. Luego se giró para mirar a Joe en el suelo. ¿Qué harían después de revivirlo y vendarle la herida? ¿Lo meterían en la cárcel por dormir en su oficina todas las noches? ¿Creerían que era alguna clase de chiflado? ¿Y acaso era un chiflado? ¿Lo encerrarían en un «loquero»?
Tommy tenía la mano en el pomo de la puerta pero no podía reunir el coraje para hacerlo girar. Estaba paralizado. No tenía ni idea de qué hacer. Y ahora, por primera vez, apreciaba el dilema de Joe. No era que no deseara contacto con el mundo en general, y con los Clay en particular. Tal vez así era como había empezado todo para él, en aquellos días extraños de después de la guerra, tras regresar de alguna clase de misión secreta —aquello había dicho la madre de Tommy— y descubrir que su madre había muerto en un campo de exterminio. Joe había huido, había desaparecido sin dejar rastro y había venido a esconderse aquí. Pero ahora estaba listo para ir a casa. El problema era que no sabía cómo hacerlo. Tommy nunca sabría lo mucho que le había costado a Joe hacer aquel viaje hasta Long Island, lo ardiente que era su deseo de ver al chico, hablar con él, de oír su voz aguda. Pero Tommy se daba cuenta de que Secretman estaba atrapado en su Cámara de los Secretos, y que el Bicho iba a tener que rescatarlo.
En aquel momento, Joe gimió y abrió los ojos. Se tocó la frente con un dedo y miró la sangre que le salía. Se apoyó en un codo y rodó en dirección a la puerta frente a la que estaba Tommy. La mirada en la cara de Tommy debía de ser fácil de leer.
—Estoy bien —dijo Joe con voz ronca—. Vuelve aquí.
Tommy soltó el pomo.
—¿Lo ves? —dijo Joe, poniéndose de pie lentamente—. Esto te demuestra que no tienes que fumar. Es malo para la salud.
—Muy bien —dijo Tom, maravillándose por la extraña conclusión que había sacado.
Cuando dejó a Joe aquella tarde, fue a la Smith-Corona que había encadenada a un podio delante de la tienda de materiales de oficina Reliant. Sacó la hoja de papel que había puesta para que la gente probara la máquina de escribir. En ella había escrito el habitual proverbio semanal de una frase de longitud, de los que suelen usarse como ejercicios de mecanografía, que en este caso aseguraba que era el momento para que todos los hombres buenos fueran en ayuda de su país. Metió la hoja de papel de oficina, en la parte inferior de la cual Joe había imitado la firma de su madre. «Querido señor Savarese», escribió, usando las yemas de los índices. Luego se detuvo. Sacó la hoja y la dejó a un lado. Miró la piedra negra pulimentada de la fachada de la tienda. Su reflejo le devolvió la mirada. Se dispuso a coger el tirador dorado de la puerta de la tienda y de inmediato fue interceptado por un hombre flaco y canoso que llevaba el cinturón de los pantalones a la altura del diafragma. Aquel hombre solía quedarse mirando a Tommy desde la puerta mientras escribía sus excusas con la máquina y todas las semanas el chico creía que lo iba a echar. En el umbral de la puerta, que nunca había cruzado, vaciló. Tommy reconoció en los hombros rígidos del hombre y en la inclinación de su cabeza hacia atrás su propia actitud cuando estaba delante de un perro grande desconocido o de cualquier otro animal de dientes afilados.
—¿Qué quieres, chaval? —dijo el hombre.
—¿Cuánto vale una hoja de papel?
—No vendo papel por hojas.
—Oh.
—Venga, márchate.
—Bueno, ¿pues cuánto vale un paquete?
—¿Un paquete de qué?
—De papel.
—¿Qué clase de papel? ¿Para qué es?
—Para una carta.
—¿De negocios? ¿Personal? ¿Es para ti? ¿Tú vas a escribir una carta?
—Sí, señor.
—Bueno, ¿y qué clase de carta es?
Tommy consideró la cuestión un momento, seriamente. No quería llevarse el tipo de papel equivocado.
—Una amenaza de muerte —dijo por fin.
Por alguna razón, aquello hizo soltar una risotada al hombre. Fue detrás del mostrador y se inclinó para abrir un cajón.
—Ten —dijo, dándole a Tommy una hoja de papel tan grueso como suave y tan agradable al tacto como el mazapán—. Mi mejor papel de algodón de veinticinco libras. —No paraba de reír—. Asegúrate de que los matas bien, ¿de acuerdo?
—Sí, señor —dijo Tommy. Volvió a la máquina de escribir, metió la hoja de papel de lujo y en media hora escribió el mensaje que acabaría atrayendo una multitud a la acera que rodeaba el Empire State. Aquel no fue el resultado que había esperado. No sabía exactamente qué había esperado mientras tecleaba la carta al editor del Herald Tribune de Nueva York. Solamente intentaba ayudar al primo Joe a encontrar la forma de volver a casa. No estaba seguro de a qué lo llevaría ni de si aquella carta, aunque a él le sonaba tremendamente oficial y realista, se la llegaría a creer alguien. Cuando terminó, la sacó de la máquina de escribir y volvió a entrar en la tienda.
—¿Cuánto vale un sobre? —dijo.