CINCO

Todo había empezado —o más bien había vuelto a empezar— con la Ultra-Caja Diabólica.

El pasado 3 de julio, en su undécimo cumpleaños, el padre de Tommy lo había llevado al Criterion a ver La historia de Robin Hood, a comer en el Automat y a visitar una reproducción en la biblioteca de la calle Cuarenta y dos del apartamento de Sherlock Holmes, donde se podía ver una carta sin abrir dirigida al detective, una alpargata con la punta doblada llena de tabaco, la huella de la pezuña del Sabueso de los Baskerville y una Rata Gigante de Sumatra disecada. Todo aquello había sido petición de Tommy y estaba destinado a reemplazar la habitual fiesta de cumpleaños. El único amigo de Tommy, Eugene Begelman, se había mudado a Florida al terminar el cuarto curso y Tommy no había tenido ganas de llenar la sala de estar de los Clay de niños inquietos, huraños y con los ojos en blanco a los que sus padres habían obligado a asistir simplemente por educación. Seguía durmiendo con un castor de peluche llamado Bucky. Pero al mismo tiempo, se enorgullecía de su distanciamiento del mundo de los niños normales, estúpidos, felices y envidiables de Bloomtown, e incluso lo defendía de forma beligerante. El misterio de la identidad de su verdadero padre, que Tommy había decidido que había sido un soldado muerto en Europa —descifrando las pistas que había oído a hurtadillas y los comentarios rápidamente interrumpidos de sus padres y de su abuela antes de morir—, era al mismo tiempo una fuente de amor propio y de anhelos amargos, una oportunidad inmensa que había perdido pero que en cualquier caso únicamente podría haber recaído en él. Siempre había simpatizado con los jóvenes de las novelas cuyos padres habían muerto o los habían abandonado (ya fuera para ayudarlos a cumplir con sus destinos singulares como futuros emperadores o reyes de la piratería o bien movidos por la aplastante crueldad general hacia los niños del mundo). Interiormente estaba convencido de que le aguardaba un destino semejante, tal vez en las colonias de Marte o en las minas de plutonio del cinturón de asteroides. Tommy era un poco regordete y pequeño para su edad. Había sido objeto de bastantes crueldades convencionales durante su vida, pero su taciturnidad y sus resultados espectaculares en la escuela le habían reportado cierto grado de invisibilidad que lo protegía. De esa forma, con el paso del tiempo, había ganado el derecho a mantenerse lejos de los escenarios habituales de las estratagemas y la agresividad juvenil: los brotes de violencia en el patio, los intercambios continuos de cartas, las fiestas de Halloween, los cumpleaños y las fiestas en piscinas. Todo aquello le atraía, pero se prohibía a sí mismo interesarse por ello. Si no podía conseguir que se brindara a su salud en la enorme sala de banquetes de madera de roble de un castillo, inundada del aroma a jabalí y a venado de los asadores, llena de aventureros y arqueros incondicionales entrechocando sus jarras, entonces tendría que conformarse con un día en Nueva York con su padre.

El clímax, el elemento crucial de la celebración, era una parada en la tienda de magia de Louis Tannen, en la calle Cuarenta y dos, para comprar el regalo de cumpleaños que Tommy había pedido: la Ultra-Caja Diabólica. A un precio de 17,95 dólares, representaba un dispendio por parte de sus padres, pero desde el principio se habían mostrado notablemente indulgentes con su reciente interés por la magia, como si ese interés estuviera de acuerdo con algún itinerario secreto que hubieran trazado mentalmente para el chico.

Fue Eugene Begelman quien desencadenó todo aquello de la magia, después de que su padre regresara de un viaje de negocios a Chicago con una caja alargada de los colores de la baraja que contenía, de acuerdo con su etiqueta, «todo lo necesario para ASOMBRAR y dejar ESTUPEFACTOS a tus amigos y convertirte en el alma de TODAS las fiestas». Naturalmente, Tommy había fingido que se burlaba de aquella promesa, pero después de que Eugene consiguiera hacer desaparecer prácticamente todo un huevo duro, y de que estuviera a punto de sacar un ratón artificial más bien mustio de unas medias de mujer supuestamente normales, Tommy había perdido la paciencia. Su impaciencia —cierta rigidez en el pecho, unos golpecitos con el pie en el suelo y una sensación parecida a las ganas de orinar—, a veces insoportable, parecía abrumarlo siempre que se encontraba con algo que no podía entender. Le había pedido prestado el Kit de Magia Juvenil Al-A-Kazzam! a Eugene y se lo había llevado a casa. Había tardado un fin de semana en aprenderse todos los trucos. Eugene le dijo que se quedara el kit.

Luego, Tommy había ido a la biblioteca y había descubierto una estantería insospechada de libros de trucos con cartas, con monedas, con pañuelos de seda y cigarrillos. Tenía las manos largas para un chico de su edad, los dedos largos y la capacidad para quedarse delante del espejo con un cuarto de dólar o un librito de cerillas, repitiendo las mismas flexiones imperceptibles de los dedos una y otra vez, que lo sorprendía incluso a él. Practicar sus desapariciones lo tranquilizaba.

No tardó mucho en descubrir la tienda de Louis Tannen. En 1953, el gran proveedor de trucos y suministros de la Costa Este todavía era la capital no oficial de la prestidigitación profesional de América, una especie de club de magos informal donde varias generaciones de hombres con sombreros de copa, de camino al norte, al sur o al oeste, a los vodeviles y los teatros de comedia, los clubes nocturnos y los teatros de variedades del país, se reunían para intercambiar información, gorrear dinero o deslumbrarse entre ellos con refinamientos demasiado sutiles o artísticos para desperdiciarlos ante un público de brutos boquiabiertos, mirones lascivos y señoras serradas por la mitad. La Ultra-Caja Diabólica era uno de los trucos clásicos del señor Louis Tannen, un éxito perenne que él mismo garantizaba personalmente que convertía al público —seguramente no a un público de alumnos de quinto que intercambiaban cartas y jugaban al stickball, imaginaba Tommy, sino a uno de tipos con esmoquin que fumaban cigarrillos largos en transatlánticos y a mujeres con gardenias en el pelo— en una capa de gelatina desconcertada en el suelo. Solamente su nombre ya bastaba para volver loco de impaciencia a Tommy.

En sus visitas previas, Tommy había visto que había dos puertas al fondo de la tienda. Una, pintada de verde, llevaba al almacén donde se guardaban los aros de metal, las jaulas para los trucos y los baúles con doble fondo. La otra puerta, pintada de negro, generalmente se mantenía cerrada, pero a veces alguien, el gran Louis Tannen o uno de los vendedores, llegaba de la calle y entraba por ella, dando un vislumbre del mundo que había al otro lado. O bien alguien salía, saludando con la mano a quien fuera que estaba dejando atrás, metiéndose cinco dólares en el bolsillo o negando con la cabeza por algún milagro que acabara de presenciar. Se trataba de la famosa trastienda de Louis Tannen. Tommy habría dado lo que fuera —habría renunciado a la Ultra-Caja Diabólica, a La historia de Robin Hood, a la réplica del cuarto de Sherlock Holmes en Baker Street y al Automat— solamente por la posibilidad de echar un vistazo allí dentro y ver a los viejos profesionales esgrimiendo las flores más desconcertantes de su arte. Mientras el señor Tannen en persona le hacía al padre de Tommy una demostración de la Ultra-Caja —le enseñaba que estaba vacía, metía siete pañuelos en su interior y la abría otra vez para mostrarle que seguía estando vacía—, llegó a la tienda un hombre, dijo: «Hola, Lou» y entró en la trastienda. Antes de que la puerta volviera a cerrarse, Tommy vislumbró a un grupo de magos, con jersey y traje, dándole la espalda. Estaban mirando a otro mago en plena actividad, un tipo alto y delgado con la nariz larga. El hombre de la nariz larga levantó la vista, sonriendo por el truco que acababa de hacer, sin que sus ojos hundidos y de párpados pesados se mostraran impresionados por el mismo. Los demás magos expresaron con palabrotas su admiración por el truco. Los tristes ojos azules del mago se encontraron con la mirada de Sammy. Se abrieron mucho. Y la puerta se cerró.

—Asombroso —dijo Sammy Clay, sacando su cartera—. Vale su precio.

El señor Tannen le dio la caja a Tommy y el niño la cogió sin apartar la vista de la puerta. Concentró sus pensamientos hasta formar con ellos un haz fino como un diamante y lo dirigió al pomo de la puerta, deseando que girara. No pasó nada.

—¿Tommy? —Tommy levantó la vista. Su padre lo estaba mirando. Parecía irritado y en su voz había un matiz de falsa jovialidad—. ¿Todavía te queda un ápice de deseo en la cabecita por este regalo?

Tommy asintió, pero su padre había adivinado la verdad. Miró la misma caja azul de madera barnizada que tan solo la noche anterior había deseado con un fervor que lo había mantenido despierto hasta pasada la medianoche. Pero conocer los secretos de la Ultra-Caja Diabólica nunca lo llevaría al otro lado de la puerta de la trastienda de Tannen, donde todos aquellos hombres curtidos y viajados inventaban prodigios privados para pasar sus ratos de melancolía. Apartó la vista de la Ultra-Caja y miró la puerta negra. Seguía cerrada. El Bicho, Tommy lo sabía, habría echado a correr hacia ella.

—Es genial, papá —dijo Tommy—. Me encanta. Gracias.

Tres días después, el lunes, Tommy pasó por el drugstore de Spiegelman para ordenarle los cómics. Era un servicio que proporcionaba sin cobrar y que, por lo que él sabía, Spiegelman no conocía. Los cómics nuevos de la semana llegaban el lunes, y hacia el jueves, sobre todo a fin de mes, las largas hileras de estantes de alambre de la pared del fondo solían ser un caos de ejemplares desordenados y con las esquinas dobladas. Todas las semanas, Tommy los clasificaba y los ordenaba alfabéticamente, ponía los de National con los de National, los de EC con los de EC, los de Timely con los de Timely, reunía los miembros dispersos de la familia Marvel y aislaba los títulos románticos, que detestaba —aunque intentaba ocultárselo a su madre— en una esquina. Por supuesto, reservaba los estantes del centro para los diecinueve títulos de Pharaoh. Llevaba un recuento constante de estos, se alegraba cuando Spiegelman agotaba su pedido de Puños Americanos en una semana y sentía una lástima y una vergüenza misteriosas por su padre cuando los seis ejemplares de Cuentos marineros, uno de los favoritos de Tommy, languidecían sin compradores durante un mes entero en el estante de Spiegelman. Llevaba a cabo el reordenamiento de forma subrepticia, fingiendo que hojeaba. Cuando entraba otro niño o pasaba por delante el señor Spiegelman, Tommy volvía a colocar a toda prisa y de cualquier forma el montón que tuviera en la mano y se ponía a silbar alguna melodía con aire inocente mal simulado. Ayudaba a ocultar su actividad secreta de bibliotecario —suscitada por lealtad a su padre pero también por un odio innato al desorden— gastando diez preciosos centavos a la semana en un cómic. Y eso que regularmente su padre le traía a casa montones enormes de cómics de «la competencia», incluidos muchos títulos que Spiegelman no tenía.

Lógicamente, ya que Tommy estaba malgastando su dinero, tendría que haber sido en alguno de los títulos menos leídos de Pharaoh, como Historias de la granja o el ya mencionado título náutico. Pero cuando Tommy salía todos los jueves de la tienda de Spiegelman, era con un cómic de Empire en las manos. Aquel era su pequeño y oscuro acto de deslealtad a su padre: a Tommy le encantaba el Escapista. Admiraba su cabello dorado, su adhesión estricta y en ocasiones obsesiva a las reglas del juego limpio, y la sonrisa afable que mostraba siempre, incluso cuando estaba recibiendo un puñetazo en la mandíbula del Kommandant X (que había llevado a cabo una transición bastante fluida de nazi a comunista) o de uno de los gigantescos esbirros de Poison Rose. Los orígenes turbios del Escapista, tal como los habían ideado su padre y su desaparecido primo Joe, concordaban oscuramente en la imaginación de Tommy con los suyos propios. Se leía el cómic entero en el camino de la tienda de Spiegelman a casa, despacio, saboreándolo, consciente del roce de sus zapatillas sobre la acera todavía nueva, del avance tambaleante de su cuerpo por la oscuridad que se extendía más allá de los márgenes de las páginas que iba pasando. Justo antes de doblar la esquina de Lavoisier Drive, tiraba el cómic en los cubos de basura de D’Abruzzio’s.

Aquellas partes de sus trayectos de ida y vuelta a la escuela que no ocupaba con la lectura —además de cómics, devoraba ciencia-ficción, cuentos marineros, H. Rider Haggard, Edgar Rice Burroughs, John Buchan y novelas sobre la historia de Gran Bretaña o América— ni con ensayos mentales detallados de los espectáculos de magia de una noche entera con los que algún día planeaba asombrar al mundo, Tommy se hacía pasar por el humilde Tommy Clay, un simple escolar americano, cuya identidad como el Bicho no era conocida por nadie. El Bicho era el nombre de su alter ego de luchador contra el crimen disfrazado, nacido una mañana en que Tommy iba a primer curso, y cuyas aventuras y cuya mitología cada vez más compleja había estado escribiendo mentalmente desde entonces. Había dibujado bastantes historias del Bicho como para llenar varios volúmenes, pero su talento artístico no podía compararse con el alcance y la nitidez de su imaginería mental y el embrollo resultante de manchas de grafito y migas de goma de borrar siempre lo acababa desanimando. El Bicho era realmente un bicho, un insecto —en su versión actual, un escarabajo— que había quedado atrapado, junto con un bebé humano, en la onda expansiva de una explosión atómica. De alguna forma —Tommy no precisaba esto—, sus naturalezas se habían mezclado y ahora la mente y el espíritu del escarabajo habitaban el cuerpo de metro y medio de un niño humano que se sentaba en la tercera fila de la clase del señor Landauer, bajo un busto de Franklin D. Roosevelt. A veces era capaz de explotar —nuevamente de forma imprecisa— las habilidades características de otra especies de bichos: volar, clavar su aguijón o tejer capullos de seda. Siempre que llevaba a cabo su trabajo clandestino en los estantes de Spiegelman, lo hacía envuelto con la capa imaginaria del Bicho, por decirlo así, con las antenas extendidas y tensadas para detectar cualquier temblor minúsculo que delatara el acercamiento del señor Spiegelman, a quien Tommy solía identificar en aquella situación como el malvado Cepo de Acero, miembro colegiado de la galería de villanos del Bicho.

Aquella tarde, mientras alisaba la esquina doblada de un ejemplar de Extraña cita, ocurrió algo sorprendente. Por primera vez desde que podía recordarlo, sintió un respingo verdadero de las sensibles antenas del Bicho. Alguien lo estaba mirando. Miró a su alrededor. Había un hombre de pie, medio escondido detrás de un cilindro tachonado de cristales de gafas de leer de cincuenta centavos. El hombre apartó la vista bruscamente y fingió que todo el tiempo había estado mirando una luz azul y rosa que parpadeaba en la pared del fondo de la tienda. Tommy lo reconoció de inmediato como el mago de ojos tristes de la trastienda de Tannen. No le sorprendió ver al tipo allí, en el drugstore de Spiegelman en Bloomtown, Long Island. Aquello era algo que siempre recordaría después. Incluso se alegró de verlo allí, lo cual era un poco sorprendente. En la tienda de Taimen, el aspecto del hombre le había resultado agradable. Había sentido un afecto inexplicable por aquella mata desordenada de rizos negros, por aquel cuerpo desgarbado vestido con un traje blanco manchado y por aquellos ojos grandes y afables. De pronto Tommy comprendió que aquel afecto extraño que sentía no era más que una reacción a su momento inicial de reconocimiento.

Cuando el hombre se dio cuenta de que Tommy lo estaba mirando, dejó de fingir. Por un instante se quedó allí, con la espalda encorvada y la cara ruborizada. Parecía como si estuviera planeando huir. Eso fue otra cosa que Tommy recordaría más tarde. Luego el hombre sonrió.

—Hola —dijo. Tenía una voz suave y un ligero acento.

—Hola —dijo Tommy.

—Siempre me he preguntado qué hay en esos jarrones. —El hombre señaló el escaparate de la tienda, donde dos jarrones de cristal, barrocos y con tapones en forma de bulbo, permanecían perpetuamente llenos de un líquido claro, teñido respectivamente de rosa y azul. El sol vespertino los atravesaba con sus rayos y proyectaba sus dos sombras ondulantes de color pastel en la pared del fondo.

—Se lo he preguntado al señor Spiegelman —dijo Tommy—. Un par de veces.

—¿Y qué ha dicho?

—Que es un secreto de su profesión.

El hombre asintió con solemnidad.

—Pues tenemos que respetarlo. —Buscó en su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos Old Gold. Encendió uno con un chasquido de su encendedor e inhaló lentamente, mirando a Tommy con expresión preocupada, tal como Tommy esperaba que fuera.

—Soy tu primo —dijo el hombre—. Josef Kavalier.

—Ya lo sé —dijo Tommy—. He visto tu foto.

El hombre asintió y dio otra calada a su cigarrillo.

—¿Vas a venir a casa?

—Hoy no.

—¿Vives en Canadá?

—No —dijo el hombre—. No vivo en Canadá. Podría decirte dónde vivo, pero si lo hago tienes que prometerme no revelar mi paradero ni mi identidad a nadie. Es un secreto absoluto.

Oyeron un chirrido de suelas de cuero sobre el linóleo. El primo Joe levantó la vista, dejó escapar una frágil sonrisa adulta y miró a un lado con inquietud.

—¿Tommy? —Era el señor Spiegelman. Estaba mirando con curiosidad al primo Joe, no de forma hostil, pero con un interés que Tommy comprendió que era claramente ajeno a lo mercantil—. Creo que no conozco a tu amigo.

—Este… es… Joe —dijo Tommy—. Lo… conozco. —La intrusión del señor Spiegelman en la zona de los cómics lo puso nervioso. La sensación onírica de calma con que había encontrado en un drugstore de Long Island al primo desaparecido en un transporte militar frente a la costa de Virginia, lo abandonó. Joe Kavalier era el gran generador de silencios entre los adultos en casa de los Clay. Siempre que Tommy entraba en una habitación y todo el mundo se callaba, sabía que era porque estaban hablando del primo Joe. Naturalmente, los había martirizado sin piedad para que le hablaran de aquel hombre misterioso. Por lo general, su padre se negaba a hablar de la época de la asociación que había producido al Escapista. «Todo ese rollo me deprime, colega», decía. Sin embargo, a veces se podía lograr que especulara sobre el paradero actual de Joe, el curso de sus singladuras y la posibilidad de que algún día volviera. Sin embargo, aquellas conversaciones ponían nervioso al padre de Tommy. Cogía sus cigarrillos, un periódico o encendía la radio: cualquier cosa con tal de acabar con la conversación.

Era su madre la que había transmitido a Tommy la mayoría de lo que había averiguado sobre Joe Kavalier. Su madre le había explicado toda la historia del nacimiento del Escapista, de la enorme fortuna que los propietarios de Empire Comics habían amasado gracias al trabajo de su padre y su primo. El bienestar que el Escapista podría haber representado para la familia si Sheldon Anapol y Jack Ashkenazy no los hubieran engañado la atormentaba. «Los atracaron a mano armada», decía a menudo. Por lo general, Rosa limitaba aquellas declaraciones a momentos en que madre e hijo estaban solos, pero ocasionalmente también sacaba a relucir en presencia del padre de Tommy la triste historia de Sam Clay en el mundo del cómic, en la que el primo Joe había jugando un papel crucial, para reafirmar alguna idea más grande y abstrusa acerca del estado de sus vidas que Tommy, aferrado con ferocidad a su visión infantil de las cosas, nunca conseguía entender. Por lo visto, su madre conocía toda clase de detalles interesantes sobre Joe. Sabía a qué escuela había ido en Praga, cuándo y por qué ruta había llegado a América, los lugares donde había vivido en Manhattan. Sabía qué cómics había dibujado y qué le había dicho Dolores del Río una noche de primavera de 1941 («Bailas como mi padre»). La madre de Tommy sabía que a Joe no le gustaba la música y que sí le gustaban los plátanos.

Tommy nunca había prestado atención a la particularidad y la intensidad perdurable de los recuerdos que su madre guardaba de Joe, pero una tarde del verano anterior, en la playa, había oído de lejos a la madre de Eugene hablando con otra mujer del vecindario. Tommy fingió que dormía sobre su toalla y así pudo escuchar de forma furtiva su conversación en voz baja. Era difícil de seguir, pero una frase se le quedó en la cabeza y la tuvo allí alojada durante semanas.

—Ella ha seguido totalmente colada por él todos estos años —le había dicho la otra mujer a Helene Begelman. Tommy comprendió que estaban hablando de su madre. Por alguna razón, le vino inmediatamente a la cabeza la fotografía de Joe, vestido con esmoquin y sosteniendo en la mano una escalera de color, que su madre guardaba en el neceser que ella misma había fabricado y que tenía, enmarcada en plata, en el armario de su dormitorio. Pero el significado pleno de la expresión «estar colada», permaneció en la sombra para Tommy durante varios meses más, hasta que un día, escuchando junto con su padre cómo Frank Sinatra cantaba la intro de Guess I’ll Hang My Tears Out To Dry, comprendió por fin lo que quería decir. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que toda la vida había sabido que su madre estaba enamorada del primo Joe. Por alguna razón, la información le complació. Parecía concordar con ciertas ideas que se había formado sobre cómo era realmente la vida adulta leyendo detenidamente las historias de su madre en Mal de amores, Romance y Loca de amor.

Con todo, Tommy no conocía de verdad al primo Joe, y viéndolo con los ojos del señor Spiegelman, tuvo que reconocer que tenía un aspecto sospechoso, merodeando por allí con su traje arrugado y la barbilla oscurecida por una barba de varios días. Los rizos le crecían en la cabeza encrespados como virutas de embalar. Estaba muy pálido y parpadeaba como si no saliera a la luz muy a menudo. Iba a costar bastante dar una explicación al señor Spiegelman sin revelar que era un pariente. ¿Y por qué no podía revelarlo? ¿Por qué no podía decirle a todo el mundo —y sobre todo a sus padres— que sabía que el primo Joe había vuelto de sus andanzas? Era una gran noticia. Si más adelante salía a la luz que se lo había mantenido en secreto a sus padres, estaba claro que iba a tener problemas.

—Este es mi, emmm… —Tartamudeó y vio cómo se intensificaba la expresión desconfiada en los ojos azul pálido del señor Spiegelman—. Mi… —estuvo a punto de decir «primo» e incluso llegó a considerar la posibilidad de añadirle el complemento melodramático «largo tiempo perdido», cuando se le ocurrió una posibilidad narrativa mucho más interesante: estaba claro que el primo Joe había venido especialmente para verlo. Sus miradas se habían encontrado un momento a ambos lados del mostrador de la tienda de magia de Louis Tannen y luego, en los días siguientes, de una forma u otra, Joe había conseguido localizar a Tommy, había observado sus hábitos e incluso lo había seguido, esperando el momento oportuno. Fueran cuales fueran sus razones para ocultar su regreso al resto de la familia, había elegido mostrarse ante Tommy. Sería un error y una tontería, pensó Tommy, no respetar aquella elección. Los héroes de las novelas de Joe Buchan nunca farfullaban la verdad en aquellas situaciones. Para ellos, dar su palabra era sagrado, y la discreción era la mejor parte del valor. La misma tendencia al cliché melodramático le impidió considerar la posibilidad de que sus padres ya estuvieran al corriente del regreso de Joe y simplemente se lo hubieran ocultado, como solían hacer con las noticias interesantes—. Mi profesor de magia —terminó—. Le dije que nos reuniríamos aquí. Todas estas casas se parecen mucho, ya sabe.

—Eso es cierto —dijo Joe.

—Profesor de magia —dijo el señor Spiegelman—. Eso me viene de nuevo.

—Hay que tener profesor, señor Spiegelman —dijo Tommy—. Todos los grandes lo tienen. —Luego Tommy hizo algo que lo sorprendió. Cogió la mano de su primo—. Bueno, vamos, te enseñaré el camino. Tienes que contar las esquinas. Las casas no son todas iguales. Tenemos ocho modelos distintos.

Pasaron por delante de los estantes de los cómics. Tommy se acordó de que había tenido intención de comprar el número de verano de 1953 de Las aventuras del Escapista, pero tuvo miedo de que aquello pudiera ofender o incluso enfurecer a su primo. De forma que siguió adelante, tirando de la mano de su primo. Cuando pasaron por delante, Tommy echó un vistazo a la portada del n.° 54 de Las aventuras del Escapista, en la que el Escapista, con los ojos vendados y atado a un grueso poste con las manos detrás de la espalda, estaba frente a un pelotón de fusilamiento de caras aviesas. La señal de fuego estaba a punto de darla Tom Mayflower en persona, apoyado en su muleta, con un brazo en alto y una expresión diabólica y enloquecida: «¿CÓMO ES POSIBLE?» —gritaba el Escapista en un bocadillo agónico y escarpado—: «¡¡¡ESTOY A PUNTO DE SER EJECUTADO POR MI ALTER EGO!!!».

Tommy se sintió poderosamente atraído por aquella provocativa ilustración, aunque sabía muy bien que al final, cuando uno leía la historia, la escena de la portada resultaba ser un sueño, un equívoco, una exageración o incluso una mentira abierta. Con su mano libre, manoseó la moneda de diez centavos que llevaba en el bolsillo de los vaqueros.

El primo Joe le estrujó la mano.

Las aventuras del Escapista —dijo en tono ligero y burlón.

—Solamente lo estaba mirando —dijo Tommy.

—Cómpralo —dijo Joe. Cogió del estante los cuatro títulos del Escapista—. Cómpralos todos. Venga. —Hizo un gesto en dirección a la pared, con expresión salvaje y los ojos brillantes—. Te compro todos los que quieras.

Costaba decir por qué, pero aquella oferta extravagante asustó a Tommy. Empezó a lamentar haberse precipitado como un bucanero a seguir los planes desconocidos del primo hermano de su padre.

—No, gracias —dijo—. Mi papá me los trae gratis. Todos menos los de Empire.

—Claro —dijo Joe. Tosió tapándose la boca con el puño y se le ruborizaron las mejillas—. Pues bueno. Solamente ese.

—Diez centavos —dijo el señor Spiegelman, marcando la cantidad en la caja registradora y sin dejar de mirar con recelo a Joe. Cogió los diez centavos que le ofreció Joe y luego le ofreció la mano.

—Hal Spiegelman —dijo—. Señor…

—Kornblum —dijo el primo Joe.

Salieron de la tienda y se quedaron en la acera. Aquella acera, y las tiendas que daban a ella, era la parte más antigua de Bloomtown. Llevaba allí desde los años veinte, cuando el señor Irwin Bloom todavía trabajaba en la empresa de cemento de su padre en Queens y por aquella zona no había nada más que campos de patatas y el pueblecito de Manticock, que luego Bloomtown devoraría y reemplazaría. A diferencia de las deslumbrantes aceras nuevas de la utopía del señor Bloom, aquella estaba agrietada, ennegrecida, tenía manchas de leopardo formadas por los muchos años de chicles escupidos y estaba invadida por un manto de hierbajos de Long Island. No tenía ningún aparcamiento marítimo delante, como el que había en Bloomtown Plaza. Por allí pasaba la estruendosa carretera estatal 24. Los escaparates eran estrechos, estaban cubiertos de cartones y sus cornisas eran un embrollo de cables telefónicos, cables eléctricos y enredaderas de Virginia. Tommy quería hablarle de todo aquello a su primo Joe. Deseaba poder contarle que la acera resquebrajada, los cuervos amenazantes posados sobre las enredaderas desnudas y el zumbido irritado del letrero de neón del señor Spiegelman le infundían una especie de tristeza premonitoria relacionada con la vida adulta, como si Bloomtown, con sus piscinas, sus parques infantiles, sus jardines y sus aceras deslumbrantes, fuera el mismo mar uniforme y diverso de la infancia, del que sobresalía aquel trozo senil del pueblo de Manticock como una caprichosa isla oscura. Tenía ganas de contarle mil cosas al primo Joe: la historia de sus vidas desde que había desaparecido, la dolorosa tragedia de la partida de Eugene Begelman a Florida y el origen del misterioso Bicho. Tommy nunca había conseguido explicar lo que pensaba a los adultos por culpa de la calamitosa inconsciencia de estos, pero en los ojos del primo Joe había una expresión paciente que le hacía pensar que a aquel hombre sí que podía contarle cosas.

—Ojalá pudieras venir esta noche —dijo—. Hay chile mexicano.

—Suena bien. Tu madre siempre ha sido buena cocinera.

—Ven a casa —de pronto, sintió que nunca sería capaz de mantener en secreto el regreso de Joe ante sus padres. La cuestión del paradero de Joe los había estado preocupando durante toda la vida de Tommy. Sería injusto esconderles la noticia. Estaría mal. Y lo que es más, al ver por primera vez a su primo, tuvo la impresión inmediata de que el hombre tenía que estar con ellos—. Tienes que venir.

—No puedo. —Cada vez que pasaba un coche, Joe se volvía para mirarlo y escrutaba su interior—. Lo siento. He venido a verte pero ahora me tengo que ir.

—¿Por qué?

—Porque… Porque no estoy ejercitado. A lo mejor la próxima vez vendré a tu casa, pero ahora no. —Se miró el reloj—. Mi tren pasa dentro de diez minutos.

Le ofreció la mano a Tommy y se dieron un apretón. Luego Tommy se sorprendió a sí mismo abrazando al primo Joe. El olor a ceniza de la tela rasposa de su chaqueta llenó el corazón de Tommy.

—¿Adónde vas? —preguntó Tommy.

—No te lo puedo decir. No estaría bien. No te puedo pedir que guardes mis secretos. Cuando me vaya, tienes que decirles a tus padres que me has visto, ¿de acuerdo? No me importa. No podrán encontrarme. Pero para ser justo contigo, no puedo decirte adónde voy.

—No se lo diré —dijo Tommy—. Lo juro por Dios, en serio, no lo haré.

Joe puso las manos en los hombros de Tommy y lo empujó un poco hacia atrás para que pudieran mirarse.

—Te gusta la magia, ¿eh?

Tommy asintió. Joe buscó en su bolsillo y sacó un mazo de cartas. Eran cartas francesas de una marca llamada Petit Fou. En casa Tommy tenía una baraja idéntica comprada en la tienda de Louis Tannen. Las cartas europeas eran más pequeñas, y por tanto más fáciles de manipular para unas manos infantiles. Los reyes y las damas tenían un aire ceñudo y cierto aspecto de grabado que los hacían parecer falsificaciones medievales, a punto de asaltarlo a uno con sus espadas curvas y sus picas. Joe sacó las cartas de su paquete de colores vivos y se las dio a Tommy.

—¿Qué sabes hacer? —dijo—. ¿Sabes hacer un pase?

Tommy negó con la cabeza, sintiendo que se le calentaban las mejillas. De alguna forma, su primo había conseguido encontrar directamente el meollo de la debilidad de Tommy como manipulador de cartas.

—No se me dan bien —dijo, barajándolas con aire taciturno—. Siempre que en un truco hay que hacer un pase, me lo salto.

—Los pases son difíciles —dijo Joe—. Bueno, hacerlos es fácil, lo difícil es hacerlos bien.

Aquello no era ningún descubrimiento para Tommy, que había dedicado dos semanas infructuosas de verano al pase de abertura, al medio pase, al abanico y al pase de Charlier, entre otros, pero nunca había sido capaz de manejar las diversas mitades y cuartos de la baraja lo bastante deprisa como para evitar que el engaño central de todo pase —la transposición invisible de dos o más porciones de la baraja— fuera evidente incluso para el ojo menos educado. Eso le había sucedido a Tommy con su madre: durante el último intento del chico antes de abandonar el pase de una vez por todas y asqueado, Rosa había puesto los ojos en blanco y había dicho: «Hombre, claro, si vas a cambiar una mitad por la otra…».

Joe levantó la mano derecha de Tommy, le examinó los nudillos, le dio la vuelta y examinó la palma, escrutándola como un quiromántico.

—Ya sé que tengo que aprender —empezó Tommy—, pero…

—No pierdas el tiempo —dijo Joe, soltándole la mano—. No te molestes hasta que tengas las manos más grandes.

—¿Qué?

—Deja que te enseñe esto. —Cogió el mazo de cartas, las abrió formando un abanico liso con muchas facetas y se lo ofreció a Tommy para que eligiera una carta. Tommy miró rápidamente la carta elegida, el tres de tréboles, y la volvió a meter en la baraja. Se mantuvo atento a los movimientos de los largos dedos de Joe, decidido a ver el pase cuando llegara. Joe abrió las manos con las palmas hacia arriba. La baraja pareció trasladarse limpiamente de un montón en la palma izquierda a otro en la derecha, en el orden correcto, y Joe agitó los dedos en un ademán teatral de prestidigitador, se produjo la insinuación desconcertante de un nuevo traslado, tan breve que Tommy se preguntó si se la había imaginado o bien si el hábil revoloteo de anémona de los dedos de su primo le había hecho creer que había visto más de lo que había sucedido en realidad. A fin de cuentas, parecía que lo único que habían hecho las cartas era pasar ociosamente de la mano izquierda a la derecha. Y al instante siguiente Tommy tenía una carta en las manos. Le dio la vuelta. Era el tres de tréboles.

—Eh —dijo Tommy—. Uau.

—¿Lo has visto?

Tommy negó con la cabeza.

—¿No has visto el pase?

—¡No! —Tommy no pudo evitar sentirse ligeramente irritado.

—Ah —dijo Joe, con un matiz teatralmente grave en la voz—. Es que no ha habido pase. Este es el Falso Pase.

—«El Falso Pase».

—Fácil de hacer, pero no tan fácil de hacer bien.

—Pero si yo no…

—Me estabas mirando los dedos. No me mires los dedos. Mis dedos mienten. Les he enseñado a contar bonitas mentiras.

A Tommy le gustó aquello. Sintió un tirón brusco de la cuerda que mantenía su corazón impaciente amarrado en su pecho.

—¿Podrías…? —empezó a decir Tommy, luego se calló.

—Ten —dijo Joe. Se puso detrás de Tommy, se asomó por encima de su hombro y lo rodeó con los brazos, igual que había hecho su padre cuando le enseñó a hacerse el nudo de la corbata. Le puso la baraja a Tommy en la mano izquierda, le colocó los dedos y luego lo guió lentamente por los cuatro movimientos simples, una serie de giros y medias vueltas necesarios para poner las cartas de abajo del mazo encima de todo. Naturalmente, la línea divisoria de las porciones era la carta elegida, señalada de forma invisible con la punta de la yema del meñique. Joe se quedó tras la espalda del chico, viendo cómo imitaba sus movimientos, con el vapor de su aliento flotando a intervalos regulares y oliendo a tabaco alrededor de la cabeza de Tommy mientras el chico se esforzaba por conseguir el efecto. Después del sexto intento, aunque de forma lenta y desprolija, ya pudo notar que le iba a acabar cogiendo el tranquillo. Sintió que algo se le ablandaba en el vientre, una sensación de felicidad que sin embargo conservaba en su centro un foco pequeño y vacío de pérdida. Apoyó la cabeza en el vientre plano de su primo y miró su cara invertida. En la expresión de Joe aparecieron el desconcierto, los remordimientos y la preocupación. Pero Tommy había leído en un libro sobre ilusiones ópticas que todas las caras parecían tristes cuando se las miraba del revés.

—Gracias —dijo Tommy.

El primo Joe dio un paso atrás, alejándose de él, y Tommy tropezó y estuvo a punto de caerse. Recuperó el equilibrio y se giró en dirección a su primo.

—Hay que aprender a hacer pases —dijo el primo Joe—. Aunque sean falsos.