Las grandes hazañas de la ingeniería son objetos de interés perpetuo para la gente inclinada a la autodestrucción. Desde que fue terminado, el Empire State, un gigantesco pedazo de Indiana arrancado del seno de leve piedra caliza del Medio Oeste y erigido, en el antiguo emplazamiento del Waldorf Astoria, en medio del tráfico más denso del mundo, había sido un imán para las almas trastornadas deseosas de asegurarse de la fatalidad de su impacto, o para burlarse de las audaces creaciones de la vanidad humana. Desde su apertura hacía casi veintitrés años, una docena de personas habían intentado tirarse a la calle desde sus cornisas o su pináculo. Aproximadamente la mitad lo habían conseguido. Sin embargo, ninguno había hecho una advertencia previa tan clara y atenta de sus intenciones. Trabajando en colaboración con sus compañeros del ayuntamiento, la policía privada y los escuadrones de bomberos del edificio habían tenido tiempo de sobras para poner agentes en todas las entradas y puntos de acceso al edificio, en las entradas de las escaleras y las zonas de ascensores. El piso veinticinco, donde todavía se encontraban las oficinas de Empire Cómics, estaban atestadas de policías del edificio con sus uniformes de lana y metal, sus espaldas anchas y sus gorras de picos anticuadas que según la leyenda había diseñado el difunto Al Smith en persona. Se había puesto en alerta a los quince mil inquilinos del edificio, advirtiéndoles de que estuvieran alerta por si veían a un loco flaco y de nariz aguileña, tal vez vestido con unos calzoncillos largos de color azul oscuro, o quizá con un esmoquin azul apolillado y de faldones extravagantes. Los bomberos con sus monos de lona rodeaban el edificio por tres de sus lados, desde la calle Treinta y tres, girando por la Quinta Avenida, hasta la Treinta y cuatro. Miraban a través de prismáticos alemanes de precisión y examinaban los infinitos planos de piedra de Indiana en busca de cualquier mano o pie que pudiera asomar. Estaban listos, en la medida en que podían estarlo. Si el loco conseguía saltar por una ventana y tirarse a la oscuridad creciente de la tarde, no estaba tan claro lo que iban a hacer. Pero tenían esperanzas.
—Lo atraparemos antes de que lo haga —predijo el capitán Harley, todavía al mando de la policía del edificio después de tantos años, con su ojo malo más brillante e irascible que nunca—. Atraparemos a ese pobre idiota.
La circulación diaria del Herald Tribune de Nueva York en 1954 era de cuatrocientos cincuenta mil ejemplares. De todos esos lectores, unos doscientos habían sido atraídos por la carta impresa aquella mañana en su periódico y ahora formaban grupos de curiosos detrás de los cordones policiales, mirando hacia arriba. La mayoría eran hombres de entre veinte y cuarenta años, con chaqueta y corbata, empleados de transporte marítimo, delineantes comerciales y vendedores al por mayor de tejidos y ropa de camino a sus negocios familiares. Muchos trabajaban en el vecindario. Se miraban los relojes de pulsera y hacían las típicas bromas de neoyorquinos que esperan un suicidio —«A ver si se tira ya, que tengo una cita»— pero no apartaban la vista de los lados del edificio. Habían crecido con el Escapista, o bien habían descubierto sus aventuras en una trinchera en Bélgica o al zarpar de la Isla de Bougainville. En algunos de aquellos hombres, el nombre de Joe Kavalier despertaba recuerdos largo tiempo dormidos de una liberación imprudente, violenta y hermosa.
También había simples transeúntes, tenderos y empleados de oficina de camino a sus casas que se habían acercado atraídos por las luces de los flashes y los uniformes. El rumor del espectáculo prometido se había extendido rápidamente entre ellos. Cuando el flujo de información decaía por culpa del hermetismo de la policía, el contingente pequeño pero locuaz de aficionados a los cómics estaba dispuesto a completar y adornar los detalles de la desafortunada carrera de Joe Kavalier.
—Yo he oído que es todo una broma —dijo Joe Simon, que había creado al Capitán América junto con su socio Jack Kirby. Los derechos del Capitán América habían reportado y continuarían reportando en el futuro unos beneficios enormes a su editorial, Timely Publications, que un día pasaría a conocerse como Marvel Comics—. Me lo ha dicho Stan.
A las cinco y media, como no habían descubierto a nadie merodeando por el edificio ni saliendo a hurtadillas por un alféizar azotado por el viento, el capitán Harley empezó a llegar a la misma conclusión. Estaba con algunos de sus hombres delante mismo de la entrada de la calle Treinta y tres, chupando la boquilla de una pipa de madera de brezo. Por octava vez, se sacó su reloj de bolsillo de oro y consultó las agujas. Lo cerró de golpe y soltó una risita.
—Es una broma —dijo—. Lo he sabido todo el tiempo.
—Estoy cada vez más de acuerdo —dijo el detective Lieber.
—Tal vez se le haya parado el reloj —dijo Sammy Clay, casi esperanzado. A Lieber le daba la impresión de que si la amenaza resultaba ser una broma, Clay se iba a sentir decepcionado.
—Dígame una cosa —le dijo Lieber a Clay. En calidad de familiar, al pequeño escritor, tal como Lieber pensaba en él, le habían permitido atravesar el cordón policial. En caso de que Joe Kavalier apareciera, su primo estaría a mano para dar consejos y para llevar a cabo las súplicas de último minuto. También estaba el niño. El procedimiento ordinario prohibía que hubiera niños en aquellas situaciones, pero la experiencia le había enseñado a Lieber, después de patrullar nueve años por Brownsville, que a menudo la cara de un niño, o simplemente su voz por teléfono, podían hacer que una persona abandonara la cornisa—. Hasta hoy, ¿cuánta gente sabía la historia de cómo a usted y su primo los robaron, los engañaron y se aprovecharon de ustedes?
—Eso me ofende, detective —dijo Sheldon Anapol. El hombretón había bajado a las cinco en punto de las oficinas de Empire. Estaba enfundado en un abrigo largo y negro y llevaba un diminuto sombrero tirolés de color gris posado en la cabeza como una paloma, con la pluma ondeando al ritmo de la brisa. El día se estaba volviendo frío e inclemente. Ya empezaba a oscurecer—. Usted no conoce este asunto lo bastante como para emitir un juicio como ese. Había contratos que respetar, derechos de reproducción. Por no mencionar el hecho de que, mientras estaban trabajando para nosotros, tanto el señor Kavalier como el señor Clay ganaban más dinero que casi nadie en el ramo.
—Lo siento —dijo Lieber, sin arrepentimiento. Se volvió hacia Sammy—. Pero ya sabe a qué me refiero.
Sammy se encogió de hombros y asintió, con la boca fruncida. Sabía a qué se refería el detective.
—Hasta hoy no muchos. Una veintena de individuos del sector. La mayoría son unos bromistas, tengo que admitirlo. Probablemente algunos abogados. Y mi mujer.
—Bueno, pues mire esto.
Lieber hizo un gesto hacia la multitud creciente, agolpada en la acera de enfrente, hacia las calles cortadas y llenas de taxis tocando la bocina, los reporteros y los fotógrafos: todo el mundo miraba el edificio en torno al cual se habían acumulado durante tantos años los millones incalculables del Escapista. Habían oído los nombres de los actores principales, Sam Clay y Sheldon Anapol. Señalaban y murmuraban y miraban con el ceño fruncido al editor con su abrigo fúnebre. Aunque nadie se había sentado nunca a calcular cuánto dinero había estafado Empire Comics al equipo de Kavalier y Clay, la cifra circulaba ahora ampliamente entre la multitud y crecía por momentos.
—Es lamentable que tengamos aquí a tanta gente. —La experiencia de Lieber con suicidios era bastante extensa. Había muy poca gente que decidiera acabar con su vida públicamente, y, dentro de ese grupo, muchos menos todavía que dieran un lugar y una hora extraña por adelantado. De estos últimos, y solamente se le ocurría un par de casos desde que había conseguido su placa en 1940, ninguno había llegado tarde a su cita—. El señor Anapol —señaló al editor—, aunque es evidente que no tiene la culpa, acabará pareciendo el culpable.
—Asesinar al personaje —dijo Anapol—. Eso es lo que va a conseguir.
De nuevo el capitán Harley de la policía del edificio cerró de golpe su reloj, esta vez de forma mucho más concluyente.
—Voy a enviar a mis chicos a casa —dijo—. No creo que ninguno de ustedes tenga nada de qué preocuparse.
Lieber guiñó un ojo al niño, un niño inquisitivo y triste que llevaba los últimos cuarenta y cinco minutos chupándose un dedo a la sombra de su enorme abuelo y con cara de estar a punto de vomitar. Cuando Lieber le guiñó el ojo, el niño palideció. El detective frunció el ceño. En sus años como policía de ronda en las inmediaciones de Pitkin Avenue había asustado muchas veces a niños con un guiño amistoso o un saludo, pero casi nunca a uno tan mayor que no tuviera ningún cargo de conciencia.
—No lo entiendo —dijo Sammy—. Es decir, entiendo lo que me dice. Yo he pensado lo mismo. A lo mejor todo es un montaje para que le presten atención y nunca ha tenido ninguna intención de saltar. Pero entonces, ¿por qué ha robado el disfraz de mi despacho?
—¿Puede demostrar que ha sido él quien se lo ha llevado? —dijo Lieber—. Mire, no lo sé. Tal vez le ha entrado miedo y se ha echado atrás. Tal vez lo ha atropellado una carretilla o un taxi. Miraré en los hospitales por si acaso.
Asintió en dirección al capitán Harley y se mostró de acuerdo en que era hora de recogerlo todo y marcharse. Luego se volvió hacia el niño. No sabía exactamente qué decir. La cadena de razones y posibilidades permanecía todavía desarmada en su mente. No fue más que un impulso policial pasajero, un olfato para los problemas, lo que suscitó la pregunta. Era uno de esos hombres que no pueden evitar meter un poco de miedo a un niño revoltoso.
—He oído que has estado faltando a la escuela, jovencito, para venir a callejear a nuestra maravillosa ciudad.
El niño abrió mucho los ojos. Era un niño guapo, un poco sobrealimentado pero con unos tupidos rizos negros y unos ojos azules que ahora abría como platos. El detective todavía no estaba seguro de si el niño temía que lo castigaran o lo estaba deseando. Normalmente, en el caso de los pequeños revoltosos como aquel, solía ser lo segundo.
—No quiero pillarte suelto por mi ciudad nunca más, ¿me oyes? Quédate en Long Island, que es tu sitio.
Ahora le guiñó el ojo al padre. Sam Clay se rió.
—Gracias, detective —dijo. Agarró un puñado de pelo de su hijo y le sacudió la cabeza de adelante hacia atrás de una forma que a Lieber le pareció bastante dolorosa—. Se ha vuelto todo un falsificador. Imita la firma de su madre y la pone debajo de sus excusas mejor que ella misma.
Lieber sintió que los eslabones de la cadena empezaban a aproximarse.
—¿Es eso cierto? —dijo—. Dime, ¿ya tienes una de esas obras maestras lista para presentarla mañana?
Con tres cabeceos rápidos y silenciosos, el niño confesó que así era. Abrió su cartera de la escuela y sacó una carpeta de papel manila. La abrió. Dentro había una hoja de papel caro, pulcramente escrito a máquina y firmado. Le dio la hoja a Lieber. Sus movimientos eran precisos y prodigiosamente —casi ostentosamente— cuidadosos: Lieber recordó que el padre del niño sospechaba que su hijo se había estado escabullendo a la ciudad para frecuentar la compañía de prestidigitadores en la tienda de magia de Louis Tannen. Lieber ojeó la nota del chico.
Querido señor Savarese:
Por favor, disculpe por ayer la ausencia de Tommy. Tal como le previne previamente creo que necesitaba tratamientos de tipo oftalmológico de su especialista médico en la ciudad.
Sinceramente,
Señora ROSA CLAY
—Me temo que su hijo es el responsable de todo esto —dijo Lieber, pasándole la carta al padre del niño—. Él ha escrito la carta al Herald Tribune.
—Ya me lo parecía —dijo el abuelo—. Me había parecido reconocer el estilo.
—¿Qué? —dijo Sam Clay—. ¿Qué les hace pensar eso?
—Las máquinas de escribir tienen personalidad —dijo el niño en voz baja, mirándose los pies—. Como las huellas dactilares.
—Eso suele ser cierto —dijo Lieber.
Sammy examinó la nota y miró al niño de forma extraña.
—Tommy, ¿es eso verdad?
—Sí, señor.
—¿Me estás diciendo que nadie va a saltar?
Tommy negó con la cabeza.
—¿Que todo esto te lo has inventado tú?
Asintió.
—Bueno —dijo Lieber—. Esto que has hecho es grave, hijo. Me temo que has cometido un delito —miró al padre—. Siento lo de su primo —dijo—. Sé que usted confiaba en que hubiera vuelto.
—Es cierto —dijo Sammy sorprendido, bien por darse cuenta de ello o bien porque el policía lo hubiera adivinado—. Creo que sí confiaba en ello.
—¡Pero es que ha vuelto! —gritó el niño, e incluso el policía dio un respingo—. Está aquí.
—¿En Nueva York? —dijo el padre. El niño asintió—. Joe Kavalier está aquí en Nueva York. —De nuevo el niño asintió—. ¿Dónde? ¿Cómo lo sabes? Tommy, maldita sea, ¿dónde está tu primo Joe?
El niño murmuró algo en tono casi inaudible. Luego, para sorpresa de los demás, dio media vuelta y entró en el edificio. Se dirigió a la zona de los ascensores expresos y pulsó el botón de los que iban a la cima del edificio.