Discusión a la hora del desayuno en la cafetería Excelsior de la Segunda Avenida, un local popular por las mañanas entre la gente del ramo de la historieta, más o menos en abril de 1954.
—Es una broma.
—Acabo de decirlo.
—Alguien le está tomando el pelo a Anapol.
—A lo mejor es el mismo Anapol.
—No lo culparía si intentara tirarse desde el Empire State. He oído decir que está hasta el cuello de problemas.
—Y yo estoy hasta el cuello de problemas. Todo el mundo está hasta el cuello de problemas. Te desafío a que me digas una empresa que no los tenga. Y la cosa va a empeorar.
—Siempre estás diciendo lo mismo. Escúchate. Escuchad a este tipo, me hace gracia. Es como un surtidor de malos presagios. Si lo escucho durante diez minutos me iré con el tanque lleno de pesimismo y ya me durará todo el día.
—Yo os diré quién es un surtidor de pesimismo: el doctor Fredric Wertham. ¿Habéis leído su libro? ¿Cómo se llama? ¿Cómo seducir a un inocente?
A aquello le siguió una carcajada. Los hombres de las mesas vecinas se giraron para mirar. La carcajada había sido un poco demasiado estridente, ciertamente en vista de la hora que era y del estado de sus resacas.
El doctor Fredric Wertham, psiquiatra infantil de credenciales impecables y con una personalidad notoriamente propensa a la indignación, llevaba muchos años intentando convencer a los padres y legisladores de América de que la lectura de cómics estaba lesionando gravemente las mentes de los niños del país. Con la reciente publicación del admirable, enciclopédico y totalmente equivocado Seducción de los inocentes, los esfuerzos del doctor Wertham habían empezado a dar fruto. Había habido peticiones de control e incluso las primeras prohibiciones, y en varias ciudades del Sur y del Medio Oeste las autoridades locales habían promovido quemas públicas de cómics, en las que multitudes sonrientes de niños americanos con los cerebros lesionados habían tirado alegremente sus colecciones a las hogueras.
—No, no lo he leído. ¿Y vosotros?
—Yo lo he intentado. Me da dolor de estómago.
—¿Alguien lo ha leído?
—Estes Kefauver lo ha leído. ¿A alguien le ha llegado ya una citación?
Se rumoreaba que venía a la ciudad el Senado de Estados Unidos. El senador Kefauver de Tennessee y su Subcomité para la Delincuencia Juvenil habían decidido emprender una investigación formal de las asombrosas acusaciones formuladas por Wertham en su libro: que la lectura de cómics conducía directamente a una conducta antisocial, a la adicción a las drogas, la perversión sexual e incluso a la violación y el asesinato.
—Ya está, a lo mejor ese tipo ha recibido una citación. El del Empire State. Y por eso se quiere tirar.
—¿Sabéis? Me estoy imaginando quién puede ser. Si no es una broma, quiero decir. Joder, y si lo es también. De hecho, si es quien yo creo, seguro que es una broma.
—¿Qué es esto, un concurso? Dinos quién es.
—Joe Kavalier.
—¡Joe Kavalier, sí! ¡Yo también lo he sospechado!
—He oído que está en Canadá. Alguien lo vio por allí.
—Mort Meskin lo vio en las cataratas de Niágara.
—Yo he oído que estaba en Quebec.
—Yo oí que había sido Mort Segal, no Meskin. Segal pasó allí arriba su luna de miel.
—Siempre me gustó.
—Era un dibujante tremendo.
La media docena de dibujantes y guionistas de cómic reunidos aquella mañana en torno a una mesa al fondo del Excelsior, con sus bagels, sus huevos pasados por agua y su café negro humeante en tazas con una franja roja alrededor del borde —Stan Lee, Frank Pantaleone, Gil Kane, Bob Powell, Marty Gold y Julie Glovsky— se mostraron de acuerdo en que antes de la guerra Joe Kavalier había sido uno de los mejores del ramo. Y coincidieron en que la forma en que a él y a su socio los habían tratado los propietarios de Empire había sido deplorable, aunque no había sido un caso aislado. La mayoría conocía alguna historia, algún ejemplo de conducta extraña o excéntrica por parte de Kavalier. Pero cuando las pusieron en común, a ninguno de los presentes le pareció que la suma de todas ellas predijera algo tan inconsciente y desesperado como un salto mortal.
—¿Y qué me decís de su antiguo socio? —dijo Lee—. Me encontré con él aquí hace un par de días. Parecía bastante triste.
—¿Sammy Clay?
—No lo conozco mucho. Siempre nos hemos llevado bien. Nunca ha trabajado para nosotros, pero…
—Ha trabajado prácticamente en todas partes.
—Sea como sea, no tenía buen aspecto. Y no me dio ni la hora.
—No es un tipo alegre —dijo Glovsky—. El viejo Sam. No está muy feliz en Pharaoh. —Glovsky dibujaba el violento Mack Granito para la revista Puño americano de Pharaoh.
—Francamente, nunca ha estado feliz en ninguna parte —dijo Pantaleone, y todo el mundo se mostró de acuerdo. Todos conocían la historia de Sammy, más o menos. Había regresado a los cómics en 1947, después de haber fracasado en todo lo demás que había intentado. Su primera derrota había sido en la publicidad, trabajando para Burns, Baggot y DeWinter. Había conseguido renunciar justo antes de que le pidieran su dimisión. Después, había intentado ir por libre. Cuando su agencia de publicidad quebró en silencio y lejos de la atención general, Sammy había encontrado trabajo en el ramo de las revistas, vendiendo mentiras bien investigadas a publicaciones como True, Yankee e incluso un milagroso relato a Collier’s —trataba de un niño cojo que visitaba los baños de Coney Island con su padre forzudo, antes de la guerra— antes de estancarse en el mundo de las revistas de tercera fila y en lo que quedaba de la antaño boyante industria del pulp.
Durante todo ese tiempo, Sammy había recibido ofertas de viejos amigos del cómic, algunos de los cuales estaban sentados a aquella mesa al fondo del Excelsior, y las había rechazado siempre. Era un novelista épico —lo cual resultaba muy apropiado, tras la guerra—, y aunque su carrera literaria no avanzaba tan deprisa como le habría gustado, por lo menos podía asegurarse de que no retrocedía. Juraba a cualquiera que quisiera escucharle, e incluso sobre la tumba por entonces recién cavada de su madre, que nunca iba a regresar a los cómics. A todo el mundo que visitaba la casa de los Clay se le enseñaba algún borrador de su libro amorfo y errático. De día escribía artículos sobre psitacosis y proustita para Bird Lover y Gem and Tumbler. Hizo sus pinitos en la escritura industrial y llegó a escribir los textos del catálogo para una empresa de semillas. El sueldo solía ser infinitesimal, las horas de trabajo largas, y Sammy estaba a merced de unos editores cuya crueldad, en sus propias palabras, hacía que George Deasey pareciera Deanna Durbin. Luego, un día, se enteró de que acababa de quedar vacante una plaza de editor en Gold Star, una editorial de cómics hoy olvidada con sede en Lafayette Street. La línea editorial era errática e imitativa, la circulación baja y la paga no era ninguna maravilla, pero el puesto, si lo cogía, por lo menos le daría autoridad y margen de maniobra. A la escuela por correspondencia para redactores solamente se habían inscrito tres alumnos, uno de los cuales vivía en Guadalajara, México, y apenas hablaba inglés. Sammy tenía facturas que pagar, deudas y familia. Cuando llegó el trabajo en Gold Star, ya había renunciado a sus viejos sueños larvarios.
—No, tienes razón —dijo Kane—. Nunca ha sido feliz en ninguna parte.
Bob Powell se inclinó hacia adelante y bajó la voz:
—Siempre me ha parecido un poco… Ya sabéis…
—Estoy de acuerdo —dijo Gold—. Tiene una debilidad por los compañeros. Es como una obsesión para él. ¿Os habéis dado cuenta? En cuanto coge un personaje, lo primero que hace, antes de nada, es darle un amiguito. Cuando volvió al negocio empezó a hacer el Semental Fantasma en Gold Star. Y de pronto el Semental empezó a ir por ahí con ese chaval, ¿cómo se llamaba? Culata de algo.
—Culete de plata.
—Culata de plata. El niño pistolero. Luego se fue a Olympic, y zas, ahora el Leñador tiene al Haz de Leña. El Rectificador tiene al pequeño Mack, el Joven Agente de la Ley.
—Eso de Rectificador ya suena un poco…
—Luego llega a Pharaoh y de pronto tienes al Argonauta y a Jasón. Al Lobo Solitario y al Cachorro. ¡Joder, si es que le ha puesto un compañero al Lobo Solitario!
—Sí, pero ha terminado contratándoos a todos vosotros, ¿no? —dijo Lee. Miró a Marty Gold—. Os ha sido muy leal al cabo de los años, Gold, Dios sabe por qué.
—Eh, callaos —dijo Kane—. Acaba de entrar por la puerta.
Sam Clay entró en la atmósfera húmeda y recalentada por el vapor del Excelsior y desde la mesa del fondo lo saludaron. Saludó con la cabeza y luego con la mano, algo indeciso, como si aquella mañana no le apeteciera ir a sentarse con ellos. Pero después de comprar el ticket para una taza de café y un dónut, se dirigió hacia allí, con la cabeza un poco gacha a su estilo bulldog.
—Buenos días, Sam —dijo Glovsky.
—He venido en coche —dijo. Parecía un poco confuso—. He tardado dos horas.
—¿Has visto el Herald?
Clay negó con la cabeza.
—Parece que un amigo tuyo ha vuelto a la ciudad.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Tom Mayflower —dijo Kane, y todo el mundo se rió. A continuación Kane explicó que alguien que se hacía llamar «El Escapista», había anunciado públicamente en el Herald Tribune de aquella mañana su intención de tirarse del Empire State a las cinco en punto de aquella misma tarde.
Pantaleone escarbó en el montón de periódicos en el centro de la mesa enorme y encontró un Herald Tribune.
—«Con numerosos errores gramaticales y de ortografía» —leyó en voz alta, leyendo en diagonal el artículo, al que se dedicaban cinco centímetros de columna en la página 2—. «Ha amenazado con revelar el “robo injusto y los malos tratos que inflige a sus mejores artistas el señor Sheldon Anapol”». Hum. «El señor Anapol no ha querido hacer especulaciones públicas sobre la identidad del autor. “Podría ser cualquiera —dijo el señor Anapol—. Nos escriben muchos chiflados”». Bueno —terminó Pantaleone, negando con la cabeza—, a mí Joe Kavalier nunca me pareció un chiflado. Como máximo un poco excéntrico.
—Joe —dijo Clay en tono asombrado—. Vosotros creéis que es Joe.
—¿Está Joe en la ciudad, Sam? ¿Tienes noticias suyas?
—No he tenido noticias de Joe Kavalier desde la guerra —dijo Clay—. No puede ser él.
—Yo digo que es una broma —dijo Lee.
—El disfraz. —Clay se disponía a encender un cigarrillo, antes de sentarse, pero se quedó con la llama a medio camino de la punta—. Le hará falta un disfraz.
—¿A quién?
—A ese tipo. Si es que existe. Le hará falta un disfraz.
—Puede fabricarse uno.
—Sí —dijo Clay—. Perdonadme.
Se giró, con el cigarrillo sin encender en los dedos, y echó a andar hacia las puertas de cristal del Excelsior.
—Se acaba de marchar con el ticket de su almuerzo.
—Parecía bastante preocupado —dijo Julie Glovsky—. No tendríais que haberos puesto a hacerle broma.
Ya estaba de pie. Apuró su taza de café y salió detrás de Sammy.
Con tanta rapidez como le permitían sus piernas parecidas a boquillas de pipa, Sammy se dirigía a las oficinas de Pharaoh Cómics, situadas en un loft de West Broadway, donde trabajaba como editor en jefe.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Julie. La niebla que llevaba toda la mañana posándose sobre la ciudad no se había disipado. La gasa gris que envolvía la mañana absorbía el aliento que les salía de las bocas.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué puedo hacer? Si un chiflado quiere fingir que es el Escapista está en su derecho.
—¿No crees que sea él?
—Nah.
Subieron en la jaula chirriante del ascensor. Cuando entraron en las oficinas, Sammy pareció escrutarlas con un escalofrío mal disimulado: el suelo de cemento desgastado, las paredes blancas y lisas, las vigas a la vista y negras de grasa del techo.
Aquella no era la primera sede que tenía la empresa: la primera había sido un apartamento de siete grandes salas en el edificio McGraw-Hill, todo barniz verde, baquelita de color marfil y cromo revistiendo desde el baño hasta el equipo de recepcionistas pechugonas. Todo ello pagado con el dinero que Jack Ashkenazy había ganado en 1943, al comprarle Sheldon Anapol su parte de la empresa. A continuación Ashkenazy había invertido millones en una operación inmobiliaria basada en su extraña creencia de que después de la guerra Estados Unidos y Canadá se iban a fundir en un solo país. Después de comprobar, lleno de asombro, que aquello no sucedía, había vuelto a los orígenes de su fortuna todavía considerable: los héroes disfrazados. Había alquilado las flamantes oficinas de la calle Cuarenta y dos Oeste, había contratado a algunos de los mejores guionistas y dibujantes de Empire y les había encargado que convirtieran en estrella a un personaje que él mismo había inventado, el Faraón, un rey egipcio reencarnado, naturalmente, con un complejo tocado a lo Tutankamón, brazaletes de metal y un taparrabos fabricado aparentemente con cemento armado, que iba así, discretamente semidesnudo, frustrando el mal con el poder místico de su Cetro de Ra. Luego los guionistas y dibujantes habían inventado un montón de héroes y heroínas todavía más inverosímiles: Earthman (con su control sobrehumano de la tierra y las piedras), el Búho Blanco (con su «ulular supersónico») y la Rosa Sobre Ruedas (con sus patines de color rojo brillante) para llenar las páginas de los nueve títulos con que se inauguraba Pharaoh Comics. Por desgracia, Jack Ashkenazy había apostado mucho en los superhéroes disfrazados justo cuando el interés de los lectores por ese género empezaba a decaer. Igual que la guerra había sido una fuente abundante de energía y argumentos, la derrota de los supervillanos que habían amenazado con devorar el mundo real, Hitler y Tojo, y de sus esbirros, había resultado tremendamente perjudicial para el negocio de los héroes con calzoncillos largos. Después de haber hecho nudos con los cañones de la artillería Krupp y de haber abatido Zeros a manotazos como si fueran mosquitos sobre el mar del Coral, ahora a todos aquellos capitanes y supersoldados licenciados de la contienda les costaba horrores reunir el viejo fervor previo a 1941 para trincar redes de ladrones de coches, rescatar a huérfanos y desvelar las actividades de promotores de combates corruptos. Al mismo tiempo, un nuevo villano, el hijo bastardo y anárquico de la relatividad y de Satán, había aparecido para extender su mortaja turbia y abrasadora sobre los héroes más poderosos, que ya ni siquiera podían estar seguros de que seguiría habiendo un mundo que salvar. Los gustos de los soldados devueltos a sus casas, que se habían enganchado a los envíos regulares de cómics incluidos con las barras de chocolate y los cigarrillos, se volvieron hacia platos más oscuros y «para adultos»: primero se pusieron de moda los cómics sobre crímenes reales, luego los románticos, las historias de terror, los westerns y la ciencia ficción. Resumiendo, cualquier cosa menos los hombres enmascarados. Los distribuidores devolvieron millones de ejemplares sin vender del n.° 1 de Pharaoh Comics y de los ocho títulos que lo acompañaban. Al cabo de un año, ninguno de los seis títulos que quedaban producía beneficios. Viendo la catástrofe, Ashkenazy se había mudado al centro de la ciudad, había despedido a los artistas que cobraban más y había recortado gastos. Había aplicado a su línea editorial un programa de reducción de costes e imitaciones serviles y de esa forma había obtenido un éxito limitado muy parecido al de Racy Publications, la editorial de revistas pulp de cuarta fila, hogar de revisitaciones, copias e imitaciones baratas en la que había iniciado su carrera de editor en los magros años de la Depresión, antes de que dos jóvenes estúpidos le pusieran al Escapista en las manos. Pero su orgullo nunca se había recuperado del golpe, y la opinión general era que el fracaso de Pharaoh hacía un par de años, junto con la debacle canadiense, lo había puesto en el camino a la decadencia y la muerte.
Sammy cruzó el taller mugriento y amplio hasta llegar a su oficina. La prohibición de entrar en el despacho de Sam Clay, salvo en caso de una emergencia familiar, era absoluta y se respetaba escrupulosamente. No dejaba pasar a nadie si estaba trabajando, y siempre estaba trabajando. Sus brotes de composición febril, durante los cuales podía vomitar en una sola noche un año entero de Puños Americanos o de Cita extraña, no solamente eran célebres en las oficinas de Pharaoh, sino en todo el ramo del cómic neoyorquino. Desenchufaba el interfono, descolgaba el teléfono y a veces se tapaba los oídos con algodón, parafina o trozos de goma espuma.
Hacía siete años ya que volvía a escribir argumentos de cómics: de héroes disfrazados, románticos, de terror, de aventuras, de crímenes verdaderos, de ciencia ficción y fantasía, westerns, relatos marineros, relatos de la Biblia, un par de números de Clásicos ilustrados[23], imitaciones de Sax Rohmer, imitaciones de Walter Gibson, imitaciones de H. Rider Haggard, imitaciones de Rex Stout, historias de las dos guerras mundiales, de la guerra civil, de la Guerra del Peloponeso y de las Guerras napoleónicas. De todos los géneros salvo historias de animales. Sammy ponía el límite en los animales. Haber triunfado en el mundo de aquellas importaciones del mundo de los dibujos animados, con sus tres dedos en cada mano y sus puntos en vez de ojos, con sus gags de serrín y sus payasadas pueriles, era uno de los miles de detalles que habían contribuido a romper el corazón de Sammy Clay. Tenía un estilo de escribir a máquina furioso, incluso romántico, propenso a los crescendos, los diminuendos, los arpegios densos y mordaces, capaz de noventa palabras por minuto cuando estaba presionado por los plazos de entrega o cuando le gustaba el rumbo que estaba tomando su historia, y con los años la mente se le había convertido en un instrumento tan perfectamente modulado para crear epopeyas en miniatura de ocho a doce páginas intensamente convencionales y extremadamente formalistas que podía, sin gran esfuerzo, escribir, hablar, fumar, escuchar un partido de béisbol y vigilar el reloj, todo al mismo tiempo. Desde su regreso a los cómics había reducido dos máquinas de escribir a montones fundidos de chatarra y muelles, y cuando se iba a dormir por las noches su mente continuaba robóticamente entregada a su labor, de forma que a menudo sus sueños se disponían en forma de viñetas y se veían interrumpidos por anuncios surrealistas, y cuando se despertaba por las mañanas se encontraba con que había generado bastante material para llenar todo un número de una de sus revistas.
Ahora apartó a un lado su última Remington. Julie Glovsky vio una llavecita metálica en el centro de un cuadrado de tapete secante limpio de polvo y ceniza. Sammy cogió la llave y fue a un armario de madera, traído a rastras de un laboratorio de procesamiento fotográfico desaparecido que había estado en un piso inferior del edificio.
—¿Tienes un disfraz del Escapista? —dijo Julie.
—Sí.
—¿De dónde lo has sacado?
—De Tom Mayflower —dijo Sammy.
Registró el interior del armario hasta sacar una caja azul alargada con la inscripción LAVANDERÍA KING FAT HAND en letras negras y torcidas. A un lado alguien había escrito con lápiz de cera la palabra BACON. Sammy agitó la caja y algo traqueteó en el interior con un ruido seco. Puso cara de perplejidad. Abrió la caja y una tarjetita amarilla, del tamaño de una caja de cerillas, cayó revoloteando hasta el suelo. Sammy se inclinó, la recogió y leyó la inscripción impresa en su anverso en tintas de colores brillantes. Cuando levantó la vista, hacía mala cara y tenía la mandíbula tensa, pero Julie captó un destello inconfundible de diversión en su mirada. Sammy le dio a Julie la tarjeta. Tenía dibujadas dos anticuadas y recargadas llaves maestras, cada una a un lado del siguiente texto:
Bienvenido, fiel enemigo de la Tiranía, a la
¡¡¡LIGA DE LA LLAVE DE ORO!!!
Esta llave le otorga a
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(imprimir nombre aquí)
todos los derechos y deberes
de un verdadero amigo de la Libertad y la Humanidad
—Es él —dijo Julie—. ¿Verdad que sí? Ha estado aquí. Se lo ha llevado.
—¿Qué te parece? —dijo Sammy—. Hacía años que no veía una de estas.