Cuando Sammy entró a despertar a Tommy para que fuera a la escuela, se encontró con que el niño ya estaba levantado y se estaba probando su parche en el espejo del dormitorio. El mobiliario del dormitorio era un conjunto de Levitz —cama, vestidor, espejo y un mueble aparador con cajones— de temática náutica: la pared del fondo del aparador estaba cubierta de una carta de navegación de la Barrera de Islas de Carolina del Norte, los tiradores de los cajones tenían forma de ruedas de timón y el espejo estaba adornado con recios cabos de soga. El parche no parecía muy fuera de lugar. Tommy estaba ensayando diversos tipos de muecas de pirata.
—¿Ya estás levantado? —dijo Sammy.
A Tommy casi le dio un infarto. Siempre había sido muy propenso a los sustos. Se quitó el parche por la cabeza morena y despeinada y se giró, intensamente ruborizado. No le faltaba ningún ojo. Los tenía azules, con los párpados inferiores ligeramente hinchados. De hecho, no tenía ningún problema de vista. Su mente le resultaba ligeramente enigmática a Sammy pero a sus ojos no les pasaba nada.
—No sé qué me ha pasado —dijo Tommy—. Me he desvelado.
Se metió el parche en el bolsillo de la chaqueta del pijama. Era un pijama a rayas diplomáticas rojas con diminutos blasones azules. Sammy llevaba uno que tenía las rayas diplomáticas azules y los blasones rojos. Aquella era la idea que tenía Rosa de fomentar la idea de conexión entre padre e hijo. Como pueden atestiguar dos personas cualesquiera que hayan llevado pijamas a juego, resultaba un truco sorprendentemente eficaz.
—Es poco habitual —dijo Sammy.
—Ya lo sé.
—Normalmente tengo que poner una carga de dinamita para despertarte.
—Es verdad.
—En ese sentido eres como tu madre. —Rosa seguía en la cama, sepultada bajo una avalancha de almohadas. Sufría insomnio y casi nunca conseguía dormirse antes de las tres o las cuatro, pero en cuanto caía dormida, era casi imposible despertarla. Era Sammy el que tenía que conseguir que Tommy saliera de casa por las mañanas para ir a la escuela—. De hecho, solamente te veo levantarte temprano —continuó Sammy, introduciendo un matiz de acusación en su tono— para cosas como tu cumpleaños. O cuando nos vamos de viaje.
—O si me tienen que poner una inyección —colaboró Tommy—. En el médico.
—Por ejemplo —Sammy había estado colgando de la jamba, con medio cuerpo dentro de la habitación y la otra mitad fuera, pero ahora fue con Tommy. Tenía ganas de ponerle la mano en el hombro al chico y dejarla allí en gesto admonitorio digno de un padre, pero al final se limitó a cruzarse de brazos y mirar el reflejo de la cara seria de Tommy en el espejo. A Sammy le dolía reconocerlo, pero ya no se sentía cómodo con aquel chico al que en los últimos doce años había tenido la responsabilidad y el placer de llamar su hijo. Tommy siempre había sido un niño atento, dócil y de cara redonda, pero recientemente, a medida que su pelo castaño claro se convertía en rizos negros y su nariz empezaba a desarrollarse espontáneamente, sobre los rasgos de su cara había empezado a insinuarse cierta complicación que prometía transformarse en un atractivo marcado. Ya era más alto que su madre y casi tanto como Sam. Estaba asumiendo una masa y un volumen mayores en la casa, se movía de forma poco acostumbrada y despedía olores poco familiares. Sammy se sorprendió a sí mismo retrocediendo, cediendo terreno, apartándose del camino de Tommy—. ¿No habrás… planeado algo para hoy?
—No, papá —dijo en tono jocoso.
—¿No vas a ir al «médico de los ojos», verdad?
—Ja —dijo el chico, arrugando la nariz pecosa en una simulación vil de diversión—. Muy bien, papá.
—¿Muy bien qué?
—Pues que me tengo que vestir. Voy a llegar tarde a la escuela.
—Porque si lo estás planeando…
—No lo estoy planeando.
—Si lo estuvieras planeando, tendría que encadenarte a la cama, ¿lo entiendes?
—Solamente estoy jugando con un parche, diantre.
—Muy bien.
—No iba a hacer nada malo —su voz puso la última palabra entre comillas.
—Me alegro de oírlo —dijo Sammy. No creía a Tommy, pero intentó disimular su recelo. No quería enfrentarse con el chico. Sammy trabajaba cinco largas jornadas a la semana en la ciudad y los fines de semana se llevaba trabajo a casa. No quería desperdiciar las pocas horas que pasaba con Tommy discutiendo. Deseó que Rosa estuviera despierta para poder preguntarle qué había que hacer con el parche. Agarró a Tommy del pelo y en un tributo inconsciente a uno de los gestos maternales favoritos de su madre, sacudió vigorosamente la cabeza de Tommy de un lado a otro—. Tienes una habitación llena de juguetes y te dedicas a jugar con un parche de diez centavos del drugstore de Spiegelman.
Sammy se alejó por el pasillo, rascándose el trasero, el capitán patizambo de su extraña fragata, para hacerle el almuerzo a Tommy. La casa de Bloomtown era una bañera bastante elegante. La había comprado después de una serie de inversiones mal aconsejadas en los años cuarenta, entre ellas la empresa de publicidad Clay Associates, la Academia Sam Clay de Redacción para Revistas y un apartamento en Miami Beach para su madre, fallecida de aneurisma cerebral después de once días de jubilación malhumorada, que luego vendió —seis meses después de comprarlo— por mucho menos dinero del que había costado. El último reducto de ahorros que le quedaba de los días gloriosos en Empire Comics había llegado justo para pagar el depósito de Bloomtown. Y durante mucho tiempo a Sammy le había encantado la casa, de la misma forma en que se supone que un hombre ama a su barco. Era el único recordatorio tangible de su breve éxito y lo mejor con diferencia que le había reportado su dinero.
La urbanización de Bloomtown se había anunciado en 1948 en el Life, el Saturday Evening Post y todos los periódicos grandes de Nueva York. En el salón de exposiciones de un antiguo concesionario de Cadillac, cerca de Columbus Circle, se había construido una casa estilo Cape Cod de tres dormitorios y totalmente habilitada, incluso con botellas tintineantes de leche en la nevera. A las jóvenes y esforzadas familias del Nordeste —a las blancas— se las invitaba a visitar el pabellón del proyecto Bloomtown, a una excursión por la urbanización y a descubrir cómo se plantaba una ciudad entera de sesenta mil habitantes en medio de los campos de patatas del oeste de Islip. Una ciudad de casas modestas y asequibles, todas con jardín y garaje. Toda una generación de padres y madres jóvenes criados en las escaleras estrechas y las habitaciones diminutas de los barrios de ladrillos herrumbrosos del centro de Nueva York, entre ellos Sammy Clay, acudieron para accionar los interruptores de las lámparas de muestra, dejarse caer en los colchones de muestra y tumbarse un momento en la chaise longue de metal prensado sobre el césped de celofán, levantando las barbillas para tomar los rayos imaginarios del sol residencial de Long Island. Suspiraban y sentían que una de las aspiraciones más intensas de su vida podía cumplirse pronto. Venían de familias caóticas, ruidosas y malhumoradas, espoleadas por la rabia y por el imperativo de fingirse experimentados, y como lo mismo podía decirse de Nueva York en sí, costaba no creer que una parcela de hierba verde y un plan de urbanización razonable podían hacer bastante para serenar los manojos chirriantes de nervios a flor de piel en que habían visto convertirse a esas familias. Muchos, y una vez más Sammy Clay estaba entre ellos, sacaron sus talonarios y reservaron una de las quinientas parcelas que se tenían que desarrollar en la primera fase de construcción.
Durante los meses siguientes, Sammy llevó en la cartera una tarjetita que le habían dado junto con el paquete de documentos de venta y que decía simplemente:
FAMILIA CLAY
LAVOISIER DRIVE, 127
BLOOMTOWN, NUEVA YORK, USA
(Todas las calles de su vecindario llevaban el nombre de científicos e inventores ilustres).
Ya hacía tiempo que aquel sentimiento de orgullo se había disipado. Sammy ya no prestaba ninguna atención a su casa Cape Cod, modelo Número Dos o Penobscott, con ventanas en saliente y una terraza del tamaño de un campo de minigolf. Hacia la casa adoptó la misma actitud que hacia su mujer, su trabajo y su vida amorosa. Todo se había vuelto rutinario. Los ritmos del tren que lo llevaba a la ciudad por las mañanas, del año escolar, de los programas de publicación, de las vacaciones de verano y del calendario fijo de estados de ánimo de su mujer lo habían inmunizado a los encantos y tormentos de su vida. Solamente su relación con Tommy, a pesar de la reciente escarcha de ironía y distanciamiento, continuó viva e impredecible. Estaba llena de congoja y placer. Si podían pasar una hora juntos, planeando universos en blocs de anillas o jugando al Béisbol de Estrellas de Ethan Allen, era invariablemente la hora más feliz de la semana de Sammy.
Cuando entró en la cocina, le sorprendió encontrar a Rosa sentada a la mesa con una taza de agua hervida. En la superficie del agua flotaba una rodaja de limón como una canoa.
—¿Qué está pasando aquí? —dijo Sammy, llenando la cafetera esmaltada de agua del grifo—. Todo el mundo está levantado.
—Oh, no he dormido en toda la noche —dijo Rosa en tono jovial.
—¿Ni un rato?
—No que yo recuerde. Me iba la cabeza a cien.
—¿Has sacado algo?
Rosa tenía que entregar la historia principal de Kiss Comics al cabo de dos días. Se había convertido en la segunda mejor ilustradora para mujeres del negocio (tenía que reconocerle su superioridad a Bob Powell) pero tenía un vicio terrible de dejarlo todo para el último momento. Hacía tiempo que Sammy había renunciado a sermonearla sobre sus malos hábitos de trabajo. Solamente era su jefe nominalmente: habían zanjado la cuestión hacía años, cuando Rosa empezó a trabajar para él, después de un año entero de escaramuzas. Quienquiera que contratara a Sammy para dirigir su línea de cómics sabía que también obtenía los valiosos servicios de Rose Saxon (el nombre profesional de ella).
—Tengo algunas ideas —dijo en tono precavido. Al principio todas las ideas de Rosa sonaban mal. Las adaptaba de un compuesto caótico de sueños, artículos de periódicos sensacionalistas y cosas que sacaba de revistas femeninas y le costaba horrores explicarlas. Siempre resultaba fascinante ver cómo emergían de los trazos socarrones y fantasiosos de sus lápices y pinceles.
—¿Algo sobre la bomba atómica?
—¿Cómo lo has sabido?
—Anoche te pusiste a soñar en voz alta mientras yo estaba en el dormitorio —dijo—. Intentando dormir como un panoli.
—Lo siento.
Sammy cascó media docena de huevos en un cuenco, los roció con leche y les echó sal y pimienta. Limpió una de las cáscaras y la echó dentro de la cafetera que había al fuego. Luego echó los huevos en una sartén de mantequilla espumeante. Solamente sabía hacer huevos revueltos, pero los hacía de maravilla. Había que dejarlos en paz: ese era el secreto. La mayoría de gente los removía, pero lo que había que hacer en realidad era dejarlos un minuto o dos a fuego lento y no revolverlos más que media docena de veces. A veces, para variar, les echaba un poco de salami frito a rodajas. Así era como le gustaban a Tommy.
—Otra vez llevaba el parche —dijo Sammy, intentando que no sonara como algo importante—. Le he visto probárselo.
—Oh, Dios.
—Me ha jurado que no estaba intentando nada.
—¿Y tú le has creído?
—Supongo que sí. Supongo que he preferido creerle. ¿Dónde está el salami?
—Lo voy a poner en la lista. Hoy voy a la tienda.
—Tienes que terminar esa historia.
—Y lo voy a hacer. —Dio un sorbo ruidoso de agua con limón—. Es evidente que planea algo.
—¿Tú crees? —Sammy cogió la mantequilla de cacahuete y sacó la gelatina de uva de la nevera.
—No sé. Solamente creo que está un poco alterado.
—Siempre está alterado.
—Será mejor que lo acompañe a la escuela, ya que estoy levantada. —A Rosa le costaba mucho menos que a Sammy controlar a su hijo. No parecía pensar demasiado en la cuestión: creía que había que confiar en los niños, cederles las riendas de vez en cuando, dejarles que tomaran decisiones por ellos mismos. Pero cuando Tommy frustraba aquella confianza, como pasaba a menudo, no dudaba en tomar medidas. Y Tommy nunca parecía resentido contra su estricta disciplina del mismo modo en que le irritaba el más pequeño reproche de Sammy—. Ya sabes, así me aseguro de que llegue.
—No me puedes acompañar a la escuela —dijo Tommy. Entró en la cocina, se sentó delante de su plato y se lo quedó mirando, esperando a que Sammy lo llenara de huevos—. Mamá, ni lo sueñes. Me moriría. Me moriría en serio.
—Se moriría —le dijo Sammy a Rosa.
—Y eso sería muy embarazoso para mí —dijo Rosa—. Quedarme con un cadáver delante de la William Floyd Junior High.
—¿Y si lo acompaño yo? Solamente tengo que desviarme diez minutos. —Sammy y Tommy solían decirse adiós en la puerta antes de partir en direcciones opuestas rumbo a la estación y a la escuela respectivamente. Desde el segundo curso hasta sexto, se habían estado despidiendo con un apretón de manos, pero por lo visto aquella costumbre, un pequeño evento muy apreciado en la jornada de Sammy, había sido abandonado de forma definitiva. Sammy no estaba seguro de por qué ni de quién había sido la decisión de abandonarlo—. De esa forma te puedes quedar y ya sabes, puedes dibujar mi historia.
—Parece una buena idea.
Sammy puso el pudding humeante de mantequilla y huevos en el plato de Tommy.
—Lo siento —dijo—. No nos queda salami.
—No me extraña —dijo Tommy.
—Lo pondré en la lista —dijo Rosa.
Se quedaron un momento en silencio, Rosa sentada frente a su taza y Sammy de pie junto a la encimera con una rebanada de pan en la mano, mirando cómo Tommy se zampaba su desayuno. Era un comilón de mucho cuidado. El niño canijo que era hasta entonces había desaparecido bajo una capa de músculo y grasa. De hecho, estaba un poco orondo. Los huevos desaparecieron en treinta y siete segundos. Tommy levantó la vista del plato.
—¿Por qué me está mirando todo el mundo? —dijo—. No he hecho nada.
Rosa y Sammy se echaron a reír. Luego Rosa dejó de reír y miró fijamente a su hijo, que siempre se ponía un poco bizco cuando ella lo vigilaba.
—Tom —dijo ella—. ¿No estarías planeando ir otra vez a la ciudad?
Tommy negó con la cabeza.
—De todas formas te voy a acompañar —dijo Sammy.
—Si no me crees —dijo Tommy—, llévame en coche.
—¿Por qué no? —dijo Sammy. Si se llevaba el coche a la estación, Rosa no podría conducir hasta la tienda de comestibles, o hasta la playa, o hasta la biblioteca para «buscar inspiración». Era más probable que se quedara en casa y dibujara—. A lo mejor me voy en coche hasta la ciudad. Han inaugurado un aparcamiento nuevo a la vuelta de la esquina de la oficina.
Rosa levantó la vista, alarmada.
—¿Hasta la ciudad? —ni siquiera era del todo seguro dejar el coche de la familia, un Studebaker Champion de 1951, en la estación de tren. Rosa había llegado a ir caminando hasta la estación a buscarlo para poder conducir por Long Island haciendo cosas que no eran dibujar cómics románticos.
—Deja que me vista. —Sammy le dio la rebanada de pan a Rosa—. Ten —dijo—. Hazle tú el almuerzo.