SIETE

Las reclamaciones territoriales informales de Alemania sobre las regiones que bordeaban el mar de Weddell ya habían sido anunciadas poco después de la expedición Filchner de 1911-1913. Bajo la bandera del águila de los Hohenzollern, el Deutschland, al mando del científico y explorador ártico Wilhelm Filchner, había navegado más al sur de lo que había llegado ningún otro barco, abriéndose paso a través de la masa flotante semipermanente de hielo hasta alcanzar la inmensa e impenetrable barrera de un arrecife de hielo. El Deutschland había virado al este y había navegado más de un centenar de millas sin encontrar aperturas ni puntos de entrada en los acantilados de la plataforma que hoy lleva su nombre. Los exploradores siempre dan sus nombres a los lugares que los atormentan o los matan.

Por fin, cuando solamente faltaban unas semanas para el final de la temporada, encontraron un lugar, una fisura en la Barrera, donde la altura de la plataforma descendía bruscamente a unos pocos metros por encima del mar. Media docena de anclas para el hielo fueron clavadas rápidamente en la orilla de aquella ensenada, que los exploradores bautizaron como bahía del Káiser Guillermo II, y se empezaron a descargar cajas para construir una base de invierno. Eligieron un emplazamiento a unas tres millas en el interior de la ensenada para construir el barracón, al que dieron el nombre más bien pomposo de Augustaburgo, y se prepararon para apoltronarse en la colonia alemana más meridional hasta la primavera. Una serie de graves temblores en el hielo, algunos de casi un minuto de duración, y el parto subsiguiente, ante los ojos de la atemorizada y ensordecida tripulación del Deutschland, de un iceberg colosal a unas millas al este del barco, puso un fin repentino a sus planes. Después de una semana de nerviosismo vacilando y discutiendo acerca de si iban a quedar ellos también a la deriva, abandonaron el campamento, volvieron al barco y pusieron rumbo al norte. Casi de inmediato se vieron rodeados, y pasaron el invierno siendo masticados por los molares del mar de Weddell antes de que la llegada del clima más templado los escupiera de nuevo y los enviara a casa con el rabo entre las piernas.

Fue en el campamento base que aquella expedición había abandonado donde Joseph Kavalier, Radiotelegrafista de Segunda Clase, fue encontrado por el rompehielos de la marina William Dyer. Había estado en contacto intermitente con el barco gracias a una radio portátil, dando lecturas más o menos precisas de su posición. El comandante Frank J. Kemp, capitán del Dyer, anotó en su diario de a bordo que el joven había pasado penurias considerables en las últimas semanas, que había sobrevivido a dos largos vuelos en solitario sin apenas saber pilotar y con un copiloto agonizante, un accidente de avión, una herida de bala en el hombro y una expedición de diez millas con el tobillo fracturado hasta aquel poblado fantasma de Augustaburgo.

En aquel barracón, anotó el comandante Kemp, se había alimentado a base de latas de carne y galletas de hacía treinta años, con la única compañía de una radio y un pingüino muerto, perfectamente conservado. Sufría los efectos del escorbuto, además de congelación, anemia y una herida mal curada, que solamente la hostilidad del Antártico hacia los microbios había evitado que se infectara, tal vez de forma fatal. Asimismo, de acuerdo con el médico del barco que lo había examinado, había gastado dos cajas y media de morfina de hacía treinta años. Decía que había partido solo desde la estación alemana, arrastrándose durante la última parte del camino, sin intención de llegar a ninguna parte, porque no soportaba estar cerca del cadáver del hombre al que había matado de un disparo, y se había encontrado por casualidad con Augustaburgo cuando ya no le quedaban más fuerzas. Lo llevaron a la base de bahía de Guantánamo, donde estuvo bajo examen psiquiátrico e investigado por un consejo de guerra hasta muy poco antes del Día de la Victoria aliada.

Su afirmación de haber matado al único ocupante enemigo de una base antártica a setenta y cinco millas al este del barracón donde fue encontrado se investigó y se confirmó, y a pesar de ciertas preguntas suscitadas por su conducta y su manejo del asunto, el alférez Kavalier recibió la Cruz de la Armada a los Servicios Distinguidos.

En agosto de 1977 un pedazo enorme de la plataforma de Filchner, de cuarenta millas de ancho y veinticinco de profundidad, se desprendió del continente, fue a la deriva hacia el norte como un iceberg gigante y se adentró en el mar de Weddell, llevando consigo el barracón y los restos escondidos, a unas diez millas de distancia, del sueño polar alemán. Aquello puso fin repentinamente al turismo en Augustaburgo. El barracón de Filchner se había convertido en parada obligada para los turistas intrépidos que por entonces estaban empezando a hacer frente a las aguas llenas de témpanos de hielo del mar de Weddell. La gente llegaba a trompicones en medio del viento con su guía y examinaba respetuosamente los montones de latas vacías con sus deliciosas etiquetas de la época eduardiana, los mapas abandonados, los esquíes y los rifles, las estanterías de vasos de precipitados y tubos de ensayo sin usar, el pingüino congelado, cazado para ser examinado pero nunca diseccionado, montando una guardia eterna bajo un retrato del Káiser. Podían reflexionar sobre la resistencia de aquel monumento al fracaso, sobre la dignidad y el patetismo que el tiempo puede darle a los detritos humanos, o simplemente podían preguntarse si los guisantes y las grosellas de las hileras de latas de las estanterías seguirían siendo comestibles y qué sabor tendrían. Unos cuantos se quedarían un momento, mirando desconcertados un dibujo enigmático que había en la mesa de trabajo, hecho con lápices de colores, congelado y algo maltrecho por haber sido doblado una y otra vez hacía mucho tiempo. Claramente obra de un niño, parecía mostrar a un hombre en esmoquin cayendo desde la parte inferior de un avión. Aunque el paracaídas del hombre estaba fuera de su alcance, el hombre estaba sonriendo y sirviéndose un té en una sofisticada taza y en caída libre, como si no le importara su situación, o como si pensara que tenía todo el tiempo del mundo antes de llegar al suelo.