El aeroplano a pintas, extravagante, con el motor de babor dejando tras de sí un rastro de humo negro, se quedó suspendido en el cielo durante un instante a unos treinta metros al oeste de Jotunheim, como si el piloto dudara de lo que veía, como si la estructura de montículos oblongos y apiñados en medio de la nieve, la haltera negra de la torre de radio y la bandera escarlata congelada por el hielo con su mirada de araña simplemente estuvieran entre la larga serie de espejismos, de aviones fantasmas y castillos de cuento de hadas que lo habían hostigado en el curso de su vuelo entrecortado y confuso. Pagó por aquel momento de duda: el motor que le quedaba se caló. El avión cayó en picado, dio una sacudida hacia arriba, tembló y luego cayó, en silencio y con una lentitud sorprendente, como una moneda arrojada dentro de una jarra de agua. El avión golpeó el suelo y, con un susurro, la nieve explotó. Una enorme campana de espuma reluciente, que el morro del avión había levantado al cavar un surco en el suelo, se infló y flotó sobre la explanada. El ruido de troncos partidos y pernos metálicos desprendiéndose fue recogido y asordinado por aquella nube turbia de nieve. El silencio se intensificó, únicamente roto por un tictac débil como de tetera y el chasquido de la tela cuando una sección rota de capa protectora del fuselaje fue arrastrada por el viento.
Unos instantes después, apareció una cabeza encima del surco escarpado de hielo y de nieve que el aterrizaje forzoso había amontonado encima del avión. Estaba encapuchada y tenía la cara oculta por un círculo estrecho de pelo de lobezno.
El geólogo alemán, que se llamaba Klaus Mecklenburg, y que había estado saliendo de su base solitaria para observar el cielo a intervalos regulares de veinte minutos, levantó la mano izquierda, con los dedos de la mano enfundada en un guante de reno extendidos. El saludo resultaba vagamente incongruente ya que, en la otra mano, dirigida de forma poco firme pero general en dirección a la cabeza bordeada de pelo del piloto, sostenía una pistola de servicio Walther del calibre 45. No había dormido ni un minuto en los cinco últimos días después de haber recibido el mensaje cuyo origen había localizado en la base americana en la Tierra de Marie Byrd, y antes de aquello ya llevaba dos meses sin dormir bien. Estaba borracho, colocado de anfetaminas y sufría las consecuencias de un colon espástico. Con la pistola apuntaba al hombre que iba hacia él por el hielo, esperando a que aparecieran otras cabezas, consciente del temblor en su mano, consciente de que tal vez solamente tendría tiempo de disparar una o dos veces antes de que los otros lo abatieran.
El americano ya había recorrido la mitad de los cien metros que los separaban antes de que el geólogo empezara a preguntarse si no sería el único superviviente del choque. Avanzaba de modo vacilante, arrastrando la pierna derecha tras de sí, con la abertura de su capucha dirigida hacia delante, como si no esperara que nadie lo siguiera. Había metido los brazos dentro del abrigo para protegerlos del frío y con la cara invisible dentro del agujero peludo de la capucha y sus pasos grotescos de espantapájaros, la imagen de las mangas vacías a los costados del hombre sacó de sus casillas al geólogo. Parecía que lo estuviera persiguiendo una parka llena de huesos, el fantasma de alguna expedición fallida. El geólogo levantó el arma, extendió el brazo y apuntó directamente al vapor que salía del centro de la capucha. El americano se detuvo, y su parka empezó a arrugarse y retorcerse mientras luchaba por sacar los brazos. Acababa de sacar las manos por los puños de la chaqueta, extendiendo los brazos en un gesto de protesta o de súplica, cuando el primer disparo lo alcanzó en el hombro y le hizo girarse.
Mecklenburg había disparado a pájaros y ardillas de niño pero nunca había disparado antes una pistola, y ahora le dolía el brazo, como si el frío le hubiera congelado el brazo y el retroceso se lo hubiera fracturado. Rápidamente, antes de que el dolor y el miedo y la duda en sus propios actos pudieran detenerlo, vació el resto del cargador. Solamente después de vaciarlo se dio cuenta de que había estado disparando con los ojos cerrados. Cuando los abrió de nuevo, el americano estaba de pie delante de él. Se quitó la capucha y su pelo y sus cejas, humedecidas por la condensación de su respiración dentro de la misma, empezaron a escarcharse de inmediato. Era sorprendentemente joven a pesar de su barba y tenía una cara aguileña y elegante.
—Me alegro mucho de estar aquí —dijo el americano en un alemán perfecto. Sonrió. La sonrisa se quedó un instante encallada como si se hubiera enganchado en una alambrada. Había un agujero negro limpio en el hombro de la parka—. El vuelo ha sido difícil.
Volvió a meter el brazo dentro de la parka y palpó un momento. Cuando la mano apareció de nuevo, sostenía una pistola automática. El americano levantó la pistola a la altura del pecho, como si fuera a disparar al cielo, y su brazo dio una sacudida. El geólogo dio un paso atrás, luego reunió fuerzas y se tiró sobre el americano, intentando agarrar la pistola. Al hacerlo, comprendió que había malinterpretado la situación, por alguna razón, que el americano había intentado tirar a un lado la pistola, que su actitud inofensiva y vagamente triste no había sido una artimaña calculada sino simplemente el alivio, perplejo y tambaleante, de alguien que ha sobrevivido a una dura prueba y simplemente, tal como había insinuado, se alegraba de estar vivo. Mecklenburg se arrepintió inmediatamente de su conducta, porque era un hombre culto y pacífico que siempre había deplorado la violencia, y además le caían bien los americanos y los admiraba, después de haber conocido a muchos de ellos en el decurso de su carrera científica. Siendo de naturaleza gregaria, había estado a punto de morir de soledad en el último mes, y ahora acababa de caerle un chico del cielo, un joven hábil e inteligente, con quien podía conversar, y además en alemán, sobre Louis Armstrong y Benny Goodman, y Mecklenburg le había disparado —le había vaciado el cargador— en aquel lugar donde su única esperanza de sobrevivir, tal como había dicho tantas veces, era la cooperación amistosa entre los países.
Un repique en do sostenido resonó en sus oídos, y con una extraña sensación de alivio notó que las tripas maltrechas se le vaciaban en los pantalones. El americano lo cogió en brazos, con expresión asombrada, solitaria y triste. El geólogo abrió la boca y sintió una burbuja de saliva congelándose en sus labios. ¡Qué hipócrita he sido!, pensó.
A Joe le costó casi media hora arrastrar al alemán a lo largo de diez de los veinte metros que los separaban de la trampilla de Jotunheim. Fue un gasto terrible de fuerza y voluntad, pero sabía que dentro de la estación encontraría suministros médicos y estaba decidido a salvar la vida del hombre que, solamente cinco días antes, había querido matar aunque para ello tuviera que volar sobre ochocientas millas de hielo estéril. Necesitaba benzoina, algodón, un hemostato, aguja e hilo. Necesitaba morfina, mantas y la llama vigorosa de un robusto fogón alemán. La descarga y el olor de la vida, la vida roja y humeante, que despedía el rastro de la sangre del alemán en la nieve, era un reproche para Joe, el reproche de algo hermoso e inestimable, como la inocencia, que había traicionado a instancias del Polo. En su busca de venganza, se había aliado con el Polo, con la interminable topografía blanca, con los dientes de sierra y las grietas de la muerte. Nunca le había sucedido nada, ni haber disparado a Ostra, ni el fallecimiento entre gruñidos lastimeros de John Wesley Shannenhouse, ni la muerte de su padre, ni el internamiento de su madre y su abuelo, ni siquiera la muerte en el mar de su querido hermano, que le rompiera el corazón de forma tan terrible como el descubrimiento, cuando estaba a medio camino de la trampilla de zinc escarchada de la estación alemana, de que estaba arrastrando a un cadáver.