Shannenhouse contempló durante un minuto el cielo sin nubes, el viento suave del sudeste. Habían tenido un hombre del tiempo, Brodie, pero incluso cuando este estaba vivo, Shannenhouse había despreciado su consejo y se había mostrado de acuerdo con su viejo amigo Lincoln Ellsworth en que en aquel lugar nadie podía predecir el tiempo que iba a hacer. Mientras fueran capaces de hacer despegar el avión, se podían marchar. Se quejaba de problemas intestinales, y después Joe diría en su informe que había visto a Shannenhouse un poco pálido, pero lo había atribuido a la bebida. Subieron el tractor una vez más por la rampa y lo engancharon al avión. Aquella vez el cabrestante funcionó correctamente y pudieron sacar el aparato a la superficie. Mientras Shannenhouse se ponía a calentar los motores y a preparar el avión, Joe cargó sus cosas. Cerraron todas las trampillas de los edificios y echaron un vistazo al lugar que había sido su hogar durante los últimos nueve meses.
—Me alegro de largarme de aquí —dijo Shannenhouse—. Aunque me gustaría ir a un sitio distinto.
Joe fue a la punta del ala donde estaba Ostra. Con las prisas, Shannenhouse no había hecho un trabajo muy bueno y la piel parecía a medio curtir y colgaba un poco suelta y arrugada sobre la estructura. Todo el aeroplano tenía pinta de animal ruano, con parches de color castaño rojizo de piel de foca cosidos sobre un fondo gris plateado, como si estuviera salpicado de sangre. Donde estaban las pieles de perro, el avión parecía descolorido y enfermo.
—Ahora o nunca, tontín —dijo Shannenhouse. Le puso una mano en el costado.
Treinta segundos más tarde, estaban dando tumbos y patinando por un suelo tan destartalado y brillante como una barra de caramelo, y luego algo pareció ponerles la mano debajo y elevarlos. Shannenhouse soltó un grito de cowboy, algo tímido.
—Nunca va a saber qué fue lo que se lo cargó —gritó para hacerse oír por encima del coro basso profondo de los dos motores Cyclon.
Joe no dijo nada. Nunca le dijo a Shannenhouse que la noche antes, justo antes de meterse en su saco de dormir, había roto la barrera ficticia invisible que hasta entonces había mantenido entre la Estación Kelvinator y Jotunheim: había transmitido las siguientes cuatro palabras al geólogo, en texto alemán sin encriptar, en una de las frecuencias usadas regularmente por Berlín para contactar con él:
VAMOS A POR TI
Nunca habría sido capaz de explicar a Shannenhouse el nudo de tristeza, remordimientos y deseo de atormentar y aterrorizar que había dado lugar a aquella advertencia. En todo caso, habría sido superfluo intentarlo, ya que el tercer día de su viaje, en una tienda plantada en una meseta al abrigo de las montañas Eternity, a Shannenhouse le estalló el apéndice.