Wahoo Fleer, su difunto oficial al mando, había estado en Little America con Richard Byrd en 1933 y luego otra vez en 1940. Al inspeccionar sus archivos, Joe y Shannenhouse encontraron planes detallados e instrucciones para llevar a cabo vuelos antárticos tramontanos. En 1940 el capitán Fleer en persona había volado sobre parte del territorio que iban a cruzar para matar al geólogo, por encima de los montes Rockefeller, por encima de los Vados de Edsel, hacia el vacío magnífico y fragmentado de la Tierra de la Reina Maud. Había hecho listas cuidadosamente mecanografiadas de las cosas que había que llevar.
1 picahielo
1 par de zapatos para la nieve
1 rollo de papel higiénico
2 pañuelos
Lo más peliagudo de aquel vuelo era la posibilidad de un aterrizaje forzoso. Si chocaban, estarían solos y sin posibilidad de ser rescatados en el centro magnético de la nada absoluta. Tendrían que volver a la Estación Kelvinator a pie o bien continuar avanzando hasta Jotunheim. El capitán Fleer había escrito listas de herramientas de emergencia que necesitarían en aquel caso: tiendas, un fogón Primus, cuchillos, sierra, un hacha, cuerda y crampones. Trineos que tendrían que llevar a cuestas. Todo tenía que considerarse en base al peso que añadiría a la carga útil.
Manguito de motor y soplete 1,5 kgs.
2 sacos de dormir de piel de reno 6 kgs.
Pistola de bengalas con 8 cartuchos 2 kgs.
La precisión y el orden de las instrucciones del capitán Fleer tuvieron un efecto tranquilizador en ellos, igual que el regreso del sol y la idea de matar a uno de sus enemigos. Volvieron a estar juntos. Shannenhouse salió del hangar y Joe trasladó su catre al Salón Detrito. No dijeron ni una palabra de su descenso durante los últimos tres meses a una especie de desesperación mamífera arcana. Juntos registraron la mesa de Wahoo Fleer. Encontraron una pequeña joya decodificada procedente del Mando, recibida el otoño anterior, un informe sin confirmar de que había o podía haber una instalación alemana en el Polo, cuyo nombre en código era Jotunheim. Encontraron un ejemplar del Libro de los Mormones y una carta con la inscripción «en caso de mi muerte» en el membrete, que se sintieron autorizados para abrir pero no pudieron reunir el valor para hacerlo.
Shannenhouse se duchó. Hizo falta derretir cuarenta y cinco bloques de nieve, que Joe, gruñendo y maldiciendo en tres idiomas, cortó y echo con la pala, uno tras otro, en la fundidora del techo del Salón Detrito, de cuyas fauces de zinc, como de la campana de un gramófono, salía la voz débil y aflautada del piloto cantando Nearer My God to Thee. Hablaban poco, pero sus conversaciones eran amistosas, y en el curso de una semana restablecieron la atmósfera de quejas compañeriles que había sido universal entre los hombres antes del desastre de Wayne. Parecían haberse olvidado de que volar sin apoyo y solos a través de mil millas de masa flotante de hielo y glaciar para disparar a un científico alemán solitario era idea de ellos.
—¿Te apetece pasarte diez o doce horitas seguidas, no sé, echando nieve con la pala? —se gritaban entre ellos desde sus catres por la mañana, después de haber pasado los últimos cinco días haciendo únicamente aquello, como si algún superior insensible los hubiera puesto a cargo de la pala y no fueran más que dos pobres desgraciados obligados a obedecer la orden de limpiar de nieve el hangar y el garaje del tractor. Por la noche, cuando regresaban a los túneles doloridos, con las caras y los dedos quemados por el frío, llenaban el Salón Detrito de gritos de «¡Raciones de whisky!» y «¡Filetes para los hombres!».
Una vez hubieron limpiado de nieve el tractor, tuvieron que pasar un día entero haciendo ajustes y calentando varias partes de su reacio motor Kaiser para hacerlo funcionar de nuevo. Perdieron todo un día para llevarlo treinta metros por la nieve plana desde el garaje al hangar. Perdieron otro día cuando falló el cabrestante del tractor, y el Condor, que habían conseguido remolcar hasta la mitad de la rampa de nieve que habían construido, se soltó y retrocedió de vuelta al hangar, rompiéndose el ala inferior izquierda. Aquello les exigió tres días más de reparaciones, después de lo cual Shannenhouse apareció en el Salón Detrito, donde Joe tenía un manual de la Policía Montada del Canadá de 1912 abierto por el capítulo titulado «Algunos detalles del Mantenimiento de Trineos» y estaba intentando asegurarse de que los trineos individuales estaban afianzados de la forma correcta, ASEGURARSE DE QUE LOS TRINEOS ESTÉN BIEN AFIANZADOS era el punto 14 de la lista prevuelo del capitán Fleer. Tres idiomas no bastaban para cubrir sus necesidades de insultos.
—Ya no me quedan perros —dijo Shannenhouse. La nueva punta que había construido para el ala del Condor tenía que cubrirse y unirse al resto de la capa aislante, de otra forma el avión no despegaría.
Joe lo miró. Parpadeó e intentó entender lo que el otro quería decir. Era 12 de septiembre. Dentro de unos días, si conseguían romper la masa flotante de hielo, era probable que un barco lleno de soldados y aviones regresara a Jotunheim, y si para entonces no habían conseguido elevarse, tendrían que cancelar su misión. Aquello era en parte lo que quería decir Shannenhouse.
—No puedes usar a los hombres —dijo Joe.
—No estaba sugiriendo eso —dijo Shannenhouse—. Aunque mentiría si dijera que no se me había ocurrido la idea, Tontín.
Se acarició las patillas, mirando a Joe. Todavía no se había afeitado la barba roja. Miró de reojo el catre de Joe, donde estaba durmiendo Ostra.
—Queda Mejillón —dijo.
Le pegaron un tiro a Ostra. Shannenhouse atrajo al perro no del todo desprevenido a la superficie con una chuleta congelada y le metió una bala a quemarropa entre el ojo bueno y el ciego. Joe no pudo verlo. Se quedó en su catre completamente vestido, con la parka abrochada hasta arriba, y lloró. La grosería de Shannenhouse se había esfumado por completo: respetaba la pena de Joe por el sacrificio del perro y asumió toda la truculenta tarea de despellejarlo, quitarle el sebo a la piel y curtirla. Al día siguiente Joe intentó olvidarse de Ostra y concentrarse en sus pensamientos de venganza y en la formidable monotonía de la aventura. Contrastó una y otra vez su carga con las listas del capitán Fleer. Encontró y sacó el picahielo que de alguna forma se había caído en la caja de engranajes del cabrestante del tractor. Enceró los esquíes y comprobó las sujeciones. Trajo nuevamente los trineos a rastras desde los túneles, los desmontó y los volvió a sujetar al estilo de la Policía Montada. Preparó filete y huevos para él y para Shannenhouse. Sacó los filetes de la sartén salada, los dejó humeando en sendos platos de metal y limpió los restos de la sartén con whisky. Le pegó fuego al whisky y lo apagó de un soplido. Shannenhouse entró apestando a carne curada. Cogió el plato que le ofrecía Joe, agradecido y con expresión solemne.
—Ha llegado para lo que faltaba —dijo.
Joe cogió su plato, se sentó a la mesa del capitán y, confiando en absorber parte de la meticulosidad del capitán de su máquina de escribir, mecanografió la siguiente declaración:
A los que vengan en busca del teniente John Wesley Shannenhouse (subalterno) y del Radiotelegrafista de Segunda Clase Joseph Kavalier:
Me disculpa porque nos encontremos en otra parte y probablemente muertos.
Hemos confirmado un asentamiento de base científico y militar alemán situado en la Tierra de la Reina Maud, también conocida como Neuschwabenland. Esta base está dirigida en la actualidad por un solo hombre (Ver, si lo desean, las transcripciones adjuntas, transmisiones de radio interceptadas A-RRR, l-VIII-44-2-IX-44.). Como somos dos, la situación parece clara.
Joe dejó de escribir y se dedicó durante un minuto a mordisquear un trozo de filete. La situación no estaba en absoluto clara. El hombre al que iban a matar no les había hecho nada a ninguno de ellos. No era soldado. Era poco probable que estuviera involucrado salvo de una forma completamente tangencial y metafísica en la construcción de la casa de la bruja de Terezin. No tenía nada que ver con la tormenta que había venido de las Azores ni con el torpedo que había agujereado el casco del Arca de Miriam. Y sin embargo, todo aquello le daba a Joe ganas de matar a alguien y no sabía a quién más matar.
A quienes se pregunten con razón qué motivo o autoridad tenemos para llevar a cabo esta misión,
Se detuvo de nuevo.
—Johnny —dijo—. ¿Por qué haces esto?
Shannenhouse levantó la vista de un ejemplar de Muñecas de hacía nueve meses. Limpio y barbudo, parecía una de las caras que colgaban de las paredes del salón de la vieja escuela de Joe, los retratos de los antiguos directores, severos y moralistas y carentes de dudas.
—Vine aquí para volar —dijo.
que no tengan dudas de que hacemos esto por nuestro país (en mi caso, mi país de adopción).
Por favor, encárguense de los hombres que hay en el cuartel muertos y congelados.
Con mis respetos,
JOSEPH KAVALIER, Radiotelegrafista de Segunda Clase
12 de septiembre de 1944
Sacó la hoja de papel de la máquina de escribir, luego la volvió a meter y la dejó tal como estaba. Shannenhouse se acercó a leerla, asintió una vez y luego regresó al hangar para revisar el avión.
Joe se acostó en su catre y cerró los ojos, pero la sensación de conclusión, de haber puesto sus asuntos en orden, que era lo que había buscado al escribir su declaración, se resistía a llegar. Encendió un cigarrillo, dio una larga calada e intentó limpiar su mente y su conciencia a fin de poder afrontar el día siguiente y sus obligaciones libre de escrúpulos y distracciones. Cuando terminó el cigarrillo, puso los ojos en blanco y trató de dormir, pero el recuerdo del fiel ojo azul de Ostra no abandonaba su mente. Se giró, dio una sacudida y trató de que le viniera el sueño, tal como Rosa le había enseñado a hacer, imaginando que flotaba en una balsa negra, en medio de una laguna negra y cálida, en la oscuridad de una noche tropical sin luna. No había nada dentro ni fuera de él salvo una negrura suave y tibia. Finalmente sintió que se hundía en el sueño, que se filtraba gradualmente en él como la arena que cae por el cuello de un reloj de arena. En aquel estado de penumbra hipnogógica empezó a imaginar —pero era algo más intenso que imaginar, era como si estuviera recordando, como si creyera en la realidad de su fantasía— que Ostra había sido capaz de hablar, que había poseído una voz dulce, tranquila y lastimera capaz de transmitir pensamiento, pasión y preocupación, y ahora no podía sacarse la voz del perro de la cabeza. Teníamos tanto que decirnos, pensó. Qué pena que solamente ahora me dé cuenta. Luego en el instante antes de dormirse, un ladrido brusco sonó en su mente y lo hizo incorporarse de un salto, con el corazón latiendo desbocado. Comprendió que no era el amor traicionado de Ostra, sino de alguien más querido y más remoto, lo que ahora lo atormentaba y le impedía hacer las paces con la posibilidad de su propia muerte.
Fue al pie de su catre, abrió su baúl y sacó el grueso fajo de cartas que había recibido de Rosa después de alistarse a finales de 1941. Las cartas lo habían seguido, de forma irregular pero continua, desde la instrucción básica en Newport, Rhode Island, pasando por la estación polar de instrucción en Thule, Groenlandia, hasta Bahía de Guantánamo, en Cuba, donde había pasado el otoño de 1943 mientras se preparaba la misión en la Estación Kelvinator. Después de aquello, como nunca había respuesta de su destinatario, no había habido más cartas. La correspondencia de Rosa había sido como el latido de un corazón con una arteria cortada, salvaje e incesante al principio y luego cada vez más lento, con una especie de reticencia muscular, hasta que el flujo se había convertido en goteo y finalmente se había interrumpido. El corazón se había parado.
Ahora sacó el abrecartas que le había regalado Thomas, y que una vez había salvado la vida de Salvador Dalí, y abrió la primera de las cartas.
Querido Joe,
Confiaba en que al menos podríamos habernos dicho adiós antes de que te fueras de Nueva York. Creo entender por qué te marchas. Estoy segura de que me culpas de lo que ha pasado. Si yo no te hubiera puesto en contacto con Hermann Hoffman, tu hermano no habría estado en ese barco. No sé qué habría sido de él. Y tú tampoco. Pero acepto y comprendo que me hagas responsable. Supongo que yo también podría haberme marchado.
Sé que todavía me quieres. Estoy absolutamente convencida de que me quieres y me querrás siempre. Y me rompe el corazón pensar que tal vez nunca más nos veamos o nos toquemos. Pero lo más doloroso para mí es la idea —la certeza que tengo— de que ahora mismo deseas que nunca nos hubiéramos conocido. Si eso es cierto, y sé que lo es, entonces yo deseo lo mismo. Porque saber que puedes sentir eso sobre mí hace que todo lo que teníamos se convierta en nada. En una pérdida de tiempo. Y eso es algo que nunca aceptaré, aunque sea cierto.
No sé qué va a ser de ti, de mí, del país ni del mundo. Y no espero que contestes esta carta, porque siento que la puerta que me lleva a ti se me cierra en la cara y sé que eres tú quien la cierra de ese modo. Pero te quiero, Joe, con o sin tu consentimiento. Si no quieres saber nada de mí, simplemente tira esta carta y las que vendrán. Por lo que yo sé, estas palabras ya están en el fondo del mar.
Me tengo que ir. Te quiero.
ROSA
A continuación leyó el resto, en orden cronológico. La segunda carta mencionaba que Sammy había dejado su trabajo en Empire y se había ido a trabajar para Burns, Baggot y DeWinter, la agencia de publicidad que llevaba la cuenta de Industrias Textiles Oneonta. Por las noches, dijo, llegaba a casa y trabajaba en su novela. Luego, en su quinta carta, a Joe le asombró leer que, en una ceremonia civil el día de Año Nuevo de 1942, Rosa se había casado con Sammy. Después había un vacío de tres meses y Rosa volvía a escribir para decir que ella y Sammy se habían comprado una casa en Midwood. Luego había un salto de varios meses más y luego, en septiembre de 1942, ella escribía para darle la noticia de que había dado a luz a un niño de tres kilos y setecientos gramos y que, en honor al hermano desaparecido de Joe, lo había llamado Thomas. Lo llamaban Tommy. Las cartas siguientes daban noticias y detalles de las primeras palabras del pequeño Tommy, de sus primeros pasos, sus enfermedades y sus maravillas: a los catorce meses de edad había dibujado un círculo discernible con una pluma. El trozo de mantel de papel del restaurante de Jack Dempsey en que lo había dibujado iba dentro del sobre. Era muy tembloroso y estaba mal cerrado, pero tal como decía Rosa en la carta, era tan redondo como una pelota de béisbol. Había una fotografía del niño, en camiseta y pañales, apoyado para mantenerse de pie en una mesa sobre la que había desperdigados algunos cómics. Tenía la cabeza grande, luminosa y pálida como la luna y una expresión al mismo tiempo llena de curiosidad y hostil, como si la cámara lo asustara.
Si Joe hubiera leído las cartas de Rosa cuando le llegaron, con intervalos de semanas y meses entre ellas, la falsificación de la fecha de nacimiento del bebé podría haberlo engañado, pero al leerlas todas seguidas —como una especie de relato continuo— las cartas mostraban la suficiente inconsistencia en su narración de los meses y las fechas señaladas como para que Joe sospechara, y su punzada inicial de celos y su asombro por el repentino matrimonio de Rosa con Sammy dio paso a una triste comprensión. Las cartas eran como fragmentos de una novela anticuada: no solamente contenían un nacimiento misterioso y un matrimonio dudoso, sino también un par de muertes. En primavera de 1942, la anciana señora Kavalier había muerto, dormida, con noventa y seis años. Y luego una carta de finales de verano de 1943, poco después de que Joe llegara a Cuba, informaba del destino de Tracy Bacon. El actor se había unido a la Fuerza Aérea poco después de terminar el segundo serial del Escapista, El Escapista y el Eje de la Muerte, y había sido enviado a las Islas Solomon. A principios de junio, el bombardero Liberator del que Bacon era copiloto había sido alcanzado durante un raid sobre Rabaul. Al final de aquella carta, la última del fardo, había una breve posdata de Sammy. «Hola, socio», era lo único que decía.
Hasta entonces, Joe se decía a sí mismo que había enterrado su amor por Rosa en la misma fosa profunda en la que había sepultado su pena por su hermano. Ella tenía razón: en las postrimerías inmediatas de la muerte de Thomas, él la había culpado, no solamente por haberle presentado a Hermann Hoffman y su barco maldito sino también de forma más difusa pero más importante por haberle llevado a apartarse del único propósito —el cultivo obstinado de una rabia pura e inquebrantable— que había guiado sus primeros años de exilio de Praga. Prácticamente había abandonado la lucha, había permitido que sus pensamientos se apartaran fatídicamente del combate, se había traicionado a sí mismo, había caído ante los encantos de Nueva York, Hollywood y Rosa Saks y había sido castigado por ello. Aunque su necesidad —ciertamente, su capacidad— de culpar a Rosa por todo aquello se había desvanecido con el tiempo, su renovada firmeza y su ansia de venganza, cuya intensidad crecía mientras era frustrada una y otra vez por los planes inescrutables de la Marina de Estados Unidos, llenaban tanto su corazón que creía que su amor había quedado completamente extinguido, igual que un incendio grande puede apagar otro más pequeño quitándole el oxígeno y el combustible. Ahora, mientras devolvía la última carta al fardo, se sintió casi enfermo de añoranza por la señora Rosa Clay de la calle Van Pelt, en Midwood, Brooklyn.
Sammy le había hablado una vez de cierta cápsula que habían enterrado en la Feria Mundial: en ella se habían guardado bajo tierra una serie de objetos típicos del lugar y de la época —unas medias de nailon, un ejemplar de Lo que el viento se llevó, una taza de Mickey Mouse—, para ser recuperados por los habitantes de un resplandeciente Nueva York futuro y provocar su asombro. Ahora, mientras leía aquellos miles de palabras que Rosa había escrito para él, y la voz ronca y lastimera de ella le sonaba en los oídos, sus recuerdos enterrados de Rosa ascendieron hasta él como izados por un pozo en su interior. El cerrojo de la cápsula se rompió, los cierres se abrieron, la trampilla se levantó, y con una ráfaga fantasmal de olor a lirio del valle y un revoloteo de polillas, Joe recordó —se permitió disfrutar por un instante— el peso del muslo pegajoso de ella sobre su vientre en medio de una noche calurosa de agosto, el aliento de ella en su coronilla y la presión del pecho de ella en su hombro mientras Rosa le cortaba el pelo en la cocina de su apartamento en la Quinta Avenida, con el borboteo y las chispas del Quinteto de la Trucha sonando de fondo mientras el olor de su coño, intenso y vagamente ahumado como el corcho, perfumaba un momento ocioso en casa del padre de Rosa. Recordaba la dulce ilusión de esperanza que su amor por ella le había traído.
Después de leer la última carta, la volvió a meter en su sobre. Volvió a la máquina de escribir de Wahoo Fleer, sacó la declaración que había hecho y la puso con cuidado sobre la mesa. Luego metió una hoja en blanco y escribió:
Para ser entregado a la señora Rosa Clay de Brooklyn, USA
Querida Rosa:
No fue culpa tuya. No te culpo. Por favor, perdóname por escaparme, y recuérdame con amor igual que yo te recuerdo a ti y recuerdo nuestra edad de oro. En cuanto al niño, que solamente puede ser hijo nuestro, deseo…
Esta vez no se le ocurrió cómo continuar. Le asombraba el curso que podía tomar la vida, la forma en que las cosas que una vez habían parecido preocuparle tanto —y ciertamente girar en torno a él— podían llegar a no tener nada que ver con él. El nombre del niño, y su mirada seria y alerta en la foto, llegaron a un punto en el interior de Joe que estaba tan roto y en carne viva que le dio la impresión de que pensar mucho rato en aquel niño era una especie de peligro mortal. Como en cualquier caso no planeaba regresar con vida, del viaje a Jotunheim, se dijo a sí mismo que al niño le iría mucho mejor sin él. Decidió en aquel momento, sentado a la mesa del capitán muerto, que en el caso improbable de que su plan se torciera y él se encontrara a sí mismo de alguna forma vivo al terminar la guerra, nunca tendría relación con ninguno de ellos, pero en particular con aquel niño americano serio y afortunado. Sacó la carta de la máquina, la dobló y la metió dentro de un sobre en el que escribió las palabras: «En caso de que yo también muera». Puso su sobre debajo de aquel en que el capitán Fleer había expresado su última voluntad. Ató el fardo de cartas y fotografías de Rosa y se las tiró a Wayne, que se las comió de un trago. Luego recogió su saco de dormir y fue a la sala de radio a ver si podía sintonizar Radio Jotunheim.