El invierno los volvió locos. Volvía loco a cualquier hombre que lo pasara, solamente era cuestión de grado. El sol desaparecía y no se podía salir de los túneles, y todo lo que uno anhelaba y todos sus seres queridos estaban a diez mil millas de distancia. En el mejor de los casos, los hombres sufrían extraños lapsus de juicio y percepción, se encontraban a sí mismos frente al espejo a punto de peinarse con un portaminas, metiendo las piernas en la camiseta o hirviendo un cazo de zumo de naranja concentrado para hacerse el té. La mayoría de hombres experimentaban un destello repentino de recuperación al divisar la primera luz del sol en el horizonte a mediados de septiembre. Sin embargo, se contaban historias, tal vez apócrifas pero en absoluto inverosímiles, de miembros de expediciones anteriores que se habían hundido tan profundamente en la deriva de su melancolía que se habían perdido para siempre. Y entre las familias y las esposas de los hombres que regresaban de un invierno en el Polo, pocos podían decir que lo que regresaba era idéntico a lo que había partido de casa.
En el caso de John Wesley Shannenhouse, la locura invernal era una simple modulación, un agravamiento de su ya larga relación con su Curtiss-Wright AT-32. El avión Condor tenía diez años y había sido muy usado por el ejército antes de encontrar su alojamiento presente. Había entrado en acción y había abierto fuego contra barcos pirata a vapor en el Yang-Tse a mediados de los años 30. Había hecho miles de misiones de cargamento en Honduras, Cuba, México y Hawai, y con el tiempo se había reemplazado una parte tan grande del avión y de sus motores, siguiendo los dictados de la conveniencia local, la carestía de piezas y el ingenio y la negligencia de los mecánicos, desde los pernos más pequeños y los cierres de alambre hasta uno de los enormes motores Wright Cyclone y secciones enteras del fuselaje y las alas, que aquel invierno Shannenhouse no dejaba de hacerse la pregunta metafísica de si se podía decir que era el mismo avión que había salido de la planta de Glenn Curtiss en San Diego en 1934.
A medida que avanzaba el invierno, la cuestión lo atormentaba tanto —Joe estaba ciertamente harto de ella, y de Shannenhouse y de sus puros apestosos— que decidió que la única forma de salir de dudas era reemplazar todas las partes reemplazables y de ese modo convertirse en avalista de la identidad del Condor. La marina había suministrado a Kelly y Bloch, los mecánicos muertos, un cargamento de piezas de recambio y un taller equipado con un torno para fabricar herramientas, una fresadora, una prensa taladradora, un soldador de oxiacetileno, una herrería en miniatura y ocho clases distintas de sierra eléctrica, desde una plantilla de guía hasta una de carpintero de obra. Shannenhouse descubrió que simplemente a fuerza de beber entre sesenta y cinco y ochenta tazas de café al día (con todo el mundo muerto, estaba claro que no hacía falta escatimar) podía reducir su necesidad de sueño a la mitad de sus siete horas habituales, por lo menos. Cuando dormía, era en el Condor, envuelto en varios sacos de dormir (en el hangar hacía mucho frío). Trasladó una docena de cajones de comida enlatada y empezó a cocinar allí también, encogido sobre una cocinilla Primus como si estuviera acurrucado en medio del hielo.
Primero reconstruyó los motores, construyendo piezas nuevas siempre que encontraba las originales gastadas o consideraba que las de recambio eran malas o procedían de un modelo distinto. Luego trabajaba en el armazón del avión, fresaba riostras y cuadernas nuevas y reemplazaba hasta el último tornillo y arandela. Cuando Joe perdió finalmente la pista de los trabajos de Shannenhouse, el piloto se había embarcado en la larga y difícil tarea de reparar el aislante del fuselaje, parcheando el revestimiento de lona del avión con un compuesto burbujeante y asquerosamente dulzón que preparaba en el mismo fogón donde se hacía la comida. Era un trabajo duro para un solo hombre, pero cuando Joe le ofreció su ayuda sin demasiada convicción rechazó la oferta como si le estuviera proponiendo intercambiar esposas.
—Búscate un avión para ti —le dijo. La barba le salía en punta de la barbilla, encrespada, de color anaranjado y casi tres centímetros de longitud. Tenía los ojos enrojecidos y brillantes por culpa del aislante, estaba envuelto en una piel rojiza de reno arrancada de su saco de dormir y apestaba más que ningún ser humano que Joe hubiera olido (aunque la cosa todavía empeoraría), como si se hubiera sumergido en una mezcla atroz de camembert y gasolina rancia cocida en una escupidera llena de saliva. Subrayó aquella afirmación arrojando una llave inglesa que no le dio en la cabeza a Joe por cinco centímetros e hizo una mella profunda en la pared a su espalda. Joe volvió a subir a toda prisa por la trampilla y salió a la superficie. No volvió a ver a Shannenhouse en tres semanas.
Tenía su propia locura de que ocuparse.
El servicio de radio en la Estación Naval SD-A2(R) había sido restaurado setenta y dos horas después del desastre del Waldorf. En todo ese tiempo Joe no había dormido: había estado intentando establecer contacto cada diez minutos y finalmente había logrado comunicarse con el Mando de la misión en la bahía de Guantánamo a las 7.00 h de Greenwich e informarlos, transmitiendo en código, a una lentitud atroz ahora que Gedman no estaba para ayudarlo, de que el 10 de abril todos los hombres de Kelvinator salvo Kavalier y Shannenhouse, así como todos los perros menos uno, habían resultado envenenados por monóxido de carbono debido a la mala ventilación de la base. La respuesta del mando fue escueta pero reflejaba cierto grado de asombro y perplejidad. Se emitieron y revocaron varias órdenes contradictorias y nada prácticas. Al Mando le costó más que a Joe y Shannenhouse darse cuenta de que no se podía hacer nada hasta septiembre en el mejor de los casos. Los hombres muertos y los perros permanecerían intactos hasta entonces: la putrefacción era un fenómeno desconocido allí. La bahía de las Ballenas estaba completamente congelada e impracticable y lo seguiría estando como mínimo durante otros tres meses. En cualquier caso, el Paso de Drake estaba infestado de submarinos, tal como confirmaba la monitorización que hacía Joe de las ráfagas de transmisiones de la Comandancia en Jefe de los Submarinos. No había esperanza de ser rescatados por un ballenero de paso sin ayuda de escolta militar —para entonces los balleneros y los cazasubmarinos habían abandonado en su mayor parte el territorio— y aun en ese caso, no sería hasta que la barrera de hielo empezara a calentarse y romperse. Por fin, cinco días después del primer mensaje de Joe, el Mando les ordenó de forma bastante innecesaria que se sentaran tranquilos y esperaran a la primavera. Mientras tanto, Joe, tenía que mantenerse en contacto regular por radio y continuar en la medida de lo posible la misión principal (aparte de la misión más elemental de mantener una presencia americana en el Polo) de la Estación Kelvinator: vigilar las ondas en busca de transmisiones de submarinos, remitir todas las comunicaciones interceptadas al Mando, que a su vez se las enviaba a los criptoanalistas de Washington, con sus claqueteantes pistones electrónicos, así como alertar al Mando de cualquier movimiento alemán en dirección al continente.
Fue en cumplimiento de aquella misión que la cordura de Joe entró en su periodo de hibernación. Se volvió tan inseparable de la radio como Shannenhouse de su Condor. Y, al igual que Shannenhouse, no pudo reunir el coraje para residir en las habitaciones que antes habían compartido con otros veinte hombres vivos y saludables. Lo que hizo Joe fue transformar la sala de radio en su morada principal, y aunque continuaba haciéndose la comida en el Salón Detrito, se la llevaba por los túneles a la sala de radio para comérsela. Sus observaciones de las direcciones del enemigo, así como sus intercepciones de las transmisiones esporádicas de los dos submarinos alemanes por entonces activos en la zona, eran extensas y precisas, y al cabo de poco, con algunas instrucciones del Mando, aprendió a manejar el extravagante y esmerado código de transmisiones de la marina igual de bien que Gedman.
Pero Joe no solamente escuchaba canales militares y de marina mercante. Con su poderoso aparato multibanda Marconi CSR 9 sintonizaba absolutamente cualquier cosa que las tres antenas de treinta metros pudieran captar del cielo a cualquier hora del día: AM, FM, onda corta y las frecuencias de aficionados. Era una especie de pesca en el éter, como tirar una caña, ver qué podía atrapar y durante cuánto tiempo podía tenerlo sujeto: una orquesta de tango en directo desde las orillas del Plata, solemnes exégesis bíblicas en afrikaans, una manga y media de un partido entre los Red Sox y los White Sox, un culebrón brasileño, dos aficionados solitarios en Nebraska y Surinam charlando sobre sus perros. Pasaba horas escuchando las llamadas de alarma en morse de los pescadores atrapados en medio de galernas y de los marinos mercantes acosados por fragatas, y una vez captó incluso el final de una emisión de Las asombrosas aventuras del Escapista. Así descubrió que Tracy Bacon ya no interpretaba al protagonista. La mayor parte del tiempo, sin embargo, oía noticias de la guerra. Dependiendo de la hora, la inclinación del planeta, el ángulo del sol, los rayos cósmicos, las auroras australes y la Capa de Heavyside, era capaz de captar entre dieciocho y treinta y seis transmisiones nuevas todos los días, procedentes de todo el planeta, aunque naturalmente, como la mayoría del mundo, prefería las de la BBC. La invasión de Europa estaba en pleno clímax, y como otros muchos, Joe seguía su avance intermitente pero continuo con la ayuda de un mapa que había pegado a la pared acolchada de la sala y que iba llenando de tachuelas de distintos colores para la victoria y el retroceso. Escuchaba a H. V. Kaltenborn, a Walter Winchell, a Edward R. Murrow y, casi con la misma devoción, a sus sombras paródicas, las insinuaciones maliciosas de Lord Ja Ja, Patrick Kelly del Shanghai Japonés, el Sr. OK, el Sr. Adivina Quién Soy, y a las insinuaciones roncas del Mosquito al Micro, con quien a menudo pensaba en follar. Se sentaba, sumergido en el burbujeo acuoso de sus auriculares, durante doce o quince horas seguidas, y solamente se levantaba de la consola para usar la letrina, comer y dar de comer a Ostra.
Puede parecer que la posibilidad de escuchar cosas tan alejadas de los confines de su profunda tumba polar, con la única compañía de un perro tuerto, treinta y siete cadáveres entre humanos y animales y un hombre obsesionado por una idea fija, podía haberle servido a Joe como medio de salvación, conectarlo pese a su aislamiento y su soledad al mundo entero. Pero la realidad era que, a medida que día tras día se quitaba los auriculares y se echaba en el suelo de la sala junto a Ostra, agarrotado y con la cabeza todavía zumbándole, el efecto acumulativo únicamente acababa subrayando en tono burlón la única conexión que no podía llevar a cabo. Igual que en sus primeros meses en Nueva York ninguno de los once periódicos que compraba cada día hacía mención alguna, en ninguno de los tres idiomas, al bienestar o la desposesión de la familia Kavalier de Praga, ahora tampoco había nada en la radio que le diera ningún indicio de cómo podían irles las cosas. No era solamente que nunca se los mencionara personalmente —incluso en lo peor de su desesperación nunca consideró en serio aquella posibilidad— sino que nunca parecía decirse nada acerca del destino de los judíos de Checoslovaquia.
De vez en cuando había avisos e informes de gente que había escapado de campos en Alemania, de masacres en Polonia, de redadas, deportaciones y juicios. Pero desde su perspectiva, que él sabía remota y limitada, parecía que los judíos de su país, sus judíos, su familia, se hubieran caído sin ser vistos por algún pliegue del mapa lleno de tachuelas de Europa. Y a medida que el invierno avanzaba y la oscuridad lo iba rodeando, Joe empezó a rumiar cada vez más, y la corrosión que ya llevaba tiempo operando en sus circuitos internos debido a su incapacidad para hacer nada que ayudara a su madre y su abuelo o para contactar con ellos, junto con la decepción y la rabia que llevaba tanto tiempo acumulando por el hecho de que la armada lo hubiera mandado al puto Polo Sur cuando lo único que él quería era tirar bombas sobre los alemanes y víveres sobre los partisanos checos, empezaron a fundirse en una verdadera desesperación.
Luego, una «noche» hacia finales de junio, Joe sintonizó una emisión de onda corta del Reichsrundfunk dirigida a Rhodesia, Uganda y el resto del África británica. Era un documental en inglés que explicaba en tono jovial la creación y el desarrollo de un lugar maravilloso en el Protectorado Checo, una «reserva», tal como la llamaba el locutor, especialmente diseñada para los judíos de aquella parte del Reich. Se llamaba el Gueto Modelo Theresienstadt. Joe había pasado una vez por la ciudad de Terezin, en una excursión con su grupo de deporte de la escuela Makabbi. Por lo visto, aquella ciudad había dejado de ser un aburrido páramo bohemio para convertirse en un lugar feliz, bullicioso e incluso cultivado, lleno de jardines de rosas, escuelas de formación profesional y una orquesta sinfónica entera compuesta por lo que el narrador, que parecía Emil Jannings intentando imitar a Will Rogers, llamaba «los internos». Había una descripción de una típica velada musical en la reserva, en medio de la cual, para horror y deleite de Joe, sonó la rica e incorpórea voz de tenor de su abuelo materno, Franz Schonfeld. No se mencionaba su nombre, pero era imposible confundir el leve trasfondo de whisky, ni tampoco la pieza elegida, Der Erlkönig.
Joe intentó comprender lo que estaba oyendo. El tono falso del programa, el fuerte acento del narrador, los eufemismos obvios, la verdad sin reconocer que subyacía a todo aquel parloteo sobre rosas y violines —que toda aquella gente habían sido sacados a la fuerza de sus hogares y metidos en aquel lugar, contra su voluntad, porque eran judíos—, todo aquello lo llenó de temor. El placer espontáneo e irreflexivo que lo había acometido al oír la dulce voz de su abuelo por primera vez en cinco años retrocedió rápidamente ante la inquietud creciente que le inspiraba la idea del anciano cantando a Schubert en una ciudad penal para un público compuesto de prisioneros. El programa no daba ninguna fecha, y a medida que la velada fue avanzando y Joe reflexionaba, se fue convenciendo cada vez más de que tanta jovialidad de cartón y tanta formación profesional enmascaraban alguna realidad temible, la casa de una bruja hecha de caramelo y pan de jengibre destinada a atraer a los niños y engordarlos para luego servirlos a la mesa.
La noche siguiente, echó su caña en las frecuencias en torno a los quince megahercios con la esperanza extremadamente remota de encontrar una secuela del programa de la noche anterior y se topó con una transmisión en alemán, tan fuerte y clara que inmediatamente sospechó que tenía un origen local. Estaba embutida precariamente entre el potente servicio asiático de la BBC y las igualmente potentes noticias para el Hemisferio Sur de la Fuerza Aérea Americana, y si no hubiera estado buscando desesperadamente noticias de su familia, estaba claro que nunca la habría encontrado. Era una voz de hombre, suave, aguda, educada, con un rastro de acento suabo y una nota clara de irritación apenas suprimida. Las condiciones eran terribles. Los instrumentos habían dejado de funcionar o eran poco fiables. Los cuarteles eran intolerablemente pequeños. La moral era baja. Joe echó mano del lápiz y empezó a transcribir la filípica del hombre. No se imaginaba qué impulsaba al tipo a dar a conocer su presencia de forma tan abierta. Luego, de pronto, con un suspiro y un «Heil Hitler» fatigado, el hombre cortó la transmisión, dejando una burbuja de ondas vacías y una sola e inevitable conclusión: había alemanes en el Polo.
Aquel era un temor que los aliados habían tenido desde la expedición Ritscher de 1938-1939, cuando aquel científico alemán extremadamente concienzudo, flamantemente provisto de órdenes personales de Hermann Göring, había llegado a la costa de la Tierra de la Reina Maud en un portaaeronaves y había enviado dos excelentes hidroaviones Dornier Wal una y otra vez al interior inexplorado de la concesión noruega. Allí, valiéndose de cámaras aéreas, habían dibujado el mapa de más de trescientas cincuenta mil millas cuadradas de territorio (introduciendo el arte de la fotogrametría en la Antártida) y luego lo habían acribillado todo con cinco mil estacas de acero gigantes, especialmente diseñadas para la expedición, cada una de ellas rematada por una elegante esvástica. De esa forma la tierra quedó delimitada, fue reclamada por Alemania y rebautizada como Nueva Suabia. Los problemas iniciales con los noruegos por culpa de aquella reclamación quedaron limpiamente dirimidos por la invasión de dicho país en 1940.
Joe se puso las botas y la parka y fue a contarle su descubrimiento a Shannenhouse. La noche era benigna y sin viento. El termómetro marcaba -15° C. Las estrellas formaban sus complicadas asociaciones y había un anillo chillón de viridiana en torno a la luna baja. Una luz de luna acuosa y tenue se derramaba sobre la Barrera de Hielo, por lo visto sin iluminar ninguna parte de la misma. Aparte de las torres de radio y de las chimeneas que sobresalían de la nieve como aletas de ballenas asesinas, no había nada que ver en ninguna dirección. Las montañas lobunas, las crestas de presión protuberantes como montones de huesos gigantes, la enorme ciudad de carpas formada por los conos de hielo puntiagudos que se levantaban al este… No podía ver nada de todo aquello. La base alemana podría estar a menos de diez millas al nivel del hielo, iluminada como una feria, y seguir siendo invisible. Cuando estaba a medio camino del hangar, se detuvo. La interrupción de sus pasos crujientes pareció eliminar el último ruido del mundo. El silencio era tan absoluto que los procesos internos de su cráneo se volvieron primero audibles y luego ensordecedores. Seguramente un francotirador alemán escondido podría eliminarlo, incluso en medio de aquella oscuridad impenetrable, simplemente escuchando el estruendo de sumidero de las venas de sus oídos y el bombeo hidráulico de sus glándulas salivales. Corrió hacia la trampilla del hangar, crujiendo y tambaleándose. A medida que se acercaba, una brisa se despertó y le llevó un olor acre a sangre y pelo quemado lo bastante potente como para hacerle sentir náuseas. Shannenhouse había pegado fuego a la Pista de Sebo.
—Largo de aquí —dijo Shannenhouse—. Piérdete. Largo. Vete a follarte a tu perro, judío hijo de puta.
Joe se quedó en mitad de la escalera, no lo bastante abajo como para ver el hangar. Cada vez que intentaba seguir bajando, Shannenhouse le tiraba algo a las piernas, un cigüeñal o una pila seca.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Joe—. ¿Qué es ese olor?
El olor corporal de Shannenhouse había empeorado durante las semanas que Joe llevaba sin verlo, separándose de los confines de su cuerpo y absorbiendo matices nuevos de las judías quemadas, el cable chamuscado, el aislante de avión y, ahogando prácticamente a todos los demás, de piel de foca recién curtida.
—Toda la lona que me quedaba estaba estropeada —dijo Shannenhouse en tono defensivo y un poco triste—. Se debió de mojar en el viaje hasta aquí.
—¿Estás recubriendo el avión de piel de foca?
—Un avión es una foca, capullo. Una foca que nada por el aire.
—Sí, muy bien —dijo Joe. Es un fenómeno bien conocido que los Napoleones de todos los manicomios del mundo tienen poca paciencia para los Austerlitz y los Marengo ajenos—. Solamente he venido a decirte una cosa. Los boches están aquí. En el Polo. Los acabo de oír por la radio.
Hubo una pausa larga y expresiva, aunque Joe no acababa de estar seguro de qué emoción expresaba.
—¿Dónde? —dijo por fin Shannenhouse.
—No estoy seguro. He oído algo sobre el meridiano trece, pero… No estoy seguro.
—Por aquella zona. Donde ya habían estado.
Joe asintió con la cabeza, aunque Shannenhouse no podía verlo.
—¿A cuánto está eso? Unas mil millas, ¿no?
—Por lo menos.
—Pues que los follen. ¿Has avisado al Mando?
—No, Johnny. Todavía no.
—Pues avísalos, joder. ¿Qué coño te pasa?
Tenía razón. Joe tenía que haber contactado con el Mando nada más terminar de transcribir la transmisión interceptada. En el mismo momento de conocer la naturaleza y la fuente de la transmisión, el hecho de no hacerlo no solamente constituía una ruptura del procedimiento y la violación de una orden —preservar al continente de irrupciones nazis— procedente del presidente en persona, sino que también los ponía a él y a Shannenhouse en un peligro potencial. Si Joe conocía la presencia de ellos, eso quería decir que ellos estaban al corriente de la suya. Y sin embargo, igual que no había delatado a Carl Ebling después de la primera amenaza de bomba a Empire Comics, algún impulso le impedía ahora abrir el canal con Cuba y transmitir el informe que el deber le obligaba a enviar.
—No lo sé —dijo Joe—. No sé qué coño me está pasando. Lo siento.
—Bien. Ahora lárgate.
Joe volvió a subir la escalerilla y salió a la noche azul como el mercurio. Mientras emprendía su camino hacia el norte, de vuelta hacia la trampilla de la sala de radio, algo parpadeó en medio de la nada, de forma tan vacilante que al principio pensó que se trataba de un fenómeno óptico semejante al efecto del silencio en sus oídos, algún fenómeno bioeléctrico que tenía lugar dentro de sus ojos. No, allí estaba: el horizonte, una línea oscura, ribeteada por una cinta casi imaginaria de color dorado. Era tan débil como el brillo de una idea que empezara a formarse en aquel momento en la mente de Joe.
—La primavera —dijo Joe. El aire frío arrugó la palabra como si fuera papel de envolver pescado.
Cuando volvió a la sala de radio, hurgó hasta encontrar una radio portátil de onda corta estropeada que el Radiotelegrafista de Primera Clase Burnside había tenido intención de reparar, la enchufó al soldador, y al cabo de unas horas consiguió tener preparado un receptor que pudiera dedicar exclusivamente a monitorizar las transmisiones de la estación alemana, que, por lo visto, estaba bajo el mando directo de la oficina de Göring, y que se refería a sí misma como Jotunheim. El hombre que llevaba a cabo las transmisiones las camuflaba con mucho cuidado, y después de aquella pataleta que Joe había encontrado por casualidad, se limitaba a llevar a cabo relatos más escuetos y factuales, aunque no menos ansiosos, del clima y las condiciones atmosféricas. A pesar de ello, con paciencia, Joe fue capaz de localizar y transcribir lo que él calculaba era el 65% de la comunicación entre Jotunheim y Berlín. Acumuló la información suficiente como para confirmar la ubicación del enemigo en el meridiano trece, en la costa de la Tierra de la Reina Maud, y para llegar a la conclusión de que el grueso de la misión alemana, por lo menos hasta el momento, tenía un carácter puramente observatorio y científico. En el curso de dos semanas de espionaje cuidadoso, fue capaz de llegar a una serie de conclusiones firmes y a escuchar el desarrollo de un verdadero drama.
El autor de aquellas suculentas transmisiones era geólogo. Le interesaban cuestiones como la formación de las nubes y las corrientes eólicas, y puede que también fuera meteorólogo, pero principalmente era geólogo. No paraba de incordiar a Berlín con detalles de sus planes para la primavera, con los esquistos y vetas de carbón que iba a desenterrar. En Jotunheim solamente tenía dos compañeros. El nombre en clave de uno era Bouvard y el del otro Pécuchet. Habían iniciado su estancia en el Polo casi al mismo tiempo que sus antagonistas americanos, de cuya existencia tenían conocimiento, aunque no parecían tener idea de la catástrofe que había azotado a la Estación Kelvinator. Su número también se había reducido, pero solamente en uno, un radiotelegrafista y operador de Enigma que había sufrido un colapso nervioso y se había marchado con los militares al acercarse el invierno. A pesar del riesgo de ser interceptados por no codificar las transmisiones, el Ministerio no había visto razón para obligar a los soldados a pasar el invierno allí cuando no había ni oportunidad ni necesidad de luchar contra nadie. El grupo de militares tenía que regresar el 18 de septiembre, o tan pronto como pudieran atravesar el hielo.
El undécimo día después de que Joe descubriera la estación de Jotunheim, por razones que el geólogo, enfrentado a una intensa presión y a amenazas del Ministerio, se negó a detallar más que como «indecorosas», «inapropiadas» y «de una naturaleza íntima», Pécuchet disparó a Bouvard y luego giró su arma fatalmente sobre sí mismo. El mensaje anunciando la muerte de Bouvard tres días más tarde estaba lleno de fantasías de fatalidad inminente que Joe reconoció con un escalofrío. El geólogo también había notado aquella presencia acechante de un velo de polvo resplandeciente en los confines de su campamento que parecía esperar el momento oportuno.
Todo esto lo fue descubriendo Joe en secreto durante dos semanas y se lo guardó para sí mismo. Cada vez que sintonizaba con lo que ahora llamaba Radio Jotunheim se decía a sí mismo que escucharía un poco más, que acumularía un poco más de información y entonces le pasaría todo lo que tenía al Mando. Aquello era lo que hacían los espías, ¿no? Era mejor averiguarlo todo y luego arriesgarse a transmitirlo que delatar al geólogo y sus amigos antes de conocer los detalles. El espantoso asesinato-suicidio, que abría nuevos caminos para la muerte en aquel continente, parecía poner punto y final a las cosas, sin embargo, de forma que Joe escribió a máquina un informe meticuloso que, más consciente que nunca de su inglés, corrigió varias veces. Luego se sentó frente a la consola. Aunque nada le habría gustado más que disparar a aquel geólogo lánguido y de tono altanero en la cabeza, había llegado a identificarse tanto con su enemigo que, mientras se preparaba para revelarle al Mando la existencia de aquel hombre, sintió una extraña reticencia, como si al hacerlo se estuviera traicionando a sí mismo.
Mientras intentaba decidir qué hacer con aquel informe, el deseo de venganza, de una expiación final de la culpa y la responsabilidad, que había sido el único motor de la existencia de Joe desde la noche del 6 de diciembre de 1941, recibió el impulso final que faltaba para condenar al geólogo alemán.
La llegada de la primavera había abierto de nuevo la temporada de caza de la ballena y había traído también una nueva campaña de submarinos. En especial los U-1421 habían estado acosando al tráfico tanto aliado como neutral en el paso de Drake, en un momento en que la carestía del aceite que suministraban las ballenas podía suponer la diferencia entre la victoria o la derrota en Europa para ambos bandos. Joe llevaba meses enviando intercepciones de los U-1421 y suministrando información direccional sobre las señales de los submarinos. Pero hasta hacía muy poco la red de antenas goniométricas del Atlántico Sur había sido incompleta y provisional y los esfuerzos de Joe no habían resultado en nada. Sin embargo, cuando aquella noche captó con el localizador direccional de submarinos una ráfaga de conversación que, incluso encriptada, pudo reconocer como procedente de un U-1421, resultó que en el momento de enviar el informe había otros dos puestos de escucha operativos. Joe envió las lecturas del localizador direccional del receptor en serie situado en lo alto de la antena norte y el Centro de Guerra Submarina de Washington llevó a cabo una triangulación. La posición resultante, en latitud y longitud, fue enviada a la marina británica, que inmediatamente envió un grupo de ataque desde las Malvinas. Las corbetas y los cazasubmarinos encontraron al U-l421, lo persiguieron y lo acribillaron con cañones antisubmarinos Hedgehog y cargas de profundidad hasta que lo único que quedó de él fue una mancha negra aceitosa sobre la superficie del mar.
Joe se entusiasmó por el hundimiento del U-1421 y por su papel en el mismo. Se regodeó en ello e incluso se permitió imaginar que podía haber sido el submarino que envió al Arca de Miriam al fondo del Atlántico en 1941.
Recorrió el túnel con paso ligero hasta el Salón Detrito y, por primera vez en dos semanas, llenó el fundidor de nieve, lo encendió y se dio una ducha. Se sirvió un plato de jamón y huevos en polvo y abrió una parka nueva y un par de botas de piel de foca. De camino al hangar, se vio obligado a pasar por delante del Waldorf y de la entrada a Perrolandia. Cerró los ojos y pasó por delante corriendo. No se dio cuenta de que los cajones de los perros estaban vacíos.
El sol, todo entero, un enorme disco de color rojo mortecino, flotaba a una pulgada por encima del horizonte. Lo estuvo contemplando hasta que sintió que se le congelaban las mejillas. A medida que se hundía lentamente por debajo de la Barrera de Hielo, se fue componiendo una encantadora puesta de sol de color salmón y violeta. Luego, como para asegurarse de que Joe lo entendía, el sol salió por segunda vez y se volvió a poner con un resplandor más apagado pero todavía bastante bonito de color rosa y azul lavanda. Joe sabía que aquello era una ilusión óptica, causada por las distorsiones en la forma del aire, pero lo aceptó como una profecía y una orden.
—Shannenhouse —dijo. Había bajado la escalera a toda prisa sin avisar al piloto y por lo visto lo había pillado en uno de sus escasos periodos de sueño—. ¡Despierta, es de día! ¡Es primavera! ¡Vamos!
Shannenhouse salió dando tumbos del avión, que tenía un resplandor extraño con su capa reluciente de pieles de foca.
—¿Ha salido el sol? —dijo—. ¿Estás seguro?
—Te lo acabas de perder, pero volverá a salir dentro de veinticuatro horas.
En la mirada de Shannenhouse apareció una emoción que Joe reconoció de sus primeros días en el Polo.
—El sol —dijo. Y luego—. ¿Qué quieres?
—Quiero ir a matar a los boches.
Shannenhouse frunció los labios. Su barba ya tenía treinta centímetros. Su hedor era atroz, profundo, casi dotado de vida.
—De acuerdo —dijo.
—¿Puede volar este avión o qué?
Joe dio la vuelta a la cola y se dirigió al lado de estribor del avión, donde descubrió que las pieles que cubrían la parte delantera del fuselaje eran mucho más claras y de una textura distinta a las del lado de babor.
Amontonados en una pirámide junto al avión, como un cargamento esperando a ser cargado a bordo, había cráneos de diecisiete perros.