A Joe lo despertó en el hangar el olor a puro encendido. Abrió los ojos y vio el ala llena de parches del Condor.
—Has tenido suerte —dijo Shannenhouse. Cerró el encendedor y soltó el humo. Estaba sentado en una silla plegable de lona junto a Joe, con las piernas abiertas en la mejor tradición de los cowboys. Shannenhouse era de un pueblo rural de California llamado Tustin y cultivaba hábitos de cowboy que no terminaban de casar con su cuerpo menudo y su cara de profesor. Tenía el pelo ralo y rubio, gafas sin montura y unas manos que, aunque callosas y llenas de cicatrices, seguían resultando delicadas. Intentaba ser taciturno pero era proclive a dar sermones. Intentaba ser severo y no tener amigos pero era un entrometido recalcitrante. Era el patriarca de la Estación Kelvinator, un as de la Primera Guerra con ocho derribos que había pasado la década de 1920 volando por las Sierras y los montes de Alaska. Se había alistado después de Pearl Harbor y estaba tan decepcionado como todos de que lo hubieran enviado a Kelvinator. No había confiado realmente en volver a combatir, pero llevaba toda la vida haciendo un trabajo interesante y esperaba continuar así. Desde su llegada a Kelvinator —el nombre oficial y clasificado del lugar era Estación Naval SD-A2(R)— había hecho tan mal tiempo que solamente había despegado dos veces, la primera una misión de reconocimiento que fue abortada al cabo de veinte minutos al aproximarse una tormenta de nieve, y la segunda una excursión no autorizada y fallida para intentar encontrar la base de la primera expedición de Byrd, o de la última expedición de Scott, o de la primera expedición de Amundsen, o el lugar donde había sucedido algo en aquel yermo para el que parecía haberse acuñado la expresión «olvidado de Dios». Nominalmente era teniente, pero en la Estación Kelvinator nadie respetaba ceremonias ni rangos. Todos obedecían los dictados de la supervivencia, y no hacía falta más disciplina que aquella. Joe era radiotelegrafista de segunda clase, pero nadie le llamaba otra cosa que Chispas, Marconi o, más a menudo, Tontín.
A Joe le resultó agradable el humo del puro. Tenía un olor nada antártico a otoño, fuego y tierra. En su mente acechaba algo que el olor del puro encendido parecía mantener lejos. Buscó la mano de Shannenhouse y levantó una ceja. Shannenhouse le pasó el puro y Joe se incorporó para ponérselo en la boca. Entonces vio que estaba metido en un saco de dormir en el suelo del hangar, con la parte superior del cuerpo envuelta en un montón de mantas. Se apoyó en un codo y dio una calada larga, llenándose los pulmones del humo fuerte y oscuro. Aquello fue un error. Su ataque de tos fue largo y convulsivo, y el dolor en la cabeza y el pecho le recordó de pronto a los hombres y los perros muertos en los túneles con los pulmones llenos de algún agente o germen. Se acostó de nuevo con la frente perlada de sudor.
—Oh, mierda —dijo.
—Y que lo digas —dijo Shannenhouse.
—Johnny, no puedes bajar allí dentro, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?
—A buenas horas me lo dices.
Joe intentó incorporarse y llenó las mantas de ceniza.
—¿No habrás bajado?
—No estabas consciente para avisarme, ¿recuerdas? —Shannenhouse reclamó su puro a modo de reproche y empujó a Joe para que volviera a echarse en el suelo. Negó con la cabeza, intentando borrar un recuerdo persistente—. Dios. —Normalmente su voz era ondulante y tenía un brío académico, pero ahora era monótona como la de un cowboy, monótona y reseca como Joe se imaginaba que debía de ser Tustin, Texas—. Es lo peor que he visto en mi vida.
Shannenhouse había pasado buena parte de los últimos meses contando los horrores que había conocido: historias llenas de hombres ardiendo, fuentes arteriales de sangre manando de los hombros sin brazo de compañeros que habían obstruido accidentalmente el avance de una hélice, cazadores medio devorados por los osos que arrastraban sus muñones hasta el campamento por la mañana.
—Oh, mierda —dijo otra vez Joe.
Shannenhouse asintió.
—Lo peor que he visto en mi vida.
—Johnny, te ruego que no vuelvas a decir eso.
—Lo siento, Joe.
—¿Dónde estabas tú, por cierto? ¿Por qué no…?
—Estaba aquí. —El hangar, aunque enterrado en la nieve de la Tierra Marie Byrd igual que el resto de edificios de la Estación Kelvinator, no estaba comunicado con el resto mediante túneles, también debido a que aquel año el mal tiempo había llegado tan deprisa y con tanta brutalidad—. Me tocaba guardia y vine aquí para echarle un vistazo. —Señaló con el pulgar al Condor vetusto—. No sé qué pensaba Kelly que estaba haciendo, pero la radio…
—Tenemos que ponernos en contacto con Guantánamo. Tenemos que avisarles.
—Ya he intentando ponerme en contacto —dijo Shannenhouse—. La radio no funciona. No he podido avisar a nadie.
Joe sintió que el pánico lo acometía igual que el día en que se había caído bajo el cono de hielo, en medio de un estrépito de esquíes y fijaciones, sin aire en los pulmones, con la boca llena de nieve y una hoja de hielo punzante en el sitio donde debería tener el corazón.
—¿Que no funciona la radio? Johnny, ¿por qué no funciona la radio? —En pleno ataque de pánico, le pasó por la cabeza la idea melodramática, digna de uno de los argumentos de Sammy, de que Shannenhouse era un espía alemán y había matado a todo el mundo—. ¿Qué está pasando?
—Relájate, tontín, ¿de acuerdo? Que no se te vaya la cabeza —le devolvió el puro a Joe.
—Johnny —dijo Joe, tan tranquilamente como pudo y soltando el humo—. Creo que ya se me está yendo la cabeza.
—Escucha, la gente está muerta y la radio no funciona, pero no hay relación entre las dos cosas. No tienen nada que ver, es una de esas casualidades de la vida. No ha sido ninguna superarma nazi. Por Dios, ha sido la puta estufa.
—¿La estufa?
—El monóxido de carbono de Wayne. —El Waldorf Antártico se calentaba con una estufa de gasolina, afectuosamente apodada Wayne debido a la inscripción FUNDICIÓN FORT WAYNE INDIANA USA que tenía a un lado. La locura de poner apodos que asaltaba a los hombres cuando llegaban a aquella extensión vacía sin nombres alcanzaba hasta el último rincón de sus vidas. Le ponían nombre a las radios, a las letrinas, le ponían nombre incluso a sus resacas y a los cortes que se hacían en los dedos—. He subido y he comprobado los ventiladores del techo. Estaban obturados por la nieve. Lo mismo en Perrolandia. Ya le dije al capitán que estaban muy mal montados. O tal vez no. Se me ocurrió cuando los estábamos instalando.
—Han muerto todos —dijo Joe, terminando la frase con una entonación ascendente de duda apenas perceptible.
Shannenhouse asintió.
—Todos menos tú y tu novio, supongo que porque estabais acostados en el extremo del túnel más alejado de la puerta. Y por lo que respecta a la radio, ni puta idea. Magnetismo. Manchas solares. Ya volverá a funcionar.
—¿Qué quieres decir con mi novio?
—El chucho. Mejillón.
—¿Ostra?
Shannenhouse asintió de nuevo.
—Se encuentra bien. Lo he atado para que pase la noche en el Mess Hall.
—¿Qué? —Joe intentó ponerse de pie, pero Shannenhouse extendió el brazo y lo volvió a acostar, con brusquedad.
—Acuéstate, tontín. He apagado la puta estufa y he limpiado los ventiladores. A tu perro no le pasará nada.
Así que Joe se acostó y Shannenhouse se apoyó en la pared del hangar y miró su aeronave. Se pasaron el puro entre ellos. Pronto llegaría el momento de discutir las posibilidades que tenían y su plan para sobrevivir hasta que alguien pudiera rescatarlos. Tenían comida para que una docena de hombres aguantaran dos años y combustible de sobra para los generadores. El Salón Detrito podía servirles para dormir lejos del espectáculo de los cadáveres congelados. En comparación con los primeros héroes del continente, que se morían de hambre en sus tiendas de piel de caribú, royendo un pedazo de foca helado, estaban rodeados de lujos. Incluso si la marina no podía enviarles un barco o un avión hasta la primavera, tenían todo lo que les hacía falta y más para sobrevivir. Pero de alguna forma la idea de que la muerte se hubiera infiltrado debajo de tanta nieve y tanto hielo hasta llegar a sus túneles y sus confortables habitaciones y en una sola noche —en una hora— hubiera matado a todos sus compañeros y a todos los perros salvo uno, hacía que su supervivencia, a pesar de su abundancia de provisiones y material, no pareciera en absoluto garantizada.
Algunas noches, mientras regresaban corriendo de la torre de comunicaciones o del hangar a la trampilla que llevaba a la seguridad y el calor, los dos hombres habían sentido un movimiento en las inmediaciones de la estación, una presencia, algo que pugnaba por surgir del viento, de la oscuridad, de las torres acechantes y los dientes protuberantes del hielo. Aquello les erizaba el pelo de la nuca y echaban a correr, a pesar de sí mismos, con una punzada de pánico en las costillas, tan convencidos de que algo muy malo los perseguía como niños subiendo las escaleras del sótano. La Antártida era hermosa: incluso Joe, que la detestaba con toda su alma por considerarla el símbolo, la encarnación y el corazón vacío y absurdo de su impotencia en aquella guerra, había sentido la fascinación y la grandeza del Polo. Pero a cada momento intentaba matarlos. No podían bajar la guardia ni un instante, lo sabían desde el principio. Ahora a Joe y al piloto les parecía que la perversidad de aquel lugar, las ondas resplandecientes de polvo que se acumulaban en los rincones, encontrarían la forma de acabar con ellos, no importaba lo calientes que estuvieran sus literas o lo llenas que tuvieran las barrigas, no importaba cuántas capas de lana, cuero y piel intentaran impedirlo. La supervivencia, en aquel momento, parecía fuera del alcance y la acción de sus planes.
—No me gusta tener a los perros aquí, rondando mi avión —dijo Shannenhouse, estudiando las riostras del ala izquierda del Condor con gesto de aprobación—. Ya lo sabes.