El perdedor del Lupe Vélez estaba obligado a hacerse la cama en los túneles, en el pandemonio de Perrolandia. Había dieciocho perros, en su mayor parte malamuts de Alaska, además de unos cuantos huskies de Groenlandia y Labrador y un merodeador traicionero que era casi todo lobo. Tenía que coger un saco de dormir, una manta y la mitad de las veces una botella de Old Grand-Dad y acostarse en el túnel congelado, donde, a pesar que tanto el suelo como las paredes y el techo estaban cubiertos de nieve, el hedor a orina, al cuero de los arneses y a belfo de husky rancio y untado de grasa de foca era sorprendentemente intenso. Habían empezado con veintisiete perros, suficientes para montar dos equipos y un tercero de reemplazo, pero cuatro habían sido matados por sus compañeros debido a alguna compleja emoción canina compuesta de aburrimiento, rivalidad y un entusiasmo atroz. Uno había caído en un agujero sin fondo en el hielo. Dos habían cogido alguna enfermedad tan misteriosa como rápida. Una había recibido un disparo del encargado de señales, Gedman, por razones que casi nadie había entendido. Y Stengel, el verdadero genio entre los perros, se había adentrado en la niebla un día sin que nadie lo viera y no había regresado. Había veintidós hombres. Jugaban al póquer, al parchís, al ajedrez, a los naipes, a pescar la carta, a geografía, al fantasma, a ping-pong, a las veinte preguntas, al hockey con una moneda de diez centavos, al hockey con calcetín, al hockey con tapón de botella, al contrato, a las damas, a los dados, al monopoly y al Uncle Wiggily [22] apostando cigarrillos (el dinero les servía tan poco como las palas y la nieve). Jugaban para librarse del trabajo insoportable de deshacer con un picahielo el zigurat congelado que se acumulaba continuamente en las letrinas, una columna de zurullos y penachos de diarrea que el frío petrificaba creando formas fantásticas dignas de Gaudí. O bien jugaban (al ajedrez sobre todo) por la preciosa recompensa de reducirse entre ellos a montoncitos de ceniza y brasas. Pero los ganadores al Lupe Vélez solamente ganaban el derecho a dormir en sus literas, calientes y secos dentro del Waldorf Antártico, durante una noche más. Era un juego estúpido y cruel pero al mismo tiempo indulgente y sencillo. Siempre había veintiún ganadores y un perdedor, que tenía que ir a dormir con los perros. Aunque en teoría todos jugaban con la misma desventaja, debido a la naturaleza esencialmente aleatoria del juego y a que no requería ningún talento, normalmente era Joe Kavalier el que terminaba la noche acostado en medio del tumulto y el hedor de los túneles después de una manga rápida de Lupe Vélez. Allí era donde estaba, apoltronado en un cajón junto al perro llamado Ostra, la noche en que algo ocurrió con la cocina del Waldorf.
Salvo el piloto Shannenhouse, no había ningún hombre entre ellos mayor de treinta y cinco años (el termómetro bajó por primera vez de los -25° C el día del treinta y cinco cumpleaños de su capitán, Walter «Wahoo» Fleer, que lo celebró corriendo cincuenta metros, de la Pista de Sebo al Salón Detrito, vestido solamente con sus botas de piel de foca), y tres de los miembros del batallón de construcción naval, Po, Mitchell y Madden, eran poco más que adolescentes, lo cual probablemente explicaba la estupidez esencialmente juvenil del Lupe Vélez. Todos estaban embutidos en el Mess Hall, a altas horas de una noche que ya duraba semanas, perdiendo el tiempo o haciendo algo que fingía no ser perder el tiempo, o bien, a rachas tan severas como intensas, enfrascados en algún urgente e ineludible acto de reparación, análisis, proyección o disciplina naval, cuando alguien —a menudo Gedman, aunque cualquiera podía empezar una ronda— gritaba el nombre de la estrella de Mexican Spitfire y Honolulu Lu. Inmediatamente todo el mundo en la sala, de acuerdo con las reglas, tenía que gritar lo mismo. El individuo que el veredicto general de los jugadores decidiera que había sido el último en pronunciar las palabras críticas (a menos que estuviera en el turno de guardia) pasaba la noche (o lo que ellos llamaban noche: siempre era de noche) en Perrolandia. Si por culpa del deber, o gracias a la suerte, uno resultaba no estar en la sala en aquel momento, quedaba exento. El juego, salvo en caso de tedio extremo, solamente tenía una ronda diaria. Aquellas eran las reglas. Sus orígenes eran oscuros y su observancia apasionada. Pero por alguna razón, Joe no parecía entenderlas.
Entre los hombres había un gran número de teorías sobre aquello, o tal vez sería más preciso decir que había muchas teorías sobre Joe. Joe era el favorito de todos, incluso de quienes odiaban a todo el mundo, una categoría que empezó a abundar a medida que avanzaba el invierno. Sus juegos de manos y sus trucos de prestidigitación eran fuentes interminables de entretenimiento, sobre todo para los ocupantes menos avispados de la Estación Kelvinator. Era de fiar, experto, imaginativo y trabajador, pero su acento y su idioma extrañamente sesgado oscurecían los contornos de su competencia evidente, una competencia que, en el resto de hombres con talento de la Estación Kelvinator, podía adoptar una intensidad agresiva y antagonística. Además, se sabía, aunque Joe hablaba poco de ello, que su participación en la guerra obedecía a razones más personales que las de los demás. En muchos sentidos, era el enigma viviente de la estación. Los que lo conocían del periodo de instrucción en la Estación de Groenlandia difundieron el rumor de que nunca leía el correo, de que en el baúl al pie de su catre había un fajo de cartas sin abrir de diez centímetros de grosor. Para unos hombres adictos a la correspondencia, aquello convertía a Joe en un ser asombroso.
Algunos decían que el problema de Joe con el Lupe Vélez era su falta de dominio del inglés, aunque este argumento se podía rebatir fácilmente alegando que varios de los nativos de la estación todavía lo dominaban menos. Otros culpaban al aspecto fantasioso y distante de su personalidad, tan obvio para ellos como lo había sido para los amigos de Joe en Nueva York, incluso en un sitio como aquel donde daba la impresión de que cualquier temperamento menos distante acabaría por hundirse en el ostracismo. Luego estaban quienes aseguraban que simplemente prefería la compañía de los perros. Había algo de verdad en todas aquellas explicaciones, aunque la única que admitía Joe era la última.
Le gustaban los perros en general, pero el único al que apreciaba de verdad era Ostra. Ostra era un animal mestizo de color gris pardusco con el pelaje tupido de un perro esquimal, unas orejas largas y caídas de manera poco distinguida y una expresión robusta y perpleja que sugería, según los perreros, una influencia reciente de San Bernardo en su genealogía. Los malos tratos con el látigo durante su juventud en Alaska lo habían dejado ciego del ojo izquierdo, legándole la perla blanquecina a la que debía su nombre. La primera vez que Joe había sido condenado a pasar la noche en Perrolandia por perder en el Lupe Vélez, había visto que Ostra parecía hacerle señales desde el fondo de su nicho al final del túnel resplandeciente, incorporándose y echando hacia atrás las orejas en gesto lastimero. Todos aquellos animales estaban desesperadamente necesitados de compañía humana (parecían detestarse entre ellos). Sin embargo, Joe decidió acostarse solo aquella noche en un trozo de suelo vacío frente a la puerta del almacén, lejos del gruñido y el rezongar continuo de los perros.
Luego, a mediados de marzo, un alijo de comida que habían olvidado meter en el almacén se perdió en la primera tormenta de nieve del invierno. Joe participó en su búsqueda. Se puso unos esquíes, por tercera vez en su vida, y pronto se separó del resto del grupo que buscaba la tonelada de comida perdida. De repente una ventisca se levantó y lo sumergió en una nube impenetrable de nieve. Ciego y desesperado, chocó con un cono de hielo y se hundió bajo el mismo en medio de un estrépito como de campanillas y vigas partidas. Y era Ostra, movido por un impulso ancestral de San Bernardo, el que lo encontró. Después de aquello, Joe y Ostra se convirtieron en compañeros semirregulares de lecho, de acuerdo con los caprichos del Lupe Vélez. Incluso cuando dormía en su litera, Joe visitaba a Ostra todos los días, le llevaba trozos de bacon y jamón y unos albaricoques secos que al perro le gustaban. Aparte de los dos perreros, Casper y Houk, que veían a los perros como un entrenador a su alineación, como Diaghilev a sus filas o como Satanás a sus demonios, Joe era el único habitante de la Estación Kelvinator que consideraba a los perros algo más que una fuente perpetua, ruidosa y pestilente de molestias.
Gracias solamente a que había perdido tan a menudo al Lupe Vélez y, en consecuencia, había dormido tantas veces con los perros, Joe pudo percibir, incluso en las profundidades de su sueño intoxicado, una alteración en el ritmo normal de la respiración de Ostra.
La alteración en cuestión, una interrupción del gruñido normal, grave y continuo del perro, lo inquietó. Se agitó y se despertó lo bastante como para ser consciente de un zumbido extraño, leve y continuo, en el túnel de los perros. El zumbido estuvo sonando un rato en tono reconfortante, y aturdido como estaba, Joe estuvo a punto de hundirse de nuevo en un letargo que habría sido fatal. Se incorporó, lentamente, apoyándose en un brazo. No conseguía aclarar sus pensamientos, como si dentro de su cráneo flotara una cortina espesa de nieve. Tampoco podía ver muy bien, aunque parpadeó y se frotó los ojos. Al cabo de un momento se le ocurrió que el hecho de haberse incorporado de forma tan brusca tendría que haber despertado por lo menos a su compañero de lecho, a quien nunca le pasaban por alto los movimientos de Joe. Y en cambio Ostra seguía durmiendo, en silencio, con los costados entrecanos subiendo y bajando despacio y muy suavemente. Entonces fue cuando Joe se dio cuenta de que el ruido que llevaba quién sabe cuánto tiempo escuchando plácidamente desde su saco de dormir era el zumbido de las luces eléctricas que se desplegaban a intervalos a lo largo de los túneles. Durante sus noches en Perrolandia no había oído aquel ruido ni una sola vez, porque el lloriqueo y el tumulto habitual de los perros lo ahogaba. Pero ahora en Perrolandia reinaba el silencio total.
Extendió el brazo y le dio una palmada a Ostra, suavemente, en el pescuezo, luego le clavó un dedo en la carne blanda donde la pata delantera izquierda se le unía al cuerpo. El perro se agitó, y a Joe le pareció que dejaba escapar un gemido, pero no levantó la cabeza. Tenía los miembros fláccidos. Sintiéndose tremendamente débil, Joe salió a rastras del cajón y fue gateando por el túnel a ver cómo estaba Forrestal, el malamut de pura raza de Casper, que después de que Stengel se perdiera lo había sucedido como Rey de los Perros. Entonces comprendió por qué frotarse los ojos no servía de nada: el túnel estaba lleno de niebla, que venía flotando y serpenteando desde el Túnel Principal. Forrestal no reaccionó cuando Joe le dio una palmada ni cuando lo pinchó con el dedo ni tampoco cuando lo sacudió con fuerza. Joe pegó la oreja al pecho del animal. No le pudo encontrar el pulso.
Rápidamente, Joe desenganchó el collar de Ostra de la cadena cuyo extremo estaba sujeto al cajón de madera, cogió al perro en brazos y cargó con él por el túnel en dirección al Túnel Principal. Tenía ganas de vomitar, pero no sabía si era porque le pasaba algo malo, algo que lo iba a matar, o simplemente porque para llegar al final del túnel tenía que pasar junto a diecisiete perros muertos en sus nichos cavados en la nieve. No podía pensar con claridad.
El túnel de Perrolandia iba trazando ángulos rectos hasta el túnel central de la Estación Kelvinator, y directamente delante de su salida estaba la puerta del Waldorf. Los planes originales eran que Perrolandia estuviera a cierta distancia de las dependencias de los hombres, pero tampoco habían tenido tiempo para aquello y se habían visto obligados a aposentar los perros prácticamente frente a su puerta, en un túnel que originalmente había sido cavado para almacenar víveres. Se suponía que aquella puerta debía estar cerrada para evitar que el precioso calor de la cocina se escapara de los dormitorios, pero a medida que se acercaba a ella, llevando en brazos casi cincuenta kilos de perro agonizante, Joe vio que estaba abierta unos centímetros, y que no se había terminado de cerrar por culpa de uno de sus calcetines, que se le debía de haber caído de camino a Perrolandia. Aquella noche había hecho un hato con su ropa en la litera, tal como reconstruiría más tarde, y el calcetín se le debía de haber quedado enganchado al petate. Del túnel del Waldorf salía una peste cálida y flatulenta a cerveza y ropa interior sucia que fundía el hielo y llenaba el túnel de una nube fantasmal de condensación. Joe abrió la puerta con el pie y entró en la sala. El aire parecía extrañamente recargado y no parecía en absoluto caldeado, y mientras estaba ahí, intentando escuchar el ronquido normalmente congestionado de los hombres, se mareó todavía más. El peso del perro en sus brazos se volvió insoportable. Ostra se le cayó de las manos y golpeó el suelo de tablones con un ruido sordo. El ruido produjo náuseas a Joe. Dio un traspiés a la izquierda, virando bruscamente para no tocar ninguna de las literas por entre las que estaba caminando ni a los hombres que dormían en ellas, hacia el interruptor de la luz. Nadie protestó ni se movió al encenderse la luz.
Houk estaba muerto. Mitchell estaba muerto. Gedman estaba muerto. Aquello fue lo que pudo ver antes de que una idea repentina y desesperada lo impulsara a través de la trampilla del techo del Waldorf y al exterior helado. Sin abrigo, con la cabeza al descubierto y en calcetines, salió a trompicones a la superficie atravesando la capa de nieve. El frío le mordió el pecho como un cepo de alambre. Le cayó encima como una caja fuerte. Se le tiró ansioso a los pies desnudos y le lamió las rótulas. Su respiración crujió como tafetán a medida que el aire que expulsaba se congelaba a su alrededor. Su sangre se llenó de oxígeno, despertando sus nervios oculares, y el cielo oscuro y plomizo encima de su cabeza pareció cubrirse de repente de estrellas. Alcanzó un instante de equilibrio corporal, durante el cual el éxtasis de haber logrado finalmente respirar y ser azotado por el viento compensó perfectamente la agonía de su nueva situación. Luego lo acometió el temblor, una única convulsión atroz que le sacudió todo el cuerpo, soltó un chillido y cayó de rodillas en el hielo.
Justo antes de caer hacia delante, tuvo una visión extraña. Vio a su viejo profesor de magia, Bernard Kornblum, acercándose a él a través de la oscuridad azul, con la barba atada en una redecilla, llevando el brasero de campaña encendido que Joe y Thomas habían cogido prestado de un amigo que hacía montañismo. Kornblum se arrodilló, dio la vuelta a Joe hasta ponerlo boca arriba y lo miró, con su expresión crítica y burlona.
—Escapismo —dijo con su sorna habitual.