QUINCE

Cuando la hilera de coches se detuvo delante de la casa, Ruth Ebling, el ama de llaves, que estaba mirando desde el porche delantero cómo el chófer y Stubbs hacían bajar a los invitados y descargaban su equipaje, enseguida vio al pequeño judío. Era mucho más pequeño y flaco que el resto de hombres de la fiesta: ciertamente más pequeño que ningún otro de los tipos rubios, larguiruchos y de hombros caídos, con sus trajes de Brooks y sus modales impecables, que el señor Love tenía habitualmente entre sus invitados. Mientras los demás salían de los coches con el paso ligero de aventureros venidos a plantar una bandera de conquistadores, el pequeño judío salió con dificultad de la parte trasera del segundo coche —un monstruoso Cadillac 61 nuevo de color verde botella— como un hombre que acabara de caer en una zanja. Parecía que hubiera pasado las últimas horas no tanto sentado entre los demás como tirado descuidadamente en el espacio que quedaba entre ellos. Se quedó allí de pie, manoseando un cigarrillo, parpadeando y pálido, con el viento cortante arrancándole lágrimas, arrugado, vagamente contrahecho, mirando los tejados amenazantes y las chimeneas descomunales de Pawtaw sin disimular su recelo. Cuando vio que Ruth lo estaba mirando, inclinó la cabeza y levantó a medias la mano a modo de saludo.

Ruth sintió un deseo poco característico de apartar la vista. En cambio, clavó en él la mirada fija y gélida, con las mejillas inmóviles y la mandíbula tensa, a la que había oído al señor Love referirse, cuando pensaba que ella no estaba escuchando, como su «mirada de Otto von Bismarck». Una sonrisa de disculpa atravesó brevemente la cara del pequeño judío.

Aunque no podría haberlo sabido (y nunca llegó a saber con certeza qué salió mal aquel día), la mala suerte de Sammy Clay fue llegar la misma tarde que el motor en ebullición de la hostilidad de Ruth Ebling hacia los judíos no estaba siendo alimentado solamente por el habitual compuesto negro formado por las arengas lógicas y omnívoras de su hermano y por los preceptos silenciosos de la clase social de su patrón. También ardía un cuarto de galón claro y volátil de vergüenza mezclada con rabia sin refinar. La mañana anterior, en Nueva York, había estado con su madre, su cuñada y su tío George, frente a la puerta de la cárcel de Tombs, viendo cómo el autobús que llevaba a Sing Sing al hermano que le quedaba, Carl Henry, desaparecía en medio de una espesa nube de gases de tubo de escape.

Carl Henry Ebling se había declarado culpable y un juez llamado Cohn lo había condenado a doce años por poner una bomba en la recepción del bar mitzvah de Leon Douglas Saks en el Pierre. Carl Henry, un chico ferviente y fantasioso pero nunca especialmente hábil ni competente, había conservado aquellos rasgos al entrar en una edad adulta tan apasionada como holgazana. Pero el idealismo amorfo y profundamente grabado con que había vuelto de los campos de batalla de Bélgica, cuajado en la larga humillación de la Depresión, había adoptado una nueva forma y un nuevo propósito después de 1936, cuando un amigo lo había invitado a unirse a una organización social de Yorkville, el club de la Patria, que hacia el estallido de la guerra en Europa se había metamorfoseado o escindido —nunca había acabado de entenderlo— en la Liga Aria-Americana. Aunque Ruth nunca había estado del todo de acuerdo con las ideas de Carl Henry —Adolf Hitler la ponía nerviosa— ni se había sentido cómoda con el hecho de que su hermano tomara una parte tan activa en las actividades del partido, veía una nobleza incuestionable en su devoción a la causa de liberar Estados Unidos de la influencia malévola de Morgenthau y el resto de su conciliábulo. Y lo que es más, tanto el juez como el abogado de la acusación (Silverblatt) y todos los demás tendrían que haber visto con claridad, igual que lo veía ella, que su hermano, que había insistido en contra del consejo de su abogado en declararse culpable y que la mayor parte del tiempo parecía creer que era un villano de cómic con disfraz, no estaba en su sano juicio. Tenía que estar en Islip, no en Sing Sing. El hecho de que la bomba que su hermano había fabricado —con forma de tridente, ¿cómo podían no ver que estaba enfermo?— hubiera conseguido explotar de alguna forma y solamente lo hiriera a él, Ruth lo atribuía a la mala suerte y a la torpeza que nunca habían abandonado a su hermano. En cuanto la dureza de la sentencia que le habían aplicado, Ruth, igual que Carl Henry, culpaba no solamente al funcionamiento de la maquinaria judía sino, con una mala gana que le arrancaba el corazón, a su patrón, el señor James Haworth Love. Desde principios de los años treinta, James Love había expresado en voz bien alta su oposición a Charles Lindbergh, a los America Firsters y sobre todo al Bund germano-americano y a otros grupos proalemanes del país, a quienes en sus discursos y en los editoriales de la prensa solía caracterizar como «quintacolumnistas, espías y saboteadores», unos ataques que habían culminado, al menos desde la perspectiva de Ruth, en la acusación y el encarcelamiento de su hermano. De manera que el desdén sordo que Ruth habría sentido en cualquier otro momento por Sammy se añadió a su odio supurante por sus invitados para el fin de semana, por el modo en que el señor James Haworth Love llevaba sus asuntos, tanto políticos como sociales. Al presenciar aquella relajación de la prohibición, no articulada pero absoluta, de la presencia de judíos en Pawtaw, hasta entonces una de las pocas tradiciones de sus padres y de sus abuelos, los fundadores del imperio, que el señor Love había continuado respetando, y al verla como prueba final de la debilidad y la falta de vergüenza de aquel hombre, su corazón se rebeló. Solamente hacía falta un agravio más para obligar a Ruth a tomar medidas para aliviar la presión que llevaba tanto tiempo acumulándose en su seno.

—He visto el humo —ladró el señor Love—. Los fuegos encendidos. Muy bien, Ruth. ¿Cómo está usted?

—Estoy segura de que sobreviviré.

Los hombres marcharon hacia las escaleras, arrojándole a ella sus saludos brillantes y vacíos, haciéndole cumplidos por su pelo, cuyo estilo no había cambiado desde 1923, su tono de piel y el olor que venía de la cocina. Ella saludó con educación, con aquella mordacidad precavida suya, como una maestra dando la bienvenida después de las vacaciones a un grupo de sabelotodos y gamberros, y les dijo, uno a uno, cuáles eran sus habitaciones y cómo podían encontrarlas si no sabían ya dónde estaban. Los dormitorios habían sido bautizados por algún antiguo entusiasta de la familia Love con los nombres de tribus indias desaparecidas. Uno de los hombres, extremadamente apuesto, con los ojos del mismo color del nuevo cadillac y un hoyuelo en la barbilla, mucho más alto y fornido que ninguno del resto, le estrechó la mano y le dijo que había oído auténticas maravillas de su estofado de ostras. El judío de piernas flacas se quedó rezagado, refugiado al abrigo del gigante de ojos verdes. El único saludo que tuvo para ella fue otra sonrisa torcida y una tos nerviosa.

—Usted se aloja en la Raritan —le dijo, después de haberle reservado la habitación más pequeña e incómoda de las habitaciones para invitados del tercer piso, una sin porche y desde la cual solamente se veía un fragmento de mar.

Él pareció casi atemorizado por aquella información, como si fuera la noticia de una grave responsabilidad que ella le había adjudicado.

—Gracias, señora —dijo él.

Ruth recordaría más tarde haber sentido una breve y débil emoción a medio camino entre el afecto y la piedad por aquel pequeño muchacho judío de nariz respingona. Parecía completamente fuera de lugar entre todos aquellos narcisos altos y deportistas. Le costaba creer que pudiera ser uno de ellos. Se preguntaba si había llegado allí por alguna clase de error.

Ruth Ebling no podía saber lo cerca que sus especulaciones sobre el estatus de Sam estaban de las de él.

—Dios —le dijo a Tracy Bacon—. ¿Qué estoy haciendo aquí? —Dejó su maleta. Aterrizó con un ruido sordo en la gruesa alfombra, una de las varias alfombras orientales con las que estaba cubierto el suelo de tablones de la Raritan. Tracy ya había dejado sus bolsas en su habitación del segundo piso, que, en un acceso asombroso de intuición por parte de aquel antepasado amante de los indios, se denominaba Ramcock. Ahora estaba tumbado de espaldas en la cama de hierro de Sammy, con las piernas levantadas y cruzadas a la altura de la rodilla, los brazos cruzados debajo de la cabeza, arrancando con una uña el esmalte blanco descascarillado del armazón de la cama. Como muchos hombres grandes y fornidos, era un haragán recalcitrante que despreciaba el esfuerzo físico salvo por breves estallidos de gracia frenética a lo Red Grange[21]. Lo que más detestaba era estar de pie, y eso hacía que su trabajo en la radio le resultara particularmente detestable; odiaba también que lo obligaran a sentarse derecho. Su capacidad inherente para sentirse cómodo dondequiera que fuera se complementaba poderosamente con una pereza arraigada en sus huesos. Siempre que entraba en una habitación, no importaba que fuera una ocasión formal, buscaba generalmente un lugar donde por lo menos pudiera levantar los pies—. Apuesto a que soy el primer judío que pone los pies en este sitio.

—Creo que no voy a aceptar esa apuesta.

Sammy fue al ventanuco, cada uno de cuyos cristales tenía una huella de escarcha, de la buhardilla que daba al jardín trasero. Lo abrió, dejando que entrara una ráfaga fría de agua salada, humo de chimenea y de la efervescencia y el ronroneo del mar. En el último cuarto de hora del día, Dave Fellowes y John Pye estaban allí abajo en la playa, pasándose una pelota con cierto fervor siniestro, con pantalones de trabajo y sudaderas pero descalzos. John Pye también era actor de radio, la estrella de Llamando al doctor Maxwell, y amigo de Bacon, que era quien lo había presentado al patrocinador de Las aventuras del Escapista. Fellowes dirigía la oficina en Manhattan de un miembro de la delegación del congreso en Nueva York. Sammy miró cómo Fellowes le daba la espalda a Pye y echaba a andar por la playa, removiendo la arena blanca con sus pasos. Fellowes levantó los brazos, miró por encima del hombro y un pase corto y certero de Pye le cayó en las manos.

—Esto es muy extraño —dijo Sammy.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Supongo que sí —dijo Bacon—. Supongo que ha de serlo.

—Tú no lo sabes.

—Bueno… Tal vez la razón por la que no lo creo es que siempre me sentí muy extraño, ya sabes, antes de descubrir que no era el único del mundo.

—No me refiero a eso —dijo Sammy en tono amable. No había sido su intención dar la impresión que quería discutir—. Eso no es lo que me resulta extraño, chaval. No es que sean todos un puñado de maricas, ni que el magnate de los calcetines James Love sea marica, ni porque lo seas tú o lo sea yo.

—Si es que lo eres —Bacon lo corrigió en tono burlón.

—Si es que lo soy.

Bacon miró el techo con los brazos doblados debajo la cabeza en gesto satisfecho.

—Que lo eres.

—Puedo serlo.

De hecho, la cuestión de cómo una generación posterior llamaría a la orientación sexual de Sammy parecía en gran medida resuelta, al menos para todo el mundo que había asistido a Pawtaw aquel primer fin de semana de diciembre de 1941. En las semanas siguientes a que visitaran la Feria Mundial e hicieran el amor dentro del orbe a oscuras de la Perisfera, Sammy y su robusto joven amante habían entrado a formar parte del círculo de John Pye, considerado por entonces, y durante bastante más tiempo en la mitología del Nueva York gay, el hombre más hermoso de la ciudad. En un local del East Side llamado el Blue Parrot, Sammy había visto por primera vez a hombres bailar el Texas Tommy y el baile de Cenicienta, muy apretados, a oscuras, aunque sus piernas débiles lo disuadieron de unirse a la diversión. Al día siguiente, como sabía todo el mundo, él y Tracy se irían a la costa Oeste, a emprender su nueva vida juntos como guionista y estrella de serial.

—¿Pues qué es tan extraño? —dijo Tracy.

Sammy negó con la cabeza.

—Pues mírate a ti mismo. Y míralos a ellos. —Señaló la ventana abierta con un pulgar—. Todos podrían interpretar la identidad secreta de un tipo en leotardos. El playboy aburrido, el héroe del fútbol, el joven fiscal del distrito idealista. Bruce Wayne. Jay Garrick. Lamont Cranston.

—¿Jay Garrick?

—Flash. Rubio, musculoso, con una bonita dentadura y fumador en pipa.

—Yo nunca fumaría en pipa.

—Uno fue a Princeton, otro a Harvard, otro a Oxford…

—Es un hábito detestable.

Sammy frunció la cara para dar a saber que sus intentos de cavilar estaban siendo interrumpidos. Luego desvió la mirada. En la playa, Fellowes acababa de placar a John Pye. Estaban rodando por la arena.

—Hace un año, cuando quería estar con alguien como tú, no tenía otro remedio, ya sabes, que inventármelo. Y ahora… —miró al otro lado del jardín amplio y árido, más allá de Pye y Fellowes. Un garabato de espuma se inscribió sobre la superficie de las olas. ¿Cómo podía transmitir lo feliz que había sido, durante el último mes, siendo el objeto de la mirada radiante de Bacon, y lo equivocado que estaba Bacon al malgastar aquella mirada en él? Nadie tan hermoso, tan encantador y desenvuelto y físicamente excelente como Bacon podía interesarse en él.

—Si me estás preguntando si puedes ser mi ayudante —dijo Bacon—, la respuesta es que sí. Te conseguiremos una máscara.

—Vaya, gracias.

—Te llamaremos… ¿Qué te parece Roñoso? O Seboso.

—Cállate.

—En realidad, Mohoso sería más apropiado. —Cuando estaban en la cama juntos, Bacon siempre estaba olisqueando con aire nostálgico el pene de Sammy, asegurando que olía exactamente igual que un montón de lonas amontonadas en la cabaña de su abuelo en Muncie, Indiana. Una vez, la cabaña había estado supuestamente situada en Chillicothe, Illinois.

—Te lo advierto… —dijo Sammy, con la cabeza amenazantemente inclinada hacia un lado, los brazos extendidos como para ejecutar un par de golpes de judo y las piernas encogidas para dar un brinco.

—O teniendo en cuenta el estado de tu ropa interior, joven —dijo Bacon, tapándose la cara con las manos y ya encogiéndose—, tal vez tendríamos que considerar seriamente Cochambroso.

—Se acabó —dijo Sammy, lanzándose a la cama. Bacon fingió que gritaba. Sammy se le echó encima y le atenazó las muñecas. Su cara quedó suspendida a treinta centímetros de la de Bacon.

—Ahora te tengo —dijo.

—Por favor —dijo Bacon—. Soy huérfano.

—Eso es lo que solían decir los listillos de mi vecindario.

Sammy frunció los labios y dejó que un salivazo largo colgara hacia abajo, terminado en una bola espesa y burbujeante. La burbuja fue bajando como una araña colgando de su tela hasta quedar colgando sobre la cara de Bacon. Entonces Sammy volvió a aspirarla. Hacía años que no intentaba aquel truco y le complació descubrir que su saliva mantenía su viscosidad intacta y que él mantenía pleno control de la misma.

—Uj —dijo Bacon. Meneó la cabeza de un lado a otro y luchó contra la presión que Sammy ejercía sobre sus muñecas, mientras Sammy hacía colgar el hilo reluciente otra vez sobre su cara. Luego, de pronto, Bacon dejó de forcejear. Miró a Sammy, a los ojos, tranquilo y con un brillo peligroso en la mirada. Por supuesto, si quisiera podría haberse soltado fácilmente de la presa enclenque de su amante. Lo decía su mirada. La perla de saliva se balanceó. Sammy cortó el hilo. Un minuto más tarde, yacían desnudos bajo las cuatro mantas amontonadas en el camastro, retozando exactamente de la manera que el doctor Fredric Wertham, en su libro fatídico, alegaría un día que era universal entre los héroes con disfraz y sus «pupilos». Se durmieron abrazados, y los despertó un olor, reconfortante y maternal, de leche hervida y agua salada.

De lo que aconteció en Pawtaw el 6 de diciembre de 1941 ha sobrevivido una serie de relatos fragmentarios. La entrada en el diario de James Love del 6 de diciembre es característicamente lacónica. Señala que esa tarde Bob Perina ha ganado ochenta y dos yardas para Princeton y da detalles del menú y extractos seleccionados de la conversación a la hora de la cena, con la anotación compungida: «en retrspctv más trivl q d costmbr». Los invitados, como siempre, se identifican por sus iniciales: JP, DF, TB, SC, RP, DD, QT. La entrada termina con la palabra DESASTRE. Solamente la ausencia de entrada relativa al día siguiente y la preocupación de la entrada del lunes, cuando tantas otras cosas estaban pasando en el mundo, además de una visita a su abogado, dan algunas pistas de lo que sucedió. Roddy Parks, el compositor, en una entrada de su famoso diario, proporciona el nombre de otro invitado (su amante por aquella época, el fotógrafo Donald Davis) y coincide con Love en que los temas principales de conversación fueron una amplia exposición de pintura fauvista en la galería de Marie Harriman, y la boda por sorpresa del rey de Bélgica. También señala que el estofado de ostras fue un fracaso y que Donald había comentado esa misma tarde que el ama de llaves, a quien Parks llama Ruth Appling, parecía preocupada. Su relato de la redada es casi tan lacónico como el de Love: «Alguien llamó a la policía».

Una verificación del informe en posesión del sheriff del condado de Monmouth aporta el nombre del último invitado de ese fin de semana, un tal señor Quentin Towle, así como un relato más detallado de los sucesos de aquella noche, incluyendo alguna información acerca del ímpetu que llevó a Ruth finalmente a usar el teléfono. «La señorita Ebling —dice el informe— se encontraba exasperada [sic] por el reciente encarcelamiento de su hermano Carl y se encontró por casualidad una historieta en uno de los dormitorios de un tipo al que hacía responsable de muchos de los problemas mentales de su hermano. En aquel momento, habiendo identificado al autor de dicha historieta como uno de los sospechosos, decidió notificar a las autoridades las actividades que tenían lugar en la casa».

Es interesante señalar que a pesar del énfasis, tanto aquella noche como durante los procedimientos legales mayormente inconcluyentes que siguieron, en el papel del cómic como desencadenante del acto de retribución de Ruth Ebling, el único invitado de Pawtaw aquella noche del que no consta ningún acta de arresto es del autor de ese cómic.

Sammy se emborrachó en la cena por primera vez en su vida. La borrachera llegó con tanta lentitud que al principio la confundió con la felicidad del cansancio sexual. Había sido un día largo, que había dejado una huella corporal en su recuerdo: el frío frente al Mayflower por la mañana mientras esperaban a que el señor Love y sus amigos los recogieran. El codo en sus costillas, el rugido y el olor ceniciento del calentador del Cadillac, la ráfaga afilada de aire de diciembre que entraba por la ventanilla del coche en el camino. El calor de un trago de whisky que aceptó de la petaca de John Pye. La marca de los dientes de Bacon y la huella de sus pulgares en las caderas de Sammy. Mientras estaba sentado en la mesa a la cena, comiendo su estofado y mirando a su alrededor con una expresión que sabía, sin preocuparse, que resultaba estúpida, el día lo envolvió con una confusión casi agradable de dolores e imágenes como la que asalta a alguien que está a punto de dormirse después de pasar todo el día fuera de casa. Se dejó arrullar por esa confusión y vio cómo los hombres que lo rodeaban desplegaban las pancartas resplandecientes de su conversación. El vino era un Puligny-Montrachet del 37, sacado de una caja que, según Jimmy Love, había sido regalo de Paul Reynaud.

—Así pues, ¿cuándo os vais vosotros dos?

—Mañana —dijo Bacon—. Y llegamos el miércoles. Tengo una aparición. Se supone que alguien de Republic tiene que subir al tren en Salt Lake City con mi disfraz para que el que baje en Los Ángeles sea el Escapista.

A continuación todos le gastaron bromas a Tracy Bacon sobre la cuestión de los leotardos, y eso llevó en medio del jolgorio general a la cuestión de los suspensorios. Love expresó su satisfacción porque Bacon pudiera continuar interpretando al Escapista en la radio, emitiendo desde Los Ángeles. Sammy se hundió más todavía en su letargo alimentado con vino de Burdeos. Hubo un leve trastorno en el aire a su espalda, un murmullo y un grito amortiguado.

—Pero ¿no lo echarán de menos a usted en su fábrica de cómics?

—¿Qué ha sido eso? —Sammy enderezó la espalda en su silla—. Creo que alguien lo llama, señor Love. He oído a alguien decir su…

—Siento mucho hacer esto, señor Love —dijo una voz clara y monótona detrás de Sammy—. Pero me temo que usted y sus amiguitas están arrestados.

Una breve desbandada siguió a aquel anuncio. La sala se llenó de una variedad desconcertante de ayudantes de sheriff, policías de Asbury Park, guardias de tráfico, reporteros de la prensa y un par de agentes del FBI de Philadelphia de vacaciones que se estaban tomando unas copas en el Fly Trap, un bar de carretera de la localidad de Sea Bright frecuentado por representantes de la ley de la costa de Nueva Jersey, cuando se propagó el rumor de que iban a vaciar un nido de maricas en la casa de la playa de uno de los hombres más ricos de América. Cuando vieron lo grandes y fornidos que eran algunos de los maricas, por no mencionar su aspecto sorprendentemente normal, sufrieron un momento de indecisión durante el cual Quentin Towle se las arregló para escaparse. Lo cogieron más tarde en la carretera del condado. Solamente los dos hombres más grandes opusieron resistencia. John Pye ya había sufrido dos redadas y estaba cansado. Sabía lo que al final le iba a costar aquello, pero antes de que lo redujeran consiguió hacer brotar sangre de la nariz de un sheriff y romper una botella de Montrachet en la cabeza de un segundo. También le rompió la cámara a un fotógrafo que vendía a los periódicos de Hearst, un acto por el que más adelante todos sus amigos le estarían agradecidos. Love, en particular, nunca olvidaría aquel favor, y después de que a Pye lo mataran en el norte de África, donde había ido a conducir una ambulancia porque el ejército no aceptaba homosexuales, se encargó de que a la madre y a la hermana de Pye no les faltara de nada. En cuanto a Tracy Bacon, no se paró un momento a considerar la cuestión de pelear o no con la policía. Sin revelar demasiado de la verdadera historia que había trabajado tan laboriosamente para borrar y ocultar, se puede decir que Bacon había tenido problemas con la policía desde los nueve años y se había estado defendiendo con los puños desde mucho antes. Se metió en embrollo convulso de porras, sombreros de ala ancha y hombres encogidos de miedo y empezó a repartir. Hicieron falta cuatro hombres para reducirlo, algo que realizaron con bastante brutalidad.

Mientras Sammy, demasiado borracho y confuso para moverse, miraba cómo su amante y John Pye se hundían en un mar de camisas pardas, él también estaba enzarzado en una lucha feroz. Alguien le había agarrado las piernas y no se las soltaba, no importaba que Sammy diera puntapiés y tortazos con toda su fuerza a quienquiera que fuera. Al final, sin embargo, su atacante pudo más y Sammy se vio arrastrado debajo de la mesa.

—¡Idiota! —dijo Dave Fellowes, con el ojo cerrado y la nariz sangrando por culpa de las patadas de Sammy—. Agáchate.

Obligó a Sammy a encogerse a su lado debajo de la mesa, y los dos juntos miraron las botas y los cuerpos golpeando la alfombra desde debajo del reborde con encaje del mantel. Fue en aquella posición indecorosa que los encontraron, cinco minutos más tarde, cuando los dos agentes del FBI de vacaciones, entrenados para hacer las cosas a fondo, hicieron una última batida por la casa.

—Vuestros amigos os están esperando —dijo uno de ellos. Sonrió al otro, que agarró a Fellowes del cuello de la camisa y lo sacó a rastras de debajo de la mesa.

—Voy enseguida —dijo el otro agente.

—Ya lo sé —dijo el que se estaba llevando a Dave Fellowes, con una risa áspera. Apoyado en una rodilla, el federal miró a Sammy con cariño burlón, como si tratara de sacar de su escondite a un niño remolón.

—Vamos, cariño —dijo—. No te haré daño.

La realidad de la situación había empezado a penetrar en la neblina de la borrachera de Sammy. ¿Qué había hecho? ¿Cómo iba a ser capaz de decirle a su madre que lo habían arrestado, y por qué? Cerró los ojos, pero cuando lo hizo, lo atormentó una visión de Bacon abatido por una lluvia de puños y botas.

—¿Dónde está Bacon? —dijo—. ¿Qué le habéis hecho?

—¿El grandullón? No le pasará nada. Es más hombre que el resto de vosotros. ¿Eres su novia?

Sammy se ruborizó.

—Eres una chica afortunada. Es un buen pedazo de carne.

Sammy sintió una extraña vibración en el aire entre él y el policía. La habitación, la casa entera, parecía haber quedado completamente en silencio. Si el policía planeaba detenerlo, a Sammy le parecía que ya tendría que haberlo hecho.

—A mí me gustan los tipos morenos. Y pequeños.

—¿Qué?

—Soy un agente federal, ¿lo sabías?

Sammy negó con la cabeza.

—Es cierto. Si les digo a esos tipos impacientes de los casquetes de ahí fuera que te tienen que soltar, te soltarán.

—¿Y por qué ibas a hacer eso?

El federal miró lentamente por encima del hombro, casi parodiando a un hombre que comprobara si había moros en la costa, luego se metió debajo de la mesa con Sammy. Se puso la mano de Sammy en la bragueta.

—Dímelo tú —dijo el federal.

Diez minutos más tarde, el par de agentes federales de vacaciones se reunieron en el vestíbulo de la casa. Dave Fellowes y Sammy, caminando a empellones delante de sus benefactores respectivos, apenas podían mirarse entre ellos, menos todavía a Ruth Ebling, que estaba supervisando las tareas de limpieza de su personal. Todavía tenía en la boca el sabor amargo del semen del agente Wyche, junto con el aroma dulce y pútrido de su propio recto, y nunca olvidaría la sensación de fatalidad que lo había acometido, una sensación de que había girado una esquina invisible y dentro de poco se iba a encontrar cara a cara con un destino negro e ineludible.

—Se han ido todos —dijo Ruth, aparentemente sorprendida de verlos—. Llegáis tarde.

—Estos dos hombres no son sospechosos —dijo el agente que llevaba a Fellowes—. Solamente son testigos.

—Tenemos que interrogarlos un poco más —dijo el agente Wyche, sin molestarse en camuflar su regocijo por el doble sentido—. Gracias, señora. Tenemos vehículo propio.

Sammy consiguió levantar la cabeza y vio que Ruth lo estaba mirando de una forma curiosa, con la misma ligera expresión de pena que creía haber captado en ella esa misma tarde.

—Solamente quiero saber una cosa —dijo ella—. ¿Qué se siente, señor Clay, cuando uno se gana la vida aprovechándose de las mentes inestables? Es lo único que quiero saber.

Sammy notó que debería saber de qué estaba hablando ella, y estaba seguro de que en circunstancias normales lo sabría.

—Lo siento, señora. No tengo ni idea de qué…

—Tengo entendido que un chico se ha tirado de un edificio —dijo ella—. Se ha atado un mantel al cuello y…

Sonó un teléfono en una habitación cercana y ella se detuvo. Se giró y fue a responderlo. El agente Wyche dio un tirón al cuello de la camisa de Sammy, lo arrastró hasta la puerta y los dos salieron a la noche gélida.

—Un minuto —dijo la voz del ama de llaves desde el interior—. Hay una llamada para el señor Klayman. ¿No será él?

Más tarde, Sammy se preguntaría a menudo qué habría sido de él, en qué callejón o cuneta habría terminado su cuerpo roto y violado si su madre no hubiera telefoneado a la casa de Pawtaw con la noticia de la muerte de Thomas Kavalier. El agente Wyche y su colega se miraron entre ellos. Sus expresiones habían perdido su neutralidad profesional.

—Oh, qué diantres, Frank —dijo el agente de Fellowes—. ¿Qué te parece? Es su mamá.

Cuando Sammy salió de la cocina, Dave Fellowes estaba desplomado contra la puerta, tapándose con un brazo la cara roja y mojada. Los dos federales se habían ido. También tenían madres.

—Necesito volver a la ciudad ahora mismo —dijo Sammy.

Fellowes se secó la cara con la manga, luego se hurgó en el bolsillo y sacó la llave de su Buick.

Aunque el tráfico era ligero, necesitaron casi tres horas para volver a Nueva York. No se dijeron ni una palabra desde el momento en que Fellowes arrancó el coche hasta que dejó a Sammy delante de su apartamento.