Aquella misma tarde, Rosa metió su caja de pinturas, un lienzo doblado, una regla y una escalerilla en la parte trasera de un taxi, y se dirigió al apartamento en el Josephine. El eco que producía aquel lugar vacío, que a ella le sonaba a hojalata, la sacaba de quicio, y aunque, con la aprobación de Joe, había llamado a toda prisa a Macy’s para encargar una mesa de comedor y sillas, algunos cacharros básicos de cocina y muebles de dormitorio, no había tiempo para adornar las habitaciones de forma adecuada antes de que llegara Thomas. Se le ocurrió que, habiendo pasado por el caos agobiante de un piso para dos familias en la calle Dlouha, por el pandemonio provisional de un refectorio de convento y por la lata de sardinas de un camarote en el Arca de Miriam, al chaval probablemente le vendría bien un poco de espacio vacío, pero de todas formas quería que sintiera que el sitio al que llegaba, por fin, era su casa, o una especie de casa. Había intentado encontrar maneras de conseguir aquello. Sabía lo suficiente sobre chicos de trece años como para estar bastante segura de que un albornoz mullido, un ramo de flores o un dosel con volantes sobre la cama no iban a bastar. Pensó que un perro o un gato estarían bien, pero no se permitían animales de compañía en el edificio. Le preguntó a Joe cuál era la comida favorita de su hermano, su color, su libro o su canción. Pero Joe había demostrado ignorar en gran medida aquellas preferencias. Rosa estaba irritada con él —le había dicho que era imposible— hasta que se dio cuenta de que, por una vez, su ignorancia lo angustiaba. No era una señal de su habitual negligencia de místico, sino de la extraña brecha que se había abierto entre los hermanos durante los dos últimos años. Ella se disculpó de inmediato y continuó intentando pensar qué podía hacer por Thomas, hasta que por fin se le ocurrió la idea, que a los dos les pareció simpática, de pintar un mural en las paredes desnudas de su dormitorio. No solamente quería que Thomas se sintiera en casa. Quería gustarle —al instante, de una vez por todas— y confiaba en que el mural, ya suavizara la extrañeza de su llegada o no, por lo menos constituiría una oferta de amistad, como una mano extendida a modo de bienvenida de su hermana mayor americana. Pero entremezcladas con aquellas motivaciones, o burbujeando secretamente debajo de las mismas, se ocultaba un deseo que no tenía nada que ver con Thomas Kavalier. Rosa estaba ensayando —empezando a jugar— en las paredes del dormitorio de un chico, con la idea de convertirse en madre. Aquella mañana, el médico la había llamado para confirmar la explicación de la falta de un periodo y de una semana de berridos repentinos y brotes de emotividad como el que la había hecho ponerse histérica por el préstamo de un viejo pañuelo de esmoquin. Thomas iba a ser tío. Así era como había decidido que se lo diría a Joe.
Al llegar al apartamento, lo primero que hizo fue ponerse un mono de trabajo y una camisa vieja de Joe y recogerse el pelo con un pañuelo. Luego entró en el que iba a ser el dormitorio de Joe y extendió el lienzo en el suelo. Nunca había pintado un mural, pero había hablado del tema con su padre, que había estado involucrado en el altercado por los murales de Rivera en el Rockefeller Center y que conocía a muchos artistas que trabajaban en murales para la WPA.
Rosa había pensado mucho cuál podría ser el tema. Los personajes de canciones infantiles, los soldados de madera, las hadas y príncipes rana y las casas de pan de jengibre, eran temas demasiado pueriles para un niño de trece años. Se planteó hacer una escena de Nueva York: edificios altos, taxis, guardias de tráfico, el letrero de Camel soltando anillos de humo hacia el techo. O tal vez algún montaje americano cursi, con secoyas, plantas de algodón y langostas. Quería que fuera americano de una forma genérica pero que también se relacionara de alguna forma con la vida específica que Thomas Kavalier iba a llevar allí. Luego empezó a pensar en Joe, en el tipo de trabajo que hacía. Sospechaba que Thomas Kavalier iba a aprender buena parte de su inglés en las páginas de Empire Comics. Aunque ella no se habría sentido cómoda haciendo un mural donde estuvieran el Monitor, los Cuatro Libertadores o —Dios lo sabía— Polilla Luna, la idea de los héroes, los héroes americanos, la intrigaba. Fue a la biblioteca pública y estuvo leyendo un libro enorme, con unos grabados impresionantes a lo Rockwell Kent, titulado Héroes y leyendas del pueblo americano. Las figuras míticas de Paul Bunyan, John Henry, Pecos Bill, Mike Fink y todos los demás —su favorito era el hombre de acero original, Joe Magarac— le parecieron perfectamente idóneas para la forma del mural, y nada despreciables para un chico a quien probablemente resultarían desconocidas en su mayoría. Lo que es más, Rosa había empezado a pensar en el propio Joe como en un héroe: había pagado de su bolsillo el pasaje de quince de los chicos que ahora estaban navegando por el Atlántico. Aunque no iba a poner a Joe en el mural, decidió incluir una imagen de Harry Houdini, el inmigrante de Europa Central, para conectar el tema del mural mucho más directamente con la vida de Thomas.
Había hecho docenas de bocetos preliminares y un dibujo de dos por tres del mural, que ahora estaba trasladando, por medio de una simple cuadrícula, a la mayor de las paredes de la habitación. No le fue fácil trazar las guías con la regla, primero las horizontales, moviendo la escalerilla de izquierda a derecha medio metro cada vez, luego las verticales, bastante sencillas en la parte inferior pero flirteando de forma cada vez más peligrosa con la inestabilidad a medida que se acercaba a la parte superior y se veía obligada a ponerse de puntillas. Le hizo falta más paciencia de la que tenía, y varias veces estuvo cerca de abandonar la cuadrícula y limitarse a dibujar simplemente a mano alzada sobre la pared. Pero se recordó a sí misma que la paciencia era una virtud cardinal en una madre —Dios sabía que la suya había tenido mucha— y se ciñó a su plan inicial.
A las diez en punto terminó de trazar las guías. Le dolían los hombros, el cuello y las rodillas, y le parecía que antes de pasar el dibujo de la cuadrícula a la pared se iba a dar una vuelta a la manzana, a buscar un cigarrillo o un sándwich. Tal vez se encontrara con Joe; para entonces ya debía de haber terminado su actuación y debía estar de camino. Así que se puso el abrigo y cogió el ascensor de vuelta al vestíbulo. Caminó hasta la esquina de la calle Setenta y nueve, donde había una tienda de alimentación que abría hasta última hora.
Más tarde, Rosa imaginaría que, como un gato o una cámara para espíritus colocados delante de una persona agonizante, vio su felicidad perdida en el instante en que se desvanecía. Mientras estaba pagando su paquete de Philip Morris, echó un vistazo por casualidad a los periódicos del domingo amontonados delante del mostrador, ediciones monumentales recién salidas de la imprenta. En la esquina superior derecha del Herald había un extra enmarcado en rojo. Lo leyó cinco veces, prestando toda su atención, pero la breve información que transmitía no se ampliaba ni tampoco —entonces ni después— tenía más sentido. Las diez líneas de prosa insulsa y vacilante solamente decía que un barco lleno de refugiados, muchos de Europa central, y muchos de los cuales se suponía que eran judíos, si no todos, había desaparecido en el Atlántico a la altura de las Azores y se daba por perdido. No se mencionaba, y no se mencionaría durante bastantes horas, ni un submarino, ni una evacuación forzosa, ni una tormenta repentina que había llegado procedente del nordeste. Rosa se quedó allí un momento, con los pulmones llenos de humo, incapaz de expulsarlo. Luego miró al tendero, que la estaba observando con interés. Evidentemente algo fascinante le debía de estar pasando por la cara. ¿Qué tenía que hacer? ¿Estaría Joe todavía en el Trevi? ¿Estaría de camino al Josephine, tal como habían planeado? ¿Habría oído la noticia?
Salió a la calle con paso vacilante y se quedó un momento más pensando. Decidió que lo mejor era volver al apartamento y esperarlo allí. Estaba segura de que tarde o temprano iría a reunirse con ella, ya fuera movido por la ignorancia o por la tristeza. Justo cuando acababa de decidir aquello, sin embargo, un taxi se detuvo delante de ella y de él salió una pareja de ancianos con ropa de noche. Rosa pasó rozándolos y se metió en la parte trasera del taxi.
—Al Trevi —dijo.
Se quedó sentada en una esquina oscura del taxi. La luz iba y venía, y en el espejo de su polvera, su reflejo parecía valiente a intervalos. Cerró los ojos e intentó recitar el fragmento de una oración budista que su padre le había enseñado, asegurándole que tenía efectos relajantes. En su padre no parecía surtir mucho efecto y ni siquiera estaba segura de que las palabras fueran las correctas. Om mani padmi om. De alguna forma la tranquilizó. La estuvo recitando desde la calle Setenta y nueve a la acera de la puerta del Trevi. Para cuando salió del taxi, ya había recuperado la calma. Entró en el severo vestíbulo de mármol, con sus lámparas de araña gélidas, y fue a preguntar al mostrador de recepción. Del vestíbulo venía la risa vagamente siniestra de la famosa fuente.
—¿El mago era amigo de usted? —dijo el empleado en tono inexplicablemente hostil—. Hace horas que se ha largado.
—Oh. —Fue como un golpe para ella. Se suponía que Joe tenía que haber ido al apartamento después de la actuación. El hecho de que no lo hubiera hecho significaba que le había pasado algo terrible. Y en pleno duelo, en posesión de aquella información, no había querido verla—. ¿Están…? ¿Hay alguien…?
—Está el chico del bar mitzvah —dijo el empleado, señalando a un niño delgaducho con un traje con chaleco apoltronado en uno de los sofás de moaré del vestíbulo—. ¿Por qué no le pregunta?
Rosa lo hizo, y el chico se presentó como Stanley Konigsberg. Rosa le dijo que estaba buscando a Joe, que tenía una noticia muy mala que darle. Oh, también tenía una noticia maravillosa, pero ¿cómo iba a ser capaz de decírselo? Joe pensaría que estaba intentando hacer una especie de equivalencia horrible, cuando solamente era una de las coincidencias monstruosas de la vida.
—Creo que ya lo sabe —dijo Stanley Konigsberg. Era un chico achaparrado, pequeño para su edad, con unas gafas torcidas y el pelo grueso y marrón. El traje era increíble, con los pantalones adornados con trenzas blancas, y los bolsillos y los ojales con ranas blancas, exactamente del color de la humillación—. ¿Es lo de ese barco que se ha hundido?
—Sí —dijo Rosa—. Su hermano pequeño iba en él. Un chico de tu edad.
—Vaya. —Manoseó el extremo de su corbata marrón, incapaz de establecer contacto visual con Rosa—. Supongo que eso lo explica todo.
Qué es lo que explica, quiso preguntarle Rosa, pero se ciñó a la cuestión más urgente.
—¿Sabes dónde ha ido? —dijo.
—No, señora. Lo siento. Él…
—¿Cuánto hace que se ha ido?
—Oh, por lo menos dos horas. Quizá todavía más.
—Espera aquí —dijo Rosa—. ¿Me puedes esperar, por favor?
—Creo que no tengo alternativa. —Señaló las puertas del salón de baile del Trevi—. Mis padres no han terminado de discutir.
Rosa fue a un teléfono de pago y llamó al apartamento de Sammy y Joe, pero nadie contestó, y entonces recordó que Sammy se había ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad con Tracy Bacon. A la costa de Nueva Jersey, ni más ni menos. Iba a tener que intentar encontrarlo. Luego dijo a la operadora que llamara al superintendente del Josephine, el señor Dorsey. El señor Dorsey gruñó y la avisó de que no se acostumbrara, pero cuando ella le dijo que era urgente, subió y miró en el apartamento. No, dijo cuando volvió a coger el teléfono. No había nadie y tampoco ninguna nota. Rosa colgó y volvió con Stanley Konigsberg.
—Dime qué ha pasado.
—Bueno, supongo que estaba preocupado, pero nadie lo sabía. Todo el mundo se quedó muy trastornado cuando se enteraron de la noticia. Mi tío Mort trabaja para la ATJ La Agencia Telegráfica Judía. Es un servicio de telegramas.
—Sí.
—Así que vino y nos dio la noticia. Fue quien la oyó primero.
—¿Has visto marcharse a Joe, Stanley? —dijo Rosa.
—Bueno, sí, sí, todo el mundo lo ha visto.
—¿Y parecía preocupado?
Stanley asintió.
—Ha sido muy extraño —dijo.
—¿Qué ha pasado? —dijo Rosa—. ¿Qué ha sido extraño?
—Ha sido todo culpa mía —empezó Stanley—, supongo que yo le estaba dando la vara y él no paraba de decir que no, que no y que no, así que he ido a mi padre y él me ha dicho que le daría cincuenta dólares más a tu amigo, y él seguía diciendo que no, así que he ido a hablar con mi madre. —Hizo una mueca de dolor—. Después, supongo que no le ha quedado más remedio.
—¿Más remedio que qué? —dijo Rosa. Puso la mano en el hombro de Stanley—. ¿Qué querías que hiciera?
—Quería que hiciera una fuga —dijo Stanley, temblando cuando ella lo tocó—. Dijo que sabía hacerlo. Tal vez solamente estaba bromeando, no lo sé. Pero le dijo a mi madre que sí, que lo haría. Dijo que yo era un niño simpático y que lo haría gratis. Pero solamente le quedaba media hora antes del momento en que tenía que empezar, ya sabes, así que tuvo que darse prisa. Fue al sótano y cogió una caja de madera grande que había servido para transportar algo, creo que un archivador. Y también un saco para la ropa sucia. Y un martillo y unos clavos. Luego fue y estuvo hablando con el detective del hotel y dijo que no. Mi padre tuvo que ir y darle también cincuenta dólares. Entonces le tocó empezar a tu amigo, a Joe. Hizo su espectáculo. Lo hizo muy bien. Hizo algunos trucos con cartas y con monedas, y luego algunos con aparatos. Un poco de todo, lo cual es difícil, ¿sabes?, porque yo también soy mago, más o menos. La mayoría de magos, si te fijas, tienen una especialidad. Yo, por ejemplo, prácticamente solo trabajo con cartas. Luego al cabo de una media hora, tu amigo nos dijo que nos pusiéramos de pie y que teníamos que salir del salón de baile, y nos trajo aquí. Ahí. —Señaló la fuente del vestíbulo, una réplica exacta de la famosa fuente de Roma, llena de tritones, conchas cataratas iluminadas de color azul—. A todo el mundo. Creo que fue mientras veníamos cuando el tío Lou nos dijo lo del barco, ya sabes, que se había hundido, porque cuando llegamos aquí, Joe estaba, uf, no sé. Como si la boca le colgara torcida. Y no separaba la mano de mi hombro, como si se apoyara en mí. El detective del hotel vino y lo esposó. Se metió en el saco y yo tuve que atarlo. Lo metimos en el cajón y yo le tuve que clavar los clavos. Lo metimos en la fuente. Nos dijo que si no salía en tres minutos fuéramos a buscarlo.
—Oh, Dios mío —dijo Rosa.
Dos minutos y cincuenta y ocho segundos después de su inmersión en el agua fría y azul de la fuente del Trevi, los dos camareros, el detective del hotel y el señor Konigsberg con su mejor traje fueron chapoteando al rescate de Joe. Habían estado mirando el cajón en busca de señales de movimiento, de una sacudida, de alguna tensión en los tablones del cajón. Pero no hubo ningún movimiento. El cajón permaneció inerte, cubierto de agua hasta una pulgada por encima de su tapa clavada. Cuando la señora Konigsberg empezó a chillar, aunque faltaban unos segundos para el plazo límite, los hombres entraron en la fuente. Levantaron el cajón y lo arrastraron fuera del agua, pero con las prisas se les escapó de las manos y se estrelló contra el suelo. El saco de la ropa sucia salió rodando y se agitó en el suelo con movimientos convulsivos como un pez ahogándose. Joe se retorcía tanto en la alfombra que el detective no pudo abrir el saco él solo y tuvo que llamar a los otros hombres para que le echaran una mano. Hicieron falta tres hombres para mantener quieto a Joe. Cuando abrieron el saco, tenía la cara roja como un verdugón, pero sus labios estaban casi azules. Tenía los ojos en blanco y tosía y jadeaba como si el aire fresco fuera veneno para él. Lo pusieron de pie y el detective le quitó las esposas. Cuando después las revisaron, pudieron ver que Joe no las había manipulado. Joe se quedó un momento allí temblando, empapado, recorriendo lentamente con la mirada los dos centenares de caras que formaban un anillo de preocupación y curiosidad a su alrededor. Tenía la cara retorcida en una expresión que la mayoría de invitados caracterizarían más tarde como de vergüenza pero que otros, entre ellos Stanley Konigsberg, relacionaron con una furia terrible e inexplicable. Luego, en una parodia de la distinción que había mostrado hacia ellos en el salón de baile hacía unos minutos, hizo una inclinación doblándose por la cintura. El pelo le cayó sobre la cara, y, al erguirse de nuevo, salpicó el canesú del vestido de seda de la señora Konigsberg, dejando unas manchas que resultaron ser indelebles.
—Muchas gracias —dijo. Luego se fue a toda prisa por el vestíbulo, se metió en las puertas giratorias y salió a la calle, con los zapatos chirriando a cada paso.
Cuando Stanley terminó su relato, Rosa volvió al teléfono. Si tenía que intentar encontrar a Joe, necesitaría ayuda, y la persona cuya ayuda necesitaba con mayor urgencia era Sammy. Intentó pensar en quién podría encontrarlo. Luego levantó el auricular y le preguntó a la operadora si figuraba alguien que se llamara Klayman y viviera en Flatbush.
—¿Sí? ¿Con quién hablo? —respondió una voz de mujer, profunda y con un poco de acento. Algo recelosa tal vez, pero no preocupada.
—Soy Rosa Saks, señora Klayman. Espero que me recuerde.
—Por supuesto, cariño. ¿Cómo estás? —No tenía ni idea.
—Señora Klayman, no sé cómo decirle esto. —Toda la semana había sido esclava de torrentes impredecibles de tristeza y cólera, pero desde que había visto el titular de la prensa hasta ahora había permanecido extraordinariamente tranquila, casi carente de otros sentimientos que el ansia por encontrar a Joe. De alguna forma la idea de la pobre y esforzada señora Klayman, con su mirada triste, en su apartamento diminuto de Flatbush, rompió el hielo. Rosa empezó a llorar con tanta fuerza que apenas podía formar palabras. Al principio la señora Klayman intentó calmarla, pero a medida que Rosa se iba volviendo más incoherente, ella acabó perdiendo un poco los nervios.
—¡Cariño, tienes que calmarte! —le dijo en tono cortante—. Respira hondo, por Dios.
—Lo siento —dijo Rosa. Respiró hondo—. Muy bien.
Le explicó lo poco que sabía. A continuación vino de Flatbush un largo silencio.
—¿Dónde está Josef? —dijo finalmente la señora Klayman, con la voz tranquila y mesurada.
—No puedo encontrarlo. Confiaba en que Sammy pudiera… Pudiera ayudar…
—Yo encontraré a Sammy —dijo la señora Klayman—. Tú vete a casa. A la casa de tu familia. Puede que él vaya allí.
—Creo que no quiere verme —dijo Rosa—. No sé por qué. Señora Klayman. ¡Tengo miedo de que intente matarse! Creo que ya lo ha intentado una vez esta noche.
—No digas barbaridades. Tenemos que esperar —dijo la señora Klayman—. Es lo único que podemos hacer.
Cuando Rosa salió a coger otro taxi, había un chico vendiendo periódicos, la edición del Journal-American del día siguiente. En él se explicaba una versión más detallada, aunque no más precisa, del hundimiento del Arca de Miriam. Un submarino alemán asignado a uno de las temibles «manadas de lobos» que atormentaban a los barcos aliados en el Atlántico había atacado al barco inocente y lo había enviado al fondo del mar con toda la tripulación a bordo.
Más tarde resultó que esta historia no era del todo cierta. Cuando, después de la guerra, fue sometido a juicio por aquel y por otros crímenes, el comandante del U-328, un oficial de carrera inteligente y culto llamado Gottfried Halse, fue capaz de mostrar pruebas suficientes y testimonios para demostrar que, de acuerdo con las «Normas de apresamientos» del almirante Dönitz, había atacado al barco a menos de diez millas de tierra —de la isla de Corvo en las Azores— y había advertido al capitán del Arca de Miriam con la bastante antelación. La evacuación se había llevado a cabo de forma ordenada y el traslado de todos los pasajeros a los botes salvavidas se habría podido llevar a cabo de forma segura y sin incidentes de no ser porque inmediatamente después de disparar los torpedos una tormenta había aparecido procedentes del nordeste y se había tragado los botes tan deprisa que la tripulación del U-328 no había tenido tiempo para ayudar. Solamente la suerte había permitido a Halse y su tripulación escapar con vida. Si hubiera sabido que en el barco solamente iban niños, le preguntaron a Halse, muchos de los cuales no sabían nadar, ¿habría ordenado el ataque de todos modos? La respuesta de Halse se conserva en la transcripción del juicio sin comentarios ni anotaciones que expliquen si su tono era de ironía, de resignación o de tristeza.
—Ellos eran niños —dijo—. Nosotros éramos lobos.