TRECE

Muchos años más tarde, la mayoría de los antiguos niños en cuyas casi olvidadas recepciones de bar mitzvah, en un Nueva York desaparecido, un joven mago llamado Joe Kavalier había llevado a cabo su actuación rápida, animada y prácticamente silenciosa, solamente tenían recuerdos fragmentarios del prestidigitador. Algunos de ellos recordaban a un joven esbelto y callado con un extravagante esmoquin azul que hablaba inglés con acento y no parecía mayor que ellos. Otro, un ávido lector de cómics, recordaba que Joe Kavalier lo había invitado a pasarse un día con sus padres por las oficinas de Empire Comics. Joe le había enseñado el lugar y lo había mandado a casa con una pila de cómics gratis y un dibujo de él de pie junto al Escapista que todavía guardaba. Otro recordaba que Joe trabajaba con todo un zoológico de animales artificiales: un conejo plegable de piel falsa; peces dorados hechos a base de zanahoria; un periquito disecado bastante raído que, para sorpresa de los espectadores, permanecía posado en la mano del mago mientras su jaula desaparecía en el aire. «Le vi cortar las zanahorias en el lavabo de hombres», recordaba aquel caballero. «Dentro de la pecera, parecían peces de verdad». Stanley Konigsberg, sin embargo, cuya recepción de bar mitzvah supuso la última actuación conocida del Asombroso Cavalieri, guardó durante el resto de su vida —igual que el joven Leon Douglas «Dinamita» Saks— un recuerdo imborrable de nuestro héroe. También mago aficionado, Konigsberg vio por primera vez a Joe actuar en el St. Regis para su compañero de clase en la Horace Mann School, Roy Cohn, y se quedó lo bastante impresionado por los movimientos naturales de Joe, por su solemnidad y por sus ejecuciones impecables del Sueño del Avaro, la Posición de Rosini y el Mazo Apuñalado como para insistir en que Joe se encargara de asombrar a sus propios parientes y compañeros de escuela en el hotel Trevi dos meses después. Y si la admiración juvenil del señor Konigsberg, y la amabilidad infalible que le mostraba su objeto, no hubieran bastado para preservar al Asombroso Cavalieri en su memoria durante los sesenta años siguientes, sin duda habría bastado para ello la singular actuación que Joe llevó a cabo en el hotel Trevi el 6 de diciembre de 1941.

Joe llegó una hora antes de que empezara la recepción, como era su costumbre, para comprobar la disposición del salón de baile del Trevi, esconder algunos ases y medios dólares y repasar el orden del día con Manny Zehn, el líder de la orquesta Zehnsations, cuyos catorce miembros, hilarantes con sus camisas de mariachi, estaban ocupando sus lugares detrás de ellos.

How are they hanging? —dijo Joe, usando una expresión que acababa de oír en el metro de camino a los barrios altos. Se imaginaba una hilera de páginas de calendario colgando de un hilo de alambre. Era joven, estaba ganando dinero a raudales y su hermano pequeño, después de seis meses de cuarentena, vacilaciones burocráticas y de aquellos días terribles de la semana pasada en que parecía que el Departamento de Estado podía en el último momento cancelar todos los visados de entrada de los niños, estaba en camino. Thomas llegaría dentro de tres días. A Nueva York.

—Eh, chaval —dijo Zehn, mirando a Joe con cierta desconfianza, pero finalmente estrechando la mano que Joe le ofrecía. Ya habían trabajado juntos dos veces antes—. ¿Dónde está tu sombrero?

—¿Perdón? Yo no…

—Tocamos South of the Border —Zehn se llevó una mano al pescuezo y se colocó sobre la calva un sombrero mexicano negro con bordados plateados. Era un hombre corpulento y atractivo con un bigotito fino—. ¿Sid? —El trombonista estaba ligando con una de las camareras, que llevaba un vestido rosa lleno de cintas y volantes latinos. Sid se dio la vuelta, con una ceja levantada. Manny Zehn levantó las manos y echó la cabeza hacia atrás—. La número tres.

El trombonista asintió.

—Adelante —le dijo a la orquesta.

Los Zehnsations atacaron una versión rápida de The Mexican Hat Dance. Tocaron cuatro compases y Manny Zehn se cortó la garganta con un dedo.

—¿Dónde está tu sombrero mexicano? —dijo.

—Nadie me lo había dicho —dijo Joe. Sonrió—. Además, solamente tengo permiso para usar chistera. —Añadió, señalando el sombrero «trucado» que llevaba en la cabeza y que había comprado de segunda mano en la tienda de Louis Tannen—. Si no, el sindicato de magos mexicanos puede quejarse.

Zehn frunció nuevamente los ojos:

—Estás borracho —dijo.

—En absoluto.

—Estás haciendo el memo.

—Viene mi hermano —dijo Joe, y luego, solamente para ver cómo sonaba, añadió—. Y me caso. Es decir, espero casarme. He decidido que se lo voy a pedir esta noche.

Zehn se sonó la nariz.

Mazel Tov —dijo, echándole un vistazo quiromántico a los mocos de su pañuelo—. Pero pensaba que los de tu ramo erais expertos en liberaros de cadenas.

—Perdone, ¿el señor Cavalieri? —dijo Stanley Konigsberg, apareciendo de forma bastante mágica al lado de Joe—. Pero eso mismo quería yo preguntarle.

—Puedes llamarme Joe.

—Joe. Lo siento. Me estaba preguntando. ¿Alguna vez haces fugas?

—Una vez —dijo Joe—. Pero tuve que dejarlo —frunció el ceño—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No te preocupes. No le diré a nadie que has escondido una reina de corazones en el centro de la mesa siete —dijo Stanley—. Si eso es lo que te preocupa.

—Yo no he hecho nada parecido —dijo Joe. Le guiñó el ojo a Manny Zehn y, poniendo una mano con firmeza en el hombro de Stanley, acompañó al chico fuera del salón de baile y hacia el pasillo dorado. Los invitados se estaban quitando las chaquetas y sacudiendo la lluvia de sus paraguas.

—¿De qué clase de cosas podías escaparte? —preguntó Stanley—. ¿De cadenas? ¿De cuerdas? ¿De cajas? ¿De arcones? ¿De sacos? ¿Sabías hacerlo tirándote desde un puente? ¿Desde un edificio? ¿De qué te ríes?

—Me recuerdas a alguien —dijo Joe.