El último día de noviembre, Joe recibió carta de Thomas. Con una execrable letra inclinada hacia la izquierda, anunciaba, empleando un tono sardónico que no había estado presente en sus primeras cartas, que la vieja bañera, después de una serie de retrasos, reveses, fallos mecánicos y tergiversaciones gubernamentales, por fin había recibido autorización —nuevamente— para partir el dos de diciembre. Habían pasado más de ocho meses desde el viaje de Thomas desde el Moldava hasta el Tagus. El chico había cumplido trece años en un catre en el refectorio abarrotado del convento de Nossa Senhora del Monte Carmelo, y en su carta advertía a Joe que sufría una misteriosa tendencia a ponerse a recitar padrenuestros y avemarías en cualquier momento, y que habían empezado a gustarle los griñones. Aseguraba tener miedo de que Joe no lo reconociera por culpa de los granos de su cara y del «aparentemente permanente manchón pubescente de mi labio superior que algunos tienen la temeridad de llamar bigote». Cuando Joe terminó de leer la carta, la besó y la estrujó contra el pecho. Recordaba el miedo del inmigrante a no ser reconocido en una tierra de extraños, a perderse en la traducción de un lugar a otro.
Al día siguiente Rosa vino directamente a las oficinas de Empire desde la ART y se echó a llorar en brazos de Joe. Le dijo a Joe que el señor Hoffman se le había ocurrido llamar esa tarde a las oficinas en Washington del Comité de Asesoramiento al Presidente acerca los Refugiados Políticos, solamente para asegurarse de que todo estaba en orden. Con asombro, recibió del presidente del comité la noticia de que parecía que todos los visados de los niños iban a ser revocados por razones de «seguridad estatal». El director de la sección de visados del Departamento de Estado, Breckinridge Long, un hombre que tenía, según dijo con cautela el presidente del comité, «algunas antipatías», hacía tiempo que había establecido una política clara de negar visados a los refugiados judíos. Hoffman sabía muy bien aquello. ¡Pero en aquel caso, replicó, los visados ya se habían extendido, el barco estaba a punto de partir y los «riesgos para la seguridad» eran trescientos diecinueve niños! El presidente del comité dijo que lo entendía. Se disculpó. Expresó su profundo pesar y su malestar por aquel cambio inesperado de la situación. Luego colgó.
—Ya veo —fue la única respuesta de Joe cuando Rosa, sentada en su taburete, terminó de contarle aquello. Con una mano le acarició mecánicamente la nuca. Con la otra accionó su encendedor, haciendo que saltaran chispas una y otra vez. Rosa estaba avergonzada y confusa. Sentía que tenía que estar consolando a Joe, pero ahí estaba ella, en medio del taller de Empire, con una pandilla de tipos mirándola por encima de sus bastidores, berreándole en la pechera de la camisa, mientras él le acariciaba el pelo y le decía que no pasaba nada. Joe tenía la espalda tensa y la respiración agitada. Ella notaba la rabia que se formaba en su interior. Cada vez que el encendedor soltaba una chispa ella se estremecía.
—Oh, cariño —dijo ella—. Ojalá pudiéramos hacer algo. Ojalá pudiéramos acudir a alguien.
—Hum —dijo Joe—. Mira esto. —La cogió de los hombros y la hizo girar en el taburete. En una mesa baja junto a su bastidor había un montón de páginas de cómics escritas pero sin entintar pegadas a sus amplios bastidores. Joe le fue pasando las páginas una por una. Presentaban una historia narrada por el conservador de la Estatua de la Liberación, un hombre alto y encorvado con una fregona y una gorra de visera, cuyo dibujo se parecía mucho a George Deasey. Al parecer, el pobre tipo tenía que ajustar cuentas con «aquella pandilla de los calzoncillos largos». Luego empezaba a explicar que aquella misma mañana había visto horrorizado cómo el profesor Percival «Sabe» Lotodo, desafortunado sabihondo rival del Doctor E. Pluribus Hewnham, el Científico de América, le aplicaba un «procedimiento de implantación electrocerebral» a la estatua. La idea era alistarla para que contribuyera a mantener los cielos de Empire City vacíos de aviones y aeronaves enemigas. «¡Va a matar Messerschmitts a manotazos como si fueran mosquitos!», gritaba Lotodo. Sin embargo, gracias a los habituales errores de cálculo por parte del doctor Lotodo, al despertar, la estatua cruzaba dando zancadas la bahía en dirección a Empire City, con su cabeza electrizada y su corona de espinas llenas de impulsos homicidas. Por supuesto, el Científico de América, empleando un robot gigante de su fabricación que tenía a mano y al que había colocado a toda prisa una máscara de Clark Gable, había sido capaz de llevarla de vuelta a su pedestal y de neutralizarla usando «electroimanes superdinámicos». Pero para la exasperación del narrador-conserje, todo había quedado hecho un desastre. No solamente la isla sino también el puerto entero estaba patas arriba. Sus compañeros conserjes y basureros ya estaban saturados de trabajo por culpa de las barahúndas en las que se metían regularmente la gente con superpoderes. ¿Cómo iban a arreglárselas para limpiar aquella última?
En aquel momento, un aeroplano aterrizaba en la isla de la Liberación y una figura familiar con sombrero de ala ancha y abrigo plisado bajaba, con cara de ir a ponerse manos a la obra.
—Se parece a Eleanor Roosevelt —dijo Rosa, señalando la viñeta en la que Joe había dibujado una versión bastante benévola de la Primera Dama, saludando desde el peldaño superior de la pasarela del avión.
—Coge una escoba —dijo Joe—. Y empieza a barrer. Pronto salen todas las mujeres de la ciudad con escobas. Para ayudar.
—Eleanor Roosevelt —dijo Rosa.
—Voy a llamarla —dijo Joe, yendo a un teléfono en una mesa cercana.
—Vale.
—Me pregunto si querrá hablar conmigo. —Levantó el auricular—. Debería creer que sí. Es la imagen que me he hecho por lo que he leído de ella.
—No, Joe, no creo que vaya a querer —dijo Rosa—. Lo siento. No sé cómo eran las cosas en Checoslovaquia pero aquí uno no puede simplemente llamar a la mujer del presidente y pedirle un favor.
—Oh —dijo Joe. Volvió a colgar el auricular y se miró la mano, cabizbajo.
—Pero oh, Dios mío. —Se bajó del taburete—. ¡Joe!
—¿Qué?
—Mi padre. La conoce un poco. Se conocieron haciendo algo para la WPA[20].
—¿Puede él llamar a la mujer del presidente?
—Sí, creo que sí. Coge tu sombrero, vamos a casa.
Longman Harkoo llamó aquella tarde a la Casa Blanca y le dijeron que la Primera Dama estaba en Nueva York. Con ayuda de Joe Lash, a quien conocía por sus contactos comunistas, el padre de Rosa consiguió encontrar a la señora Roosevelt y consiguió una breve entrevista con ella en su apartamento de la calle Once Este, no lejos de la casa de Harkoo. Durante quince minutos, mientras tomaban el té, Harkoo le explicó el apuro del Arca de Miriam y sus pasajeros. La señora Roosevelt, según informó el padre de Rosa más tarde, pareció enfurecerse considerablemente, pero lo único que dijo fue que vería lo que podía hacer.
Con su rumbo despejado por la mano invisible de Eleanor Roosevelt, el Arca de Miriam zarpó de Lisboa el 3 de diciembre.
Al día siguiente, Joe llamó a Rosa y le preguntó si podía reunirse con él a la hora de comer en una dirección del West Side. No le quiso decir por qué, solamente que quería darle una cosa.
—Yo también tengo algo para ti —dijo ella. Era un cuadro pequeño que Rosa había terminado la noche antes. Lo había envuelto en papel, lo había atado con cuerdas y lo había llevado consigo al tren. Poco después llegaba a la puerta del Josephine, una mole de quince pisos de frío mármol de Vermont con matices azules. Tenía parapetos en punta y ocupaba más de media manzana entre West End Avenue y Broadway. El portero iba uniformado como un húsar condenado en retirada de Smolensk, incluyendo el bigote pulcramente encerado. Joe la estaba esperando con el abrigo en el brazo. Hacía un bonito día, frío y luminoso, el cielo era del mismo tono azul que los coches Nash y no tenía más nubes que un corderillo perdido en lo alto. Hacía bastante tiempo que Rosa no visitaba aquel barrio. Las paredes de los bloques altos de apartamentos que se extendían hacia el norte, que en el pasado le habían parecido arrogantes, acartonadas y burguesas, ahora le resultaban robustas y sobrias. Bajo la luz austera de otoño, parecían edificios llenos de gente seria y reflexiva que trabajaba duro para lograr cosas valiosas. Se preguntó si tal vez se habría cansado del Greenwich Village.
—¿Qué es todo esto? —dijo, cogiendo del brazo a Joe.
—Acabo de firmar el contrato de alquiler —dijo él—. Ven a verlo.
—¿El contrato de alquiler? ¿Te mudas? ¿Aquí? ¿Te has peleado con Sammy?
—No, claro que no. Nunca me peleo con Sammy. Le quiero.
—Ya lo sé —dijo ella—. Hacéis un buen equipo.
—Es que, bueno, en primer lugar él se muda a Los Ángeles. De acuerdo, dice que solamente es durante tres meses para escribir la película, pero te apuesto lo que creas conveniente a que cuando esté allí se va a quedar. ¿Qué hay en el paquete?
—Un regalo —dijo ella—. Supongo que puedes colgarlo en tu nuevo apartamento. —Ella estaba un poco molesta porque él no le hubiera dicho nada de su traslado, pero así era como él lo hacía todo. Cuando tenían una cita, el nunca le decía adónde iban ni qué iban a hacer. No era tanto que se negara a decírselo como que conseguía comunicar que prefería que ella no preguntara—. Qué bonito.
Había una fuente de mármol en el vestíbulo, adornada con resplandecientes carpas japonesas, y un patio interior lleno de ecos con un aire vagamente moruno. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, con un repique profundo y melodioso, salió una mujer, seguida de dos niños pequeños y adorables con trajes de lana azul idénticos. Joe se sacó el sombrero.
—Estás haciendo esto por Thomas —dijo Rosa, entrando en el ascensor—. ¿No es cierto?
—Diez —le dijo al ascensorista—. Pensé que este sería un vecindario, bueno, mejor. Ya sabes, para que yo… Para que yo…
—Para que tú lo criaras.
Negó con la cabeza, sonriente.
—Eso suena muy raro.
—Vas a ser como un padre para él, ya sabes —dijo ella. Y yo podría ser como una madre. Pídemelo, Joe, y lo haré. Ella tenía esto en la punta de la lengua, pero se contuvo. Si hablaba, ¿qué le iba a decir? ¿Que quería casarse con él? Durante diez años por lo menos, desde que tenía doce o trece, Rosa había estado declarando con firmeza a todo el mundo que le preguntaba que no tenía intención de casarse, nunca, y que si lo hacía alguna vez, sería cuando estuviera vieja y cansada de la vida. Cuando aquella afirmación en sus diversas formas había dejado de escandalizar suficientemente a la gente, había empezado a decir que el hombre con el que se casara no tendría más de veinticinco años. Pero últimamente había empezado a experimentar sentimientos fuertes e inexpresados de estar con Joe toda su vida, de habitar su vida y dejar que él habitara la de ella, de comprometerse con él en alguna clase de empresa conjunta, en una colaboración que fuera sus vidas. Ella no creía que tuvieran que casarse para hacerlo, y sabía que ciertamente no debería desearlo. Pero ¿quería hacerlo? Cuando su padre había ido a ver a la señora Roosevelt, le había dicho a la Primera Dama, para explicarle su relación con el asunto, que uno de los niños que iban en el barco era el hermano del joven con el que se iba a casar su hija. Rosa había omitido cuidadosamente aquella parte del relato al contársela a Joe—. Creo que es muy tierno por tu parte. Sensato y tierno.
—Por esta zona hay buenas escuelas. Le he concertado una entrevista en el Trinity School, que me han dicho que es excelente y acepta a judíos. Deasey me dijo que me ayudaría a meterlo en el Collegiate, que es donde fue él.
—Cielos, has estado haciendo muchos planes. —Ella debería saber que no tenía que molestarse por su secretismo. Guardarse cosas para sí mismo era su naturaleza. Suponía que aquello era lo que lo había impulsado en primer lugar a la prestidigitación, con sus trucos y secretos que nunca había que divulgar.
—Bueno, tengo mucho tiempo. Llevo ocho meses esperando este momento. He estado pensando mucho.
El ascensorista detuvo la cabina y les abrió las puertas. Esperó a que salieran. Joe se la quedó mirando fijamente de una forma extraña y ella creyó, o quizás únicamente deseó, ver un brillo de malicia en aquella mirada.
—Diez —dijo el ascensorista.
—He pensado mucho —repitió Joe.
—Diez, señor —dijo el ascensorista.
El apartamento tenía vistas de Nueva Jersey en las ventanas de un lado, artefactos dorados en el más grande de los dos baños y el parquet de los sueños era mareante y matemático. Había tres dormitorios, y una biblioteca con estanterías en tres paredes que iban del suelo al techo. Todas las habitaciones tenían al menos un estante para libros de obra. Ella visitó dos veces todas las habitaciones, incapaz de evitar imaginarse que vivía en aquella casa elegante, en lo alto de aquel barrio ilustrado de Manhattan con sus psicoanalistas freudianos, sus primeros violonchelistas y sus tribunales de apelación. Podían vivir todos aquí, ella, Joe y Thomas, y tal vez con el tiempo podrían tener otro hijo, imperturbable y regordete como un angelote.
—Muy bien, ¿qué tienes para mí? —Ella no pudo contenerse más. No veía ningún bulto en sus bolsillos, pero fuera lo que fuera bien podría llevarlo escondido debajo del abrigo. O podía ser algo muy, muy pequeño. ¿Acaso iba a proponerle matrimonio? ¿Y qué iba a decir ella si lo hacía?
—No —dijo él—. Tú primero.
—Es un retrato —dijo ella—. De ti.
—¿Otro? Pero si no he posado.
—Qué raro —dijo ella en tono burlón. Desató el paquete y llevó el cuadro a la repisa de la chimenea.
Había hecho dos retratos anteriormente de Joe. Para el primero él había posado en mangas de camisa y chaleco, despatarrado en un sillón de piel en el salón recubierto de paneles oscuros donde se habían conocido por primera vez. En el retrato, su chaqueta, con un periódico doblado sobresaliendo del bolsillo, cuelga del respaldo del sillón, y él está apoyado en el brazo, con la cabeza y la cara larga de perro lobo un poco inclinada a un lado y los dedos de la mano derecha ligeramente clavados en su sien derecha. El pincel de Rosa representaba incluso la escarcha de ceniza de su solapa, el botón que le faltaba en el chaleco, la expresión cariñosa, impaciente y desafiante de su mirada con la que claramente intentaba comunicarle a la artista, telepáticamente, que tenía intención, al cabo de una hora aproximadamente, de follar con ella. En el segundo retrato, Joe aparece trabajando en la mesa de dibujo del apartamento que comparte con Sammy. Delante tiene un bastidor, parcialmente lleno de viñetas. Un examen cuidadoso revela en una viñeta la figura discernible de Polilla Luna en pleno vuelo. Joe está sumergiendo un pincel largo y esbelto en un tintero que tiene en el taburete delante suyo. La mesa, que Joe compró de sexta o séptima mano poco después de llegar a Nueva York, tiene constelaciones enteras formadas durante muchos años de manchas de pintura. Joe está remangado hasta los codos y unos pocos mechones negros le caen sobre la frente despejada. Se puede ver que el extremo de su corbata descansa precariamente cerca de una pincelada húmeda de tinta en el papel, y en la mejilla tiene una tirita que le cubre unos arañazos rosáceos. En ese cuadro, su expresión es serena y casi perfectamente neutra, su atención está dirigida por completo a las cerdas del pincel que está a punto de sumergir en la brillante tinta negra.
El tercer retrato de Joe Kavalier fue el último cuadro que Rosa pintó en su vida, y se diferenciaba de los dos primeros en que no estaba pintado del natural. Estaba ejecutado con el mismo trazo sencillo pero preciso que el resto de su obra, pero era una fantasía. El estilo era más simple que en los otros dos retratos, cercano al esquematismo caricaturesco y ligeramente irónico de sus pinturas de frutas. En aquel retrato, Joe está sobre un fondo indeterminado de color rosa pálido, sobre una alfombra elaborada. Está desnudo. Más sorprendentemente, está completamente atado, de cabeza a pies, con pesadas cadenas de las que cuelgan, como colgantes de una pulsera, candados, esposas, broches y grilletes. Sus pies están unidos por un cepo. El peso de todo ese metal le hace doblarse por la cintura, pero su cabeza permanece alta, mirando al espectador con cara desafiante. Sus piernas largas y musculosas están rectas, los pies hacia fuera como si estuviera a punto de dar un salto. La pose está copiada de un libro sobre Harry Houdini, con las siguientes diferencias cruciales: a diferencia de Houdini, que en la foto se tapaba las partes pudendas con las manos esposadas, los genitales de Joe, con su expresión desamparada, aunque ocultos entre el pelo oscuro, son claramente visibles; el candado que tiene en medio del pecho tiene forma de corazón humano; y en su hombro, vestida con un abrigo negro y unos chanclos de hombre, está sentada la figura de la artista con una llave de oro en la mano.
—Es curioso —dijo él. Se buscó en el bolsillo del pantalón—. Esto es lo que tengo para ti. —Él le mostró un puño con los nudillos hacia arriba. Ella le dio la vuelta a la mano y abrió los dedos. En la palma de su mano había una llave—. Voy a necesitar que me ayudes con esto —dijo—. Confío con todo mi corazón, Rosa, en que quieras ayudarme.
—¿Y de dónde es esta llave? —dijo ella, en un tono más entrecortado del que quería usar, perfectamente consciente de que era la llave de aquel apartamento y que Joe le estaba pidiendo ahora justamente lo mismo que ella había estado tentada de pedir: que se le permitiera actuar como madre, o al menos como hermana mayor, de Thomas Kavalier. Estaba decepcionada en la misma medida en que había deseado un anillo, y excitada hasta el punto de estar horrorizada por aquel deseo.
—Como en el cuadro —dijo, bromeando, como si notara que ella estaba preocupada, y estuviera intentando imaginar qué tono adoptar con ella—. Es la llave de mi corazón.
Ella cogió la llave y la sostuvo en la mano. Estaba caliente de su bolsillo.
—Gracias —dijo ella. Estaba llorando, con alegría y con amargura, avergonzada de sí misma, emocionada por ser capaz de hacer algo realmente por él.
—Lo siento —dijo Joe, sacándose un pañuelo del bolsillo—. Quería que tuvieras la llave, porque… Pero he metido la pata. —Señaló el cuadro—. Me he olvidado de decir que me encanta. ¡Rosa, me encanta! ¡Es increíble! Es algo completamente nuevo en ti.
Ella se rió, le cogió el pañuelo y se secó los ojos.
—No, Joe, no es eso —dijo ella, aunque lo cierto era que el cuadro representaba una dirección nueva en el arte de Rosa. Hacía años que no intentaba pintar solamente con la imaginación. Su talento para captar el parecido, los contornos y su sentido natural de la sombra y el volumen la habían hecho inclinarse muy pronto hacia el dibujo del natural. Aunque en aquella ocasión había dibujado en parte a partir de una fotografía, los detalles del cuerpo y la cara de Joe estaban trazados de memoria, un proceso que le había resultado al mismo tiempo difícil y satisfactorio. Uno tenía que conocer muy bien a su amante —tenía que haber pasado mucho tiempo mirándolo y tocándolo— para ser capaz de dibujarlo cuando no estaba presente. Los errores y exageraciones inevitables que ella había cometido ahora le parecían pruebas y artefactos del misterioso diálogo entre la memoria y el amor.
—No, Joe. Gracias por la llave. La quiero de verdad.
—Me alegro.
—Y estaré feliz de ayudar como sea. Nada me haría más feliz. Pero si me pides que me mude aquí… —Ella lo miró. Sí. Se lo había pedido—. No creo que deba. Por Thomas. No creo que estuviera bien. Quizá no lo entendería.
—No —dijo él—. Yo estaba pensando… Pero no. Tienes razón, claro.
—Pero estaré aquí siempre que me necesites. Tanto como me necesites. —Ella se sonó la nariz con el pañuelo de él—. Mientras me necesites.
—Eso está bien —dijo él—. Creo que estamos hablando de mucho tiempo.
Ella le ofreció de vuelta el pañuelo sucio con incerteza, con una sonrisita de disculpa por haberlo ensuciado.
—No pasa nada. Quédatelo, cariño.
—Gracias —dijo ella, y aquella vez estalló en un ataque incontenible de llanto grotesco, incluso extravagante. Sabía perfectamente que aquel pañuelo era precisamente para ofrecerlo a las mujeres, y que Joe siempre guardaba otro para su uso personal, en el bolsillo trasero de sus pantalones.