Cuando Frank Singe, director de producción de Parnassus Pictures, llegó aquel mes de septiembre a Nueva York, Bacon se llevó a Sammy a verlo al hotel Gotham. Bacon había tenido a Sammy levantado toda la noche, escribiendo argumentos, y Sammy, con cara de sueño y sin afeitar, ya tenía tres listos para enseñárselos a Singe la tarde siguiente. Singe, un hombre enorme y fornido que fumaba un Davidoff gigante de diez pulgadas, dijo que ya tenía dos guionistas en mente, pero que le gustaba lo que Sammy había hecho en el cómic y que le echaría un vistazo a sus páginas. No fue del todo desalentador; estaba claro que le tenía un afecto personal a Bacon, y es más, tal como dijo, los otros dos candidatos para el trabajo tampoco eran Kaufman y Hart. Después de veinticinco minutos de lectura medio distraída, le dijo a Sammy y Bacon que tenía una cita muy importante para ver un par de piernas muy largas y la entrevista se terminó. Los dos bajaron a la calle con el magnate del cine de bajo presupuesto y salieron del Gotham a la tarde ya escasa. Había hecho buen tiempo todo el día, y aunque el sol ya se había puesto, el cielo seguía tan azul como una llama de gas, con un rastro parpadeante de carbón negro al este.
—Bueno, gracias, señor Singe —dijo Sammy, estrechándole la mano—. Aprecio su tiempo.
—El chico puede hacerlo, señor —dijo Bacon, pasando un brazo por la espalda de Sammy y sacudiéndolo un poco—. El Escapista es su criatura.
La noche era fría, y con su abrigo de piel de camello grueso y suave, y con el brazo de Bacon rodeándole los hombros, Sammy se sintió caliente y contento y preparado para creer que todo era posible. Le conmovía lo mucho que Bacon quería que lo acompañara a California, pero también le hacía sospechar. Le daba miedo que Bacon simplemente tuviera miedo de quedarse completamente solo allí. Ahora la relación entre ellos era igual que la que había tenido con Joe antes de Rosa. Sammy siempre estaba disponible, siempre dispuesto a que se vieran, a mantener el contacto, a estar ahí, a salir y a recoger los pedazos después de una discusión. A veces Sammy se temía que estaba en camino de convertirse en segundón profesional. Tan pronto como Bacon hiciera nuevos amigos, o un nuevo amigo, en California, Sammy se quedaría a solas con los espíritus tristes y los peces medio asfixiados, sobre los cuales había leído en El día de la langosta.
—Lo que usted decida me parecerá bien, señor Singe —dijo Sammy—. A decir verdad, ni siquiera estoy seguro de querer mudarme a Los Ángeles.
—Oh, no empieces otra vez —dijo Bacon, con una risotada falsa y radiofónica. Singe les estrechó la mano y entró en un taxi.
—Os veo pronto, chicos —dijo Singe. En su voz había un matiz extraño, algo que vacilaba entre la burla y la duda. El taxi se alejó de la acera y Singe se despidió con la mano, dejando a Sammy allí de pie bajo el abrazo de su novio.
Bacon se giró hacia él.
—¿Por qué has tenido que decir eso, Clay?
—Quizás es verdad. Quizá me quiero quedar aquí.
Novio. La palabra apareció en la mente de Sammy y carenó a ciegas a su alrededor como una polilla mientras Sammy la perseguía con una escoba en una mano y un libro de lepidopterología en otra. Parecía un chiste, ácido, mordaz y en cursiva: ¿quién es tu novio, Percy? Aunque ahora Sammy pasaba todo su tiempo libre con Bacon, y en principio había acordado que compartirían casa si acababan yendo al oeste, Sammy seguía negándose a admitir —en ese nivel irrelevante y senatorial de la conciencia donde las cuestiones que el deseo ya ha respondido son propuestas, debatidas y aplazadas— que estaba enamorado, o enamorándose, de Tracy Bacon. No es que negara lo que sentía, ni que las implicaciones del sentimiento lo asustaran. Bueno, sí que lo negaba y sí que lo asustaban, pero Sammy había estado enamorado de hombres casi toda su vida, desde su padre a Nikola Tesla y John Garfield, cuya risita burlona despertaba ecos nítidos en su imaginación y hostigaba a Sammy: «Eh, niño bonito, ¿quién es tu novio?».
Por muy clandestino e imposible que hasta entonces le hubiera parecido siempre, a Sammy le parecía natural el hecho de amar a hombres, como un don de lenguas o el talento para encontrar tréboles de cuatro hojas. Las nociones de denegación y miedo eran superfluas en un sentido muy real. Sí, muy bien, quizás estaba enamorado de Tracy Bacon, ¿y qué? ¿Qué demostraba aquello? Tal vez había habido más besos y cierto aprovechamiento cauteloso de las sombras, los huecos de las escaleras y los pasillos vacíos. Incluso John Garfield habría tenido que estar de acuerdo en que su conducta desde aquella noche de la tormenta eléctrica en el piso ochenta y seis había sido lúdica, masculina y esencialmente casta. A veces, en la parte trasera de un taxi, sus manos podían acercarse al otro a través del asiento de cuero, y Sammy sentía que su palma pequeña y húmeda y sus dedos mordidos eran absorbidos por la rapidez profunda, sobria y presbiteriana de la manaza de Tracy Bacon.
La semana anterior, mientras estaban en Brooks probándose trajes nuevos, hombro con hombro y en ropa interior como un anuncio de antes y después de un tónico vitamínico, habían esperado a que el vendedor saliera del probador y el sastre les diera la espalda y entonces Bacon había agarrado la camiseta de lana de Sammy. Había hundido los dedos en la cavidad del esternón de Sammy y había pasado su palma por la pendiente lisa de la barriga de Sammy. Luego, endureciendo sus ojos azules con un brillo inocente a lo Tom Mayflower, metió y sacó la mano del elástico de los calzoncillos de Sammy, como un cocinero comprobando la temperatura del agua de una olla con el meñique. Durante los días posteriores, la polla de Sammy retuvo un recuerdo furtivo del contacto de aquella mano fría. En cuanto a los besos, había habido tres más: uno delante mismo de la puerta de la habitación del hotel de Bacon cuando Sammy lo estaba dejando en casa; uno en medio de las sombras de la celosía de debajo del tren elevado en la Tercera Avenida con la calle Cincuenta y uno; y el tercero y el más atrevido, en una de las últimas filas del Broadway, en un pase de Dumbo, durante la bacanal de elefantes rosas. Y ahí residía la novedad, la diferencia entre el amor que Sammy había sentido por Tesla y Garfield e incluso por Joe Kavalier, y el que sentía por Tracy Bacon: realmente parecía ser recíproco. Y aquellos florecimientos del deseo, aquellos entrelazamientos de sus dedos, aquellos cuatro besos vigorizantes robados de la columna de alimentación desbordada de la indiferencia de Nueva York, eran el producto inevitable de aquella reciprocidad. Pero ¿acaso querían decir que él era homosexual o que Bacon lo era? ¿Acaso convertían a Tracy Bacon en el novio de Sammy?
—No me importa —le dijo Sammy en voz alta al señor Frank Singe, a Nueva York y al mundo. Y luego, dándole la espalda a Bacon—. ¡No me importa! No me importa si consigo o no el trabajo. No quiero pensar en ello, o en Los Ángeles, o en que te vayas ni en nada de nada. Solamente quiero vivir mi vida y ser un buen chico y pasarlo bien. ¿Te parece bien?
—Me parece bien, señor —dijo Bacon, atándose el pañuelo para combatir el frío—. ¿Qué te parece si hacemos algo?
—¿Qué quieres hacer?
—No sé. ¿Cuál es tu lugar favorito de todos los tiempos? De toda la ciudad.
—¿Mi lugar favorito de todos los tiempos y de toda la ciudad?
—Eso es.
—¿Incluyendo la periferia?
—No me digas que está en Brooklyn. Sería una decepción atroz.
—En Brooklyn no —dijo Sammy—. En Queens.
—Peor todavía.
—Lo que pasa es que mi lugar favorito ya no existe. Lo cerraron. Lo recogieron todo y se lo llevaron de la ciudad.
—La Feria —dijo Bacon. Negó con la cabeza—. Tú y esa Feria.
—Tú nunca fuiste, ¿verdad?
—¿Ese es tu lugar favorito de todos los tiempos?
—Sí, pero…
—Pues muy bien. —Bacon paró un taxi y abrió la puerta para Sammy. Sammy se quedó un momento allí, consciente de que Bacon estaba a punto de meterlo en algo de lo que no iba a poder salir fácilmente. No imaginaba qué podía ser.
—Nos vamos a Queens —le dijo Bacon al taxista—. A la Feria Mundial.
No fue hasta que llegaron al puente de Triborough que el taxista les dijo con voz monótona:
—No sé cómo deciros esto, tíos.
—¿Queda algo? —dijo Bacon.
—Bueno, he leído en la prensa que la ciudad, el señor Moses y la gente de la Feria están discutiendo qué hacer con los terrenos. Supongo que una parte debe de seguir allí.
—No nos haremos muchas ilusiones —dijo Bacon—. ¿Qué te parece?
—Con eso me basta —dijo Sammy.
A Sammy le había encantado la Feria, la había visitado tres veces en la primera temporada de 1939, y hasta el final de su vida guardaría una de las chapas que le dieron al salir del pabellón de General Motors y que decía: HE VISTO EL FUTURO. Había crecido en una época de grandes desesperanza, y para él y para millones de chavales de su ciudad, la Feria y el mundo que vaticinaba habían poseído la fuerza de un pacto, de la promesa de un mundo mejor por venir, que Sammy intentaría cumplir más adelante en los campos de patatas de Long Island.
El taxi los dejó delante de la estación de la Long Island Railroad, y durante un rato deambularon por el perímetro de la Feria, buscando un lugar por donde entrar. Pero había una verja alta y Sammy no creía que pudieran traspasarla.
—Por aquí —dijo Bacon, agachándose por detrás de unos matorrales y doblando la espalda—. Súbete encima de mí.
—No puedo… Te voy a hacer daño.
—Vamos, no me va a pasar nada.
Sammy se puso de pie encima de la espalda de Bacon, dejándole una huella de barro en el abrigo.
—Mi fuerza ha aumentado místicamente, ya sabes —dijo Bacon—. Uf.
Sammy saltó al otro lado, se quedó colgando y se dejó caer al interior de los terrenos de la Feria, aterrizando de culo. Bacon saltó, se alzó y se dejó caer también por el lado de la verja que daba a la Feria. Estaban dentro.
Lo primero que Sammy buscó con la mirada fueron las monumentales estructuras del Mutt-and-Jeff, el vertiginoso Trylon y su rotunda compañera la Perisfera, símbolos de la Feria que durante dos años habían sido ubicuos por el país, presentes en los menús de restaurantes, esferas de relojes, cajas de cerillas, corbatas, pañuelos, naipes, jerséis de chica, cocteleras, encendedores, muebles de los equipos de radio, etcétera, antes de desaparecer tan de repente como habían aparecido, como los tótems de algún culto milenario desacreditado que fascina brevemente y luego decepciona amargamente a sus adeptos con sus profecías gigantescas y terribles. Enseguida vio que los treinta metros inferiores del Trylon estaban cubiertos de andamios.
—Están desmontando el Trylon —dijo Sammy—. Vaya.
—¿Cuál era el Trylon? ¿El puntiagudo?
—Sí.
—No tenía ni idea de que fuera tan alto.
—Más alto que el Monumento a Washington.
—¿De qué está hecho, de granito, de caliza o algo así?
—Creo que de yeso.
—Lo estamos haciendo muy bien, ¿verdad? Al no hablar de que me voy a Los Ángeles.
—¿Estás pensando en ello?
—Yo no. ¿La redonda es la Perisfera?
—Exacto.
—¿Había algo dentro de ellos?
—En el Trylon no. Pero dentro de la Perisfera sí, tenían un espectáculo. Democraciudad. Era como un modelo a escala de la ciudad del futuro, y uno se sentaba en unos cochecitos que recorrían todo el perímetro y abajo se veía la ciudad. Estaba lleno de superautopistas y suburbios jardín. Te daba la impresión de estar sobrevolándolo en un dirigible. Hacían que fuera de noche y todos los edificios y farolas se encendían y brillaban. Era genial. Me encantaba.
—No me hables. Me encantaría verlo. Me pregunto si todavía está ahí, Sammy, ¿tú qué crees?
—No lo sé —dijo Sammy, con una especie de entusiasmo cauteloso. Para entonces ya conocía lo bastante a Bacon como para reconocer el impulso, y el tono que lo acompañaba, que había enviado a su amigo a una instalación militar en lo alto del Empire State a medianoche con un menú de gourmet en dos bolsas de la compra—. Probablemente, Bake. Creo… eh, espérame.
Bacon ya había llegado al muro bajo circular que rodeaba la inmensa piscina, ahora vacía y cubierta con una capa de harpillera de aspecto empapado, sobre la cual se había posado antaño la Perisfera. Sammy miró a ver si quedaba algún operario, o algún guardia, pero al parecer estaban solos allí. Le dolió en el alma ver los terrenos inmensos de la Feria que, no hacía mucho, habían estado llenos de banderas, sombreros de señora y gente que pasaba zumbando en microbuses, y no ver nada más que un panorama de barro y lonas y papeles de periódico volando, interrumpido aquí y allí por el tocón alargado de un montante cubierto, una boca de incendios o los árboles pelados que flanqueaban las avenidas y paseos vacíos. Los pabellones y salones de exposiciones de color caramelo, llenos de anillos de Saturno, centellas, aletas de tiburón, rejillas doradas y panales de miel, el pabellón italiano con toda la fachada disolviéndose en una cascada perpetua de agua, la caja registradora gigantesca, los templos austeros y sinuosos de los dioses de Detroit, las fuentes, los pilones y relojes de sol, las estatuas de George Washington y la Libertad de Expresión y de la Verdad Mostrando el Camino a la Libertad habían sido descortezadas, desmontadas, arrancadas, derribadas, amontonadas con bulldózers, metidas en camiones, depositadas en barcazas, remolcadas más allá de la entrada del puerto y enviadas al fondo del mar. Le entristeció, no porque viera alguna clase de alegoría instructiva o sermón severo sobre la vanidad de todas las esperanzas humanas y fantasías utópicas en la transformación de un resplandeciente sueño estival a una inmensa ciénaga de barro congelado al caer una noche de septiembre —era demasiado joven para tener esa clase de presentimientos—, sino porque había amado de verdad la Feria, y al verla de aquel modo, sintió en el corazón lo que había sabido todo el tiempo, que, igual que la infancia, la Feria se había terminado y nunca más podría visitarla.
—Eh —dijo Bacon—. Clay. Por aquí.
Sammy miró a su alrededor. No había señal de Bacon. Rodeó tan deprisa como pudo el muro bajo blanqueado con sus manchas de lluvia y su piel parcheada de hojas mojadas, hasta las puertas de Trylon, que le habían llevado, por dos imperiales escaleras mecánicas, al corazón del huevo mágico. Cuando la Feria estaba montada, siempre había una cola larguísima de gente que se adentraba en aquellas enormes puertas azules. Ahora solamente había los andamios y un montón de plafones. Un trabajador se había olvidado la tapa de hojalata en forma de taza de su termo. Sammy fue a las puertas de metal. Estaban bloqueadas con una barra enorme y cerradas con un grueso candado. Sammy les dio un tirón pero no se movieron un ápice.
—Ya lo he intentado así —dijo Bacon—. ¡Por aquí debajo!
La Perisfera estaba apoyada en una especie de soporte para pelota de golf, un anillo de columnas colocadas a la misma distancia y unidas a ella por su círculo antártico, por decirlo de algún modo. La idea era que pareciera que el gigantesco orbe blanco como el hueso, con la superficie surcada de finas venas como la envoltura de un puro, estaba flotando allí, en medio de la piscina. Ahora que no había piscina se veían las columnas y se veían también a Tracy Bacon, de pie entre las mismas, directamente debajo del polo sur de la Perisfera.
—Eh —dijo Sammy, corriendo hasta el muro y estirándose para pasar por encima—. ¿Qué estás haciendo? ¡Todo eso se te podría caer encima!
Bacon lo miró, con los ojos muy abiertos, incrédulo, y Sammy se ruborizó. Era exactamente lo que habría dicho su madre.
—Hay una puerta —dijo Bacon, señalando hacia arriba. Luego levantó los brazos por encima de la cabeza y sus manos se metieron en la parte inferior del casco de la Perisfera. La cabeza de Bacon desapareció a continuación, sus pies se levantaron del suelo y por fin desapareció.
Sammy pasó una pierna por encima del muro, luego la otra, y se descolgó hasta el fondo de la piscina. La harpillera mojada chapoteó bajo sus zapatos mientras corría por el fondo suavemente curvado de la pileta hacia la Perisfera. Cuando llegó debajo de la misma, miró hacia arriba y vio una trampilla rectangular con aspecto de que Tracy acabara de entrar por ella.
—Vamos.
—Parece muy oscuro ahí dentro, Bake.
Una mano enorme salió de la trampilla, se agitó y los dedos se flexionaron. Sammy extendió el brazo, sus palmas se juntaron y por fin Bacon lo izó a pulso hasta la oscuridad. Antes de que pudiera empezar a sentir, a oler o a escuchar la oscuridad, a Bacon y los latidos de su propio corazón, las luces se encendieron.
—Caramba —dijo Bacon—. Mira eso.
Los sistemas que controlaban el movimiento, el sonido y la iluminación de Democraciudad y de su exhibición adjunta, el Futurama de General Motors, eran casi literalmente el último grito del arte y de los principios arcanos de la maquinaria de relojería en los últimos instantes del mundo sin ordenadores. Coordinar la compleja banda sonora de voz y música, el movimiento de los coches y los tonos cambiantes de la luz en el interior de la Perisfera había requerido un despliegue de engranajes, poleas, palancas, levas, muelles, ruedas, interruptores, relés y cintas transportadoras que resultaba sofisticado, complejo y sensible a los trastornos. Un ratón que se colara, una ola de frío repentina o la vibración acumulada de diez mil trenes subterráneos que llegaban y partían podían reventar el sistema y hacer que la atracción se detuviera de repente, dejando en ocasiones a cincuenta personas atrapadas en el interior. Era debido a la necesidad de frecuentes ajustes y reparaciones de poca importancia que había una trampilla en la parte inferior de la Perisfera. Llevaba a una sala extraña en forma de cuenco. Cuando Bacon y Sammy entraron, había una especie de plataforma de acero ondulado al fondo del cuenco. A un lado de la plataforma, había una serie de listones soldados en la superficie interior de la esfera, formando una escalerilla que ascendía gradualmente por el interior del cuenco hasta las complejas entrañas mecánicas de Democraciudad.
Bacon se agarró a uno de los listones inferiores de la escalerilla.
—¿Crees que podrás subir? —dijo.
—No estoy seguro —dijo Sammy—. De veras, creo…
—Tú primero —dijo Bacon—. Si te hace falta te echo una mano.
Así que Sammy y sus piernas renqueantes subieron hasta treinta metros sobre el vacío. En lo alto había otra trampilla. Sammy asomó la cabeza.
—Está oscuro —dijo Sammy—. Qué lástima. Bueno, mejor nos vamos.
—Un minuto —dijo Bacon. Sammy sintió un empujón desde detrás, Bacon le agarró de las piernas y prácticamente lo lanzó hacia la oscuridad fría y enorme. Algo áspero arañó la mejilla de Sammy, luego hubo un crujido y una serie de ruidos violentos cuando Bacon se metió después por la trampilla—. Uf. Tienes razón.
—Pues claro. —Sammy palpó el suelo, buscando la trampilla—. Genial. Estás loco, Bake, ¿lo sabes? No aceptas un no por respuesta. Yo…
Sammy oyó el chirrido metálico de la bisagra de un encendedor, el chasquido de su pedernal y por fin una chispa brotó mágicamente y se transformó en la cara parpadeante de Tracy Bacon.
—Ahora el tuyo —dijo.
Sammy encendió su mechero. Entre los dos se las apañaron para crear la bastante luz para ver que estaban acampados bastante lejos de la zona de la exposición, en medio de una amplia zona boscosa de media pulgada de altura. Tracy se puso de pie y se dirigió hacia el centro. Sammy lo siguió, protegiendo la llama. La superficie del suelo bajo sus pies estaba cubierta de una especie de musgo artificial seco y áspero que intentaba representar enormes colinas cubiertas de árboles. El crujido de aquel musgo despertaba ecos en la alta cúpula vacía. De vez en cuando, aunque intentaban ir con cuidado, uno de ellos pisaba una granja en miniatura o aplastaba un distrito recreativo o un orfanato central de una ciudad del futuro. Por fin llegaron a la capital, en el centro mismo del diorama, lo que se había llamado Centrópolis o Centraba o algo igual de imaginativo. De un puñado de edificios sobresalía un rascacielos solitario. Todos los edificios parecían aerodinámicos y ultramodernos, como una ciudad de Mongo, o como la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz. Bacon se apoyó en una rodilla y puso la cara al mismo nivel que la cima de la torre más alta.
—Hum —dijo. Frunció el ceño, luego se agachó y se inclinó hacia delante apoyado en un brazo, despacio, con cuidado de no apagar su llama, hasta estar tumbado boca abajo—. Hum —dijo de nuevo, esta vez gruñendo. Pegó la barbilla al suelo—. Sí. Así está mejor. Me estaba empezando a cansar de planear tanto por los cielos.
Sammy fue y se quedó de pie un momento al lado de Bacon. Luego se tumbó en el suelo a su lado. Dobló un brazo debajo del pecho y, inclinando ligeramente la cabeza, guiñó los ojos, intentando perderse en la ilusión del modelo igual que solía perderse en Futuria, dibujando en su bastidor en Flatbush un millón de años atrás. Medía un milímetro de altura y avanzaba por una autopista oceánica en su pequeño Planeador Antigravedad, dejando atrás las facetas silenciosas de aquellos proyectos de edificios plateados. Era un día perfecto en una ciudad perfecta. Una doble puesta de sol parpadeaba en las ventanas y proyectaba sombras por las plazas arboladas de la ciudad. Las yemas de los dedos le ardieron.
—¡Au! —dijo Sammy, dejando caer su encendedor—. ¡Auu!
Bacon apagó su llama:
—Tienes que envolvértelo con la corbata, tonto —dijo. Cogió la mano de Sammy—. ¿Es esta?
—Sí —dijo Sammy—. Los primeros dos dedos. Oh, bien.
Se quedaron así unos segundos, en la oscuridad, en el futuro, con los dedos heridos de Sammy en la boca de Tracy Bacon, escuchando el fabuloso mecanismo de relojería de sus corazones y sus pulmones, y queriéndose.