NUEVE

—Está muy bien, el Escapista —le dijo Orson Welles a Sammy. Era tremendamente alto y sorprendentemente joven, y olía a Dolores del Río. En 1941 estaba de moda entre cierta gente elegante confesar que conocían con cierta profundidad a Batman, al Capitán Marvel o al Blue Beetle—. No me salto una línea.

—Gracias —dijo Sam.

Aunque nunca olvidó aquel instante y en años posteriores lo embellecería, esa fue toda la conversación que tuvo con Orson Welles, aquella noche y cualquier otra. En la fiesta posterior al estreno, en la azotea del Pennsylvania, Joe bailó con Dolores del Río y Rosa bailó con el guapo Joseph Cotten y con Edward Everett Horton, que bailaba mucho mejor con diferencia. Tocaba la orquesta de Tommy Dorsey. Sentado, Sammy miraba y escuchaba, con los ojos guiñados, consciente, como todos los devotos de las orquestas de swing de 1941, del privilegio de vivir en aquel momento en que los practicantes de su música favorita estaban en la cima absoluta de su estilo y su técnica, un momento no superado en este siglo en cuestión de brío, romanticismo, glamour y una variada concurrencia de tipos chistosos y pulcros. Joe y Dolores del Río bailaron un foxtrot y luego, como es natural, una rumba. Hasta ahí fue toda la relación que Joe tuvo con Dolores del Río, aunque él y Orson Welles continuaron viéndose en el bar del hotel Edison.

Lo más importante con diferencia de todo lo que les pasó a los dos primos en aquel primero de mayo de 1941 fue la película que habían ido a ver.

En años posteriores, en otras manos, el Escapista se convertiría en objeto de broma. Los gustos cambiaron, los guionistas se cansaron y los argumentos convencionales se quedaron gastados. Los guionistas y dibujantes posteriores, con la complicidad de George Deasey, convirtieron la tira cómica en una curiosa especie de parodia invertida de todo el género del héroe disfrazado. La barbilla del Escapista se volvió más grande y su hoyo más enfático, y sus músculos hipertrofiados hasta abultar, en palabras memorables de su archienemigo de posguerra, el doctor Magma, «como un saco lleno de gatos». La aguja siempre lista de la señorita Plum Blossom se dedicaba a proveer al Escapista de un surtido de atuendos especiales para luchar contra el crimen dignos de Wladziu Liberace[19], y Omar y Big Al empezaron a gruñir abiertamente sobre las facturas que su jefe amontonaba por sus gastos extravagantes en supervehículos, superaviones e incluso una «muleta de marfil labrada a mano» para que Tom Mayflower la usara en noches especiales. El Escapista era vanidoso. A veces los lectores lo veían detenerse, de camino a luchar contra el mal, para ver su reflejo y peinarse en un escaparate o en el espejo de la balanza de un drugstore. En plena salvación de la Tierra de los malvados Omnívoros, en uno de los últimos números, el 130 (marzo de 1953), el Escapista se pone medio histérico al intentar remodelar, con la ayuda de un decorador ceceante, la Cerradura, el santuario secreto situado bajo los escenarios del Empire Palace. Aunque continuaba defendiendo a los débiles y protegiendo a los indefensos con tanta habilidad como siempre, el Escapista nunca parecía tomarse sus aventuras lo bastante en serio. Se iba de vacaciones a Cuba, Hawai y Las Vegas, donde llegó a compartir escenario en el Sands Hotel con el mismísimo Wladziu Liberace. A veces, si no tenía una prisa especial por llegar a alguna parte, dejaba que Big Al tomara los controles de la Aerollave y se ponía a leer una revista sobre cine en cuya portada salía su foto. Los llamados argumentos a lo Rube Goldberg —en los cuales el Escapista, tan aburrido como el que más de la rutina de combatir el crimen, introducía obstáculos y trabas deliberadamente a sus propios esfuerzos para desbaratar los planes de la enorme pero finita variedad de megalómanos, maníacos y matones recalcitrantes a los que combatió en los años posteriores a la guerra, a fin de hacer las cosas más interesantes para sí mismo— se convirtieron en una marca de la casa del personaje: se proponía de antemano, por ejemplo, despachar a una banda de criminales «con las manos desnudas», y usar su fuerza física inmensamente aumentada solamente si alguno de ellos pronunciaba una frase al azar como por ejemplo «agua helada», y luego, cuando ya casi le habían dado una paliza y hacía demasiado frío para que alguien pidiera un vaso de agua, el Escapista encontraba una forma de arreglar las cosas de manera que la banda terminara en la parte trasera de un camión lleno de cebollas. Era un payaso superpoderoso y lleno de músculos.

El Escapista que reinó entre los gigantes de la tierra en 1941 era una clase distinta de hombre. Era solemne, a veces demasiado. Su cara era esbelta, su boca rígida, y sus ojos, a través de los agujeros de su máscara, eran como fríos remaches de hierro. Aunque era fuerte, no era en absoluto invulnerable. Lo podían golpear, aporrear, ahogar, quemar, dar palizas y dispararle. Y sus misiones eran simplemente eso: su trabajo, fundamentalmente, era el salvamento. Las primeras historias, a pesar de todos sus puñetazos antifascistas y Stukas chirriantes, eran relatos de huérfanos amenazados, campesinos explotados y pobres operarios de fábrica convertidos en zombis babeantes por sus jefes productores de armas. Incluso después de que el Escapista se fuera a la guerra, pasaba tanto tiempo defendiendo a las víctimas inocentes de Europa como el que pasaba arrancando trozos de barcos de guerra con los puños. Defendía a refugiados con su cuerpo y evitaba que cayeran bombas sobre los niños. Siempre que desarticulaba una red de espionaje en Estados Unidos (la del Saboteador, por ejemplo), soltaba los discursos con los que Sam Clay intentaba contribuir a la guerra de su primo, diciendo, por ejemplo, mientras abría en canal otro «topo acorazado» con el hocico en forma de taladro y lleno de alemanes bovinos que había intentado llegar cavando bajo tierra hasta Fort Knox: «¡Me gustaría saber qué diría esa cuadrilla de avestruces con la cabeza enterrada de miedo si pudieran ver esto!». Con su combinación de seriedad, conciencia social y predisposición a desguazar, era el héroe perfecto para 1941, momento en que América emprendía el proceso laborioso y retumbante de dar marcha atrás y meterse en una guerra espantosa.

Y sin embargo, a pesar de que vendía millones de ejemplares, y durante una época se elevó o se sumergió en la conciencia popular general de América, si Sammy nunca hubiera escrito y Joe nunca hubiera dibujado otro número después de la primavera de 1941, el Escapista se habría esfumado sin duda de la memoria y la imaginación nacionales, igual que Catman and Kitten, el Verdugo y The Black Terror, cómics que habían vendido casi tanto como el Escapista en su mejor momento. Los coleccionistas y los fans no habrían desembolsado sumas atroces por las primeras colaboraciones de Kavalier y Clay ni les habrían dedicado cientos de miles de palabras eruditas. Si Sammy nunca hubiera escrito otra palabra después del n.º 18 de Radio Comics (junio de 1941), solamente habría sido recordado por los devotos más fanáticos de los cómics como creador de una serie de estrellas menores de principios de los cuarenta, si es que alguien lo hubiera recordado. Si el tridente explosivo de Ebling hubiera matado a Joe Kavalier aquella noche en el hotel Fierre, lo habrían recordado como un excelente portadista, creador de unas escenas de batalla enérgicas y concienzudas e inspirador de las fantasías de Polilla Luna, si es que alguien lo hubiera recordado, pero a diferencia de lo que sucede hoy, no se lo recordaría como uno de los mayores innovadores en materia de maquetación y estrategias narrativas de toda la historia de los cómics. Sin embargo, en julio de 1941 llegó a los quioscos el número 19 de Radio Comics y los nueve millones de niños desprevenidos de doce años de América que querían crecer para convertirse en personajes de cómic casi cayeron fulminados de asombro.

La razón fue Ciudadano Kane. Con Rosa y Bacon entre ellos, los dos primeros se sentaron en el palco del insulso cine Palace con su lámpara de araña de fantasía y su estructura venerable cubierta de un emplasto nuevo de terciopelo y dorado. Las luces se apagaron. Joe encendió un cigarrillo. Sammy se reclinó en el respaldo y colocó las piernas, que tenían tendencia a dormirse en los cines. La película empezó. Joe se fijó en que Orson Welles era el único nombre que había encima del título. La cámara saltó la verja de hierro con sus puntas, subió planeando como un cuervo la colina siniestra y quebrada con sus monos, sus góndolas, su campo de golf en miniatura y, sabiendo perfectamente lo que buscaba, entró por la ventana e hizo un zoom sobre un par de labios monstruosos que pronunciaban su última palabra.

—Esto va a ser bueno —dijo Joe.

Le dejó impresionado, más bien pulverizado. Cuando las luces se encendieron, Sammy se inclinó hacia delante y miró más allá de Rosa en dirección a Joe, ansioso por ver qué le había parecido la película. Joe estaba sentado mirando hacia delante, parpadeando, intentando asimilarlo todo. Todas las frustraciones que había sentido practicando el arte que había descubierto por casualidad una semana después de llegar a América, las convenciones fáciles, las expectativas bajas de editores, lectores, padres y maestros, las restricciones espaciales contra las que había estado luchando en las páginas de Polilla Luna, todo parecía susceptible de ser completamente vencido, sobrepasado y eludido. El Asombroso Cavalieri iba a liberarse para siempre de las nueve viñetas.

—Quiero que hagamos algo como eso —dijo.

Aquella era precisamente la idea que había ocupado a Sammy desde el momento en que había captado la estructura de la película, cuando el falso noticiario sobre Kane había terminado y las luces mostraron a los hombres que en la película trabajaban para la empresa informativa «March of Time». Pero a Joe le había desatado la inspiración, había sido como asumir un reto, mientras que para Sammy había supuesto más bien la expresión de su envidia hacia Welles y de su ansia desesperada de abandonar alguna vez aquella estafa lucrativa, con sus raíces en los artículos de broma baratos. Después de volver a casa desde la estación de Pennsylvania, los cuatro se sentaron ya entrada la noche, bebieron café, pusieron discos en el Panamuse y recordaron conjuntamente momentos, tomas y líneas de diálogo. No podían olvidar el largo movimiento ascendente de la cámara, a través de la maquinaria y las sombras de la ópera, hasta los dos tramoyistas que se agarraban las narices en el debut de Susan. Nunca olvidarían cómo la cámara se había metido por la claraboya del sórdido bar de copas para mostrar a la pobre Susie en plena decadencia. Discutieron sobre los pasajes cruzados del laberíntico retrato de Kane, y sobre por qué todo el mundo sabía cuál había sido su última palabra cuando no parecía haber nadie con él cuando la susurró. Joe intentaba expresar, formular, la revolución de sus ambiciones en relación a la forma de arte mal prensada y grapada a la que los habían llevado sus inclinaciones y la suerte. No era simplemente, le dijo a Sammy, cuestión de que alguien adaptara el repertorio de trucos cinematográficos desplegados de forma tan atrevida en la película —primeros planos extremos, ángulos extraños, disposiciones extravagantes de las figuras y los fondos—. Joe y otra gente llevaba tiempo tanteando con aquellas cosas. Era que Ciudadano Kane representaba, más que ninguna otra película que hubiera visto Joe, la fusión total de imagen y relato que era —¿acaso Sammy no lo veía?— el principio fundamental de la narración en el cómic, y el núcleo irreductible de su asociación. Sin el diálogo ingenioso y poderoso y sin el rompecabezas de la historia, la película solamente habría sido una versión americana del mismo rollo expresionista perturbador y sombrío al estilo de la Ufa Films que Joe había crecido viendo en Praga. Sin las sombras inquietantes y las arriesgadas incursiones de la cámara, sin la iluminación teatral y los ángulos vertiginosos, habría sido simplemente una película inteligente sobre un hijo de puta rico. Pero era más, mucho más, de lo que ninguna película necesitaba ser. En aquel sentido crucial —su fusión inextricable de imagen y relato— Ciudadano Kane era como un cómic.

—No sé, Joe —dijo Sammy—. Me gustaría pensar que podríamos hacer algo así. Pero vamos. Ya sabes, solamente estamos hablando de cómics.

—¿Por qué tienes que verlo así, Sammy? —dijo Rosa—. Ningún medio es inherentemente mejor que otro. —La creencia en aquella idea era casi un requisito para residir en casa de su padre—. Lo importante es lo que hagas con ese medio.

—No, no es verdad. La verdad es que los cómics son inferiores —dijo Sammy—. Yo lo creo de verdad. Es… es algo que está en su material. Hablamos de un puñado de tipos y una chica que corretean por ahí con calzoncillos largos dando puñetazos a la gente, ¿vale? Si la gente de Parnassus hace un serial con el Escapista, creedme, no va a ser ningún Ciudadano Kane. Ni siquiera Orson Welles podría hacerlo.

—Estás inventando excusas, Clay —dijo Bacon, cogiéndolos a todos por sorpresa pero a ninguno más que a Sammy, que nunca había oído hablar tan en serio a su amigo—. No es que creas que los cómics son inferiores, es que crees que lo eres tú.

Joe miró a otra parte por cortesía.

—Ajá —dijo Rosa al cabo de un momento.

—Ajá —dijo Sammy.

Sammy y Joe entraron en su despacho a las siete en punto, con las mejillas sonrosadas, aturdidos por la falta de sueño, tosiendo y sobrios y casi sin hablar. En un portafolio de cuero debajo del brazo, Joe llevaba las nuevas páginas que había abocetado, junto con las anotaciones de Sammy para «La Calle Kane», la primera de las llamadas historietas modernistas o prismáticas del Escapista, pero también ideas para una docena más de historias que se le habían ocurrido a Sammy, no solamente para el Escapista sino para Polilla Luna, el Monitor y los Cuatro Libertadores, durante la noche anterior. Cogieron el pasillo para ir a ver a Anapol.

El editor de Empire Comics había abandonado el enorme despacho de acerocromo que tanto le incomodaba y se había aposentado en un cuarto para suministros de mantenimiento, en el que había instalado una mesa, una silla, un retrato del compositor de las Canciones de un almuédano encaprichado y dos teléfonos. Desde el traslado, aseguraba encontrarse mucho más cómodo y aseguraba que dormía mucho mejor por las noches. Sammy y Joe fueron directamente a la puerta del despacho-armario. Si Anapol estaba dentro, no había sitio para nadie más. Anapol estaba escribiendo una carta. Levantó un dedo para hacer saber que estaba teniendo una idea importante.

Sammy vio que estaba escribiendo encima del membrete de la sociedad Szymanowski. «Querido hermano», empezaba la carta. Anapol mantuvo la mano en el aire mientras repasaba la línea, moviendo los labios purpúreos y carnosos. Luego levantó la vista. Sonrió con gravedad.

—¿Por qué de pronto quiero esconder mi talonario? —dijo.

—Jefe, necesitamos hablar con usted.

—Ya lo veo.

—En primer lugar —Sammy se aclaró la garganta—, todo lo que hemos hecho hasta ahora, por bueno que haya sido, y no sé si alguna vez le echa un vistazo a lo que hace la competencia pero lo hemos hecho mejor que la mayoría de ellos y hemos estado a la altura de los mejores de ellos, todo eso no ha sido nada, ¿vale?, nada comparado con lo que Joe y yo hemos pensado para el Escapista en adelante, aunque no tengo la libertad de divulgar lo que será. Por el momento.

—Eso en primer lugar —dijo Anapol.

—Sí.

Anapol asintió.

—En primer lugar, tenéis que felicitarme. —Se apoyó en el respaldo, con las manos juntas con gesto petulante sobre la barriga, y esperó a que ellos lo entendieran.

—Lo han comprado —dijo Sammy—. Parnassus.

—Me lo dijo anoche su abogado. La producción empezará a final de año, si no antes. Ciertamente no hay montones de dinero —no estamos hablando de la MGM—, pero no está mal. Nada mal.

—Naturalmente estamos obligados a pedirle que nos dé la mitad —dijo Joe.

—Naturalmente —dijo Anapol. Sonrió—. Ahora decidme qué es lo que habéis pensado.

—Bueno, básicamente es un enfoque completamente nuevo. Vimos…

—¿Para qué necesitamos un enfoque completamente nuevo? El antiguo funcionaba de maravilla.

—Este es mejor.

—En este contexto, mejor solamente significa una cosa —dijo Anapol—. Más dinero. ¿Ese enfoque completamente nuevo va a significar más dinero para mí y para mi socio?

Sammy miró a Joe. En realidad, todavía no estaba totalmente convencido de aquello. Pero todavía notaba la punzada de la acusación de Bacon de la noche anterior. Y lo que es más, conocía a Shelly Anapol. El dinero no era —al menos no siempre— lo que más le importaba en el mundo. Una vez, años atrás, Anapol había albergado la ambición de tocar el violín en la Filarmónica de Nueva York, y quedaba una parte de él, aunque profundamente enterrada, que nunca se había resignado a acabar vendiendo cojines que chillaban. A medida que las cifras de ventas de Empire Comics ascendían, y los enormes ciclones negros de dinero llegaban volando desde el interior del país, Anapol, movido por aquella ambición residual y por una culpa retorcida por la facilidad insensata con que habían logrado un éxito colosal, se había vuelto extremadamente susceptible en relación a la mala reputación que tenían los cómics entre los Phi Beta Kappas y los peces gordos literarios cuyas reputaciones tanto le preocupaban. Incluso había obligado a Deasey a escribir cartas al New York Times y al American Scholar, que luego firmaba con su nombre, protestando por el tratamiento injusto que consideraba que aquellas publicaciones daban en sus páginas a sus humildes productos.

—Montones —dijo Sammy—. Montañas, jefe.

—Enseñadme.

Le dieron el portafolio e intentaron explicarle lo que intentaban hacer.

—Adultos —dijo Anapol después de escuchar unos minutos—. Me estáis hablando de conseguir que los adultos lean cómics.

Los primos se miraron. No lo habían expresado ni lo habían entendido de aquella forma antes.

—Supongo —dijo Sammy.

—Sí —dijo Joe—. Adultos con dinero adulto.

Anapol asintió, acariciándose la barbilla. Sammy vio cómo se le relajaban los hombros y los goznes de la mandíbula, cómo se desagarrotaban, y cómo Anapol se reclinaba hacia atrás en su enorme silla giratoria de piel con una grandeza y una comodidad no completamente libres de la amenaza de la fatiga de los metales y de la rotura de los muelles. Sammy no podía estar seguro de si era alivio por haber encontrado finalmente un fundamento digno para su comercio o si meramente le reconfortaba la proximidad de un fracaso seguro.

—Muy bien —dijo Anapol, buscando su carta inacabada—. Probaremos a ver. Poneos a trabajar.

Joe empezó a alejarse, pero Sammy lo cogió del brazo y lo hizo volver. Se quedaron allí. Anapol añadió otra frase a su carta, pensó un momento y levantó la vista.

—¿Sí?

—¿Qué hay de ese dinero no-enorme de Parnassus? —dijo Sammy—. Tenemos una parte del programa de radio. Nos dio una parte de la tira de los periódicos. No veo por qué no…

—Oh, por Dios —dijo Anapol—. No se moleste en terminar, señor Clay. Ya me lo sé de memoria.

Sammy sonrió:

—¿Y?

La sonrisa de Anapol se volvió cautelosa y muy, muy pequeña.

—No estoy en contra. No puedo hablar por Jack, pero voy a plantearle el asunto y veré si podemos apañar algo.

—Va… vale —dijo Sammy, sorprendido y un poco receloso, notando la inminencia de una condición.

—Ahora —dijo Anapol—, a ver si podéis adivinar lo que os voy a decir.

—¿Van a poner a Szymanowski en los cromos de los chicles?

—A lo mejor no sois conscientes de ello —dijo Anapol—, pero Parnassus Pictures vende mucho en Europa.

—No lo sabía.

—Sí. De hecho, su segundo mercado en importancia después del doméstico es, precisamente…

—Alemania —dijo Joe.

—Naturalmente, están un poco preocupados por la reputación que vosotros dos le habéis dado a esta empresa, a vuestro modo tan imaginativo, como enemiga de los ciudadanos y del gobierno de aquel país de cinéfilos fanáticos. Tuve una larga charla con el señor Frank Singe, el jefe de los estudios. Dejó muy claro…

—No se moleste en terminar —dijo Sammy. Estaba asqueado—. «Nos lo sabemos de memoria». —Buscó la mirada de Joe, deseando que dijera algo, que le hablara a Anapol de su familia y de los suplicios a los que estaban siendo expuestos, al régimen casi clínico de mil y una crueldades, grandes y pequeñas, a las que el Reichsprotektorat les sometía. Estaba seguro de que Anapol volvería a ceder.

—Muy bien —dijo Joe en voz baja—. Dejaré de luchar.

Anapol levantó las cejas, sorprendido.

—¿Joe? —dijo Sammy. Estaba escandalizado—. Joe, venga. ¿De qué estás hablando? ¡No puedes rendirte! Esto es… es censura. ¡Nos están censurando! Es precisamente contra lo que luchamos. El Escapista lucharía contra algo como esto.

—El Escapista no es una persona real.

—Ya lo sé, por Dios.

—Sam —dijo Joe, con las mejillas ruborizadas. Puso una mano en el brazo de Sammy—. Aprecio lo que crees estar haciendo. Pero ahora quiero que hagas esto. —Dio unos golpecitos en el portafolio—. Estoy cansado de luchar, o al menos por un tiempo. Lucho, y sigo luchando, pero eso no me da esperanzas sino que me las quita. Necesito hacer algo… Algo que sea grande, en lugar de intentar siempre hacer el Bien.

—Joe, yo… —Sammy empezó a replicar pero enseguida lo dejó—. Bien —dijo—. Dejaremos a los nazis en paz. De todas formas no tardaremos mucho en entrar en guerra.

—Y luego prometo daros la satisfacción de recordarme mi comportamiento ignominioso de esta mañana —dijo Anapol—. Así como una parte, algo muy modesto, os lo aseguro, del pequeño botín con que Hollywood nos va a recompensar.

Los primos se dirigieron a la salida. Sammy miró atrás.

—¿Y qué hay de los japos?