Uno de los preceptos más inquebrantables del estudio de la ilusión humana es que todas las edades de oro bien ya han pasado o bien están por venir. Los meses que precedieron al ataque japonés a Pearl Harbor son una rara excepción a este axioma. A lo largo de 1941, en la estela de aquel estallido de esperanza colorista que había sido la Feria Mundial, una parte considerable de los ciudadanos de Nueva York tuvo la extraña experiencia de sentir por el momento en que estaban viviendo, y en el mismo momento de vivirlo, esa extraña mezcla de optimismo y nostalgia que suele ser el sello distintivo de las fantasías de la edad de oro. El resto del mundo estaba ocupado echándose a sí mismo a la caldera, país tras país, pero aunque los periódicos de la ciudad y los noticiarios de los cines Trans-Lux estaban llenos de desgracias, derrotas, atrocidades y alarmas, el sentimiento dominante entre los neoyorquinos no era el asedio, el pánico ni resignación sombría al destino, sino más bien la satisfacción de una mujer acurrucada bebiendo té y moviendo los dedos de los pies en un sofá frente al fuego mientras la lluvia helada golpea las ventanas. La economía no solamente renovaba su fachada sino también sus movimientos ostensibles, Joe DiMaggio ganaba cincuenta y seis partidos seguidos y las grandes bandas de swing alcanzaban su apogeo elegante y extático en los salones de baile de los hoteles y en las carpas estivales llenas de polillas de América.
Teniendo en cuenta el ansia habitual de quienes creen haber vivido en una edad de oro por explayarse largamente sobre el tema a posteriori, es irónico que la noche de abril en que Sammy sintió con más intensidad el brillo de su existencia —el momento en que, por primera vez en su vida, fue totalmente consciente de su propia felicidad— fuera una noche que nunca le contaría a nadie.
Era la una de la madrugada de un miércoles y Sammy estaba solo contemplando la ciudad de Nueva York, mirando en dirección a las nubes de tormenta, tanto literales como figuradas, que se estaban acumulando al este. Antes de entrar al turno de las diez, se había duchado en el tosco cubículo que Al Smith había conseguido que construyeran para los observadores, en sus cuarteles del piso ochenta y uno, y se había puesto los pantalones anchos de sarga y la camisa Oxford azul descolorida que tenía guardada en su casilla del vestuario, que se estuvo poniendo tres noches por semana durante la guerra y que se llevaba a casa después de su turno de los viernes para lavarla a tiempo para el lunes. A fin de guardar las apariencias, siempre se ponía los zapatos para subir al observatorio, pero cuando llegaba allí se los volvía a quitar. El hecho de hacer en calcetines la ronda nocturna de los cielos de Manhattan, en busca de bombarderos enemigos y sabotajes aéreos, era al mismo tiempo una costumbre, una presunción y un extraño placer. Mientras merodeaba por el piso ochenta y seis, con el sujetapapeles en una mano y los pesados prismáticos del ejército colgados del cuello, silbaba para sí mismo, sin darse cuenta, una melodía al mismo tiempo apasionada y poco melodiosa.
Prometía ser un turno típicamente tranquilo. Los vuelos nocturnos autorizados eran escasos incluso con buen tiempo, y aquella noche, debido a las alertas de tormenta eléctrica y truenos, habría en el cielo todavía menos aviones que de costumbre. Como siempre, Sammy llevaba en el sujetapapeles una lista mecanografiada suministrada por la Defensa Aérea del Ejército, en la que estaba alistado como voluntario, de las siete aeronaves que tenían permiso para transitar aquella noche por el espacio aéreo metropolitano. Todas salvo dos eran militares, y a las once y media Sammy ya había visto seis, a su hora y en su posición debida, y había hecho la anotación correspondiente de su paso en el registro. El séptimo no se esperaba hasta las cinco y media, justo antes de que Sammy acabara su turno y bajara a los aposentos de los vigilantes a dormir unas pocas horas antes de empezar la jornada en Empire Comics.
Hizo otra ronda por la amplia extensión de acerocromo del restaurante del observatorio, que originalmente había sido construido como mostrador de equipaje y billetes de un servicio mundial de dirigibles que nunca había llegado a existir y durante los dos últimos años de la Prohibición se había convertido en un salón de té. El paso por el bar era la única perturbación real que Sammy había experimentado en su carrera como vigilante de aviones, porque la tentación de los grifos resplandecientes, los botes de café y las filas de vasos y tazas tenía que contrapesarse, en caso de aliviar su sed, con la necesidad subsiguiente de orinar. Sammy estaba seguro de que si un enjambre fatal de Junkers aparecía alguna vez en los cielos de Brooklyn, no había duda de que sería mientras él estaba en el baño haciendo pis. Estaba a punto de servirse unos dedos de agua de Seltz de la espita de acerocromo ornamentada que había bajo el letrero de neón todavía encendido de Ruppert cuando oyó un ruido sordo. Por un momento pensó que debía de tratarse de la tormenta que se avecinaba, pero luego se fijó con más atención en el susurro que lo acompañaba. Dejó su vaso y fue corriendo a los ventanales del otro lado de la sala. La oscuridad de una noche de Manhattan no es absoluta ni siquiera a altas horas de la madrugada, y la alfombra resplandeciente de calles que se extendía hasta Westchester, Long Island y los yermos de Nueva Jersey proyectaba hacia el cielo una luz tan potente que el intruso más sigiloso con las luces de aterrizaje apagadas lo habría tenido difícil para ocultarse de la mirada de Sammy, incluso sin prismáticos. En el cielo no había nada, sin embargo, más que la enorme nube de luz.
El ruido se volvió más cercano y al mismo tiempo más suave. El susurro se convirtió en un leve zumbido. Del centro del edificio venía un ligero tableteo de engranajes y levas: los ascensores. No era un ruido habitual a aquella hora ni en aquel lugar. El tipo que solía relevarlo a las seis, un legionario americano y pescador de ostras jubilado llamado Bill McWilliams, siempre subía de los vestuarios del piso ochenta y uno por las escaleras. Sammy fue hacia la zona de ascensores, preguntándose si tenía que descolgar el teléfono que lo conectaba con la oficina de la Defensa Aérea en el edificio de la compañía telefónica en Courtland Street. En las páginas de Radio Comics, el trabajo preliminar de una invasión de Nueva York podía representarse en unas pocas viñetas, una de las cuales sin duda mostraría el puño enguantado de un saboteador del Eje rompiéndole la crisma con una cachiporra a un pobre vigilante de aviones. Sammy se imaginaba la estrella asimétrica del impacto, las letras que componían la palabra «¡CRAAAC!» y el bocadillo en que el pobre desgraciado empezaba a decir: «No puede entrar aquí… ¡Aggg!».
Era uno de los ascensores expresos que subían desde el vestíbulo. Sammy volvió a comprobar su sujetapapeles. Si se esperaba a alguien —a su supervisor o a algún otro militar, algún coronel de la Defensa Aérea de inspección— debería constar en sus órdenes para la noche. Pero solamente había, tal como él ya sabía, una lista de siete aviones y planes de vuelo y una lacónica anotación sobre el mal tiempo que se esperaba. Tal vez era una inspección por sorpresa. Mientras se estaba mirando los calcetines y meneando los poco reglamentarios dedos de los pies, se le ocurrió otra posibilidad: tal vez aquella visita no había sido anunciada porque había ocurrido algo imprevisto. Tal vez alguien venía para decirle a Sammy que el país había entrado en guerra con Alemania, o incluso que la guerra en Europa había terminado y que ya podía marcharse a su casa.
Hubo un temblor metálico cuando la cabina se detuvo en el piso ochenta y seis, un ruido de cables. Sammy se pasó una mano húmeda de sudor por el pelo. Sabía que en un cajón del cuarto de guardia había un 45 reglamentario, pero no se acordaba de dónde estaba la llave y en cualquier caso no habría sabido quitarle el seguro. Levantó el sujetapapeles, listo para dejarlo caer sobre la cabeza del espía. Los prismáticos pesaban todavía más. Se los descolgó del cuello y se preparó para hacerlos girar como una maza sobre su correa de cuero. Las puertas se abrieron.
—¿Es la planta de ropa deportiva para hombres? —dijo Tracy Bacon. Llevaba una chaqueta de esmoquin, un fular de seda acartonado y brillante como el merengue y tenía un semblante grave pero volátil, estirado por encima de una ligera sonrisa, como si alguien estuviera llevando a cabo una broma. En cada mano llevaba una bolsa de papel marrón—. ¿Tienen algo en tela de gabardina?
—Bacon, no puedes…
—Pasaba por aquí —dijo el actor—. Y he pensado, ya sabes, pasarme un momento.
—¡Estamos a cuatrocientos metros de altura!
—¿En serio?
—Es la una de la mañana.
—¿De verdad?
—Estas instalaciones son del ejército —continuó Sammy, consciente de que sonaba pretencioso e intentando descubrir la razón del acceso mareante de culpa, tan parecida al júbilo, que lo había acometido al desembarcar Tracy Bacon en el piso ochenta y seis. Estaba peligrosamente feliz de ver a su nuevo amigo—. Técnicamente. Fuera de horas, nadie puede entrar sin permiso del mando.
—Cielos —dijo Bacon. El magnífico aparato Otis en donde estaba suspiró como si estuviera impaciente. Bacon dio un paso atrás—. Entonces estás totalmente seguro de que no quieres a un espía nazi como yo por aquí. ¿En qué estaría yo pensando? —Las puertas del ascensor sacaron sus lenguas negras de goma. Sammy vio las dos mitades hendidas de su reflejo acercarse en los paneles de acerocromo pulimentado de las puertas—. Auf wiedersehen.
Sammy metió la mano entre las puertas:
—Espera.
Bacon esperó, mirando a Sammy, con una ceja levantada al estilo desafiante de un subastador a punto de dejar caer el martillo. Su chaqueta era de chaqué de seda negra, con las solapas ribeteadas, y llevaba la pechera postiza más grande y más blanca que Sammy había visto nunca. Con aquel atuendo formal, parecía mirar desde más arriba que de costumbre, tan seguro como siempre de que al final, por mucho que estuvieran a cuatrocientos metros, a la una de la madrugada y violando leyes militares, sería bienvenido. Incluso con aquellas dos bolsas incongruentes de la compra, o tal vez debido a ellas, parecía inverosímilmente cómodo con su traje de etiqueta, con la espalda apoyada en la pared del fondo del ascensor, las piernas torcidas a la altura de la rodilla y el enorme pie derecho con su largo zapato Lagonda negro doblándose de forma apenas visible en la punta. El ascensor volvió a suspirar.
—Bueno —dijo Sammy—. Ya que tu padre es general…
Sammy se apartó a un lado, aguantando con la mano la puerta que luchaba por cerrarse. Bacon vaciló un momento más, como desafiando a Sammy a que cambiara de opinión. Luego se despegó de la pared del ascensor y salió con aire despreocupado. Las puertas se cerraron. Sammy acababa de violar flagrantemente el código.
—Solamente general de brigada —dijo Bacon—. ¿Estás bien, Clay?
—Bien, estoy bien, entra.
—Es el más bajo, ya sabes.
—¿El qué?
—El general de brigada. Es la categoría más baja de general.
—Eso tiene que fastidiar.
—Es una pesadilla. Uau. —Bacon inspeccionó la fría extensión de mármol del vestíbulo del observatorio, que de noche se mantenía en penumbra para evitar el reflejo y para que así se pudiera ver mejor por los ventanales oscuros, luego guiñó un poco los ojos mientras miraba las luces y sombras del bar por un lado y las hileras de ventanales por el otro—. ¡Uau!
—Sí, uau —dijo Sammy, ya no tan entusiasmado como incómodo, incluso ligeramente atemorizado. ¿Qué había hecho? ¿Qué se proponía Bacon? ¿Qué era aquel olor vagamente acre pero no del todo desagradable que parecía emanar del actor?—. Bueno, emmm, bienvenido.
—¡Esto es genial! —dijo Bacon. Caminó hacia los ventanales que dominaban el Hudson, los acantilados negros y los anuncios de neón de Nueva Jersey. Bacon caminaba con pasos tambaleantes, casi frankensteinianos, y Sammy lo siguió de cerca para asegurarse de que no rompía nada. Bacon apoyó la cara en el ventanal, golpeándose la nariz recta y ligeramente puntiaguda contra el mismo con una vehemencia que sobresaltó a Sammy. Los ventanales eran de grueso cristal templado, pero Tracy Bacon poseía esa clase de estupidez glamourosa —o eso llegaría a parecerle a Sammy— que actúa como hechizo contra esa clase de salvaguardas tecnológicas. Iba dando tumbos hasta algún palco de teatro clausurado porque estaba a punto de hundirse, entraba en cualquier escalera que pusiera «Prohibido el paso», y, tal como descubriría Sammy más tarde, lo que más le gustaba a Bacon era bajar del andén a las vías cuando nadie miraba y adentrarse un trecho en los túneles guiado solamente por su encendedor de platino. Había sido un grave error dejarlo entrar aquella noche—. Tengo que admitir que no me imagino por qué alguien en pleno uso de sus facultades querría hacer esta clase de trabajo… Y sin cobrar… Pero ahora… Tienes todo esto para ti solo. ¿Cada noche, no?
—Tres noches por semana. ¿Estás borracho?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —dijo Bacon, sin explicar si la pregunta le parecía ofensiva o simplemente superflua, o ambas cosas—. Vine aquí mi primer día en Nueva York —continuó, empañando el cristal con el aliento—. A la luz del día era muy distinto. Había niños corriendo. Un enorme cielo azul y un montón de humo. Palomas. Barcos. Banderas.
—Nunca he estado aquí de día. He visto salir el sol, pero siempre me voy antes de que dejen entrar a la gente.
Bacon retrocedió. La huella fantasmal de su cráneo permaneció un momento en el cristal antes de evaporarse. Luego recorrió los ventanales hasta la esquina sudeste, donde, igual que en las otras tres esquinas del edificio, había un telescopio que funcionaba con monedas. Se inclinó para mirar por él. Las bolsas de la compra crujieron. Bacon parecía haber olvidado que las llevaba.
—Esto está muy bien —dijo, mirando por el ocular con los ojos guiñados—. Se puede ver la estatua de la Libertad —a menos que le metieras una moneda de diez centavos, por supuesto, no se podía ver nada—. ¡Anda, pero si duerme con redecilla para el pelo! —se dio la vuelta, con expresión al mismo tiempo inocente y temeraria, como un bebé examinando la guardería en busca de algo para romper.
—¿Te importa si echo un vistazo?
—Bueno…
—¿Aquí es donde te sientas?
Con las bolsas a cuestas, dejando tras de sí un olor ahora inconfundible a espárragos, Bacon subió al estrado donde durante el día estaban los guardias que recogían los tickets y organizaban recorridos informales por el célebre mirador. Ahí era donde la Defensa Aérea había instalado el teléfono que en caso de ataque aéreo permitía comunicarse a Sammy inmediatamente con Cortlandt Street. Era también donde Sammy guardaba la fiambrera, los lápices de sobra, los cigarrillos y las hojas de registro adicionales.
—En realidad no me siento… Bacon, será mejor que no… ¡No!
Bacon había dejado una de las bolsas y había levantado el auricular del teléfono de emergencia.
—¿Hola, Fay? Soy King Kong. Escucha, cariño… Eh, está sonando.
Sammy subió corriendo al cuarto de guardia, le quitó el teléfono de la mano y lo colgó de un golpe.
—Lo siento.
—¿Te puedo preguntar algo, Bacon? —dijo Sammy—. Además de pedirte que no toques nada. —Se apoyó en Bacon como cuando uno se apoya en una puerta encallada, haciendo presión con el hombro, y lo sacó del cuarto de guardia—. ¿Qué llevas en las bolsas?
Bacon se miró la mano izquierda, un poco sorprendido, luego miró la bolsa que había dejado a su lado. La recogió y luego levantó ambas bolsas en dirección a Sammy. Sammy olió algo a medio camino entre manteca, vino y verdura, quizás ajos chalotes.
—¡La cena! —dijo Bacon.
Fueron a la cafetería a oscuras, donde brillaban las patas puestas hacia arriba de las sillas. El suelo lustrado susurraba bajo sus pies. Las bandas de acerocromo que bordeaban la larga barra reflejaban en un extremo la luz del vestíbulo. Las neveras zumbaban suavemente para sí mismas. La atmósfera asordinada del bar pareció mitigar, o al menos calmar un poco, el humor de Bacon. Puso dos sillas en el suelo y luego, sin una palabra, empezó a vaciar las bolsas de la compra. Resultó que una bolsa contenía tres fuentes plateadas con tapa, de esas que los camareros de hotel en las películas siempre llevan en carros con ruedas tapados con sábanas. En la otra bolsa había dos fuentes más y una pequeña sopera llena de salpicaduras de una sopa de color verde claro. Después de colocar las fuentes y la sopera en la mesa, sacó un puñado aparentemente aleatorio de tenedores, cuchillos y cucharas, un revoltijo recargado y pesado, y un par de servilletas de tela manchadas con los diversos jugos y líquidos que se habían escapado de las diversas fuentes. También sacó una botella de vino, un sacacorchos y dos vasos, uno de los cuales se había roto por el camino.
—Tendremos que compartir vaso —dijo—. O yo puedo beber directamente de la botella.
—¿Y dónde está la tarta de merengue flambeada?
Bacon pareció dolido. Con gesto brusco, levantó la tapa de una de las fuentes y reveló un siniestro charco de mejunje blanco azucarado con tiras marrones.
—¿Por quién me tomas? —dijo.
—Lo siento —dijo Sammy. Se sentaron a comer. Había codornices rellenas de ostras, espárragos al vapor con salsa holandesa, ensalada macedonia y patatas dauphin. La sopa verde era crema de berros. Sammy no tuvo coraje para desmembrar a los pajarillos, pero les sacó el relleno y le pareció delicioso.
—¿Qué has hecho? —dijo Sammy—. ¿Pedir servicio de habitaciones para llevar? —Bacon vivía por encima de sus posibilidades, o eso explicaba, en el hotel Mayflower.
—No exactamente.
—Está bueno. Podría estar más caliente.
—¿Sal? —Bacon volvió a buscar en la bolsa de la compra, sacó un salero plateado con un diseño todavía más recargado que la cubertería y lo dejó sobre la mesa. Estaba vacío—. Ups. —Se volvió a inclinar, miró en la bolsa, la levantó y le dio la vuelta, colocando un lado de la abertura encima del salero. Un chorrito de sal cayó de la bolsa—. Ajá. Como nuevo. Así pues —continuó, señalando el sujetapapeles y la insignia de vigilante de Sammy—, querías poner tu granito de arena, ¿no? Ayudar al Escapista en su lucha incansable contra la Cadena de Hierro y sus esbirros del Eje.
—Un montón de gente me pregunta lo mismo —dijo Sammy, espolvoreando sus patatas con sal—. Es lo que suelo decir.
—Pero a mí me vas a decir la verdad, ¿no? —dijo Bacon, en tono de burla pero con un asomo de súplica sincera.
—Bueno —dijo Sammy, halagado—. Simplemente sentí que era… mi deber. Hice algo de lo que no estaba orgulloso. Y cuando volvía de hacerlo, había un pequeño grupo de voluntarios en el vestíbulo, les estaban enseñando el lugar y yo me uní a ellos. Antes de pararme a pensar qué estaba haciendo.
—Remordimientos.
Sammy asintió, aunque era cierto que su aventura como vigilante de aviones había coincidido con el periodo en que Joe empezó a pasar más y más tiempo con Rosa Saks, dejando a Sammy a solas con sus noches largas y vacías.
—Y no me preguntes qué es lo que hice porque no te lo pienso contar.
—De acuerdo, no lo haré —dijo Bacon encogiéndose de hombros. Pinchó varios espárragos con el tenedor y se los llevó a la boca.
—Está bien —dijo Sammy—. Te lo contaré.
Bacon movió las cejas:
—¿Es algo subido de tono?
—No —se rió Sammy—. No, yo… cometí perjurio. En una declaración jurada. Les dije a los abogados de Superman que Shelly Anapol no me pidió nunca que copiara su personaje. Cuando es justamente lo que hizo.
—¡Dios mío! —dijo Bacon, con una mueca de horror.
—Espantoso, ¿no?
—La horca es demasiado buena para ti.
Sammy se dio cuenta de que Bacon le estaba tomando el pelo. Pero descubrió que evocar la humillación de su tarde incómoda y tediosa en una sala de conferencias del bufete de Phillips, Nizer, Benjamin, Krim & Ballon todavía podía ruborizarle las mejillas.
—Bueno, estuvo mal —dijo—. Por mucho que tuviera una buena razón. Creo que luego intenté compensarlo.
—Si eso es lo peor que has hecho en la vida —dijo Bacon, negando con la cabeza.
—Hasta ahora, creo que sí —dijo Sammy.
Algún recuerdo desconocido pasó rápidamente por los rasgos de Bacon y lo entristeció.
—Tienes suerte —dijo.
—Así pues, ¿dónde has estado? —dijo Sammy, cambiando de tema—. Vestido así. ¿En una fiesta?
—Una fiestecita. Muy pequeña.
—¿Dónde?
—En casa de Helen. Hoy es su cumpleaños.
—¿De Helen Portola?
—Te has olvidado de decir «la encantadora».
—¿De la encantadora Helen Portola?
Bacon asintió, examinando o fingiendo que examinaba el muslo de una de sus codornices, como si hubiera una mancha de sangre que lo preocupara.
—¿Quién había?
—Yo. Y la encantadora Helen Portola.
—¿Los dos solos?
Asintió de nuevo. Su laconismo acerca de aquella cuestión era tan poco propio de él que Sammy se preguntó si Bacon y Helen se habían peleado. Sammy tenía muy poca experiencia con actrices, pero tenía la idea convencional de que por lo general tenían las mismas costumbres sexuales que las chinchillas en celo. Seguramente si Helen Portola había invitado al protagonista de su serial a celebrar su cumpleaños a deux en la intimidad de su casa no era porque esperaba que su novio terminara la velada deambulando por la ciudad con un par de bolsas de la compra llenas de comida de gourmet tibia.
—¿Cuántos años tiene? —dijo Sammy.
—En realidad, setenta y dos.
—Bacon.
—La vieja se conserva muy bien.
—¡Bacon!
—¿Cuál es su secreto? Comer mucho, mucho hígado.
—¡Tracy!
Bacon levantó la vista de su comida, fingiendo una sorpresa inocente.
—¿Sí, Clay?
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué quieres decir?
Sammy lo miró con severidad.
—Pues bueno, no quería echar a perder esta comida. La cocinera de Helen se ha tomado muchas molestias.
—¿La cocinera de Helen?
—Sí. Creo que tendrías que escribirle una notita.
—¿Quieres decir que era una cena formal?
—Originalmente.
—¿Os habéis peleado Helen y tú?
Bacon asintió.
—¿Ha sido grave?
Asintió de nuevo, con cara de tristeza genuina.
—Pero no ha sido culpa mía —dijo.
Sammy se moría de ganas de preguntar por qué se habían peleado, pero tenía la impresión de que no se conocían lo bastante. No se le ocurrió que en circunstancias semejantes, con cualquier otra persona, no habría dudado en preguntar, en su mejor estilo de Brooklyn. Pero Bacon decidió explicárselo por iniciativa propia.
—Por alguna razón —continuó Bacon—, ella creía erróneamente que yo intentaba proponerle matrimonio esta noche. Dios sabe quién se lo dijo.
—Lo decía Ed Sullivan —dijo Sammy. Se había encontrado con el artículo en el News y lo había leído con cierto resquemor. Su amistad con Bacon tenía muy poco lugar para florecer: el área diminuta que constituía la intersección de sus mundos dispares. Y pensaba que no podría sobrevivir después de que Bacon se hubiera casado con la actriz principal y marchado a Hollywood para convertirse en una estrella—. Ayer por la mañana.
—Ah, sí —negó con su enorme y bella cabeza, compungido.
—¿Lo viste?
—No, pero recuerdo haberme encontrado con Ed Sullivan en Lindy’s hace un par de noches.
—¿Le dijiste que ibas a pedir a Helen que se casara contigo?
—Puede que sí.
—Pero no piensas hacerlo.
—No lo he hecho.
—Y ella se ha molestado.
—Se ha ido corriendo a su dormitorio y ha cerrado la puerta de golpe. Antes me ha pegado.
—Bien por ella.
—La zorra me ha dado un puñetazo.
—Ouch —había algo en su relato que excitaba a Sammy, o más bien en la escena que reconstruyó en la imaginación. Sentía de nuevo aquella ráfaga de deseo que había experimentado imaginando no que se convertía en Tracy Bacon… Pero sí que tenía su vida, su complexión, su novia hermosa y temperamental y el poder para romperle el corazón. Cuando lo que tenía realmente era un par de prismáticos, un sujetapapeles y el mirador más solitario de la ciudad tres noches por semana—. O sea que te has llevado su comida.
—Bueno, se había quedado allí.
—Y te la has traído.
—Bueno, aquí estabas tú.
La pausa que aquel comentario introdujo en su conversación la ocuparon de repente un parpadeo de color púrpura oscuro en el cielo a su alrededor y un sonido grave y veraniego, al mismo tiempo amenazante y familiar. A continuación un tintineo de vasos amontonados sobre la barra.
—Vaya —dijo Bacon, levantándose de la mesa—. Un trueno.
Fue a la ventana y miró el exterior. Sammy se levantó y lo siguió.
—Por aquí —dijo, cogiendo del brazo a Bacon—. Sopla desde el sudeste.
Se pusieron juntos, hombro con hombro, y vieron cómo el lento dirigible negro avanzaba sobre la ciudad, dejando un rastro de largos cables blancos de electricidad colgando de su vientre. Los truenos hostigaban el edificio como sabuesos, frotando sus pellejos crujientes contra los tímpanos y parteluces y husmeando los cristales.
—Parece que le gustamos —la voz de Bacon se rompió en una risotada aguda. Sammy notó que tenía miedo.
—Sí —dijo Sammy—. Somos sus preferidos. —Encendió un cigarrillo y la chispa de su encendedor hizo que Bacon diera un respingo—. Tranquilízate. Lleva todo el mes así. Hay tormentas todo el verano.
—Ajá —dijo Bacon. Dio un trago de la botella de Burdeos y se relamió—. Y estoy tranquilo.
—Lo siento.
—¿Esas cosas nunca, ya sabes, tocan el edificio?
—Cinco veces en lo que va de año, según creo.
—Oh, Dios mío.
—Tranquilo.
—Cállate.
—Se han registrado impactos de más de veintidós mil amperios.
—En este edificio.
—Creo que son diez millones de voltios, o algo así.
—Dios.
—No te preocupes —dijo Sammy—. El edificio entero actúa como un gigantesco… Oh —a Bacon le olía el aliento a vino, pero una gota dulce permanecía todavía en sus labios cuando unió su boca a la de Sammy. El vello incipiente de sus barbillas hizo un ruido áspero como de electricidad. Sammy se quedó tan sorprendido que para cuando su cerebro, con todo su cargamento considerable de prohibiciones y actitudes judeocristianas, pudo empezar a enviar sus mensajes severos y condenatorios a las distintas partes relevantes de su cuerpo, ya era demasiado tarde. Le estaba devolviendo el beso a Bacon. Los dos inclinaron los cuerpos hasta juntarlos. La botella de vino tintineó contra el cristal. Sammy sintió un halo minúsculo, una gema de calor quemándole los dedos. Dejó caer el cigarrillo al suelo. Luego el cielo al otro lado de las ventanas se llenó de venas de fuego y oyeron una descarga casi húmeda, como una gota cayendo en una plancha caliente, luego un trueno los atrapó en las cavidades profundas de sus palmas.
—Pararrayos —dijo Sammy, apartándose. Y a pesar de todo lo que le había contado una tarde de la semana pasada el anodino y tranquilizador doctor Karl B. MacEachron de la General Electric, que había estado estudiando los fenómenos eléctricos atmosféricos asociados con el Empire State, desde los fuegos de San Telmo a los relámpagos invertidos que golpeaban el cielo, de pronto tuvo miedo. Se alejó un paso de Tracy Bacon, se inclinó para recuperar su cigarrillo encendido y buscó refugio adoptando inconscientemente el tono frío del doctor MacEachron—. La estructura de acero del edificio atrae la descarga pero luego la disipa por completo…
—Lo siento —dijo Bacon.
—No pasa nada.
—No quería… Uau, mira eso.
Bacon señaló la terraza desierta que había al otro lado de los ventanales. Por sus barandillas parecía fluir un líquido de color azul brillante, viscoso y turbulento. Sammy abrió la puerta y sacó una mano a la oscuridad con olor a ozono; luego Bacon fue a su lado, sacó también la mano, y los dos se quedaron allí un momento, viendo cómo de las puntas de sus dedos extendidos salían chispas de cinco centímetros.