Lo que sigue es el programa que debía seguir la actuación del Asombroso Cavalieri en la velada del 12 de abril de 1941. Antes del espectáculo se le dio una copia a cada invitado, impresa por el artista usando una Prensa Juvenil Auténtica «Aprende a Imprimir» que había sacado del almacén de Empire Novelties justo antes de mudarse del edificio Kramler.
Los paseos de un pañuelo
Plátanos mágicos
Conflagración en miniatura
Vuelo a casa
No se coman sus mascotas
Un nudo contagioso
A la deriva en el río del tiempo
Hielo y fuego
¿Dónde he estado?
La cola ha perdido al mono
La vergüenza que le daba a Joe su mal inglés, así como el recelo al parloteo heredado de su gran maestro, hacían que su actuación fuera rápida y silenciosa. A menudo venía alguien, normalmente la madre o la tía del chico del bar mitzvah, y le decía que el espectáculo había sido muy bonito pero que no se iba a morir por sonreír un poquito de vez en cuando. Aquella noche no fue una excepción. En todo caso, para los invitados a la recepción de los Saks que ya lo habían visto antes, su actuación fue todavía más meticulosa y más sobria que de costumbre. Sus movimientos y su ritmo no fueron demasiado rápidos ni demasiado lentos, y ni se le cayeron cartas —como le había pasado alguna vez— ni derramó vasos de agua. Pero no parecía divertirse con sus hazañas maravillosas. Daba la impresión de que no significaba nada para él hacer salir un montón de pececillos dorados de una lata de sardinas, o pasar un montón de plátanos, uno por uno, a través de la cabeza de un chico de trece años. Rosa sospechaba que estaba preocupado por algo que había leído en la última carta que había recibido de su casa, y confiaba, como había confiado muchas veces, en que estuviera más dispuesto a compartir con ella sus miedos, sus dudas y las malas noticias que hubiera podido recibir de Praga.
Por mucho que lo intentara, Longman Harkoo era una de esas personas incapaces, debido a algún fallo de visión o de comprensión, de seguir los movimientos de un espectáculo de magia, igual que hay gente que va a los partidos de béisbol y nunca consigue ver la bola cuando sale volando. Un home run elevado no es más que diez mil personas doblando el cuello para mirar hacia arriba. Pronto dejó de intentar prestar atención a las cosas que se suponía que debían asombrarle y se dedicó a mirar los ojos del chico tras su máscara negra de seda. Continuamente examinaban la sala —resultaba bastante impresionante el hecho de que pudiera manipular las cartas y el resto de trucos sin mirarse las manos— y al parecer, vio Harkoo, seguían los movimientos de uno de los camareros en particular.
Joe había reconocido a Ebling inmediatamente, aunque le costó un poco situarlo, en medio del ajetreo de saludar a sus anfitriones y a la familia de Rosa y de sacar monedas y cerillas de la nariz del chico del bar mitzvah. El ario parecía haber perdido peso desde su último encuentro. Además, la misma sorpresa de ver de nuevo a Ebling había interferido con su capacidad para identificarlo. Llevaba muchas semanas sin pensar en él ni en su guerra a los alemanes de Nueva York. Después de la amenaza de bomba del otoño anterior, Joe tenía la impresión de haber vencido en duelo a Carl Ebling. El tipo parecía haber abandonado la contienda. Joe había vuelto una vez a Yorkville, para dejar una tarjeta de visita o más bien de burla a la Liga Aria-Americana. El letrero ya no estaba en la ventana y cuando Joe entró en el despacho por segunda vez lo encontró vacío. Las mesas y los archivadores ya no estaban, el retrato de Hitler había sido descolgado, dejando únicamente un cuadrado descolorido en la pared. No quedaba nada más que una patata frita tirada como una polilla en medio del suelo maltrecho de madera. Carl Ebling había desaparecido sin dejar ninguna dirección.
Ahora estaba allí, trabajando como camarero en el hotel Pierre, y claramente —Joe sabía esto tan bien como que los peces dorados de su pecera no eran más que pedazos de zanahoria cortados con un cuchillo para manzanas— no tramaba nada bueno. Ebling iba de un lado para otro del salón de baile con una bandeja en la mano y en ningún momento dejaba de mirar a Joe, no a los pañuelos y los aros dorados que tenía en la mano sino a él, fijamente, con una expresión que intentaba mantenerse neutra y anónima pero que estaba teñida de una sombra de amargura maliciosa.
Cuando Joe estaba a punto de iniciar «Un nudo contagioso», en el cual, con un soplido, el nudo que había hecho en un pañuelo de seda parecía trasladarse por la hilera de pañuelos de seda comunes sostenidos por voluntarios del público, una y otra vez delante de sus narices, notó un olor a humo. Por un instante creyó que debía de ser el olor residual de «Conflagración en miniatura», pero un momento después distinguió sin lugar a dudas que era tabaco, mezclado con algo más, algo acre como pelo quemado. Luego vio un penacho de humo saliendo de un lado del escenario, a su izquierda, junto al barco hundido. Dejó caer el pañuelo con su nudo endiablado y caminó, a toda prisa pero sin dar impresión de pánico, hacia el humo que empezaba a impregnar el aire. Lo primero que pensó fue que a alguien se le había caído un cigarrillo. Luego sospechó algo y apareció en su mente la cara de Ebling. Y entonces lo vio todo; el cilindro de ceniza quemado casi hasta el extremo impreso del cigarrillo, la alfombra chamuscada, la mecha de color gris, el tubo metálico camuflado toscamente con una especie de celofán rojo. Se detuvo, se giró y volvió a su mesa, donde estaba todavía la pecera de «Por favor, no se coman a las mascotas», llena de trocitos de zanahoria nadando.
Cuando cogió la pecera vino un murmullo de las mesas.
—Disculpen —dijo—. Creo que tenemos un pequeño incendio.
Cuando fue a echar agua encima del cigarrillo, algo grande, pesado y extremadamente duro le golpeó en medio de la espalda. Se parecía mucho a una cabeza humana. Joe salió disparado hacia delante, la pecera se le escapó de las manos y se hizo trizas sobre el escenario. Ebling se subió encima de Joe, arañándole las mejillas desde atrás, y cuando Joe intentó ponerse boca arriba, pudo ver de lejos que la mecha estaba soltando una lluvia de chispas. Renunció a intentar darse la vuelta, logró ponerse a cuatro patas y empezó a gatear, con Ebling montado a su espalda, tan grotesco como un mono montado en un poni, en dirección al cilindro de la bomba. Para entonces la gente sentada más cerca de la bomba ya había visto el fuego y se extendía por la sala la impresión de que nada de aquello formaba parte del espectáculo. Una mujer gritó y luego otras y Joe avanzaba con gran dificultad con su jinete arañándole la cara y tirándole de las orejas. Ebling atenazó la garganta de Joe con los brazos y empezó a estrangularlo. En aquel momento Joe llegó al final del escenario. Perdió el equilibrio y él y Ebling se cayeron por un lado del mismo al suelo. Ebling salió rodando y se estrelló contra la red extendida. La red se soltó de la pared y le dejó caer encima un montón de estrellas de mar y langostas de goma.
Ebling solamente tuvo tiempo de decir «No». Una especie de gruesa lámina de metal pareció caerle a Joe en la cabeza y envolverle la cara, la garganta y las orejas en acero arrugado. Salió despedido hacia atrás y algo caliente, como un alambre al rojo, se le clavó en la frente con un susurro. Casi de inmediato hubo un ruido espantoso como una maza enorme aplastando un saco de tomates y luego una ráfaga otoñal de olor a pólvora.
—Oh, mierda —dijo Carl Ebling, sentándose, parpadeando, relamiéndose, con sangre en la frente, sangre en el pelo y manchas de sangre como pisadas de animal por toda la chaqueta blanca.
—¿Qué has hecho? —oyó Joe, o sintió más bien, las palabras formándose en su garganta—. Ebling, maldita sea, ¿qué has hecho?
Se los llevaron al hospital Mount Sinai. Las heridas de Joe eran leves comparadas con las de Ebling, y después de que lo lavaran, le curaran las heridas de la cara y le cosieran la laceración de la frente, pudo regresar, por demanda popular, al gran salón de baile del Fierre, donde lo aclamaron, brindaron por él y lo llenaron de dinero y elogios.
En cuanto a Ebling, al principio lo acusaron de posesión ilegal de explosivos. Más tarde la acusación se extendió a intento de asesinato. Eventualmente lo acusaron de varios incendios de poca importancia, actos de vandalismo en sinagogas, bombas en cabinas telefónicas e incluso de un intento de descarrilar un tren del metro el invierno anterior que había ocupado bastante espacio en la prensa pero que había permanecido sin resolver hasta que el Saboteador confesó aquella y todas sus demás hazañas.
Aquella misma noche, Rosa y su padre ayudaron a Joe a bajar del taxi a la acera y luego a recorrer la calleja estrecha que terminaba en los escalones de la casa de Harkoo. Se apoyaba con los brazos en los hombros de sus acompañantes y sus pies parecían deslizarse a dos pulgadas del suelo. No había tocado una gota de alcohol en toda la noche, por orden del médico de guardia en Mount Sinai, pero los sedantes de morfina que le habían dado lo habían afectado finalmente. De aquel viaje del taxi a la acera, Joe únicamente iba a guardar más tarde el recuerdo débil pero agradable del olor a colonia de Siggy Saks y del tacto fresco del hombro de Rosa contra su mejilla rasguñada. Lo arrastraron hasta el estudio y lo echaron en el sofá. Rosa le desabrochó los zapatos, le desabotonó el pantalón y le ayudó a quitarse la camisa. Lo besó en la frente, en las mejillas, en el pecho, en el vientre, lo arropó con una manta hasta la barbilla y lo besó en los labios. El padre de Rosa le apartó a Joe el pelo de la ceja suturada con una caricia maternal. Luego cayó la oscuridad y el sonido de sus voces se alejó de la habitación. Joe sintió que el sueño lo rondaba, que se retorcía como humo o como algodón alrededor de sus miembros, y trató de resistirlo unos minutos con una agradable sensación de pugna, como un niño en una piscina intentando mantenerse de pie encima de una pelota que flota. Justo cuando se estaba rindiendo a su agotamiento opiáceo, sin embargo, el eco del estallido de la bomba empezó a resonarle de nuevo en los oídos y se sentó en la cama con el corazón latiendo a toda velocidad. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, fue hasta el sofá bajo en el que Rosa había dejado su esmoquin azul y levantó la chaqueta. Con un extraño pánico a cámara lenta, como si tuviera las manos vendadas, palpó los bolsillos. Cogió la chaqueta de los faldones, la puso del revés y la sacudió una y otra vez. Cayeron fajos de billetes, montones de tarjetas de visita, dólares de plata y billetes de metro, cigarrillos, su navaja de bolsillo, esquinas arrancadas de su programa con teléfonos y direcciones apuntados de gente a la que había salvado. Le dio la vuelta a la chaqueta y a sus diez bolsillos. Se puso de rodillas y buscó una y otra vez entre el montón de cartas, dólares y recortes del programa. Era como la clásica pesadilla de mago en la que el que sueña baraja cada vez con más miedo un mazo al mismo tiempo común e infinito, buscando una reina de corazones o un siete de diamantes que jamás aparece.
A la mañana siguiente regresó al Pierre, aturdido, dolorido y medio enloquecido por el silbido de sus oídos, y llevó a cabo un registro exhaustivo de su salón de baile. Durante la semana siguiente preguntó varias veces en el hospital Mount Sinai y contactó con la oficina de objetos perdidos del Organismo Regulador del Taxi.
Más tarde, después de que el mundo se hubiera puesto patas arriba, y el Asombroso Cavalieri y su esmoquin azul solamente pudieran encontrarse en las páginas de rebordes dorados de los álbumes fotográficos de lujo en las mesillas de café del Upper West Side, a veces Joe se sorprendió a sí mismo pensando en el sobre azul claro de Praga. Intentaba imaginar su contenido y se preguntaba qué noticias, sentimientos o instrucciones podía haber comunicado. Fue en aquellos momentos cuando empezó a entender, después de tantos años de estudio y actuaciones, de hazañas, maravillas y sorpresas, la naturaleza de la magia. El mago parecía prometer que algo hecho pedazos podía dejarse como nuevo, que lo que había desaparecido podía volver a aparecer, que un puñado de palomas o de polvo disperso podía reunirse con una palabra, que una rosa de papel consumida por el fuego podía florecer a partir de un montón de ceniza. Pero todo el mundo sabía que no era más que una ilusión. La verdadera magia de aquel mundo roto estaba en el talento para desaparecer de las cosas que contenía, para perderse de una forma tan completa como si nunca hubieran existido.