El Guantelete de Acero, el Kapitan Maligno, el Panzer, Siegfried, el Hombre Esvástica, Los Cuatro Jinetes y Wotan el Cruel limitan sus operaciones, por lo general, a los campos de batalla de Europa y el norte de África, pero el Saboteador, el Rey de la Infiltración, el Vándalo Supremo, vive en la misma Empire City, en un reducto secreto, camuflado en una casa de vecinos ruinosa, en Hell’s Kitchen. Eso es lo que lo hace tan eficaz y temible. Es ciudadano americano, un hombre normal procedente de una granja de la América rural. De día tiene un trabajo humilde en un comercio anónimo de la ciudad. De noche sale a rastras de su guarida, con su bolsa negra de trucos sucios, y hace la guerra a la infraestructura de la ciudad y del país. Es un formidable reverso oscuro del Escapista, tan hábil para colarse dentro de los sitios como es el Escapista para escabullirse. Como el poder del Escapista ha aumentado, el del Saboteador también, de manera que ahora puede atravesar paredes, dar saltos de diez metros y nublar las mentes de la gente para poder pasar entre ellos sin ser visto.
En una pared de la sala de mandos de su Guarida hay un mapa eléctrico gigante de Estados Unidos. Las bases militares están señaladas con luces azules, las fábricas de munición con luces amarillas y los astilleros con luces verdes. Después de cada ataque del Saboteador, la luz correspondiente a su objetivo, fuera cual fuera su color inicial, se vuelve de un rojo diabólico. Al Saboteador le gusta afirmar que no descansará hasta que el país entero esté lleno de bombillas rojas. En otra pared cuelga el Videoscopio, por medio del cual el Saboteador se mantiene en contacto constante con su red de agentes y operativos extendida por todo el país. Hay un laboratorio, en el cual el Saboteador, diseña nuevos y siniestros explosivos, y un taller mecánico en el que construye las bombas de broma —la Gaviota Explosiva, el Bombín Explosivo y el Pino Explosivo— por las cuales es conocido y odiado. También hay un gimnasio completamente equipado, una biblioteca con los textos más avanzados sobre ciencia y dominación del mundo y un pretencioso dormitorio con paneles y una cama con dosel que el Saboteador comparte (implícitamente) con Renata von Voom, la Reina de los Espías, su novia y miembro fundador de las Serpientes Unidas de América. Es en la bien provista guarida del Saboteador donde las Serpientes celebran sus reuniones habituales. ¡Ah, qué alegres y escandalosas reuniones, llenas de dulces y buena cerveza, celebran las Serpientes Unidas de América! Se sientan en torno a la mesa de obsidiana resplandeciente, el Quinto Columnista, el Señor Miedo, Benedict Arnold Junior, la Reina de los Espías y él, se agasajan entre ellos con historias sobre el caos, el odio y la destrucción que han sembrado durante la semana, ríen como los maníacos que son y traman nuevas acciones para el futuro. ¡Ah, cuánto terror causarán! ¡Ah, cuántos subnormales, gente de sangre mezclada y razas inferiores van a colgar por sus cuellos mestizos! ¡Ah, Renata, con su elegante abrigo militar negro y sus botas relucientes hasta las caderas!
Un sábado por la tarde, después de una asamblea particularmente bulliciosa de las Serpientes, el Saboteador se despierta en sus suntuosos aposentos y se prepara para abandonar la Guarida rumbo al trabajo insignificante que sirve de tapadera de sus actividades subversivas. Se quita su traje de campaña nocturno y lo cuelga de una percha en su armario, junto con sus seis duplicados. En el pecho del traje lleva perfilado en plata su símbolo, una palanca escarlata. ¿Le parece notar un olor a cerveza y salchichas en el hombro del traje, y a puros mexicanos? Tendrá que llevarlo a limpiar. El Saboteador es muy maniático con esas cosas: no puede soportar la suciedad ni el desorden, a menos que se trate del caos, de la espléndida entropía de un incendio, una explosión o un choque de trenes. Tras quitarse el disfraz, se pone un par de pantalones negros ribeteados en negro. Se pasa un peine húmedo por el pelo ralo y descolorido y se afeita la cara rosácea como la de un bebé. Luego se pone una camisa blanca con el pecho almidonado, se anuda una pajarita negra y echa mano de una chaqueta de esmoquin blanca. Acaba de llegar de la tintorería y está colgada dentro de una bolsa crujiente de papel. Se la pone sobre los hombros y abandona, no sin pesar, su arsenal inmaculado y cavernoso. Se dirige al laboratorio y allí recoge las piezas del Tridente Explosivo, hábilmente escondido dentro de una bombonera rosa de una pastelería de la Novena Avenida. Con la bombonera debajo del brazo y la chaqueta echada sobre el hombro, se gira y le dice adiós a Renata, que está en la gran cama de roble, bajo el retrato del Führer, mirándolo lánguidamente por debajo de sus párpados de largas pestañas.
—Cárgatelos, grandullón —dice con su voz de vermut, mientras él sale de la Guarida por la cámara estanca y se adentra en la polvareda, la inmundicia y la atmósfera contaminada de Empire City, impregnada del hedor a inmigrantes, negros y mestizos. No responde a su lánguida despedida. El trabajo ya ocupa su mente.
Coge un autobús que lo lleva a través de la ciudad hasta la Quinta Avenida y luego otro que lo lleva veinte manzanas al norte. Normalmente le desagrada coger el autobús, pero ya llega tarde y si uno llega tarde se lo descuentan de la paga. El alquiler de la Guarida es barato, pero su paga ya es lo bastante baja sin que lo vuelvan a penalizar por impuntual. Sabe que no puede permitirse perder otro trabajo. Su hermana Ruth ya ha avisado de que «no lo va a seguir apoyando». Es absurdo que el Saboteador tenga que ocuparse de problemas tan mundanos, pero son los sacrificios que comporta tener una identidad secreta: ahí están todos los problemas y dolores de cabeza que Lois Lane le da a Clark Kent, por ejemplo.
Llega diez minutos tarde —lo cual comporta cincuenta centavos y cinco Te Amos menos—, y cuando llega, descubre que ya han empezado a preparar el salón de baile para la celebración. El marica del decorador está dando órdenes a sus empleados, dirigiéndolos mientras cuelgan las redes, montan el barco hundido de cartón piedra y traen rodando las enormes formaciones rocosas de goma que se han aprovechado —según le ha contado el señor Dawson, el director del salón de baile— de aquel espectáculo subido de tono de la Feria Mundial, El sueño de Venus. El Saboteador está muy bien informado de los detalles de la recepción de esta noche, porque es la ocasión que ha elegido para escenificar su hazaña más importante hasta la fecha.
El Pierre es un local popular para las bodas y recepciones de bar mitzvah de los judíos ricos de la ciudad, tal como el Saboteador descubrió poco después de empezar a trabajar. Casi todas las semanas, entran como cerdos a un comedero, empiezan a soltar su dinero (se acercan al chaval-de-la-semana lleno de granos, por Dios, y le embuten fardos de dinero en la faja del esmoquin), se emborrachan y bailan sus danzas tediosas al son de los violines chirriantes. Aunque le da rabia tener que servir a esa gente, el Saboteador ha sabido desde el principio que su identidad secreta le va a dar, a su debido tiempo, la oportunidad de asestar un golpe terrible. Lleva meses esperando la ocasión, perfeccionando su talento, bajo la guía de un viejo anarcosindicalista llamado Fiordaliso, como constructor de bombas, leyendo a Feuchtwangler y Spengler (y también Radio Comics) y buscando el momento. Luego, una noche de bar mitzvah del invierno pasado, apareció en el cartel alguien llamado el Asombroso Cavalieri, que pasaba cigarrillos a través de pañuelos y hacía brotar flores en su ojal, y que resultó no ser otro que Joe Kavalier (el Saboteador ya hacía mucho que había corregido su idea errónea de que Sam Clay era la mitad del equipo que había sido responsable tanto de la destrucción de las oficinas de la LAA como del dibujo autografiado del Escapista, que ahora estaba pegado a una diana en el gimnasio de la Guarida). En aquel momento el Saboteador se quedó demasiado asombrado para actuar, pero pensó que su momento podía llegar pronto. Durante las noches siguientes a aquella noche, le ha estado dando cuerda al señor Dawson y, gracias a ello, ha podido vigilar los nuevos eventos que se programaban e inspeccionar los libros del local en busca de la siguiente aparición del Asombroso Cavalieri. Y esta es la noche. Cuando ha llegado a trabajar, ha sido con la intención de mostrarle a Joe Kavalier que por mucho que Carl Henry Ebling pueda ser un patoso holgazán y un panfletista, con el Saboteador no se juega, y que tiene muy buena memoria. Al mismo tiempo, eliminará con precisión a todos los demás mestizos que estén cerca del judío. Sí, solamente con eso ya se contentaría. Qué sorprendente, inquietante, maravilloso y extraño le ha resultado entrar en el gran salón de baile, empujando el carro del servicio donde va escondido el Tridente Explosivo, y descubrir que el mago contratado para el bar mitzvah del chico Saks no es un simple escritorzuelo pluriempleado sino el Escapista en persona, el ídolo secreto del Saboteador, su contrario, con la máscara y el disfraz y con el símbolo de la odiada Liga en la solapa del esmoquin.
En ese momento, la hoja de papel en la que se han dibujado los contornos de la mente de Carl Ebling es como un mapa que se ha doblado y desdoblado de forma descuidada demasiadas veces. El revés se traspasa. Los polos se unen. En el corazón de una retícula gris y densa de calles hay un mar azul virgen e inmenso.
¿Hubo acaso algún momento en que Superman se recreara un segundo de más en su lado tímido de Clark Kent y sufriera una vacilación fatídica? ¿Se olvidó alguna vez el Escapista de coger su talismán y entró en la refriega dando tumbos con sus piernas lisiadas? El Saboteador intenta mantener la calma, pero el felpudo tartamudo con el que debe compartir su existencia es un manojo de nervios y sale corriendo de la sala como un idiota.
Se queda en el vestíbulo del salón de baile, apoyado en la pared, con la mejilla contra el papel pintado suave y frío con relieves de terciopelo. Enciende un cigarrillo, traga el humo y se tranquiliza. No hay motivo de pánico. Es el Rey de la Infiltración y sabe qué hacer. Apaga el cigarrillo en la arena de un cenicero cercano y vuelve a agarrar el carro. Esta vez, cuando entra en el salón de baile, tiene la bastante presencia de ánimo para mantener la cabeza gacha, para evitar ser reconocido por el Escapista.
—Lo siento, chicos —murmura. Empuja el carro al otro extremo del escenario, junto a los tablones astillados del barco hundido. Una de las ruedas chirría y no hay duda de que está llamando la atención de los músicos de la orquesta, del mago y de la narizotas de su novia. Pero cuando vuelve a mirar, los dos están enfrascados en los preparativos. Ella es bastante guapa, supone él, y su abrigo negro de hombre le recuerda con una punzada a la reina de su deseo. Cuando llega al barco, se detiene, se agacha detrás del carro y abre el compartimento en donde los camareros guardan los platos de comida caliente cuando suben a las habitaciones.
Hasta ahora el salón de baile ha estado demasiado atestado de decoradores, camareros y empleados del hotel, yendo y viniendo mientras preparaban el salón para el evento, para que él pudiera encontrar la ocasión de juntar las piezas de su Tridente Explosivo. Ahora trabaja deprisa, enroscando el tubo fino que contiene la pólvora negra y los clavos cortados con un segundo tubo que está vacío. Ese será el mango. En el extremo hueco pega tres puntas de celofán rojo, sacadas del tridente de un traje de diablo de una tienda de disfraces, con un trozo de cinta adhesiva. Luego se pone de pie y, tras comprobar que nadie lo está observando, se dirige a una de las redes de la pared, cargada con su pesca de crustáceos falsos. Nadie lo ve. Sus talento natural para la invisibilidad sigue siendo su aliado más fiel. Con cuidado, introduce el tridente en la pesada malla de la red hasta que el extremo del detonador toca la alfombra. Cuando llegue el momento —cuando el Escapista haya iniciado su actuación legendaria—, el Saboteador se las apañará para pasar otra vez por allí. Dejará la mitad de un Camel encendido contra un trozo de red, de forma que el extremo que no haya encendido toque la mecha. Entonces se largará del radio de acción y esperará. Y cinco minutos más tarde, los mestizos de Empire City empezarán a conocer el terror que sus hermanos y hermanas mestizos están viviendo en medio mundo.
El Saboteador empuja el carro hacia las puertas del salón de baile. En el último momento, cuando pasa junto al mago, no puede evitar levantar la cabeza y mirar a su adversario a los ojos. Si se produce un atisbo de reconocimiento, se extingue en un momento, cuando las puertas del salón se abren de golpe y entran los primeros invitados, riendo y gritando con sus voces estridentes de corral.