La última carta que Joe iba a recibir nunca de su madre, enviada desde la oficina de correos de la calle Ostrovni, tal como las leyes requerían, entre la una y las tres de la tarde, decía lo siguiente (las líneas marcan el paso brusco del rotulador del censor sobre el texto):
Querido hijo:
Es un enigma digno del mejor psiquiatra que una vida humana pueda estar tan vacía y al mismo tiempo llena a rebosar de esperanza. Ahora que Thomas se ha ido no nos queda nada por lo que vivir, o eso parece, salvo saber que está de camino para reunirse contigo en ese país afortunado que ya te ha recibido a ti en su seno.
Estamos tan bien como se puede esperar teniendo en cuenta los ataques de cólera de Tante Lou [«Tante Lou» era el código familiar para referirse al gobierno nazi de Praga]. Tu abuelo ha perdido casi toda la audición del oído izquierdo por culpa de una infección, y también parte del oído derecho. De modo que ahora vive en un reino de conversaciones a gritos y de impermeabilidad tranquila a las discusiones. Esto último es un talento de gran valor cuando se vive con nuestros Queridos Amigos [i.e., la familia Katz, con quienes los Kavalier compartían su piso de dos habitaciones], y ciertamente yo a veces me inclino a pensar que Papá solamente finge estar sordo, o por lo menos que ha conseguido volverse sordo a propósito. Mi muñeca no se ha terminado de curar —no puede curarse nunca por falta de una dieta █████████ y cuando hace mal tiempo no la puedo usar, pero últimamente ha hecho buen tiempo y yo he continuado trabajando en mi Reinterpretación de los sueños[18], aunque el papel [borrón] es █████████ fastidioso y tengo que empapar mis cintas de la máquina de escribir en █████.
Por favor, Josef, no te sigas molestando ni pierdas el tiempo intentando conseguir para nosotros lo que tú, con la ayuda de tus amigos, has obtenido para tu hermano. Ya basta. Ya has hecho bastante. Tu difunto padre, como sabes, sufría de optimismo crónico, pero está claro para mí y para todo el que no sea tonto o esté confundido por la sordera que vamos █████████ y que la situación actual será tan permanente como haga falta. Tienes que hacer tu vida ahí, con tu hermano, y olvidarte de nosotros y de █████.
No he tenido noticias tuyas durante tres meses, y aunque estoy segura de que continúas escribiendo fielmente, tomo este silencio, por involuntario que sea, como una sugerencia. Con toda probabilidad esta carta no llegará a ti, pero si logras leer esto, por favor, hazme caso. Quiero que nos olvides, Josef, que nos dejes atrás para siempre. No está en tu naturaleza, pero debes hacerlo. Dicen que a los fantasmas les resulta doloroso estar entre los vivos, y a mí me tortura la idea de que nuestra existencia agobiante enturbie o dificulte tu juventud. Que suceda lo contrario es lo justo, y no te imaginas cómo disfruto imaginándote en un cruce de calles abarrotado de esa ciudad de libertad y música swing. Pero no quiero que pierdas ni un minuto preocupándote por el hecho de que nosotros estemos en esta ciudad de ████████. De ninguna manera.
No te volveré a escribir a menos que tenga noticias que debas conocer sin remedio. Hasta entonces tienes que saber, cariño, que te tengo en mi pensamiento todos los instantes de mi vigilia y también en mis sueños (clínicamente bastante poco interesantes).
Te quiere,
Tu madre.
Esta carta estaba en el bolsillo del esmoquin nuevo de Joe cuando entró en el salón de baile de color crema y dorado del Pierre. Hacía días que la llevaba consigo, sin abrirla ni leerla. Siempre que se paraba a pensar en aquel hecho, le resultaba sorprendente; sin embargo, nunca se paraba mucho. El ataque de remordimientos que le inflamaba los nervios del plexo solar cada vez que sacaba la carta sin abrir o se acordaba repentinamente de ella era igual de intenso, estaba seguro, que cualquier cosa que sentiría al rasgar su frágil sello y dejar salir el habitual compuesto gris de pesadillas, plumas de paloma y hollín. Todas las tardes sacaba la carta, sin mirarla, y la dejaba sobre el tocador. Por la mañana la trasladaba al bolsillo de los pantalones del día siguiente. No sería exacto decir que le pesaba como una piedra, dificultando su avance por la ciudad de la libertad y del swing, ni tampoco que la tenía atascada como una espina en la garganta. Tenía veinte años y estaba enamorado de Rosa Saks, de esa salvaje forma escolástica en que se enamoran los jóvenes de veinte años, viendo en los detalles más nimios pruebas de la perfección sistemática de todo y de la benignidad de la creación. Le encantaba, por ejemplo, el pelo de ella en todas las formas que adoptaba en su cuerpo: el vello de su labio, la pelusilla de sus nalgas, las antenas parduscas recurrentes que sus cejas proyectaban entre ellas cuando se olvidaba de depilárselas con las pinzas, la gruesa sotabarba púbica que ella le había dejado afeitar en forma de alas de polilla y los rizos tupidos y con olor a humo de su cabeza. Cuando estaba trabajando en un lienzo en su habitación del piso de arriba y se quedaba pensativa, tenía la costumbre de quedarse apoyada en el pie izquierdo como una cigüeña y masajeárselo con ternura con el dedo gordo del pie derecho, cuya uña estaba pintada de color berenjena. Aquella mancha purpúrea y cierto eco de masturbación infantil contemplativa en la forma en que ella se frotaba el tobillo dejaron de parecerle adorables a Joe para empezar a resultarle profundos. Las dos docenas de fotografías infantiles convencionales —traje de invierno para niño, pony, raqueta de nieve, guardabarros de un Dodge— eran fuente inagotable de maravilla para él, por el hecho de que ella ya existiera antes de conocerlo a él, y de tristeza por no poseer nada de los diez millones de minutos de aquella existencia festoneada en blanco y negro más que aquellas pruebas escasas. Solamente los criterios torturados de un carácter fundamentalmente contenido y sensato le impedían pasarse el tiempo cotorreando, tanto con amigos como con extraños, sobre las alcaparras que ella le ponía a la ensalada de pollo (igual que su difunta madre), el montón de palabras oníricas que se acumulaba noche tras noche junto a su cama, el olor a lirio de los valles de su jabón para las manos, etcétera. Sus retratos de Judy Dark, con sus vestidos y trajes de baño a la última moda copiados del Vogue, y de su alter ego alado con sus sujetadores y medias aerodinámicos, se volvían cada vez más libidinosos y atrevidos —como si Polilla Luna hubiera recibido de los concilios secretos del Sexo un aumento de poderes como el que obtuvo el Escapista al estallar la guerra— hasta bordear, en ciertas viñetas que para los chicos de América asumían una importancia sagrada y totémica, la desnudez total.
Así pues, justo como su madre le había suplicado (aunque él no lo sabía), Joe había apartado de su mente Praga, su familia y la guerra. Todas las edades de oro se basan tanto en el júbilo como en la despreocupación. Solamente cuando se estaba acomodando en la parte trasera de un taxi, o se buscaba la cartera, o se frotaba contra un asiento, aparecía el crujido del papel; el revoloteo de un ala; el fantasmal susurro del pliego de papel de su casa; y por un momento se quedaba cabizbajo de vergüenza.
—¿Qué es eso? —dijo Rosa.
Joe se había quitado la parte superior del chaqué, con la llave en la solapa, para ponerla en el respaldo de la silla, y al hacerlo la carta había crujido dentro de su sobre.
—Nada —dijo él—. Bueno, siéntate. Tengo que ponerme manos a la obra.
Era la tercera vez que actuaba en el Pierre, y conocía bastante bien sus características, pero siempre le gustaba tomarse diez minutos para reconocer el terreno y volver a familiarizarse con la sala. Subió al escenario, al fondo del cual había tres paneles altos con espejos dorados. Había que descolgarlos y arrastrarlos, uno cada vez, por las escaleras y hasta una parte de la sala donde no traicionaran los secretos de su tabla de mago. Puso los cinco reóstatos en una posición media, de forma que la luz de las cinco enormes lámparas de araña no revelara sus hilos de seda negros ni mostrara el doble fondo de una jarra. Las lámparas de cristal habían sido cubiertas para la ocasión con una especie de crespones verdes que supuestamente representaban algas: el tema de la recepción de aquella noche era, de acuerdo con los programas impresos que había en todas las bandejas resplandecientes, el reino de Neptuno. Por toda la sala se levantaban extrañas estalagmitas purpúreas de la alfombra; a la derecha del escenario estaban la proa y el mascarón de grandes pechos, en cartón piedra, de un galeón hundido enterrado en arena de verdad, y en el centro de todo bostezaba una gigantesca concha opalescente de la que Joe confió sinceramente en que Leon Douglas Saks no planeara salir. Del techo colgaban dos maniquíes con conchas de vieira tapándoles los pechos de cera, y con colas de merluza y halibut rebozadas de lentejuelas donde deberían haber tenido las piernas. De las paredes colgaban gruesas redes de pesca con flotadores de madera, todas llenas de langostas y estrellas de mar de goma.
—Da la impresión de que sabes lo que haces —dijo Rosa, viéndolo desmantelar los espejos y ajustar las luces.
—Es la mayor de las ilusiones de Cavalieri.
—También estás muy guapo.
—Gracias.
—¿Tú crees que algún día montaremos una cosa como esta?
—Somos demasiado mayores —dijo, sin prestar atención. Luego se dio cuenta de a qué se refería ella—. Oh —dijo—. Vaya.
—Supongo que podemos tener chicas.
—Ahora las chicas también pueden hacerlo. Alguien me lo dijo. Entonces se llama boss mitzvah.
—¿Tú qué prefieres?
—Bas mitzvah. Bas o boss, no estoy seguro.
—¿Joe?
—No lo sé, Rosa —dijo. Sintió que tenía que dejar lo que estaba haciendo e ir con ella, pero el tema le irritaba y notó que se estaba encerrando en sí mismo—. No estoy seguro de querer tener hijos.
Rosa abandonó el tono risueño.
—No pasa nada, Joe —dijo—. Yo tampoco estoy segura de querer.
—O sea, no sé si es la época o la clase de mundo donde queremos que nazca un niño. Es lo único que digo.
—Sí, sí, sí —dijo ella—. Olvídalo. —Se ruborizó y se alisó la falda—. Esas rocas purpúreas me resultan muy familiares.
—A mí también.
—No me puedo creer esta sala —dijo ella—. Nunca me he sumergido, ya sabes, en el Talmud ni en nada parecido, pero me cuesta imaginar que en Tarshish o en donde fuera la gente saliera de conchas gigantes.
—Con tal de que no se comieran las almejas —dijo Joe.
—¿Tú lo hiciste?
—No, no. Lo estuve pensando. Pero no. No éramos religiosos.
—Ajá.
—Somos —dijo—. He querido decir «somos». —Pareció compungido. Se levantó y dobló los dedos unas cuantas veces—. No somos religiosos.
—Nosotros tampoco.
Joe volvió a la silla en la que había colgado la chaqueta. Se buscó en el bolsillo y sacó la carta con su sobre azul claro y la sostuvo, mirándola.
—¿Por qué la llevas de un lado para otro? —dijo Rosa—. ¿La has abierto? ¿Qué dice?
Se oyeron voces. Las puertas del salón de baile se abrieron de golpe y los músicos entraron, seguidos por uno de los camareros de chaqueta blanca del hotel que empujaba un carro. Los músicos subieron al escenario y empezaron a abrir las fundas de sus instrumentos. Joe había trabajado antes con alguno de ellos, de forma que ahora se saludaron con la cabeza y Joe aceptó los silbidos y las guasas por su uniforme nuevo. Joe volvió a guardar el sobre y se puso la chaqueta. Se estiró los puños de la chaqueta, se alisó el pelo y se ató la máscara de seda. Cuando los músicos lo vieron prorrumpieron en aplausos.
—¿Y bien? —dijo él, dirigiéndose a Rosa—. ¿Qué te parece?
—Muy misterioso —dijo Rosa—. Ya lo creo.
Hubo un extraño grito ahogado junto a la puerta y Joe se giró a tiempo de ver que el camarero de chaqueta blanca salía corriendo de la sala.