TRES

Al día siguiente, un joven neoyorquino adinerado llamado Leon Douglas Saks siguió los pasos de sus abuelos y fue llamado ante la Torá a celebrar su bar mitzvah. Era primo segundo de Rosa, y aunque ella no lo conocía personalmente, no tuvo problema para conseguir una invitación a la recepción en el Pierre en calidad de novia de uno de los artistas en el cartel, el prestidigitador conocido como el Asombroso Cavalieri.

Tras despertar de una cabezadita poscoital ese mismo sábado por la tarde, en el dormitorio de Rosa bajo el alero de la casa, el Asombroso Cavalieri se quedó de pie frente al espejo lleno de pañuelos, mirando con notable interés su propio reflejo al desnudo. Rosa se tapó la cabeza con una almohada y se quedó muy quieta para espiar cómo se miraba a sí mismo. Podía notar el rastro del aliento de Joe en el suyo, el sabor indeterminado pero característico de sus labios, algo a medio camino entre arce y humo. Al principio, mientras lo miraba, ella pensaba que estaba enfrascado en la admiración de sí mismo, y como consideraba que su falta de vanidad por su aspecto físico —las camisas con la pechera sucia de tinta, las chaquetas arrugadas y los bajos de los pantalones raídos— era en sí misma una forma de vanidad, que a ella le gustaba, aquello le pareció divertido. Se preguntaba si él sería consciente del peso que su cuerpo largo y huesudo había ganado en los últimos meses. Cuando empezaron a salir juntos, él estaba tan absorbido por el trabajo que raras veces tenía tiempo para comer y sobrevivía de forma misteriosa a base de café y plátanos, pero igual que la propia Rosa, con satisfacción considerable, había empezado a absorber más y más a Joe, él se había convertido en invitado regular a la cena en casa del padre de ella, donde nunca había menos de cinco platos y tres clases distintas de vino. Ya no se le veían las costillas, y su trasero diminuto de muchacho había adoptado un peso más viril. Parecía, pensó ella, que estuviera llevando a cabo un proceso de transferencia de Checoslovaquia a América, de Praga a Nueva York, un proceso gradual, y que cada día hubiera una parte mayor de él a este lado del océano. Se preguntó si aquello era lo que él estaba admirando ahora: la prueba de su existencia irrefutable allí, en aquella orilla, en aquel dormitorio, en manos de ella. Pasó un rato admirando los nudillos de su columna vertebral, las pálidas piedras punteadas de sus hombros. Al cabo de un momento, sin embargo, se dio cuenta de que Joe estaba guiñando los ojos y luego abriéndolos mucho, frunciendo los rabillos y luego poniendo ojos saltones, una y otra vez. Al mismo tiempo iba moviendo los labios en alguna clase de parloteo o encantamiento. De vez en cuando hacía un gesto amplio, extendía los dedos alrededor de un puñado de aire y señalaba con orgullo algún objeto maravilloso e invisible.

Por fin Rosa no pudo aguantarlo más y le tiró la almohada.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Joe dio un salto y tiró su cigarrillo del cenicero del tocador. Lo recuperó, limpió la ceniza de la alfombra y luego fue a sentarse en la cama.

—¿Cuánto rato llevas mirando?

—Una hora —mintió ella.

Joe asintió. ¿Llevaba realmente una hora de pie frente al espejo, lanzándose a sí mismo el mal de ojo y maravillándose ante nada?

—Parecía que te estuvieras hipnotizando a ti mismo o algo así.

—Supongo que sí. Supongo que estoy un poco nervioso. —Como resultado de pasar tantas noches en compañía de oradores cultos e inveterados, su inglés había mejorado considerablemente—. Actuar delante de tu familia. De tu padre. —El padre de Rosa llevaba años sin aparecer en una fiesta de la familia Saks, pero esa noche iba a la recepción para ver actuar a Joe. Lo habían invitado a la parte religiosa del acto aquella mañana, también, en B’nai Jeshurun, pero fue en vano. Calculaba que no había entrado en una sinagoga desde 1899—. Ahora mismo cree que soy el mejor mago de Nueva York. Es porque nunca me ha visto. Después de esta noche, va a pensar que soy un negado.

—Le va a encantar —dijo ella. Le conmovía ver cuánto significaba para Joe la opinión de su padre. Lo interpretaba como una prueba todavía más definitiva de que lo tenía en sus manos—. No te preocupes.

—Hum —dijo él—. Tú ya piensas que soy un negado.

—Yo no —dijo ella, pasándole una mano por el muslo y cogiéndole el pene, que de inmediato empezó a mostrar un interés renovado en ella—. Yo sé que tú haces magia.

Ella lo había visto actuar dos veces. Lo cierto era que Joe era un mago con talento pero descuidado, propenso a morder más de lo que podía masticar. Había reanudado su carrera, según lo prometido, con la recepción de Hoffman el pasado mes de noviembre en el hotel Trevi, y había tenido un principio más bien desigual cuando —olvidando el desdén que su maestro Bernard Kornblum mostraba hacia semejantes «artilugios», y sucumbiendo a la debilidad fatal que había sufrido toda la vida por los actos de valentía y la beau geste— se había enredado fatídicamente con el Dragón Imperial, un laborioso truco de larga preparación que había comprado a crédito en la tienda de magia de Louis Tannen. Era un artificio antediluviano de aspecto oriental de la época de apogeo de Ching Ling Foo, en el que un «dragón» de seda dentro de una jaula metálica vomitaba fuego y luego ponía varios huevos de colores. Los huevos eran sometidos al examen de un testigo para que buscara señales de aperturas o cierres antes de ser abiertos con una varita de plata y revelarse que dentro de cada uno había un objeto personal perteneciente a un miembro del público, que hasta ese momento no había sido consciente de la desaparición de su reloj o su encendedor. Vaciar bolsillos nunca había sido el fuerte de Joe, sin embargo, y hacía tiempo que no practicaba. En el vestíbulo del Trevi, antes del espectáculo, hubo un incidente desagradable con la tía del chico del bar mitzvah, Ida, en torno a su bolso de cuentas, que tuvo que ser arreglado a toda prisa por Hermann Hoffman. Y durante la actuación, Joe se chamuscó la ceja derecha. Después de aquello pasó rápidamente a las cartas y las monedas y ahí fue donde la reanudación de sus ejercicios y el talento natural de sus dedos lo ayudaron. Hizo que medios dólares y reinas de la baraja se comportaran de formas extrañas, les otorgó conciencia y emociones, los transformó en distintos fenómenos climáticos, inició tormentas de ases e invocó centellas de níquel del cielo. Después de terminar su actuación, el joven Maurice Hoffman se trajo a un amigo que celebraba su bar mitzvah al cabo de dos semanas y que había decidido presionar a sus padres para contratar a Joe. Llegaron más reservas: de pronto Joe se dio cuenta de que se había convertido en el artista de variedades de moda entre los adolescentes judíos adinerados del Upper West Side, muchos de los cuales, por supuesto, eran lectores leales de los cómics de Empire. No parecía importarles que de vez en cuando se le cayera un as de la correa del reloj o que les leyera mal la mente. Lo adoraban y él aceptaba su adoración. En realidad, parecía que buscaba activamente la compañía de chicos de trece años, no tanto porque gratificaran su ego, pensó Rosa, como porque parecía añorar espantosamente a su hermano. Y porque la compañía de aquellos chicos —respetuosos, sardónicos, dispuestos a ser maravillados y testarudos en su deseo de llegar al fondo de todos los trucos— parecía ser una buena promesa para Thomas cuando llegara: amigos de inteligencia escandalosa, al mismo tiempo inocentes y mordaces, feos o guapos pero invariablemente bien vestidos, con las caras inmaculadas salvo por una sombra de acné o de barba incipiente. Eran chicos que vivían libres del miedo a la invasión, la ocupación y las leyes crueles y arbitrarias. Con el apoyo de Rosa, Joe empezó, al principio vacilante y luego con gran ardor, a imaginar la transformación de su hermano en un muchacho americano.

A veces, cuando hacía los preparativos en compañía de los padres, salía a colación el nombre de Houdini y a Joe le preguntaban si podía (naturalmente, con un aumento considerable de sus honorarios) realizar una fuga. Pero ahí era donde él marcaba el límite.

—Ya me escapé de Praga —decía, mirándose las muñecas como si buscara la huella de unas esposas—. Me parece que con eso hay bastante.

Los padres, intercambiando miradas con Rosa, se mostraban invariablemente de acuerdo y le firmaban un cheque por cien dólares. A Joe nunca se le habría ocurrido que la razón de su popularidad repentina en el circuito de bar mitzvah del West Side no era el talento errático de sus dedos para la prestidigitación, ni tampoco el fervor incombustible de sus jóvenes fans, sino más bien la compasión que aquellos padres sentían por un chico judío desarraigado que de alguna forma había conseguido escapar de la sombra de la bandera negra ondeante que se estaba desplegando sobre Europa, y que se sabía que donaba todos sus honorarios a la Agencia de Rescate Transatlántico.

—No hago ningún progreso —decía ahora, mirando con expresión neutra mientras su pene se hinchaba en la mano de ella—. De verdad, es vergonzoso. En Tannen todos se burlan de mí.

—Eres mucho mejor que antes —dijo ella, y luego añadió, con solamente una pizca de autocomplacencia—. Todo va mucho mejor, ¿no?

—Mucho mejor —dijo, moviéndose un poco dentro de la mano de ella—. Sí. Mucho.

Cuando ella lo había conocido, él era una figura solitaria y desamparada, lleno de moretones y maltrecho de tanto pelear por las calles, y con aquella pequeña boca de incendios, Sammy Clay, como único apoyo y socio. Ahora tenía amigos, en la tienda de magia y en el mundo del arte neoyorquino. Había cambiado: ella lo había cambiado. En las páginas de Radio Comics —que Rosa leía ahora con lealtad— él y el Escapista continuaban luchando contra las fuerzas de la Cadena de Hierro, en batallas cada vez más laboriosas y grotescas. Pero la triste futilidad de la lucha, que Joe había sentido nada más empezar a trabajar en el cómic y que Rosa había percibido de inmediato, parecía haber empezado a mermar el ingenio de su pluma. Mes tras mes, el Escapista pulverizaba los ejércitos del mal, y sin embargo ya era la primavera de 1941 y el imperio de Adolf Hitler era más extenso que el de Bonaparte. En las páginas de Triumph, los Cuatro Libertadores[16] lograron el objetivo orgásmicamente imposible de matar a Hitler, solamente para descubrir, en el número siguiente, que su víctima solamente era una réplica mecánica. Aunque Joe seguía luchando, Rosa se daba cuenta de que su corazón había escapado del tumulto. Era en las páginas de Muñecas, en sus reinos alejados de Zothenia y Praga, donde ahora florecía el arte de Joe.

Polilla Luna era una criatura de la noche, del otro mundo, de regiones míticas donde el mal trabajaba por medio de hechizos y maldiciones en lugar de balas, torpedos o cohetes. Luna luchaba en el mundo sobrenatural contra espectros y demonios, y nos defendía a todos los durmientes indefensos del ataque de los reinos oscuros del sueño. Ya había entablado batalla dos veces contra babeantes criaturas arcanas que habían liberado enormes ejércitos interdimensionales de demonios, y aunque era muy fácil ver aquellos argumentos como alegorías de la paranoia, la invasión y la guerra mundial, y el trabajo de Joe en aquella línea como una continuación del conflicto interno de Radio y Triumph, los dibujos que hacía Joe para Polilla Luna eran muy distintos de su trabajo para los demás cómics. El padre de Rosa, con su talento para encontrar fuentes nativas americanas del pensamiento surrealista, le había enseñado a Joe la obra de Winsor McKay. Los paisajes oníricos urbanos, las perspectivas vertiginosas, el tono lúdico y las extrañas metamorfosis y yuxtaposiciones de Little Nemo en el País de los Sueños rápidamente se infiltraron en las páginas de Joe para Polilla Luna. De pronto las tres hileras estándar de viñetas rectangulares se convirtieron en una cárcel de la que tenía que escapar. Obstaculizaban sus esfuerzos para introducir los espacios oníricos dislocados y no euclidianos en los que Polilla Luna luchaba. Dividía sus viñetas, las estiraba y distorsionaba, las cortaba en forma de cuñas y tiras. Experimentaba con pantallas de puntos, sombreados, efectos de grabado e incluso con collages[17]. Por aquel paisaje virtuosamente crepuscular volaba una poderosa mujer mordaz de pechos inmensos, alas de hada y antenas peludas. La historieta descansaba precariamente en el punto de equilibrio entre lo maravilloso y lo vulgar que para Rosa era el punto de apoyo del surrealismo. Con cada nuevo número, podía ver a Joe lidiando con las convenciones y clichés de los relatos a menudo cultos de Sammy, buscando una especie de ruptura en su arte. Y estaba decidida a estar con él cuando la encontrara. Tenía la impresión de que, cuando sucediera, ella iba a ser la única que lo viera o lo apreciara. Para ella, Joe tenía ese aire auténtico de artesano solitario, de alfarero genial, como el Facteur Cheval o como aquel otro Joe extraño y tímido, el señor Cornell, zarpando hacia lo sublime en un barco construido con lo vulgar, lo despreciable y lo olvidado. Estar con él, apoyándolo como pudiera en aquel momento de zarpar y durante todo el fastuoso viaje que viniera a continuación, se había convertido en algo crucial, así como ayudarlo a traerse a su hermano y atarlo cada vez más a ella y a América con cuerdas irrompibles, en su misión de amor. En cuanto a practicar su propio arte, nunca había sido tanto una misión como una costumbre vieja y taciturna, una forma de atrapar sus emociones e ideas cuando pasaban y clavarlas a un lienzo, por decirlo de alguna forma, antes de perderlas de vista. Al final, al mundo le costaría mucho menos, o al menos a la parte del mundo que leía cómics y pensaba en ellos, aclamar el genio de Joe de lo que le costaría a nadie —y a Rosa más que a nadie— reconocer el de ella.

—Será mejor que me empiece a preparar —dijo, pero no se movió, y ella le apretó el pene con más fuerza.

—¿Qué planeas hacer con esta? —le preguntó ella—. A lo mejor la puedes meter en el espectáculo. Le puedo pintar una carita.

—No trabajo con marionetas.

Llamaron a la puerta. Ella lo soltó y él trepó por encima de ella para meterse también debajo del cobertor.

—¿Sí? —dijo ella.

—¡Abrid! Tengo un regalo para el Asombroso. —Era su padre. Rosa se levantó y se puso un albornoz. Luego cogió el cigarrillo que Joe había dejado encendido en su tocador y fue a la puerta.

Su padre estaba en el pasillo, vestido para la recepción con un traje enorme de tres piezas de cloqué de color chocolate y con una bolsa de lona para transportar ropa colgada del brazo. Miró con curiosidad a Joe, que se había sentado en la cama, con la manta cubriéndolo a duras penas. El hecho de que aquel no fuera el momento oportuno para interrumpir a los jóvenes amantes, o la posibilidad de volver más tarde, simplemente no se le ocurrieron. Se limitó a entrar disparado en la habitación.

—Josef —dijo, levantando la bolsa de lona—. Hemos visto que cada vez que actúas tienes que alquilar el esmoquin. —Su padre tendía a usar el plural mayestático cuando sentía que estaba siendo particularmente magnánimo—. Nos ha parecido que deberías tener uno propio. —Abrió la cremallera de la bolsa—. Te lo he hecho hacer —dijo.

La chaqueta era del color del cielo sobre el Castillo de Praga en una noche clara de invierno. Los pantalones también eran de color azul oscuro y brillante ribeteado con una raya roja brillante. Y sujeto a una de las solapas negras de satén había un broche dorado con forma de llave maestra.

—Se me ha ocurrido —dijo su padre—. En honor de quién tú sabes. —Hurgó el bolsillo de su chaqueta y sacó una máscara de dominó del mismo satén negro que las solapas de la chaqueta, con unos lazos largos de cinta negra—. No iría mal añadirle un poco de misterio a la actuación.

Rosa estaba tan sorprendida como Joe. Tenía una sonrisa tan amplia que le dolían un poco las orejas.

—Joe —dijo ella—. Mira lo que ha hecho.

—Gracias —dijo Joe—. Yo… —Hizo el gesto teatral de querer levantarse pero estaba atrapado en la cama por su desnudez.

—Por Dios, tírale una toalla —dijo su padre arrastrando las palabras—. Para que pueda darnos las gracias como es debido.

Joe salió de la cama, envolviéndose con el cobertor. Se lo anudó en torno a la cintura y cogió el esmoquin azul del padre de Rosa. Luego se dieron un abrazo torpón, su padre sacó una botella y, después de hurgar un momento sin éxito por el caos de la habitación de Rosa, consiguió encontrar un vaso que solamente estaba un poco sucio de carmín.

—Por el Asombroso Cavalieri —dijo, levantando el vaso de whisky manchado de Rosa—. A quien… ¿Me atrevo a decirlo?

—Atrévete —dijo Rosa, sintiendo que se ruborizaba intensamente.

—Solamente diré que en una familia tan pequeña como la nuestra está claro que hay sitio para uno más —y bebió.

Rosa estaba mirando a Joe a la cara, casi embriagada por la felicidad del momento, de forma que pudo ver la mueca de dolor que oscureció sus rasgos al oír aquellas palabras.

—Ya tengo una familia —dijo en voz baja.

—Oh, sí… Joe, por Dios. Ya lo sé. Solamente…

—Lo siento —dijo Joe de inmediato—. He sido un maleducado. Muchas gracias, por todo. Por esto. —Levantó el esmoquin—. Por su amabilidad. Por Rosa.

Casi había salvado la situación, y ellos le dejaron pensar que lo había hecho. Pero el padre de Rosa abandonó la habitación de inmediato y ella y Joe se quedaron a solas, en la cama, desnudos, mirando el traje azul vacío.