DOS

—¿Dónde está el matorral que da nombre a Flatbush? —dijo Bacon mientras salían del metro. Se detuvo y miró al otro lado de la avenida, hacia la entrada de Prospect Park—. ¿Lo guardan por aquí?

—En realidad, lo van moviendo —dijo Sammy. Se habían tomado dos copas cada uno, pero por alguna razón Sammy no se sentía en absoluto bebido. Se preguntaba si el miedo contrarrestaba los efectos del alcohol. No sabía qué le daba más miedo: Tracy Bacon o presentarse a cenar en casa de Ethel tarde, apestando a ginebra y llevando consigo el trozo de carne no kosher más grande del mundo. En la estación de metro se había comprado un paquete de caramelos Sen-Sen y se había comido cuatro—. Tiene ruedas. —Le dio un tirón a la manga del blazer azul de Bacon—. Vamos, llegamos tarde.

Mientras llamaba al timbre del 2-B —no encontraba su llave— se dio cuenta de que tenía que estar muy, muy borracho. Era la única explicación posible de lo que estaba a punto de hacer. No estaba seguro exactamente de cuándo había extendido la invitación ni de en qué punto le había quedado claro que Bacon la había aceptado. En el bar del St. Regis, bajo la mirada jovial del King Cole de Parrish, su conversación se había alejado tan rápidamente de las dificultades de Bacon con el personaje del Escapista que Sammy ya no recordaba qué ideas había sido capaz de darle sobre el papel, si es que le había dado alguna. Casi de repente, al parecer, Bacon había iniciado un recitado espontáneo (que, aunque no era la primera vez que lo llevaba a cabo, obviamente le seguía interesando de forma considerable) sobre su infancia, su educación y sus viajes, un relato extravagante —había vivido en Texas, California, Filipinas, Puerto Rico, Hawai y más recientemente en Seattle; su padre era general de brigada, su madre una aristócrata inglesa; había navegado en un mercante; había domado caballos en Oahu; había ido a un internado donde había jugado a hockey y lacrosse y boxeado un poco— en el que, paradójicamente, afirmaba echar en falta un sentido o una meta que sirviera de fundamento. Todo el tiempo, la infancia de Sammy, su educación y sus viajes de Pitkin Avenue a Surf Avenue, alertándolo del olor inconfundible a patrañas, batallaron contra su debilidad natural por las aventuras. Mientras permanecía sentado escuchando, con el sabor a pomada de la ginebra en la boca, a la vez lleno de envidia e incapaz de olvidar el eco de la risueña confesión de Bacon —«soy un mentiroso terrible»—, pareció emerger, a pesar del atractivo físico de Bacon, de sus amigos actores y de su novia elegante como un gin-tonic, e independientemente de la certeza o la falsedad de lo que estaba explicando, un retrato inconfundible que a Sammy le sorprendió reconocer: Tracy Bacon estaba solo. Vivía en un hotel y comía en restaurantes. Sus amigos actores se creían sus historias no porque fueran ingenuos sino porque les suponía un esfuerzo menor. Y ahora, con un instinto infalible, había olido la soledad de Sammy. La presencia de Bacon al lado de Sammy, esperando la respuesta del 2-B, era testimonio de aquello. A Sammy no se le ocurrió que Bacon estaba simplemente borracho, que tenía veintiún años (no veinticuatro) y que se lo estaba inventando todo sobre la marcha.

—Es el timbre más desagradable que he oído en mi vida —dijo Bacon cuando llegó por fin la respuesta.

Sammy le aguantó la puerta del vestíbulo:

—Es la voz de mi madre —dijo—. Ahí dentro hay un cilindro de cera.

—Estás intentando asustarme —dijo Bacon.

Subieron los escalones que habían fatigado durante tantos años las piernas de Sammy. Sammy llamó con los nudillos.

—Mantente alejado de la puerta —dijo.

—Déjalo ya.

—Cuidado con los dedos. ¡Mamá!

—Mira quién hay.

—No hace falta que muestres tanta alegría.

—¿Dónde está tu primo?

—Ya tenían planes. Mamá, he traído a un amigo. Es el señor Tracy Bacon. Va a interpretar al Escapista. En la radio.

—Cuidado, no se dé en la cabeza —fue lo primero que Ethel le dijo a Bacon. Y luego—. Vaya, vaya. —Sonrió y le ofreció la mano, y Sammy vio que estaba impresionada. Tracy Bacon resultaba bastante espectacular. Ella retrocedió para verlo mejor y se quedó allí admirándolo como uno de los turistas a los que Sammy sorteaba cada día cuando entraba y salía de trabajar—. Es usted muy guapo. —No sonó como un cumplido sincero. Podría haber sido un comentario acerca de lo fraudulentos que resultaban los paquetes bonitos.

—Gracias, señora Clay —dijo Bacon.

Sammy se estremeció.

—No me llamo así —dijo Ethel, pero no pareció enfadada. Miró a Sammy—. Ese nombre nunca me ha gustado. Bueno, entrad, sentaos, he hecho demasiado, oh, bueno. La cena estaba lista hace rato y os habéis perdido las velas. Siento decirlo, pero no podemos retrasar la puesta del sol ni siquiera en honor de los grandes guionistas de cómics.

—He oído que han cambiado esa regla —dijo Sammy.

—Hueles a caramelos Sen-Sen.

—Me he tomado una copa —dijo él.

—Ah, te has tomado una copa. Qué bien.

—¿Qué? Me puedo tomar una copa si quiero.

—Claro que puedes. Tengo una botella de slivovitz en alguna parte. ¿Quieres que te la saque? Te la puedes beber entera si quieres.

Sammy se giró y le hizo una mueca a Bacon: ¿qué te decía yo? Siguieron a Ethel hasta la sala de estar. El ventilador eléctrico estaba encendido en la ventana, pero, de acuerdo con las teorías personales de Ethel en materia de higiene y termodinámica, estaba orientado hacia fuera, a fin de expulsar el aire caliente de la habitación y dejar detrás de sí una zona completamente teórica de frío. Bubbie estaba de pie, con una enorme sonrisa perpleja en la cara y las gafas brillando. Llevaba un vestido ancho de algodón con amapolas estampadas.

—Mamá —dijo Ethel en inglés—. Este caballero es un amigo de Sammy. El señor Bacon. Es un actor en la radio.

Bubbie asintió y estrechó la mano de Bacon.

—¿Cómo está usted? —dijo en yiddish. Al principio pareció reconocer a Tracy Bacon, lo cual resultaba extraño, porque hacía años que parecía no reconocer a nadie. Después ya no estaba claro quién creía que era Bacon. Le estrechó la mano vigorosamente con las dos manos.

Por alguna razón, la imagen de Bubbie estrechando la mano enorme y rosada de Bacon hizo reír a Ethel.

—Siéntese, siéntese —dijo—. Mamá, suéltalo. —Miró a Sammy—. Siéntate. —Sammy intentó sentarse—. Pero ¿qué pasa, que ya no sabes besar, señor Sam Clay?

Sammy besó a su madre.

—¡Mamá, me haces daño! ¡Au!

Ella lo soltó.

—Me gustaría romperte el cuello —dijo ella. Parecía de muy buen humor—. Voy a poner la cena en la mesa.

—Cuidado con la pala.

—Qué gracioso.

—¿Es así como hablas a tu madre?

—Oh, me gusta tu nuevo amigo —dijo Ethel. Lo agarró del brazo y le dio un golpecito en su enorme bíceps derecho. Parecía que se le hubiera hecho una justicia suprema. La cara de perplejidad de Bacon parecía genuina—. Este joven quiere a su madre.

—Puede estar segura —dijo Bacon—. ¿Puedo ayudarla en la cocina, señora, emmm…?

—Klayman. K-L-A-Y-M-A-N. Punto.

—Señora Klayman. Tengo mucha experiencia en pelar patatas, o en cualquier cosa que le haga falta.

Ahora le tocó a Ethel mostrarse perpleja.

—Oh… no. Ya está preparada. Solamente lo estoy recalentando todo.

Sammy quiso señalar que recalentarlo todo varias veces a fin de eliminar cualquier resto de sabor era parte integral de la técnica culinaria de Ethel, pero se mordió la lengua. Bacon lo había avergonzado.

—Usted no cabe en mi cocina —dijo Ethel—. Siéntese.

Bacon la siguió a la cocina. Sammy todavía no había visto a su «nuevo amigo» aceptar un no por respuesta. A pesar de su altura y sus espaldas de nadador, Tracy Bacon no parecía guiarse por la confianza en sus propias capacidades sino en su convicción de que era bienvenido allí donde fuera. Era rubio y hermoso y sabía pelar patatas. Para sorpresa de Sammy, Ethel permitió que Bacon la acompañara.

—Nunca llego a ese cuenco de ahí arriba —la oyó decir—. El del tucán.

—Bueno, Bubbie —dijo Sammy—. ¿Cómo estás?

—Bien, cariño —dijo ella—. Yo, bien. ¿Y tú?

—Ven a sentarte. —Intentó hacerla sentarse en la otra silla amarilla. Ella lo apartó bruscamente.

—Ve tú. Yo quiero estar de pie. Me paso el día sentada.

Sammy podía oír en la cocina —no conseguía pasarlo por alto— el estruendo jovial de la voz de Bacon, con su agudo registro lírico. El parloteo constante que mantenía Bacon, igual que el de Sammy, parecía destinado a impresionar y fascinar, con una diferencia crucial: Bacon impresionaba y fascinaba. La risa de azúcar quemado de Ethel llegaba a intervalos de la cocina. Sammy intentó oír lo que Bacon le estaba diciendo.

—¿Y qué has hecho hoy, Bubbie? —dijo, dejándose caer en el sillón—. Belmont está abierto. ¿Has ido a las carreras?

—Sí, sí —dijo Bubbie en tono afable—. He ido a las carreras.

—¿Has ganado algo de dinero?

—Oh, sí.

Con Bubbie nunca podías estar seguro de si le estabas tomando el pelo o no.

—Josef te manda un beso —le dijo en yiddish.

—Me alegro —dijo Bubbie en inglés—. ¿Y cómo está Samuel?

—¿Samuel? Ah, bien —dijo Sammy.

—Me ha echado —Bacon salió de la cocina llevando un pequeño delantal de fregar platos con dibujos de pompas de jabón de color azul pálido—. Creo que estaba estorbando.

—Oh, nunca hagas eso —dijo Sammy—. Una vez me interpuse en el camino de un panecillo y me tuvieron que poner nueve puntos.

—Muy gracioso —dijo Ethel, entrando en la sala de estar. Se desató el delantal y se lo tiró a Sammy—. A comer.

La cena consistía en un manguito peludo, una docena de pinzas de la ropa y un viejo paño de cocina hervido con zanahorias. El hecho de que la comida se sirviera con un frasco de rábanos picantes permitió a Sammy concluir que se suponía que estaban comiendo costillitas de ternera estofadas… filete de costado. Muchas de las especialidades de Ethel se presentaban codificadas de aquella forma por los condimentos. Tracy Bacon repitió tres veces. Limpió su plato con un trozo de challah[14]. Tenía las mejillas sonrosadas por la intensidad del placer con que había comido. Por eso, o bien por los rábanos picantes.

—¡Uau! —dijo, dejando por fin su servilleta—. Señora Klayman, es lo mejor que he comido en mi vida.

—Sí, ¿pero qué era? —dijo Sammy.

—¿Habéis comido bastante? —dijo Ethel. Parecía complacida pero a Sammy le pareció que también estaba un poco perpleja.

—¿Habéis hecho sitio para mi babka? —dijo Bubbie.

—Siempre hago sitio para el postre, señora Kavalier —dijo Bacon. Se giró hacia Sammy—. ¿El babka es postre?

—Una eterna pregunta entre mi gente —dijo Sammy—. Algunos dicen que en realidad se trata de un tipo de escabel pequeño.

Ethel se levantó para hacer café. Bacon se puso en pie y empezó a recoger los platos.

—Ya basta —le dijo Sammy, obligándolo a sentarse otra vez—. Me estás haciendo quedar muy mal. —Recogió los platos y cubiertos sucios y los llevó a la cocina diminuta.

—No los amontones —dijo su madre a modo de agradecimiento—. Se ensucian por debajo.

—Solamente intento ayudar.

—Tu forma de ayudar es peor que no ayudar. —Puso la cafetera en el quemador y abrió el gas—. Apártate —dijo, encendiendo una cerilla. Debía de llevar treinta años encendiendo fogones de gas, pero cada vez que lo hacía parecía que estaba entrando en un edificio en llamas. Abrió el grifo del fregadero y puso los platos debajo. De las burbujas de Lux salió humo: el agua de fregar debía de estar antibacterianamente caliente—. Parece como si a tu amigo lo hubiera dibujado Josef —dijo.

—¿Verdad que sí?

—¿Le pasa algo a tu primo?

Sammy sospechó que los sentimientos de su madre estaban heridos.

—Quería venir de verdad, mamá —dijo—. Pero no le hemos avisado con bastante tiempo, ¿sabes?

—No me importa en absoluto.

—Solamente te lo digo.

—¿Hay noticias? ¿Qué dice el hombre de la agencia?

—Hoffman dice que los niños siguen en Portugal.

—Con las monjas. —De niña, durante la primera guerra, a Ethel la habían cobijado brevemente las monjas ortodoxas. La habían tratado con una amabilidad que nunca había olvidado, y Sammy sabía que ella preferiría que su sobrino se quedara con aquellas carmelitas portuguesas, en la seguridad relativa de un orfanato de Lisboa, a que viajara por un océano plagado de submarinos en un vapor de tercera mano con un nombre ridículo. Pero al parecer la Iglesia católica de Portugal estaba presionando a las monjas para que no albergaran de forma permanente a niños judíos de Europa central.

—El barco ya está en camino —dijo Sammy—. Para recogerlos. Ha entrado en uno de esos convoyes, ya sabes, con cinco destructores de la marina americana. Thomas tendría que estar aquí dentro de un mes, según Joe.

—Un mes —su madre le dio un trapo y un plato—. Seca.

—Sí. Y Joe está feliz. También parece feliz con Rosa. Ya no se mata a trabajar como antes. Con lo que ganamos ahora he podido convencerle de que dejara todos los cómics en que estaba trabajando salvo tres[15]. He tenido que contratar a cinco tipos para reemplazarlo.

—Me alegro de que se esté tranquilizando. Antes se estaba desquiciando. Se metía en peleas. Se hacía daño a propósito.

—Lo curioso es que creo que le gusta esto —dijo Sammy—. No me sorprendería que decidiera quedarse cuando termine la guerra.

Kayn ayn hora —dijo su madre—. Confiemos en que pueda elegir.

—Qué idea tan alegre.

—No conozco muy bien a esa chica. Pero me pareció… —Vaciló, como si no quisiera llegar al extremo de elogiar a la chica—. Me da la sensación de que tiene una buena cabeza sobre los hombros. —El mes anterior, Joe y Rosa habían llevado a Ethel a ver El difunto protesta. A Ethel le gustaba Robert Montgomery—. Podría haber elegido mucho peor.

—Sí —dijo Sammy—. Rosa está bien.

Luego, durante un minuto, se limitó a secar los platos y tenedores que su madre le pasaba y a colocarlos en el estante bajo su mirada vigilante. No se oía más que el chirrido del paño, el tintineo de los platos y el borboteo constante del agua caliente en el fregadero. En el comedor, parecía que a Bacon y Bubbie se les habían acabado los temas de conversación. Era uno de aquellos silencios prolongados que significaban, a decir de Ethel, que en alguna parte acababa de nacer un idiota.

—Me gustaría conocer a alguien, ya sabes —dijo Sammy por fin—. He estado pensando. Estos últimos días. Conocer a alguien que me gustara.

Su madre cerró el grifo y sacó el tapón del fregadero. Tenía las manos rojas del agua hirviendo.

—A mí también me gustaría —dijo ella. Abrió otro cajón y sacó la caja de papel encerado. Arrancó un trozo, lo extendió sobre la encimera de zinc y cogió un plato del estante.

—¿Qué tal lo ha hecho? —le preguntó ella, poniendo el plato del revés sobre el trozo de papel encerado.

—¿Quién?

Ella señaló con la cabeza en dirección al comedor:

—Ese de ahí. —Dobló los extremos del papel por encima del plato y los alisó—. En el ensayo de hoy.

—Ha estado bien —dijo Sammy—. Lo ha hecho bien. Sí, creo que servirá.

—¿De verdad? —dijo ella, y, levantando el plato envuelto en papel, lo miró a los ojos por primera vez en toda la velada.

Aunque el episodio regresaría a menudo a su memoria en los años venideros, Sammy nunca llegaría a saber exactamente qué quiso decir ella con aquella mirada.