En 1941, su mejor año hasta la fecha, la asociación de Kavalier y Clay les reportó 59 832,27 dólares. Los beneficios totales generados aquel año por Empire Comics, S.A. —por las ventas de todos los cómics donde aparecían personajes creados por completo o en parte por Kavalier y Clay, las ventas de doscientos mil ejemplares de cada uno de los dos Whitman’s Big Little Books protagonizados por el Escapista, las ventas de llaves de libertad, de anillos-llave, de linternas de bolsillo, de huchas, de juegos de mesa, de figuritas de plástico, de juguetes a cuerda y de otros muchos artículos de Escapismo, así como la recaudación de la concesión de la intrépida jeta del Escapista a Cereales Chaffee para sus Frosted Chaff-Os, y del programa de radio del Escapista que empezó a emitirse en abril en la NBC—, aunque más difíciles de calcular, se situaban entre los 12 y los 15 millones de dólares. De sus veintinueve mil y pico, Sammy le dio una cuarta parte al gobierno y la mitad del resto a su madre para que lo gastara en ella y en la abuela.
Con lo que le quedaba, vivía como un rey. Estuvo comiendo salmón ahumado para desayunar todos los días durante siete semanas. Iba a los partidos de béisbol de Ebbet Fields y se sentaba en un palco. Se podía gastar un par de dólares en una cena y luego, un día en que sintiera las piernas cansadas, recorría diecisiete manzanas en taxi. Tenía trajes enormes y vistosos para todos los días de la semana: cinco «rascacielos» grises de estambre y raya diplomática, que se había mandado hacer a veinticinco dólares cada uno. Y se había comprado un tocadiscos Capehart Panamuse. Le costó 645 dólares, casi la mitad de lo que costaba un Cadillac 61 nuevo. El enchapado era de un estilo Hepplewhite ridículamente bonito, en arce y abedul con incrustaciones de fresno, y en el apartamento por lo demás moderno y bastante espartano de los dos primos —poco después de empezar a salir con Joe, Rosa había empezado a presionarlo para que se fuera del nido de ratas de Chelsea— aquel tocadiscos tenía un aspecto inquietante. Le exigía a uno que pusiera música y luego se la quedara escuchando con el silencio respetuoso con que un pecador es sermoneado. Sammy lo quería como no había querido otra cosa en el mundo. El triste clarinete de Benny Goodman tenía un sonido tan impactante en sus altavoces «panamusicales» de lujo que le daban ganas de llorar. El Panamuse era completamente automático. Podía almacenar veinte discos y ponerlos en cualquier orden y por las dos caras. Las maravillosas operaciones del mecanismo de cambio de disco se podían ver a través de la vitrina, al estilo de la época, y a quienes visitaban por primera vez el apartamento se les hacía una exhibición de su funcionamiento como si fueran visitantes a la Casa de la Moneda. Sammy se pasó semanas entusiasmado, y sin embargo cada vez que miraba el tocadiscos lo acometían la culpa y el horror por su precio. Su madre se moriría sin tener conocimiento de su existencia.
Lo gracioso era que, después de gastar la suma que Sammy gastaba todos los meses en libros, revistas, discos, cigarrillos y pasatiempos, una suma grande pero a pesar de todo insignificante, así como su mitad de los ciento diez dólares del alquiler, le seguía quedando más dinero del que sabía cómo gastar. Se le amontonaba en la cuenta bancaria y le ponía nervioso.
—Tendrías que casarte —le decía Rosa para divertirse.
Aunque su nombre no estaba en el contrato de alquiler, Rosa se había convertido en la tercera ocupante del apartamento, y en gran medida en el espíritu que lo animaba. Los había ayudado a encontrarlo (era un edificio nuevo en la Quinta Avenida, al norte de Washington Square), a decorarlo, y, cuando se dio cuenta de que de otra forma nunca podría usar el mismo cuarto de baño que Sammy, había conseguido los servicios semanales de una mujer de la limpieza. Al principio no iba más que una o dos veces por semana, después de trabajar. Había dejado su trabajo en Life para empezar a trabajar retocando en tonos chillones fotos a color de guisos de ciruelas y fideos, tartas de corteza aterciopelada y canapés de bacon para un editor de libros baratos de cocina que se saldaban como si fueran libros de primera calidad en tiendas de ocasión. Era un trabajo tedioso, y cuando las cosas se ponían feas de verdad, a Rosa le gustaba permitirse minúsculos impulsos surrealistas. Con el aerógrafo le añadía un viscoso tentáculo negro a una piña del fondo de la foto o bien escondía un diminuto explorador polar entre las cimas gélidas de un postre de merengue. Las oficinas del editor estaban en la calle Quince Este, a diez minutos del apartamento. A menudo Rosa llegaba a las cinco con una bolsa llena de raíces y hojas inverosímiles y cocinaba extrañas recetas a las que su padre se había aficionado en sus viajes: cordero árabe, guacamole y algo verde y resbaladizo que ella llamaba silek. En general todo lo que hacía estaba muy bueno, y el aspecto exótico de los platos servía para ocultar bastante bien, en opinión de Sammy, el plan bastante retrógrado de Rosa de ganarse el corazón de Joe a través a la cocina. Ella nunca comía más de un bocado.
—Hay una chica en el trabajo —dijo Rosa una mañana en el desayuno, poniendo delante de Sammy un plato de huevos revueltos con salchicha portuguesa. También era una invitada frecuente al desayuno, si es que «invitada» era el término adecuado para alguien que compraba la comida, la preparaba, te la servía y limpiaba cuando habías terminado. Sus vecinos del otro lado del rellano estaban visiblemente escandalizados por aquel comportamiento aberrante, y los ojos del conserje brillaban sin disimulo cuando le sostenía la puerta por las mañanas—. Se llama Barbara Drazin. Es guapísima. Y está libre. Tienes que dejar que te la presente.
—¿Universitaria?
—Del City College.
—No, gracias.
Cuando Sammy levantó la vista del plato de los pastelillos, que como de costumbre Rosa había dispuesto con tanta fotogenia que ahora no se atrevía a coger el pastelito de queso en el que tenía puestos los ojos, la pilló intercambiando una mirada con Joe. Ya los había visto mirarse antes de aquella forma, siempre que salía el tema de la vida amorosa de Sammy, algo que sucedía demasiado a menudo cuando Rosa estaba con ellos.
—¿Qué? —dijo.
—Nada.
Ella se extendió la servilleta sobre el regazo, de forma extrañamente elocuente, y Joe continuó manipulando una especie de artilugio para pasar cartas accionado con un muelle que formaba parte de su actuación. Al día siguiente por la noche tenía otros de sus espectáculos de magia, un bar mitzvah en el Pierre. Sammy cogió el pastelito de queso, haciendo que se hundiera la pirámide de libro de cocina barato de Rosa.
—Parece —continuó ella, que nunca necesitaba que nadie le respondiera para mantener una conversación— que siempre tienes una excusa.
—No es una excusa —dijo Sammy—. Es una descalificación.
—¿Y por qué están descalificadas las universitarias? Recuérdamelo.
—Porque me hacen sentir tonto.
—Pero si no eres tonto. Has leído muchísimo, hablas bastante bien y te ganas la vida con la pluma, o en tu caso con la máquina de escribir.
—Ya lo sé. No es racional. Y no puedo aguantar a las mujeres estúpidas. Supongo que lo que pasa es que me siento mal por no haber ido a la universidad. Y me da vergüenza cuando empiezan a preguntarme a qué me dedico y tengo que decirles que escribo cómics, y entonces o bien me dicen: «Pero qué rollo más chabacano, ¿no?», o bien me sueltan algo condescendiente del tipo «¡Cómics! ¡Adoro los cómics!», lo que es peor todavía.
—Barbara Drazin nunca te haría sentirte mal por lo que haces —dijo Rosa—. Además, le he contado que también has escrito tres novelas.
—Oh, Dios mío —dijo Sammy.
—Lo siento.
—Por favor, Rosa, ¿cuántas veces tengo que pedirte que no vuelvas a contarle eso a nadie?
—Lo siento. Lo que pasa es que…
—Por el amor de Dios, eran novelas pulp. Me pagan a peso. ¿Para qué crees que inventaron el seudónimo?
—De acuerdo —dijo Rosa—. De acuerdo. Solamente creo que tienes que conocerla.
—Gracias, pero no. De todas formas tengo demasiado trabajo.
—Está escribiendo una novela —dijo Joe, pelando un plátano. Las conversaciones entre su novia y su mejor amigo parecían divertirle mucho. Su única contribución a la decoración del apartamento había sido el montón de cajas de madera en las que guardaba su colección pujante de cómics—. En su tiempo libre —añadió, con la boca llena de pulpa de plátano—. Una de verdad.
—Sí, bueno —dijo Sammy, ruborizándose—. Al ritmo que llevo, la podremos leer cuando estemos en el asilo de ancianos.
—Yo la leeré —dijo Rosa—. Sammy, me encantaría leerla. Estoy segura de que es muy buena.
—No lo es. Pero gracias. ¿Lo dices en serio?
—Por supuesto.
—Tal vez —dijo, por primera vez pero no por última durante su larga asociación—, cuando termine el primer capítulo.
Cuando Sammy llegó a las oficinas de Empire aquella mañana de abril de manual —el cielo almohadillado, los narcisos balanceándose como una orquesta de swing en todos los jardines, el amor en el aire, etcétera— sacó el primer (y único) capítulo mil veces corregido de Desilusión americana, puso una hoja en blanco en la máquina de escribir e intentó trabajar, pero la conversación con Rosa le había puesto nervioso. ¿Por qué no quería hacer algo tan sencillo como tomarse una copa con una chica guapísima del City College? ¿Cómo podía saber que no le gustaba salir con universitarias? Era como decir que no le gustaba el golf. Tenía una intuición bastante clara de que no sería el deporte de su vida, pero lo cierto era que lo más cerca que había estado nunca de un campo de golf eran los molinetes de yeso descascarillado del viejo campo de Tom Thumb en Coney Island. ¿Y por qué, en todo caso, no estaba celoso de Joe? Rosa era muy atractiva, suave y olía a perfume. Aunque era cierto que le resultaba notablemente fácil hablar con ella, bromear, hacerle confidencias y bajar la guardia con ella, más fácil de lo que le había resultado nunca con otra chica, no sentía ninguna atracción por ella. A veces aquella ausencia de lascivia, tan evidente para los dos que Rosa no tenía reparos en deambular por el apartamento con la ropa interior cubierta únicamente por los faldones de una de las camisas de Joe, preocupaba a Sammy, y cuando estaba en la cama por la noche se imaginaba que la besaba, que acariciaba sus rizos negros y que le levantaba los faldones de la camisa para revelar la palidez de su vientre. Pero aquellas quimeras desaparecían invariablemente a la luz del día. La verdadera cuestión era, ¿por qué no estaba más celoso de Rosa?
«Se alegraba de ver a su amigo feliz», escribió. Al fin y al cabo, era una novela autobiográfica. «En la vida de aquel hombre había un agujero que ninguna persona podía llenar».
Sonó el teléfono. Era su madre.
—Tengo la noche libre —dijo—. ¿Por qué no te traes a tu primo y hacemos una cena shabbes? Que se traiga a esa novia suya.
—Es un poco maniática con la comida —dijo Sammy—. ¿Qué quemas esta noche?
—Muy bien, pues no vengáis.
—Yo sí que iré.
—A ti no te quiero.
—Yo iré. ¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Mamá?
—¿Qué?
—¿Mamá?
—¿Qué?
—Te quiero.
—Muy gracioso —ella colgó.
Volvió a guardar en el cajón Desilusión americana y empezó a trabajar en el guión de Kid Vixen, la historieta sobre una boxeadora enemiga del crimen, con dibujos de Marty Gold, que había introducido como apoyo en Muñecas, junto con la Venus McFury de los hermanos Glovsky, sobre una dura detective que era la reencarnación de una de las Erinias clásicas, y la Greta Gatling de Frank Pantaleone, sobre una vaquera del Oeste. El primer número de Muñecas había agotado su tirada de medio millón de ejemplares. Ahora estaba en producción el número 6, y la demanda era muy alta. Sammy tenía pensada la mitad de la última historia de Kid Vixen, sobre un combate femenino entre Vixen y una campeona nazi de boxeo a quien estaba pensando en llamar Brunilda Batalladora, pero aquella mañana parecía incapaz de concentrarse en el trabajo. Lo gracioso era que, por mucho que hubiera peleado con Sheldon Anapol para poder seguir machacando a los nazis, librar la guerra de las historietas se estaba volviendo cada vez más duro. Aunque la futilidad no era algo que Sammy estuviera acostumbrado a experimentar, le había empezado a atormentar la misma sensación de ineficacia, de farsa interminable, que había martirizado a Joe desde el principio. La diferencia era que Sammy no le veía ninguna solución. No iba a empezar a meterse en peleas en partidos de béisbol.
Continuó con el guión, empezando de nuevo tres veces y bebiendo Bromo-Seltzer con una pajita para aliviar la punzada de angustia que se había aposentado en su vientre. Por mucho que Sammy quisiera a su madre, y deseara su aprobación, cinco minutos de conversación con ella bastaban para infundirle una rabia matricida. Las enormes cantidades de dinero que le daba, aunque sin duda la asombraban y siempre se mostraba agradecida a su modo lacónico, para su madre no demostraban nada. Que le pagaran a uno cantidades enormes de dinero por desperdiciar su vida, tal como ella lo veía, era un simple dato más que se añadía a la contabilidad cósmica del sinsentido. Lo que más enfurecía a Sammy era que, pese a la afluencia repentina de dinero, Ethel rechazaba con testarudez cambiar ningún elemento de su vida, con la única salvedad de comprar carne de más calidad, un juego nuevo de cuchillos de trinchar y de gastar una cantidad relativamente abundante en ropa interior nueva para Bubbie y para ella. El resto lo guardaba. Veía cada cheque desorbitado como si fuera el último, convencida, en sus propias palabras, de que «la burbuja tiene que estallar en algún momento». Todos los meses que la burbuja de los cómics no solamente continuaba flotando sino que se expandía geométricamente confirmaban la creencia de Ethel de que el mundo estaba enloqueciendo cada vez más, de forma que cuando finalmente clavaran la aguja, el estallido sería todavía más terrible. Sí, siempre resultaba divertidísimo pasar a ver a la vieja Ethel, participar en la diversión, bromear y cantar y cenar los frutos deliciosos de su cocina. Bubbie cocinaba una de sus babkas amargas y quebradizas y todos tenían que manifestar entusiasmo por ella aunque pareciera que la habían cocido en 1877 y la habían metido por equivocación en un cajón hasta el día anterior.
La única perspectiva agradable del día era que a Sammy y Joe también los habían invitado a pasar por el estudio de la radio para conocer al reparto de Las asombrosas aventuras del Escapista, que estaba ensayando para debutar el lunes siguiente por la tarde. Hasta ese momento, Burns, Baggot y DeWinter, la agencia de publicidad, no había invitado a Sammy, a Joe ni a nadie de Empire a participar en la producción, aunque Sammy había oído que los primeros episodios se estaban adaptando directamente de los cómics. Sammy había conocido por casualidad un día a los guionistas, a la salida del Sardi’s. Ellos lo reconocieron por la caricatura salvaje que había salido en el Saturday Evening Post y se pararon para saludarlo y embadurnarlo con el lustre gentil de su desdén. A Sammy le pareció que todos aquellos tipos con pipas y pajaritas eran universitarios. Solamente uno de ellos admitió haber leído un cómic, y probablemente todos ellos consideraban que se trataba de una forma más allá de todo desprecio. Uno había escrito anteriormente para El señor Keen, buscador de gente perdida y otro para La señora Wiggs del huerto de repollos.
Pero el lunes había una fiesta después de la primera emisión y Sammy y Joe estaban invitados a ella. Así que aquel viernes apacible fueron a Radio City para echar un vistazo, si se podía decir de aquel modo, a las encarnaciones vocales de sus personajes.
—Cena shabbes —dijo Joe mientras pasaban por delante del edificio Time-Life. Joe aseguraba haber visto una vez a Ernest Hemingway salir de allí, y cuando pasaron por delante Sammy lo buscó con la mirada.
—Lo vi, te lo juro.
—No lo dudo. Sí, cena shabbes. En casa de mi madre. Comida mala. La casa como un horno. No te lo puedes perder.
—Tengo una cita con Rosa —dijo Joe—. Creo que cenaremos con su padre en su casa.
—¡Pero si hacéis lo mismo casi todas las noches! Vamos, Joe, no me hagas ir solo. Me voy a poner furioso, va en serio.
—Rosa tiene razón —dijo Joe.
—Como de costumbre. ¿Y en qué tiene razón esta vez?
—En que necesitas una chica.
El vestíbulo del edificio de la RCA era frío y oscuro. El susurro de los tacones de los zapatos en el suelo de piedra y la pomposidad sombría y reconfortante de los murales de Sert y Brangwyn permitieron experimentar a Sammy algo que reconoció como tranquilidad por primera vez en todo el día. Un joven regordete los estaba esperando en el mostrador del vigilante, mordisqueándose un dedo manicurado. Se presentó como Larry Sneed, ayudante del productor George Chandler, y les enseñó a firmar el registro y sujetarse los pases a las chaquetas.
—El señor Chandler está muy contento de que hayan podido venir —dijo Sneed por encima del hombro.
—Es muy amable de su parte por invitarnos.
—Bueno, se ha convertido en fan del trabajo de ustedes.
—¿Lo lee?
—Oh, lo estudia como si fuera la Biblia.
Salieron del ascensor, bajaron por una escalera, cruzaron un vestíbulo hasta otra escalera, esta de bloques de hormigón gris y acero, luego entraron en un pasillo blanco y sombrío, pasaron por delante de la puerta cerrada de un estudio con la inscripción EN EL AIRE iluminada y entraron en otro estudio. Hacía frío, había mucho humo y poca luz. En el extremo de la enorme sala amarilla, tres grupos de actores con ropa informal sostenían sus guiones en las manos y rodeaban un grupo de tres micrófonos. En medio de la sala había dos hombres sentados a una mesa pequeña, escuchando. Había páginas de guión por todas partes, desperdigadas por el suelo y arrastradas por la corriente de aire hasta los rincones. Se oyó un disparo. Sammy fue la única persona en la sala que dio un respingo. Miró a su alrededor, espantado. A su izquierda había tres hombres en medio de un surtido de utensilios de cocina, madera y trozos de metal. Uno de ellos tenía una pistola en la mano. Todos estaban sudando en abundancia a pesar del aire acondicionado.
—¡Oooh, me diste! —gritó Larry Sneed. Se agarró la panza enfundada en una camisa de seda y se dio media vuelta—. Ja, ja, ja —fingió que reía. El actor que estaba hablando en ese momento se calló y todo el mundo se giró para mirar. Todos parecieron agradecer la interrupción, pensó Sammy, salvo el director, que frunció el ceño—. Hola, chicos, siento interrumpirlos. Señor Chandler, aquí tengo a un par de jóvenes brillantes como yo que quieren conocer a nuestro maravilloso reparto. El señor Sam Clay y el señor Joe Kavalier.
—Hola, chicos —dijo uno de los dos hombres de la mesa del medio, levantándose de su silla. Era de la misma edad que tendría el padre de Sammy de seguir vivo, pero alto y refinado, con una barba corta y cuidada y unas gafas extragrandes de montura negra que Sammy pensó que le daban aspecto de científico—. Este es el señor Cobb, nuestro director. —Cobb saludó con la cabeza. Igual que Chandler, llevaba traje y corbata—. Y esta cuadrilla de desarrapados es nuestro reparto. Perdonad su aspecto pero llevan toda la semana ensayando. —Chandler señaló a los actores que estaban frente a los micrófonos, ungiendo a cada uno de ellos de lejos con un gesto breve del dedo mientras recitaba su nombre y papel—. Esa es la señorita Verna Kaye, nuestra Plum Blossom. Pat Moran, nuestro Big Al. Y Howard Fine como el malvado Kommandant X. Luego les presento a la señorita Helen Portola, nuestra Poison Rose. Ewell Conrad como Omar. Eddie Fontaine como Pedro.
Y nuestro presentador, el señor Bill Parris.
—Pero Poison Rose está muerta —dijo Joe.
—En la radio todavía no la hemos matado —dijo Chandler—. Y ese tipo grande y atractivo de allí es nuestro Escapista, el señor Tracy Bacon.
Sammy estaba demasiado distraído para fijarse en el señor Tracy Bacon.
—¿Pedro? —dijo.
—El viejo tramoyista portugués —asintió Chandler—. Sirve de contrapunto cómico. El patrocinador ha pensado que había que alegrar un poco la historia.
—Encantaaado de conoserlos, señooores —dijo Eddie Fontaine, quitándose su sombrero portugués imaginario.
—¿Y el viejo Max Mayflower? —preguntó Sammy—. ¿Y el hombre de la Liga de la Llave de Oro? ¿No sacáis a la Liga?
—Lo intentamos con la Liga, ¿verdad, Larry?
—Sí, señor Chandler.
—Cuando uno estrena una serie, es mejor ir directo al grano —dijo Cobb—. Saltarse los preliminares.
—De eso ya nos ocupamos en la intro —explicó Chandler—. ¿Bill?
—¡Provisto de un entrenamiento físico y mental extraordinario —empezó Bill Parris—, un equipo de ayudantes de primera y una sabiduría arcana, recorre el mundo entero protagonizando hazañas asombrosas…!
Todo el reparto se unió para la coletilla.
—¡Acude al auxilio de quienes sufren en las garras de los tiranos!
—¡Él… es… el Escapista!
Todo el mundo se rió, salvo Joe, que aplaudió. Y por alguna razón, Sammy estaba irritado.
—¿Y qué pasa con Tom Mayflower? —insistió—. ¿Quién va a ser Tom?
Una voz adolescente jovial y un poco ronca sonó en el rincón.
—¡Yo voy a ser Tom, señor Clay! ¡Y caramba, me hace una ilusión tremenda!
Aquello hizo reír de nuevo a todo el mundo. Tracy Bacon miró fijamente a Sammy, sonriente y con las mejillas ruborizadas, principalmente por el placer, o eso parecía, de ver la cara de asombro de Sammy. Bacon era un Escapista tan perfecto que parecía que lo habían elegido para interpretarlo en una película y no en las ondas. Medía metro noventa, tenía la espalda ancha, un hoyuelo en la barbilla y el pelo rubio y brillante ajustado a la coronilla como una placa metálica pulimentada. Llevaba una camisa Oxford desabotonada encima de una camiseta de punto elástico. Tal vez su musculatura no era tan grande como la del Escapista pero sí era claramente visible. «Bien parecido e imperialmente esbelto», pensó Sammy[13].
—Por favor, caballeros, siéntense —dijo Chandler—. Larry, encuéntrales un sitio para que se sienten.
—Ese tipo es idéntico al Escapista —dijo Joe—. Me da escalofríos.
—Lo sé —dijo Sammy—. Y habla exactamente igual que Tom Mayflower.
Se sentaron en un rincón y observaron el ensayo. El guión estaba adaptado —muy libremente— del tercer episodio del Escapista de Sammy, que había introducido el personaje de la malvada hermana de Plum Blossom, Poison Rose, un plagio directo de la Dragon Lady de Milton Caniff a quien Sammy, avergonzado por el descaro de su robo, había matado en el n.° 4 de Radio Comics. En la Gran Ópera del Bund en Shangpo, Rose se había arrojado entre una bala destinada a Tom Mayflower y la pistola de un agente nazi de quien hasta ese momento había sido aliada. Pero los chicos de la radio la habían revivido, y Sammy tenía que admitir que ciertamente parecía gozar de buena salud. Helen Portola era el único miembro del reparto que no llevaba ropa informal, y su vestido de popelina verde brillante le daba un aspecto elegante, refinado y sensual. Cuando le gruñía sus frases diabólicas al Escapista, al que había dejado sin poderes con el legendario Ópalo Ojo de Luna robado, miraba a Tracy Bacon con un amor perfectamente logrado en la mirada y las hacía sonar como un flirteo. Walter Winchell ya había vinculado sus nombres en una de sus columnas.
En conjunto, a Sammy le parecieron dos horas deprimentes. Era la primera vez, aunque no sería la última, que otros escritores se apropiaban de una de sus creaciones y la empleaban para sus propios fines, y aquello lo trastornó hasta el punto de avergonzarlo. Era en gran medida la misma historia —salvo por Pedro, claro— y sin embargo en cierta forma era completamente distinta. Parecía tener un tono más ligero y jovial que los cómics, sin duda debido en parte al brillo audible de la sonrisa de Tracy Bacon. El diálogo se parecía mucho a los diálogos de El señor Keen, buscador de gente perdida. Aquello era lógico, pero de alguna forma también deprimió a Sammy. Había escrito diálogos igual de malos —aunque por sugerencia de Deasey había estado estudiando la obra de escritores de diálogos con gancho como Irwin Shaw y Ben Hecht—, pero dichos en voz alta sonaban peor. Todos los personajes parecían lentos en sus respuestas, como ligeramente retrasados. Sammy se revolvió incómodo en la silla. Joe permaneció enfrascado un rato en los ensayos, luego pareció despertar de pronto. Se inclinó hacia delante.
—¿Genial, no? —dijo. Hablaba en susurros, lo cual quería decir que estaba tramando algo. Se miró el reloj de pulsera—. Mierda, son las cinco. Me tengo que ir, colega.
—¿Te tienes que ir, «colega»?
—Sí, «colega». Es como «tío». ¿Qué pasa, colega? No llegues tarde, colega. ¿Tú nunca dices «colega»?
—No, nunca —dijo Sammy—. Eso solamente lo dicen los negros, Joe. Ethel nos espera sobre las seis.
—Sí, bien. Las seis.
—Dentro de una hora.
—Vale.
—¿Vas a venir, verdad?
El señor Cobb se giró en su silla y los volvió a mirar con el ceño fruncido. Ellos se taparon la boca. Joe señaló la puerta con la cabeza. Sammy se levantó y lo siguió al vestíbulo. Joe cerró la pesada puerta del estudio y apoyó el hombro en ella.
—Joe, dijiste que vendrías.
—Tuve mucho cuidado de no decir eso.
—Bueno, no tengo la transcripción a mano, pero a mí me pareció entender eso.
—Sammy, por favor. No me obligues. No quiero ir. Quiero salir con mi chica. Quiero divertirme —se ruborizó. Todavía le costaba admitir que era capaz de hacer algo como divertirse—. No es culpa mía que no tengas a nadie…
La puerta del estudio se abrió de golpe y envió a Joe contra la pared.
—¡Lo siento! —dijo Tracy Bacon. Apartó la puerta con cuidado para ver cómo estaba Joe—. Santo Ópalo Ojo de Luna, ¿estás bien?
—Sí, gracias —dijo Joe, frotándose la frente.
—Maldita sea, ¡tenía tantas ganas de salir de ahí que no me he molestado en mirar por dónde iba! Tenía miedo de que se hubieran marchado sin que yo tuviera ocasión de hablar con el señor Clay.
—¡Hablen ustedes! ¡Hablen! —dijo Joe, dando unas palmaditas a Bacon en el hombro—. Por desgracia, yo me tengo que ir. Señor Bacon, ha sido un placer conocerlo, creo que es un Escapista perfecto.
—Vaya, gracias.
Joe puso la espalda recta.
—Gut —dijo. Con Bacon cuidadosamente interpuesto entre ellos, se despidió tímidamente de Sammy con la mano y esquivó a Bacon para marcharse a toda prisa por el pasillo. Antes de llegar a las escaleras, se detuvo y se giró. Miró a Sammy a los ojos, con expresión grave y contrita, como si estuviera a punto de hacer una confesión completa de todas las cosas malas que había hecho en su vida. Luego enseñó su pase de visitante, a lo Melvin Purvis, y se fue. Y aquello, tal como sabía Sammy, era lo más parecido a una disculpa que podía venir de Joe.
—Vaya —dijo Bacon—. ¿Adónde va con tanta prisa?
—Con su novia —dijo Sammy—. La señorita Rosa Luxemburg Saks.
—Ya veo —Bacon tenía un ligero acento sureño—. ¿Ella también es extranjera?
—Sí —dijo Sammy—. Es del Greenwich Village.
—Me suena.
—Es un sitio muy atrasado.
—¿De veras?
—La gente de allí vive en estado casi salvaje.
—He oído decir que comen perros.
—Rosa sabe preparar cosas maravillosas a base de perro.
Al remitir aquel arranque de burla relativamente elaborada, se quedaron avergonzados. Por alguna razón, Tracy Bacon le daba un poco de miedo. Decidió que Bacon estaba jugando con él, siendo condescendiente. Los tipos fornidos, radiantes, llenos de confianza y con voces de barítono siempre le provocaban una conciencia muy aguda de lo enclenque, moreno y judío que era él, un arabesco torpe de tinta sobre una hoja de papel rugoso.
—¿Tiene usted algo que preguntarme? —dijo Sammy con frialdad.
—Sí, quería… Cuidado. —Dio un puñetazo a Sammy en el hombro. No le dolió pero tampoco fue un golpe suave. Gracias a Tracy Bacon, el hecho de no ser siempre consciente de su propia fuerza se iba a convertir en uno de los rasgos característicos del Escapista—. Normalmente no haría una cosa así, pero cuando le he echado un vistazo a usted y he visto que no era mayor que yo, quizás incluso más joven… ¿qué edad tiene?
—Veintipocos —dijo Sammy.
—Yo, veinticuatro —dijo Bacon—. Los cumplí la semana pasada.
—Feliz cumpleaños.
—Señor Clay…
—Sammy.
—Tracy.
El apretón de Bacon fue firme y brusco e hizo subir y bajar la mano de Sammy media docena de veces.
—Sammy, no sé si te has dado cuenta o no —dijo Bacon—, pero tengo un pequeño problema ahí dentro…
La puerta se abrió de nuevo y el resto de actores empezaron a salir. Helen Portola fue sigilosamente hasta Bacon, lo cogió del brazo y lo miró desde abajo con la misma expresión ardiente a la que había aludido Walter Winchell. Se dio cuenta en el acto de que Bacon estaba tramando algo y clavó una mirada interrogante en Sammy. Sonrió, pero a Sammy le pareció ver una sombra de preocupación en sus enormes ojos verdes.
—¿Trace? Nos vamos todos a Sardi’s.
—Guárdame un sitio, ¿quieres, preciosa? —dijo Bacon. Le dio un apretón en el hombro—. Resulta que el señor Clay y yo tenemos un amigo mutuo. Nos estamos poniendo al día.
A Sammy le asombró la facilidad y la naturalidad con que Bacon mentía. Helen Portola clavó una mirada extremadamente fría y cautelosa en Sammy, como si intentara calcular que vínculo humanamente posible podía haber entre él y Tracy Bacon. Luego besó a Bacon en la mejilla y se marchó, no sin mostrar abiertamente sus reticencias. Sammy debió de quedarse con cara de pasmo.
—Oh, soy un mentiroso terrible —dijo en tono risueño—. Ahora venga, déjame que te invite a una copa y te lo explico.
—Caramba —dijo Sammy—. Me gustaría, pero…
Bacon agarró a Sammy del hombro —con suavidad— y lo rodeó con el brazo, conduciéndolo así hasta el final del vestíbulo, junto a una salida de incendios. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspiratorio.
—Sammy. Te voy a confesar algo —hizo una pausa, como dándole a Sammy un momento para sentirse agradecido por ser destinatario de su confidencia. Sammy estaba casi (casi) lo bastante desconcertado para hacerlo—. Estoy metido en un lío gravísimo. ¡No soy actor! En la universidad estudié ingeniería civil. Hace dos meses estaba fregando la cubierta de un carguero. De acuerdo, tengo una voz ideal para la radio —compuso una mueca severa y casi paternal con sus cejas rubias y su boca casi femenina—, pero eso no basta y lo sé. En esta profesión no se puede salir adelante solamente con la capacidad natural. —Parecía tan complacido por la dureza con que se estaba tratando a sí mismo que esa dureza pareció desaparecer de repente—. Es mi primer gran papel. Quiero hacerlo muy, muy bien. Si pudieras darme algunas, ya sabes…
—¿Ideas?
—¡Exacto! —Le dio una palmada en el pecho a Sammy con la mano derecha—. ¡Eso es! Confiaba en que pudiéramos sentarnos, ya sabes, y yo pudiera invitarte a una copa, y tú pudieras hablarme un poco del Escapista. Con Tom Mayflower no tengo ningún problema.
—No, parece que se te da bastante bien.
—Bueno, señor Clay, es que yo soy Tom Mayflower, y eso lo explica todo. Pero el Escapista, caramba, no sé. Parece… Parece que se lo toma todo tan rematadamente en serio.
—Bueno, señor Bacon, tiene que luchar contra problemas muy serios… —empezó Sammy, torciendo el gesto ante su propia pretenciosidad. Sentía que tenía que alegrarse por aquella oportunidad que Bacon le ofrecía de obtener cierta influencia por pequeña que fuera sobre la dirección del programa de radio, y sin embargo descubrió que Tracy Bacon le daba más miedo que antes. Sammy venía de un país de oradores enérgicos, intensos y a los que no se podía interrumpir, y estaba acostumbrado a que lo arengaran, pero nunca había sentido que lo apelaran de una forma tan directa, no solamente a los oídos sino también a los ojos. Nadie con el aspecto de Tracy Bacon, que él recordara, le había dirigido nunca la palabra. El mediocampista de fútbol americano rubio, con bombachos y el trofeo de la liga en las manos, barriendo con el brazo todo lo que se le ponía por delante, no era un tipo que abundara mucho por Brownsville, Flatbush ni por la Escuela de Artes Manuales. Sammy se había encontrado con uno o dos de aquellos bueyes cultivados de piel rosada, con sus cárdigans y sus peinados de universitarios, durante sus breves incursiones en el mundo de Rosa Saks, pero ciertamente ninguno de ellos le había hablado, ni siquiera ninguno había dado muestras de reparar en su presencia—. El mundo actual tiene problemas muy serios. —¡Dios, estaba hablando como un director de escuela! Tenía que callarse—. No puedo, de verdad —dijo. Se miró el reloj. Ya eran casi las cinco y diez—. Voy a llegar tarde a una cena.
—¿A las cinco un viernes por la noche? —Bacon encendió su sonrisa de cincuenta amperios—. Suena a farol.
—No te lo puedes ni imaginar —dijo Sammy.