QUINCE

—Precioso —suspiró Ashkenazy—. Fíjense en estos… Estos…

—Se llaman melones —dijo Anapol.

—¡Fíjense! ¿A quién de ustedes dos se le ha ocurrido? —dijo Ashkenazy. Miró con un ojo a Joe mientras mantenía el otro fijo en Polilla Luna. La prosperidad había traído consigo toda una panoplia de trajes nuevos, a rayas, a cuadros y con llamativos diseños en espiga, tres piezas con descabellados diseños de cuadros, todos ellos del color de una variedad distinta de calabaza, desde la calabaza tropical hasta el calabacín italiano. Las telas iban de la lana fina al cachemir, de corte holgado y chillón, de manera que ya no parecía un revendedor de entradas para las carreras, con su colilla de puro en la boca y los pulgares en el chaleco. Ahora parecía un gángster de altos vuelos con un chanchullo montado en la tercera carrera en el hipódromo de Belmont Park—. Apuesto a que ha sido usted, Kavalier.

Joe miró a Sammy:

—Lo hemos hecho juntos —dijo—. Sammy y yo. Sobre todo Sammy. Yo solamente le hablé de una polilla.

—Oh, venga, no seas modesto —dijo Sammy, acercándose para darle una palmada a Joe en el hombro—. Pero si casi lo has montado tú solo.

La práctica de la magia, que Joe había reanudado delante del espejo del dormitorio de Jerry Glovsky inmediatamente después de conocer a Hermann Hoffman, también parecía haber jugado un papel en su parto. Era cierto, sin embargo, Sammy, durante un tiempo, había estado buscando un superhéroe femenino. El sexo se añadía de forma natural al concepto de los héroes con disfraz y, aparte de unos pocos intentos tímidos por parte de otras empresas —la Hechicera de Zoom, la Mujer de Rojo— continuaba por hacerse. Sammy ya estaba jugando con ideas para una mujer-gato, una mujer-pájaro, una amazona mitológica (ideas que no tardarían en aparecer en otras partes), y una boxeadora llamada Kid Vixen cuando Joe propuso su tributo secreto a la chica del Greenwich Village. La idea de la mujer-polilla también resultaba en cierto modo natural. La National tenía otro éxito enorme en todo el país con Detective Comics, y el atractivo de un personaje nocturno, que derivara su poder de la luz de la luna, resultaba evidente.

—No sé —dijo Shelly Anapol—. Me pone un poco nervioso. —Le cogió a su socio la pintura de Polilla Luna y la sostuvo con las yemas de los dedos. Joe le había infundido todo el deseo y la fantasía que Rosa, que en persona era ciertamente una criatura mucho menos exuberante, había despertado en él: la mayor parte del tiempo había trabajado en ella con una erección. Anapol apartó una carta abierta que tenía sobre el tapete secante y dejó la pintura allí, como si estuviera muy caliente o la hubieran sumergido en ácido carbólico—. Tiene unos pechos muy grandes, chicos.

—Ya lo sabemos, señor Anapol —dijo Sammy.

—Pero la polilla, no sé, no es un insecto popular. ¿Por qué no puede ser una mariposa? Seguro que se podrían sacar unos cuantos nombres buenos. Mota… emmm… Mota roja… Ala azul… Ala clarita… No sé.

—No puede ser una mariposa —dijo Sammy—. Es la Señora de la Noche.

—Ese es otro problema: no podemos poner «de la noche». Ya recibo cincuenta cartas por semana de curas y pastores. Y de un rabino de Schenectady. Polilla Luna. Polilla Luna. —La expresión de náusea incipiente había regresado a su ojos y su mentón caído—. Se iban a poner las botas con esto.

—George, ¿a ti te parece buena idea?

—Oh, son pamplinas, señor Anapol —dijo Deasey en tono jovial—. De primera calidad.

Anapol asintió.

—Nunca te he oído equivocarte —dijo. Cogió la carta que había dejado a un lado, le echó un vistazo y la volvió a dejar—. ¿Jack?

—No hay nada así en el mercado —dijo Ashkenazy.

Anapol se dirigió a Sammy.

—Trato hecho, entonces. Llamad a Pantaleone, a los Glovsky, a quien sea que necesitéis para llenar la revista. Qué demonios, haced una entera con chatis. Tal vez podamos titularla Muñecas. ¿Eh? ¿Qué os parece? Muñecas. Eso es nuevo, ¿no?

—Yo nunca he oído nada parecido.

—Que nos copien los demás, para variar. Sí, bien, trae a los chavales, George, y haz que empiecen con esto. Quiero algo para el lunes.

—Ya estamos otra vez —dijo Sammy—. Solamente una cosa, señor Anapol.

Ashkenazy y Anapol lo miraron. Se notaba que se veían lo que venía a continuación. Sammy miró de reojo a Deasey, recordando el discurso que había hecho el director editorial el viernes por la noche, esperando encontrar algo de apoyo. Deasey estaba mirando fijamente, con la cara inexpresiva pero pálida y con la frente perlada de gotas de sudor.

—Oh, oh —dijo Anapol—. Aquí viene.

—Queremos entrar en el programa de radio del Escapista, eso en primer lugar.

—¿En primer lugar?

—En segundo, usted acepta que este personaje, Polilla Luna, es mitad nuestro. El cincuenta por ciento para Empire Comics y el cincuenta para Kavalier y Clay. Para nosotros la mitad de la comercialización de subproductos y la mitad del programa de radio si llega a haber. En otro caso nos la llevamos a ella y nuestros servicios a otra parte.

Anapol miró de reojo a su socio.

—Y también queremos aumentos —dijo Sammy, mirando de nuevo a Deasey, decidiendo ir lo más lejos que pudiera ahora que el tema estaba sobre la mesa.

—Otros doscientos dólares por semana —dijo Joe. El Arca de Miriam estaba programada para zarpar a principios de primavera del año siguiente. En aquel tiempo, si ahorraba otros doscientos por semana, podría sufragar cuatro, cinco o incluso media docena de pasajes más de los que había prometido.

—¡Doscientos dólares por semana! —gritó Anapol.

Deasey soltó una risita y negó con la cabeza. Parecía genuinamente divertido.

—Y, ah, sí, lo mismo también para el señor Deasey —dijo Sammy—. Va a tener mucho más trabajo.

—No puede negociar por mí, señor Clay —dijo Deasey en tono seco—. Soy de dirección.

—Oh.

—Pero se lo agradezco.

De pronto Anapol parecía muy cansado. Con todo aquel barullo de bombas falsas, millonarios y cartas amenazantes de abogados famosos entregadas personalmente por mensajeros, no había dormido bien desde el viernes. La noche anterior se había pasado horas dando vueltas, mientras a su lado la señora Anapol le decía en gruñidos que se estuviera quieto.

—¡Tiburón! —lo había llamado—. ¡Quieto, tiburón! —Lo llamaba así porque había leído en la columna de Frank Buck que este animal no podía literalmente dejar de moverse o moría—. ¿Qué te pasa? Dios santo, es como intentar dormir con una hormigonera en la cama.

Casi me ponen una bomba, habría querido decirle por centésima vez. Había decidido no decir nada sobre la bomba de fabricación casera encontrada en las oficinas de Empire, igual que no le había dicho nada sobre las cartas amenazantes que había estado recibiendo de forma continua desde que Kavalier y Clay le habían declarado la guerra unilateralmente al Eje.

—Voy a perder hasta la camisa —fue lo que dijo.

—Pues piérdela. ¿Y qué? —dijo su mujer.

—Voy a perder una camisa de tres pares de narices. ¿Sabes cuánto dinero hay en la radio? Y en las chapas, los lápices y las cajas de cereales. Ya no estamos hablando de artículos de broma. Hablamos de pijamas del Escapista. De toallas de baño. De juegos de mesa. De refrescos.

—No te lo van a quitar.

—Lo van a intentar.

—Pues que lo intenten. Mientras tanto te metes con la radio y yo tengo la oportunidad de conocer a un hombre importante y culto como James Love. Lo vi una vez en las noticias. Es idéntico a John Barrymore.

—Sí que se parece a John Barrymore.

—¿Y qué problema tienes? ¿Por qué nunca puedes disfrutar de nada cuando lo tienes?

Anapol se revolvió en la cama y añadió una entrada a su ya nutrida enciclopedia de quejidos. Igual que todas las noches desde que Empire se había mudado al Empire State, le dolían las rodillas, tenía molestias en la espalda y notaba calambres intensos en el costado del cuello. Su bonito despacho de mármol negro, era tan espacioso y tenía el techo tan alto que le ponía incómodo. No se acostumbraba a tener tanto sitio. En consecuencia, tenía la tendencia a permanecer encogido todo el día, hecho un ovillo en la silla, como simulando los efectos paradójicamente reconfortantes de un local más pequeño e incómodo. Acababa dolorido.

—Sammy Klayman —dijo ella por fin.

—Sammy —admitió él.

—Pues no lo dejes fuera.

—Tengo que dejarlo fuera.

—¿Y eso por qué?

—Porque dejarlo entrar sentaría lo que tu hermano llama un «presidente peligroso».

—¿Por qué?

—Porque esos dos chicos han firmado un contrato. Un contrato industrial estándar y perfectamente legal. Al firmarlo renunciaron a todos sus derechos sobre el personaje, ahora y para siempre.

—Quieres decir que vulneraría la ley —dijo su mujer con su habitual tono ligeramente irónico— darles una parte de los beneficios de la radio.

Una mosca entró en la sala. Anapol, vestido con un pijama de seda verde con ribetes negros, salió de la cama. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y se puso la chaqueta de vestir. Cogió un ejemplar de Modern Screen con la foto de Dolores del Río en la portada, la enrolló y aplastó la mosca contra la ventana. Limpió el manchón, se quitó la chaqueta, se metió en la cama y apagó la luz.

—No —dijo—. No vulneraría la maldita ley.

—Bien —dijo la señora Anapol—. No quiero que quebrantes ninguna ley. En cuanto el jurado oyera que trabajas en los cómics, te mandaría a Sing Sing en un santiamén. —Luego se dio media vuelta y se dispuso a dormir. Anapol había estado gimoteando y dando cabezadas nerviosas y se había bebido tres vasos de Bromo-Seltzer, hasta que por fin había trazado las líneas generales de un plan que tranquilizaba los resquemores de una conciencia pequeña pero genuina y aplacaba la inquietud por la iras crecientes que la guerra de Kavalier y Clay parecía estar concentrando en Empire Comics. No había tenido tiempo de comentárselo a su cuñado, pero sabía que Jack se mostraría de acuerdo.

—Así pues —dijo ahora—, podéis entrar en el programa de radio. Suponiendo que haya uno. Os acreditaremos, muy bien, algo así como, por ejemplo, «Lanas Oneonta, etcétera, presenta Las aventuras del Escapista, basadas en el personaje de Joe Kavalier y Sam Clay que aparece cada mes en las páginas de etcétera». Además, por cada episodio que se emita, digamos que a vosotros se os paga. Derechos de autor. Digamos cincuenta dólares por programa.

—Doscientos —dijo Sammy.

—Cien.

—Ciento cincuenta.

—Cien. Venga, son trescientos a la semana. Son casi quince de los grandes por año para dividiros entre los dos.

Sammy miró a Joe. Este asintió.

—De acuerdo.

—Chico listo. Muy bien, en cuanto a la señorita Polilla. Del cincuenta por ciento ni hablar. No tenéis derecho a ninguna parte de ella. Os la habéis inventado como empleados de Empire Comics, y tenéis vuestro salario. Es nuestra. En eso tenemos la ley de nuestro lado, lo sé porque he hablado varias veces con mi abogado, Sid Foehn de Harmattan, Foehn & Buran, sobre esta cuestión. Por lo que me ha explicado, es lo mismo que hacen en los Laboratorios Bell. Cualquier cosa que un tipo invente, sin importar a quién se le ocurriera ni durante cuánto tiempo trabajara en ello, incluso si lo hizo por su cuenta, no importa. Mientras el inventor trabaja allí, el invento pertenece al laboratorio.

—No nos estafe, señor Anapol —dijo Joe de forma abrupta. Todo el mundo se quedó de una pieza. Joe no había calibrado bien la fuerza de la palabra «estafar» en inglés. Creía que simplemente significaba tratar a alguien de forma injusta, sin implicar necesariamente mala intención.

—Yo nunca os estafaría, chicos —dijo Anapol, con expresión profundamente dolida. Se sacó el pañuelo y se sonó la nariz—. Perdonadme. Me he resfriado. Dejadme terminar, ¿de acuerdo? Como os he dicho, estaríamos locos y seríamos unos estúpidos si aceptáramos el cincuenta por ciento, y no podéis amenazarme con llevaros esa muñeca a otra parte porque, como os he dicho, la habéis creado siendo asalariados míos así que es mía. Hablad con un abogado si queréis. Pero mirad, no nos enfrentemos, ¿de acuerdo? En reconocimiento de vuestros buenos resultados hasta ahora, y por haber traído esto, y solamente para demostraros que apreciamos lo que hacéis por nosotros, estamos dispuestos a daros una participación en el rollo este de la polilla del tipo…

Miró a Ashkenazy, que se encogió de hombros de forma teatral.

—¿Un cuatro? —graznó.

—Que sea un cinco —dijo Anapol—. El cinco por ciento.

—¡El cinco por ciento! —Sammy puso una cara como si Anapol lo hubiera abofeteado con su mano carnosa.

—¡El cinco por ciento! —dijo Joe.

—A dividiros entre los dos.

—¿Qué? —Sammy saltó de su silla.

—Sammy. —Joe nunca había visto a su primo con la cara tan roja. Intentó recordar si alguna vez lo había visto perder los nervios—. Sammy, con un cinco por ciento estamos hablando de cientos de miles de dólares. —¿Cuántos barcos se podían equipar con ese dinero y llenar de niños de todo el mundo? Con el dinero suficiente, tal vez no importara que todos los países del mundo hubieran cerrado sus puertas: un hombre muy rico podía permitirse comprar alguna isla en alguna parte, vacía y templada, y construirles a los malditos niños un país para ellos solos—. A lo mejor algún día hablamos de millones.

—Pero es el cinco por ciento, Joe. ¡El cinco por ciento de algo que hemos creado al cien por cien!

—Y que me debéis a mí y a Jack al cien por cien —dijo Anapol—. Ya sabéis que no hace mucho que cien dólares os parecían un montón de dinero, chicos, si no recuerdo mal.

—Seguro, seguro —dijo Joe—. Okay, mire, señor Anapol, siento lo que dije de estafar. Creo que está siendo usted muy honrado.

—Gracias —dijo Anapol.

—¿Sammy?

Sammy suspiró.

—Muy bien. Contad conmigo.

—Esperad un momento —dijo Anapol—. No he terminado. Tenéis vuestros derechos de autor en la radio. Y la acreditación que os he dicho. Y los aumentos. Joder, le subiremos la paga también a George, y encantados de hacerlo. —Deasey se quitó un sombrero imaginario mirando a Anapol—. Y os damos el cinco por ciento de los beneficios de la Polilla. Pero con una condición.

—¿Qué condición? —preguntó Sammy con cautela.

—No vamos a tolerar más estupideces como la del viernes. Siempre he creído que estabais yendo demasiado lejos con el rollo de los nazis, pero estábamos ganando dinero y yo no creía que debiera quejarme. Pero ahora hemos de ponerle punto y final. ¿Verdad, Jack?

—Dejad estar a los nazis durante una temporada, chicos —dijo Ashkenazy—. Dejad que las amenazas de bomba vayan a Marty Goodman —Goodman era el editor de Timely Periodicals, la empresa de la Antorcha Humana y Namor, que en los últimos tiempos estaban haciendo sudar tinta a los héroes de la Empire en las apuestas antifascistas—. ¿De acuerdo?

—¿Qué quiere decir «dejar estar»? —dijo Joe—. ¿Os referís a no combatir contra los nazis?

—Ni a uno solo.

Ahora le tocó el turno a Joe de levantarse de la silla.

—Señor Anapol…

—No, escuchadme ahora, los dos sabéis que no me gusta nada Hitler y que estoy seguro de que en el futuro vamos a tener que encargarnos de él y etcétera. Pero ¿amenazas de bomba? ¿Locos maníacos que viven aquí en Nueva York y que me escriben cartas diciendo que me van a romper mi cabezota judía? Eso no lo necesito.

—Señor Anapol… —Joe sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

—Tenemos montones de problemas aquí en casa, y no hablo de espías y saboteadores. Gángsters, polis corruptos. No sé. ¿Jack?

—Ratas —dijo Ashkenazy—. Bichos.

—Que durante una temporada el Escapista y los demás se hagan cargo de esas cosas.

—Jefe… —dijo Sammy, viendo que Joe palidecía por momentos.

—Y lo que es más, no me importan los sentimientos personales de James Love, conozco las Industrias Textiles Oneonta y sé que su consejo directivo es una pandilla de caballeros yanquis conservadores del ala dura y me apuesto mis pelotas a que no van a querer patrocinar nada que vaya a significar bombas, por no hablar de la Mutual, la NBC o quien sea al que le llevemos esto.

—¡No van a poner bombas a nadie! —dijo Joe.

—Acertaste una vez, joven —dijo Anapol—. Pero quizá no aciertes más.

Sammy cruzó sus gruesos brazos sobre el pecho fornido, con los codos hacia fuera:

—¿Y qué pasa si no aceptamos la condición?

—Que no tendréis el cinco por ciento de la Polilla Luna. No tendréis el aumento y no sacaréis tajada del dinero de la radio.

—Pero podremos seguir haciendo nuestro trabajo. Joe y yo podremos continuar luchando contra los nazis.

—Seguro —dijo Anapol—. Estoy seguro de que Marty Goodman estaría encantado de contrataros para tirarle granadas a Hermann Göring. Pero aquí habríais acabado.

—Jefe —dijo Sammy—. No haga esto.

Anapol se encogió de hombros.

—No depende de mí. Depende de vosotros. Tenéis una hora —dijo—. Quiero tener esto arreglado antes de reunirnos con la gente de la radio, o sea, hoy mismo a la hora de comer.

—No me hace falta una hora —dijo Joe—. La respuesta es no. Olvídelo. Son ustedes unos cobardes y unos débiles. No.

—¿Joe? —dijo Sammy, tranquilizándose e intentando tener en cuenta todos los factores—. ¿Estás seguro?

Joe asintió.

—Decidido, pues —dijo Sammy. Puso la mano en la espalda de Joe y se dirigieron a la puerta del despacho.

—Señor Kavalier —dijo ahora George Deasey, levantándose de su silla—. Señor Clay. Unas palabras. ¿Nos perdonan, señores?

—Por favor, George —dijo Anapol, dándole al director editorial la pintura de la Polilla Luna—. Hazlos entrar en razón.

Sammy y Joe siguieron a Deasey fuera del despacho de Anapol hasta la sala de trabajo.

—Caballeros —dijo Deasey—. Me disculpo por esto, pero quiero hacerles otro discursito.

—No hace falta —dijo Sammy.

—Este va dirigido más bien al señor Kavalier, creo.

Joe encendió un cigarrillo, expulsó una bocanada larga de humo y apartó la vista. No quería oírlo. Sabía que no estaba actuando de forma razonable. Pero desde hacía un año, la sinrazón —el libramiento continuo y agotador de una guerra ficticia y ridícula contra unos enemigos a los que no podía derrotar y con unos medios que nunca llevarían a la victoria— le había ofrecido la única salvación posible de su cordura. Que fuera razonable la gente que no tenía prisionera a su familia.

—En la vida solamente hay un medio seguro —dijo Deasey— de garantizar que uno no va a ser pulverizado por la decepción, la futilidad y la desilusión. Y no es otro que tener claro, todo lo claro que uno pueda, que uno hace las cosas únicamente por dinero.

Joe no dijo nada. Sammy dejó escapar una risa nerviosa. Estaba preparado para respaldar a Joe, por supuesto, pero quería asegurarse, en la medida que pudiera, de que estaba haciendo lo correcto. Estaba ansioso por seguir el consejo de Deasey —por seguir a cualquier figura paterna que apareciera en su camino—, pero al mismo tiempo odiaba la idea de ceder tan fácilmente ante la visión cínica de aquel hombre.

—Porque, señor Kavalier, cuando veo la forma en que usted pone a todos nuestros amigos disfrazados a machacar a Hitler y sus socios mes tras mes, a hacer pretzels con su artillería y esas cosas, a veces me da la sensación, bueno, de que tal vez usted proyecte en su trabajo otra clase de ambiciones.

—Claro que sí —dijo Joe—. Ya lo sabe usted.

—Lamento mucho oír eso —dijo Deasey—. Esta clase de trabajo es un cementerio para todas las ambiciones, Kavalier. Créame. En todo lo que usted intente conseguir, ya sea desde un punto de vista artístico o desde… otras consideraciones, va a fracasar. Tengo muy poca fe en el mundo del arte, pero recuerdo el aroma de la fe, si quiere decirlo así, de cuando tenía su edad. Recuerdo su sabor en mis labios. Por respeto a usted y al idiota que yo fui, le concedo eso. Pero esto —señaló con la cabeza el dibujo de Polilla Luna y luego amplió su gesto con un ademán en espiral en dirección a las oficinas de Empire Comics—, no sirve de nada —dijo—. Es inútil.

—Yo… Yo no lo creo así —dijo Joe, sintiéndose más débil a medida que se manifestaban sus peores miedos.

—Joe —dijo Sammy—. Piensa en lo que podrías hacer con todo el dinero del que están hablando. Piensa en cuántos niños puedes traer. Eso es real, Joe. No es una simple guerra de cómic. No es partirle los morros a un boche sentado en el metro.

Y aquel era el problema, pensó Joe. Rendirse ante Anapol y Ashkenazy significaría admitir que todo lo que había hecho hasta entonces no había servido de nada, como había dicho Deasey, que había sido inútil. La pérdida de un tiempo precioso. Se preguntó si no podría ser simple vanidad lo que lo empujaba a rechazar la oferta. Luego apareció en su mente la imagen de Rosa, sentada en su cama desordenada, con la cabeza inclinada a un lado, los ojos muy abiertos, escuchando y asintiendo cuando él le hablaba de su trabajo. No, pensó. Daba igual lo que dijera Deasey, él creía en el poder de su imaginación. Creía —de alguna forma, si se decía esto con la imagen de Rosa de fondo, no le sonaba trillado ni exagerado— en el poder de su arte.

—Sí, maldición, quiero el dinero —dijo Joe—. Pero no puedo parar de luchar ahora.

—Vale —dijo Sammy. Suspiró y echó un vistazo a la sala de trabajo con los hombros ligeramente encorvados y una expresión de despedida en la cara. Era el final del sueño que había cobrado vida un año antes, en la oscuridad de su dormitorio en Brooklyn, con el acto de encender una cerilla y compartir un cigarrillo liado a mano—. Eso es lo que les diremos, pues. —Se dirigió de vuelta al despacho de Anapol.

Deasey le puso una mano en el hombro.

—Un minuto, Clay —dijo.

Sammy se volvió. Nunca había visto al director con una expresión tan vacilante.

—Oh, Dios —dijo Deasey—. ¿Qué estoy haciendo?

—¿Qué está haciendo? —dijo Joe.

El director metió la mano en el bolsillo de la pechera de su chaqueta de tweed y sacó una hoja de papel doblado.

—Esto estaba en mi buzón esta mañana.

—¿Qué es? —dijo Sammy—. ¿Quién lo envía?

—Léanlo —dijo Deasey.

Era una fotocopia de una carta de la empresa de abogados Phillips, Nize, Benjamin y Krim.

Queridos señores Ashkenazy y Anapol:

Les escribimos esta carta de parte de National Periodical Publications, S.A. (conocida como «National»). National es el propietario exclusivo de todos los derechos de autor, registros de marca y el resto de derechos de propiedad intelectual relativos a las revistas de cómics «Action Comics» y «Superman» y del personaje de «Superman» que aparece en ellas. National ha descubierto recientemente su revista «Radio Comics» en donde aparece el personaje ficticio «El Escapista». Este personaje constituye un intento descarado de copiar la obra protegida de nuestro cliente, es decir, las diversas series donde se narran las aventuras del personaje de ficción conocido como «Superman», que nuestro cliente lleva publicando desde junio de 1938. Como tal, su personaje constituye una violación flagrante de los derechos de autor, registros de marca y derechos ordinarios de nuestro cliente. Por tanto exigimos que detengan de inmediato cualquier publicación de su revista de cómics «Radio» y que todos los ejemplares existentes de dicho cómic sean destruidos con una carta que de fe de dicha destrucción firmada por un directivo de la empresa de ustedes.

Si no detienen de inmediato esa publicación, o no envían la mencionada verificación en un plazo de cinco días a partir del presente, National Periodical Publications, S.A., emprenderá todas las medidas legales y equivalentes, incluyendo exigir la prohibición de «Radio Comics» a partir de este momento. Esta carta se escribe sin renuncia a ninguno de los derechos o medidas de nuestro cliente, ya sean legales o equivalentes, todos los cuales quedan reservados expresamente.

—Pero si no se parece en nada a Superman —dijo Sammy cuando terminó de leer. Deasey clavó en él una mirada siniestra y Sammy se dio cuenta de que no había entendido nada. Intentó pensar qué podía significar todo aquello. Estaba claro que en aquella carta había algo que Deasey pensaba que les podía ser de ayuda, aunque no quería ir tan lejos como para decirles de qué se trataba—. Pero eso no importa, ¿verdad?

—Ya han derrotado a Victor Fox y a la Centaur usando esto —dijo Deasey—. Y ahora van también a por la Fawcett.

—He oído hablar de eso —dijo Joe—. Hicieron comparecer a Will Eisner y lo obligaron a decir que Victor Fox le había dicho: «Hazme un Superman».

—Sí, bueno, eso es lo que Shelly me dijo a mí, ¿te acuerdas? Me dijo… Oh, oh.

—Es muy probable —dijo Deasey muy despacio y claro, como si hablara con un idiota— que ustedes sean llamados como testigos. Me imagino que su testimonio podría ser muy perjudicial.

Sammy le dio con la carta a Deasey en el brazo.

—Sí —dijo—. Sí. ¡Eh, gracias, señor Deasey!

—¿Qué vas a decir? —le preguntó Joe a Sammy cuando este se quedó mirando la puerta del despacho de Anapol.

Sammy se irguió y se pasó una mano por la coronilla.

—Creo que voy a entrar y me voy a ofrecer para cometer perjurio.